Queridos hermanos cofrades, cuánta zozobra no había en mi alma conturbada por aquella prueba a la que me sometió Nuestro Señor. Y pensé, como santo Job, «quién me diese volver al tiempo de antaño, cuando Dios me guardaba», pues como Job, o como Cristo en la víspera de su Pasión, también yo quise, primero, escapar a aquel trance al que el sufrimiento sometía mi Fe. Es verdad que la Biblia nos ofrece ejemplos para todas las situaciones en las que nos podemos llegar a ver. Hay verdades terribles en la vida, como son los ejemplos de que Dios está lejos, a veces incluso parece que se aleja demasiado. ¿No es así, pues, cuando es él mismo quien desencadena las desgracias de Job apostando con Satán a que no es capaz de arrastrarlo a su condena? Como si Dios jugase con sus criaturas. Son ejemplos desconcertantes que cuesta explicar, quizá lo resuma esa expresión común de que Dios escribe con renglones torcidos, haciéndonos difícil la lectura.
¿Y no deberíamos frecuentar más la lectura de la Biblia en nuestra Cofradía? Pues parece que el católico común le tema a ese libro sagrado, conformándose con el Nuevo Testamento y dejando el resto para protestantes y judíos. Es verdad que su lectura a veces lo deja impresionado a uno, e incluso desconcertado, pues los rostros de Dios son varios en su libro y nos cuesta comprender que Yahvé le dé instrucciones a Moisés sobre la menstruación de las mujeres, pongo por caso. En concreto, que ordene que se mantenga aislada durante siete días a la que tenga el período.
Uno desconfía de la mujer, pero eso es un poco exagerado y supongo que habría que entenderlo en un sentido figurado, digo yo. Además, ese tipo de normativas hoy serían muy complicadas de llevar a cabo, pues habría que despedir a muchas mujeres de sus trabajos y los industriales no lo tolerarían, conduciría a una mayor separación de la Iglesia respecto de la sociedad, ya que ésta está tan secularizada; casi diría irremediablemente secularizada, si no fuese derrotismo. Además, una normativa como ésa crearía pequeños trastornos en cada casa, imaginemos que nuestras madres, esposas, hijas, no colaborasen durante siete días de cada mes en las labores de la casa. Cundiría el mal humor entre los católicos, no nos engañemos.
Y no digamos, por seguir con la Biblia, lo que nos cuesta entender a Yavhé, cuando él mismo mata a todos los primogénitos de los egipcios para que el faraón se ablande y les permita marcharse a los israelitas, cuando manda pasar a cuchillo a los pueblos enemigos o hacer esclavos a las mujeres y a los hijos. O cuando le dice a Abraham que le ofrezca a su hijo Isaac en sacrificio. Estas cosas no serían comprendidas hoy por las organizaciones de los derechos humanos, ni toleradas por la ONU. Son cosas muy duras, aunque hay que verlas en el contexto de su tiempo, que también era muy duro. Sin embargo, aunque la Biblia tenga cosas desconcertantes, su lectura es muy iluminadora y a mí, en aquella ocasión, me brindó el ejemplo de Job.
Y, como Job, yo padecía en aquel despacho de la comisaría los padecimientos del alma y del cuerpo, pues mi cuerpo lastimado y débil se quejaba y yo me sentía mal. El inspector había vuelto a dejarme a solas en su despacho y yo me asomé a pedir un vaso de agua a algún guardia que estuviese en el pasillo, pues mi cuerpo demandaba beber. Sin embargo no había nadie por allí, y aproveché para ir hasta el servicio de caballeros y beber del grifo y deshacerme después de los líquidos que le sobraban a mis pobres riñones. Tardé un poco, pues tuve que completar la faena, y cuando salí ya me estaban buscando alarmados el inspector y un agente por los pasillos y despachos. Al verme, parecieron aliviados. Estuvo bien que viesen que yo estaba allí a disgusto, igual que había ido al servicio podía haberme escapado.
