Ella se había deshecho hacía ya un rato del paraguas, vuelto del revés e inservible por el viento furioso, y había avanzado, bajo el vendaval y la lluvia, primero por las calles del Ensanche de la ciudad, calles angustiosas que formaban un nuevo laberinto sin centro, un eco lejano de la ciudad antigua, y luego se había internado en las losas del laberinto de la zona vieja. Había ido cesando la lluvia y el viento, y el aire denso y húmedo se había quedado inmóvil, haciéndole sentir a ella su cuerpo mojado bajo las ropas empapadas, como si caminase desnuda, sin ropa. En su mente habían dado vueltas primero las imágenes del miedo, las preguntas sobre la naturaleza de lo que la esperaba, después, poco a poco, su mente enfebrecida había ido calmándose y había sido ocupada por una expectativa, una entrega al momento que la aguardaba. Como si fuese una celebrante en una ceremonia religiosa, en una misa final, y avanzase entonando «Réquiem in aeternam dona eis, Domine.»
Siguió caminando. Después de la estatua del rey asturiano que descubrió el sepulcro, dejando atrás la casa de Xacobe, allí estaba la iglesia vacía. Avanzaba hacia ella sintiendo que aquel lugar la estaba esperando y se le abría. Sobre el portal, el tímpano con las figuras románicas de la Epifanía, la puerta entornada. Empujó la pesada madera y penetró en la estancia vacía. Allí todo era silencio. Vacío como si el aire se quedase en la puerta, y no había eco ni cosa viva alguna, como si de allí hubiese sido expulsado el tiempo y la vida. Un bulto, una figura permanecía inmóvil, casi imperceptible contra el fondo de piedra del ábside, hasta que ella la distinguió y entonces se hizo de una visibilidad tan intensa que obligaba a mirarla y lastimaba la vista. La figura empezó a hablar y ella la escuchó desde donde estaba, como si las palabras que exhalaba estuviesen siendo pronunciadas a un metro de ella.
—Nada. Nada me espera, me espera la nada. Permanecí en el vacío y por delante sólo está la nada. Todo acabó. Se acabó mi juego, se acabó toda esperanza. ¿A qué vienes, mujer? Nada vienes a buscar, pues nada hay. También a ti te espera tu porción correspondiente de nada. Pasa y contempla la derrota.
»Lo que tú buscabas no está y lo que yo he buscado tampoco está. Tu amigo, mi siervo, ha muerto; y matándose le ha puesto fin a mi obsesión. Todo ha concluido hace poco en un lugar de la costa, en un precipicio a orillas del océano. Allí se diluyeron también las cansadas y remotas cenizas de mi hijo, esos restos de los que fui centinela y vengador y que tu amigo me arrebató y se llevó con él. Y con esas cenizas esparcidas en medio de tanta agua se disuelven las raíces de mi propósito. Mi derrota y mi fin llegan con ese cuerpo ahogado de tu amigo, tu amigo ahogado en Fisterra, con los ojos abiertos. Su traición es mi final. Éste que tienes delante es un ser vencido. Este monstruo se deshace, siento ablandar mi dureza.
Ella supo que era cierto, Xacobe había muerto. Se dio cuenta de que, antes de entrar allí, ya lo sabía. Hubiese querido ser capaz de llorar, pero era como si en aquel lugar algo le estrangulase los sentimientos nada más nacer.
—Me venció mi propio mal, el mal de la piedra. El poder que me alimentó creció demasiado, el poder del mineral, de lo inanimado. Ese poder, que me ha mantenido fuera del tiempo, está ahora esparcido por el mundo.
—¿Qué es? ¿De qué…, de cuándo eres…? —se atrevió ella a interrogarlo con horror.
—… De tan atrás…, sea el tiempo que sea, estoy fuera del tiempo. Soy de otro mundo, un mundo desaparecido, asesinado. Lo hemos destruido entre todos, matado por tu mundo. El tiempo suplantó al tiempo. Hasta llegar a este presente sin futuro.
»Yo salí de un tiempo en el que esto era un lugar. Esta misma iglesia, yo la recuerdo cuando estaba viva, fue un templo sagrado entre un bosque basto y poderoso, el mundo era todo él un lugar terrible y misterioso, desde aquí puedo verlo bien, allá lejos. ¿Y qué es hoy? ¿Qué habéis hecho de él, suplantadores?
