Y allí estaba una vez más, de vuelta en casa. Sin el hijo en brazos, sin nada en brazos. Con las manos vacías y rendidas. De regreso en casa no para morar, sino para entregar los restos vencidos.
Apóstol, que estás a los pies de Cristo triunfante, escarnéceme como me escarnecieron tus clérigos, tú que ahí arriba reinas y triunfas. Y yo yazgo aquí a vuestros pies, delante de las bestias de piedra que yo mismo he creado. Me marché lejos, al monte de piedra, y busqué la bestia fría, me entregué al poder que me ha mantenido, me ha sostenido hasta aquí mi rebelión. Yo entraría triunfante en esta catedral mía, traería los restos de mi cordero y los dos quedaríamos por siempre en posesión del lugar, de lo que nos fue arrebatado por tus obispos.
Expulsado de lugar sagrado para siempre, alejado de mi propio templo. Ahí arriba tallé en piedra la corona de espinas, la lanza, la jarra con el vinagre, las herramientas de la pasión. ¿No fue también mi hijo cordero de sacrificio? Sobre la planta de mi talento y su sangre se levantó esta catedral, ¿no anduvo él también por tanto el camino de la glorificación? ¿No había de ser enterrado con mis restos futuros al pie del Pórtico que él ungió con sangre inocente? Quién sino nosotros. Aquí, al pie de mi estatua reverente, humilde Santo dos Croques que distribuyes el poder de la voluntad a través de tu frente de piedra. Mi figura, en la que amorosamente labré la cara de mi niño.
Yo no fui reverente, no fui capaz de serlo. No pude tener la humildad de mi padre, Mateus Petri, constructor de puentes, hombre piadoso. Yo abandoné esa vereda y me marché al monte a alimentar mi rebelión contra vuestro poder. Si hay un Dios que lo prevé todo y que lo provee todo, él fue mi enemigo, y, si no lo hay, yo busqué a mi dios. Yo mismo me hice dios. Aposté por la perdurabilidad de la piedra, sólo lo que ya está muerto puede durar. Vinagre fue el alimento mío, el líquido que recorrió mi cuerpo petrificado.
Cuando tallé el sacrificio de Isaac no sabía que ésa era la prueba que me pedías, pues lo habría trasladado de su lugar en esa columna a esta otra columna central, ya que el sacrificio que me pediste es la forma de tu vínculo de sangre. No te lo ofrecí yo en sacrificio, no fui Abraham, fuiste tú quien me arrebató a mi prenda, robando mi gozo de ver al niño mejor tallado, que habría seguido mi linaje como yo seguí el de mi padre, Mateus Petri, hombre santo y honrado, y que habría vivido sirviéndote con el arte de la piedra. No te bastaba que levantase toda esta Gloria y Apocalipsis en tu honor para asombrar a peregrinos de lenguas distintas con la imagen de tu poder. Desde ahí arriba, triunfante, me exigiste más. Y me robaste, ladrón. Y me rebelé, montado en la fuerza de mi voluntad y aliándome al poder del frío mineral.
Y salí de la vida de los hombres, y salí de las crónicas, de su historia. Sólo volví a caer en el mundo del que escapé, en el tiempo de los hombres nacidos para morir, cuando quise darle un impulso a mis planes. Hice sacrificios a la luz oscura, estuve en toda revuelta que pudiese favorecer mi afán. Conspiré en toda ocasión, y siempre contra ese poder que promete Eternidad. Difundí el descontento contra los abusos recaudatorios para que prendiese la sublevación contra Gelmírez. Fui irmandiño y le planté fuego a mi propia catedral. Instigué aquel levantamiento de la ciudad contra Carolus Emperador cuando reunió aquí las Cortes para recaudar fondos con que sufragar los fastos de su coronación como emperador de Alemania. Yo le abrí las puertas de la ciudad a Drake cuando atacó el sepulcro. Fui insurrecto y derrotado con el comandante Solís y me ejecutaron con los demás en Carral. Fui republicano y me fusilaron en el cementerio de la ciudad. Y, sobre todo, me entregué y serví a los propósitos de mi amo, la deidad fría.
Y aquí estoy, derrengado y deshaciéndome como cisco de piedra, como ceniza fría que no guarda memoria del calor de fuego alguno. Ancianos que me contempláis desde lo alto, finos rostros que yo he tallado con ambas mis manos, dejad de murmurar de mí y tocad las cítaras, las arpas, los salterios y las zanfonas, entonad un canto de difuntos. El Canto de la Sibila, el fin de los tiempos para mí. He estado fuera del tiempo, desintegrándome vuelvo al tiempo de los vivos y de los muertos. Cantadme un funeral, que mi hijo también pasó ya al otro lado, llevados lejos de mí sus restos, esparcidos y devorados por el océano. El océano que quita y restituye la vida, el que puede mandar vientos salvajes y rebeldes que alteran las horas y el curso de las cosas y el que lame la tierra y envía el agua que riega la vida de los campos y las gentes. Que da muerte y que da vida. Ésa fue la puerta por la cual mi hijo, muerto lejos de mí, entró en el mundo. Y al fin descansa, lejos de mi afán, de mi duro propósito.
Para mí no habrá descanso ni luz eterna. Las campanas ya han dado la hora nona, es el momento de apagar la vela. Pretendo lo que me he ganado, la nada. Lo negué todo y afirmé la nada. Mi nada desesperada. Nada más. La nada. No.