El inspector me recriminó que hubiese desaparecido. Yo le contesté que era una persona enferma, padecía insuficiencia renal crónica y necesitaba cuidados y, sobre todo, ser tratado con consideración. Aquello le impresionó. Y fue como si la reciente muerte de su tío, sumada a lo que acababa de decir, lo hiciese reaccionar y recapacitar como una persona civilizada, o como un cristiano cabal. Y se mostró preocupado, me preguntó si necesitaba algo que estuviese en su mano, alguna medicina. Le contesté que lo único que necesitaba era que me dejase ir en paz, como en paz había entrado en aquella comisaría por voluntad propia. Él me respondió que aquello no iba a poder ser, tenía que hacer aún alguna averiguación en torno a mi declaración. Yo comprendía que aquella orden de no dejarme salir era para que no estorbase en la reunión de la Cofradía que tendría lugar aquella tarde, así que le sonreí con escepticismo y le dije que, si quería, podía acompañarme en el rezo del rosario, pues era lo que yo pensaba hacer en aquel momento y me parecía que a él también le vendría bien. Él no aceptó mi invitación y se marchó.
Cerré los ojos y me dirigí a la Virgen María, que es madre y es pura, y vela por todos sus hijos y nunca me había fallado en un trance. Mis dedos acariciaban aquel modesto rosario.
Nunca había pensado mucho en el tema del precio en relación con los objetos sagrados, aunque en el fondo siempre había intuido que no podía tener el mismo valor una cosa que otra, no podía ser tan del agrado a los ojos del Apóstol o de Dios una figura trabajada con arte en plata blanca y negro azabache por mis manos devotas, que una réplica hecha de molde o de troquel en una industria anónima. Pues la misma empresa que hace figuras religiosas de plástico, con la misma máquina o con otra parecida, hace también cualquier figura pagana; incluso, sin faltar a la verdad, puede hacer esas caretas burlonas y demoníacas que usaba la gente aquellos días. E incluso no exagero si digo que podrían, sacrilegio sobre sacrilegio, fabricar esos objetos pecaminosos y grotescos que venden en los sex-shops. Las máquinas no tienen alma. Así que cómo se podían comparar las obras de las máquinas con las obras de un espíritu devoto.
Aunque uno también ha comprendido siempre que hoy somos muchos millones de cristianos en el mundo y hay que proveerlos de objetos religiosos. Por otro lado, en ésta era de las máquinas, los oficios casi han desaparecido. Piensen los hermanos, como una cifra indicativa, que la antigua Cofradía de Azabacheros, que después fue fusionada con la de los Caballeros Cambiadores y otras en la Cofradía del Sepulcro Apostólico —a la que siempre me he honrado en pertenecer y a la que pienso seguir perteneciendo por encima de todo—, pues aquella Cofradía tenía más de mil miembros cuando se fundó hace seiscientos años. Retengan el dato, imagínense, figuras salidas de nuestros talleres que llegaban de vuelta a los lugares de toda Europa de donde habían partido los peregrinos. Comprenderán mi preocupación por el rumbo de un planeta en el que las máquinas le ganan el sitio a los humanos, que viven en un mundo deshumanizado. Pensando en eso uno se siente como un animal en vías de extinción. Cuanto más nos adentramos y encerramos en el mundo creado por los humanos y las máquinas, más nos alejamos del mundo de Dios, de la Creación. Aunque no sé cómo escapar de ese dilema pues, como he dicho antes, ese mundo moderno necesita más que nunca de la palabra divina y, precisamente, no se puede actuar en él si no es a través de las máquinas. Es una contradicción que nadie me ha sabido aclarar hasta el día de hoy, pues es como hacerse pecador para salvar a los pecadores, o algo semejante. Aunque ése es el ejemplo de san Agustín, que fue santo gracias a que antes fue pecador, y consiguió la santidad por la vía de la confesión con Dios.