»Tú me temes, me miras con horror y repugnancia, pero sois vosotros quienes habéis alimentado el mundo con la energía de la piedra, el fluido mineral que recorre todo vuestro mundo muerto. El aire que respiran vuestros cuerpos está apestado de ondas confusas y mensajes inaudibles, y la tierra la habéis sustituido por imágenes en una pantalla muerta. La piedra, a la que me he entregado para pervivir fuera del tiempo, al fin ha extendido su frío imperio.
—No sé bien de qué hablas, pero seas lo que seas yo te abomino, en ti sólo veo maldad. —Y ella entreveía un rostro en la penumbra, pero su mirada estaba vacía y todo éste era como una máscara.
—Mírate a ti misma. También tú trabajas para el frío mineral, todos trabajamos para la luz oscura. La luz que hace palidecer, que te vacía, que te hace vivir fuera de ti mismo. También tú trabajas para alimentar el mundo de vuestras cámaras y pantallas.
»La maldad…, solamente los humanos mortales sois capaces de maldad. La maldad es vuestra condición. El mal sólo es posible entre humanos, entre vosotros que vivís juntos en el tiempo y apretados, y precisáis leyes y reglas para soportaros, allí existe vuestra moral, ese bien y mal vuestro tan miserable.
»Yo estoy solo, fuera de todo lo humano. No me aborrezcas, espántate más bien, pues no es la mera maldad lo que hay en mí, es el vacío. Un vacío absoluto. El vacío está en mí y yo lo traslado conmigo. Este precio he pagado por escapar a la muerte, y por pretender seguir mi camino hasta el fin, sobrepasando el fin. Tú tienes miedo de la muerte, bien lo sé. Todos los humanos saben esa lección, aunque ignoren que la saben. Llega el niño al mundo y ya la trae aprendida, ya llora ante su intuición. El alma humana sabe lo esencial, llorar ante el conocimiento de la muerte. La angustia de ese conocimiento. Yo conocí la muerte, no en mi carne. Ay, si hubiese sido en mi carne… cuando aún estaba viva y podía morir. Fue en la carne de mi carne. Aquel niño era alegre, era como si hubiese olvidado ese conocimiento secreto y cierto, justo para que le llegase la hora de la muerte en el momento inesperado. Ay, yo he conocido la muerte sin haber muerto. Y no detuvo a la muerte ni la religión, ni el Apóstol, ni Dios.
—No sé quién eres, pero te abomino…
Fue como si la golpeasen en su espíritu, sintió un impacto de desánimo, de tristeza. Supo que era él quien la castigaba, quien la golpeaba por dentro, pero también comprendió que no había empeño en eso, que no tenía la misma intención que lo que le había hecho la noche anterior. Era más bien como si simplemente le hubiese contestado discrepando. Pero a ella le fallaron las piernas y cayó de rodillas, los brazos flojos y sin fuerza.
—No abomines tanto. Aún te nacen sentimientos en ese pecho blando de mujer, todavía sientes en mi presencia que enfría la carne y ahoga la esperanza. Tienes sentimientos…, eso es que albergas esperanza. ¿Esperanza de qué? ¿Qué conocéis las mujeres que desconocen los hombres? Mujer…, mujer tenías que ser. «Gracias, Dios mío, por no haber nacido mujer», dicen las Escrituras… Si tuviese sentimientos te odiaría, te llamaría churriana, puta, furcia…, tendría asco de ti, de tu carne. Pero únicamente contemplo en ti el espectáculo de la vida. Nuevamente el espectáculo de la vida. Repetido. Perenne.
»Mujer, sois verdaderamente la tentación de la carne. La carne lujuriosa para los hombres. La carne fecunda, que envuelve a la vida. No es extraño que los hombres os busquen, buscan eso. La carne del hombre es seca y lleva el veneno del instinto feroz dentro, es carne infectada de desesperación, de muerte. Los hombres se agarran a vosotras y os montan para buscar vida, vida que los aparte de la muerte segura.