Yo ya tenía esa idea de que las cosas corrientes no son como las buenas, ya se sabe aquello de «La buena vida cuesta dinero; la hay barata, pero no es vida». Pues este prejuicio mío se vio confirmado en aquella ocasión ya que aquel rosario diminuto no me ayudó en nada para la oración, por más que lo bañase en agua bendita, y la Virgen mediadora y consoladora me pareció lejana y ajena. Que Dios me perdone como perdonó a san Agustín.
Por mis ojos cerrados pasaban imágenes de mi infancia, marcada por la enfermedad, de mis padecimientos, de la muerte precoz de mi madre, de la desgracia de mi hermano…, tantas cosas tristes. Y mi espíritu se torturaba con la pregunta de por qué le tenían que pasar aquellas cosas a los justos, a los inocentes, mientras los más inicuos disfrutaban de fortuna y de buena salud. Y recordaba tantos malos cristianos, entregados a todo tipo de vicios, pues cada vez hay más, y repasaba mis cuitas, las humillaciones sufridas, las heridas en mi cuerpo. Y eran tantos los padecimientos, que mi espíritu se asfixiaba falto de aire y sentí que descendía a las profundidades de la noche del alma. Como si me ahogase en un pozo hondo y oscuro que estuviese en el fondo de mí mismo. Visto ahora, bien entiendo que fue una prueba que me puso Dios y en la que sucumbí, pues hasta mí no llegaban los rayos de su claridad.
Repasando el contexto en el que ocurrió todo y reflexionando sobre la debilitación de los mecanismos religiosos de prevención, recuerdo que en el tiempo que pasé en aquella comisaría, probablemente una o dos horas, no oí nunca las campanadas de nuestra santa catedral. Seguramente que el viento, soplando de abajo, se llevaría el sonido para el lado contrario a aquel en el que estábamos nosotros. Aun así, antes, con la campana vieja, por muy resquebrajado que estuviese el bronce últimamente, las campanadas se oían en todas partes. Esta campana moderna suena como amortiguada y carece de resonancia. ¿Tuvieron que ir a encargarla tan lejos, a Holanda, para traer esta mala copia de la anterior? Hay artesanos más cerca que la hubieran hecho mejor. Aunque conozco de sobra que los oficios locales son los menos estimados, bien lo sé yo. Esto viene a cuento porque estoy seguro de que, si las campanadas fuesen como es debido, inundarían aquel despacho como una vibración santa, socorriéndome, y yo no me habría sentido tan débil. Si hubo campanadas, para mí estuvieron vacías.
No guardo memoria de lo que ocurrió después hasta que recuperé la conciencia mientras me llevaban en una camilla por un corredor de hospital, estaba en Urgencias. Recuerdo también estar enchufado a las máquinas y, en algún momento en el que estaba consciente, antes de volver a perder el sentido, una lucha tremenda dentro de mí entre la desesperación y la Fe. Y quizás en aquella ocasión el rosario, por pequeño que fuese, me fue de utilidad, pues seguía allí prendido en mi mano, se veía que lo tenía bien apretado, y recé una salve antes de desvanecerme. Y ese momento, ese agarrarme al clavo de la oración, de la esperanza, pienso que fue lo que salvó mi alma. Quizá si llego a entregarme a aquel sentimiento de desesperación…, en ese caso mi alma se hubiese condenado en aquel preciso momento. Y quizás al alma le siguiese simultáneamente el cuerpo, experimentando así, en un único tránsito, la muerte primera y la muerte segunda, la del cuerpo y la de los condenados. Aquel rosario y el hábito de la oración me salvaron seguramente de esa segunda muerte, sobre todo el hábito de la oración, bendita costumbre.
Cuando desperté de aquella especie de muerte o descenso a las tinieblas del alma entraba por la ventana un alegre rayo de sol que bañaba la pared del cuarto de hospital. Una vez que me pude levantar, vi en el pasillo a un niñito también ingresado en la zona infantil. Estoy acostumbrado a ver de todo, los hospitales son como mi casa, voy allí cada semana y frecuentemente paso días en ellos, siempre acabo por volver, pero aquel niñito me conmovió. Seguramente porque venía yo de vuelta del otro lado, era una resurrección que no comprendía; hace un poco casi muero y ahora estoy aquí otra vez sin causa o explicación, pensaba yo. Pero aquel niño consumido por la enfermedad estaba en el, permítaseme la expresión, filo de la navaja, entre la vida y la muerte. Y a lo mejor por eso veía tanta vida en él, cómo le brillaban aquellos ojitos negros como azabache cuando una enfermera pasó, y cómo se rió cuando ella lo llamó por su nombre y le hizo una monada. Aquel niño lo sabía todo, sabía el sentido de la vida y de la muerte. A esos que tanto preguntan por eso y hacen cabalas les habría bastado con mirar al niño, y verlo con ojos limpios.
Dicen que es el amor lo que mueve el mundo, el amor de los esposos, o de las parejas que llaman «de hecho» que tanto abundan ahora como una forma nueva de matrimonio pagano, de ese amor nacen los niños. Aunque no siempre se le puede llamar amor a eso, pues ¿cómo separar el amor marital o sexual de la lujuria? Con razón la Iglesia y nuestro santo padre desconfían del sexo, pues cegados por la pasión y víctimas del ardor de la carne cómo saber dónde acaba el simple deber conyugal y dónde empieza el pecado. Sin aludir a los que ya de antemano están en pecado. El caso es que, amor o lujuria, todo eso crea la vida. Y todos en nuestra vida, en general, procuramos el amor o el placer de un modo u otro. Pero ¿y el dolor? ¿Qué papel juega el dolor en todo eso? El dolor es lo que excretamos estas máquinas que consumimos amor, placer. No hay vida, no hay amor ni placer sin dolor. Eso es lo que yo pienso al respecto. Aquel niñito hospitalizado sabía el valor de la vida porque conocía el dolor, la muerte.
Aquel pequeño fue como una lección para mí y comprendí la importancia de que yo estuviese allí de regreso, vivo y resucitado. A veces, cosas insignificantes significan mucho para uno. Aquel chiquillo alimentó mi esperanza y mi Fe. Fui a mi cuarto y cogí de nuevo el rosario. Acababa de experimentar un milagro, había resucitado. Como Lázaro.
Había pasado muchas horas sin conocimiento según supe más tarde. Y también pude saber después algo de lo que ocurrió mientras estaba detenido y luego hospitalizado. Efectivamente, habían conseguido apartarme de la circulación, sin embargo mi inesperada ayudante de investigación, Celia, fue un instrumento providencial que vino en mi ayuda con eficacia y a la que siempre le estaré agradecido. Ella, posteriormente se mostró reservada sobre los hechos acaecidos, como si fuese algo personal y no una cosa más general en la que ella fue meramente un mecanismo incidental, pero el canónigo Pardiñas me dio la pista del Resucitado y fue este mismo individuo quien me refirió su entrevista con dicha mujer, la tal Celia.
Diré que, si no fuese porque sé que las ideas y prácticas del Resucitado están lo más lejos posible de lo que es ser cristiano, al verlo y escucharlo uno pensaría que estaba ante un hombre santo. Tal es la serenidad que hay en él. Incluso su avanzada edad, acompañada de la buena salud que aparenta, parece un signo de su santidad. Y eso lo refuerza su aspecto, recio, de caminar tieso a pesar de los años. En fin, diré que cuando acudí a él, primero me contempló como si pudiese ver dentro de mí y después me mandó pasar a su humilde casa junto al río, pegada a la vía del tren. Casi donde está él se cruzan la vía y el río, como si fuesen dos caminos, y creo en este momento que a lo mejor es un sitio adecuado para su profesión de brujo, pues dicen que los cruces de caminos son lugares propicios para la magia.