»Yo tuve fe en las imágenes, creí que las imágenes tendrían encerrada la vida en su interior. Y la tenían, tenían esta forma de vida a la que me he entregado. Aposté por la distancia, confié en la piedra, en el frío, en su poder para sobrevivir a la muerte. Tú eres carne de tacto, yo me entregué a la vista. Mi tacto está muerto, cuanto más desaparecía mi tacto más alcanzaba mi vista. Y por eso modelé imágenes. Y, después de todo, los humanos, los vivos, no podéis competir con las imágenes. Sois sombras y sólo momentáneamente ocupáis espacio. En verdad que estáis siempre en peligro de desvaneceros como una sombra, justo es que le temáis a la muerte. Desapareceréis de la tierra y permanecerán las imágenes, las sombras en las pantallas alimentadas por máquinas. La duración sólo es posible fuera de la vida. No me mires con esa cara de aborrecimiento…
—No te aborrezco por todo eso que dices…, ese discurso estúpido, esa apología de mierda… Te aborrezco simplemente porque me has quitado lo que la vida me entregó, justo en el momento en el que me lo daba… cuando ya no esperaba nada… Y me dejas con las manos vacías. Sin esperanza alguna…
—¿Por qué habías de tener tú esperanza si no la he tenido yo? Mujeres que sangráis, sois un manantial de sangre que brota cada mes… La sangre, ese fluido tan especial de los mortales.
»Ay, estás preñada, veo que estás preñada. Tú aún no lo sabes, pero estás fecundada… Y decías que no tenías esperanza alguna…
—¿Qué me estás diciendo? Presencia abominable, me das miedo, y asco. Es como si tu pensamiento se metiese en mí y me revolviese por dentro.
—Al fin has conseguido lo que pretendías, has roto el círculo en torno a mi siervo… Y ahora estás fecundada… Qué fuerte es tu debilidad, puta más que puta. Y ahí estás ahora, ya recorrida, sin saberlo, por los humores que alimentarán a un hijo, una hija. Yo podría, ahora mismo, acabar contigo y con lo que ya ha prendido en tu vientre. Esa criatura que te nacerá dentro y se alimentará de ti, que saldrá llevándose con ella una parte de ti. Te nacerá la criatura y habrás perdido un pedazo de ti misma. Y alegraos de eso…, de trocearos, de partiros y difundiros fuera de vosotros. Mujeres, cómo se os puede entender… No se puede, verdaderamente sois de una raza distinta a la de los hombres. Algún ángel lujurioso ha sembrado en carne humana. E infestáis el mundo de gentes.
»Pero no voy a hacerte daño, vivirás y tendrás a tu hijo. Será niña. El hombre que fui también tuvo un hijo… No morirán más niños por mi mano. Si mi corazón no estuviese seco, tendría lástima de tantas cosas… Hice cosas que tú llamarías terribles… No tengo pena de ti… Contemplo que mi afán está en ruinas.
Afuera sonó la campana de la catedral y fue como si el sonido se detuviese en la puerta. Pero él le prestó atención como si ésta tañese únicamente para él. Siguió sonando hasta dar las ocho.
—Me llama la campana. Ahora quedará libre. Ya nunca más se verá presa por el viento, nunca más dará la hora trece. Tocáis por mí. Voy. Es el momento de regresar, el momento de cesar. Cesará todo, la memoria, los recuerdos, los afanes. Quizá cesar sea el camino.
—Cabrón, cabrón, cabrón… Has matado mi ilusión… Y ahora me dejas aquí, confusa… —balbució ella de rodillas, sin fuerza para levantarse, para gritarle alguna cosa.
Poco a poco fue como si fuese entrando aire en la iglesia vacía, como si la luz volviese de nuevo a proyectar sombras, como si de fuera empezasen a llegar los ruidos de la vida.
Más tarde se asomó a la puerta un hombre con un chubasquero de trabajo y un casco de operario, ella vio cómo se le acercaba y la ayudaba a levantarse.
—¡Eh! Venga, venga. Qué ha pasado, qué ha pasado…
—Nada, no ha sido nada. Debí de perder el conocimiento… No es nada. Me debió de dar un mareo… Vi la puerta abierta y entré a guarecerme de la lluvia… —explicó—. Ya me voy, ahora no llueve…
—Vaya al bar de enfrente y tómese algo…