Sobre el famoso tiro que le entró por una sien y le salió por otra diré que, si no lo sabes, no te fijas en la marca que le dejó, seguramente porque han pasado ya tantos años que la cicatriz se ha ido borrando. De todas formas, yo no puedo ni afirmar ni negar que aquel hombre tenga poderes mágicos de algún tipo, pues no solicité sus servicios.
Aunque a veces me viene al pensamiento la idea de acudir a su encuentro y que me dé su abrazo. Él tiene ese modo de curar a la gente, de sacarles el mal que lleven dentro, e incluso de adivinar cosas que hay en uno. En fin, ya se sabe, son las cosas que se dicen de él. De todos modos reconozco, ya digo, que a veces me he sentido tentado de ir allí y que me saque la insatisfacción que me hace padecer tanto. Ya no hablo de los padecimientos de mi cuerpo. No obstante, como no ignoro que va contra nuestras creencias, seguramente no iré nunca. Con toda seguridad. Uno no debe servirse de esas supersticiones, pues en el caso de ser verdaderos esos poderes, ¿de dónde vienen, de Dios o del lado del Mal? Siempre hay ahí una ambigüedad que no es buena, pues por esa indefinición, que dicen que es tan típica de los gallegos, es por donde se cuela antes el demonio, o como queramos llamar al lado de las tinieblas.
Quien sí demandó sus oficios fue Celia. Aquel hombre me relató cómo ella había llegado allí empapada de pies a cabeza, pues aquél no era día para andar por aquellos parajes en los que no había más que fincas y alguna que otra casa, y en un día así la lluvia galopa en el aire. Él percibió que era alguien que acudía allí como si fuese la última carta de la baraja, así me lo dijo. Así que la acogió como un buen samaritano, la sentó junto a la cocina económica para que se secase, mientras su hermana, que viene siendo la ancianita que va a limpiar la cripta de nuestro santo Patrón desde hace años, le preparó un café con leche con unas gotas de aguardiente para que no cogiese un catarro. Esperaron a que entrase en calor para preguntarle qué buscaba allí.
Ella, por lo visto, le enseñó aquel sobre que ya me había mostrado a mí antes y parece ser que él, nada más verlo, advirtió que era alguna cosa maligna. Dijo que, sin tocarlo, sólo con verlo, había sentido en el pecho como un frío. Ella le preguntó si le podía decir de dónde había salido, o de quién. Si podía indicarle un lugar. Y entonces él no tuvo más remedio que cogerlo en sus manos, aunque no quería. Y después de tenerlo sujeto se levantó rápidamente y fue hasta la cocina y lo echó al fuego para que ardiese, y el sobre se quemó sin hacer llama. Luego él recogió aquellas cenizas y salió fuera y las echó al río que discurre por allí y que fluye hacia el mar. Y cuando volvió a entrar en la casa, habló. Le dijo que había una cosa parecida a un hombre, que no era un hombre, y que era algo así como un vacío, como una piedra brillante, una piedra que tuviese hambre, que se tragase lo que había fuera. Y que estaba en aquel momento en la ciudad, en una iglesia vacía. Eso fue lo que me dijo que le había dicho. Y ella inmediatamente quiso ir a aquel lugar, fuera lo que fuese lo que allí había.
Dijo que él no le había sabido precisar más, aquello fue lo que había sentido, lo que había visto. Y que aún hoy conserva en los dedos la quemadura que le produjo el contacto con el sobre, eso me dijo y me enseñó unos dedos quemados. Bien sé que cualquiera se quema los dedos teniendo una cocina de hierro en casa, recuerdo cuando la había en la mía, antes de la cocina de butano. Aun así, por qué me iba a mentir a mí.
Él no sabía decirle nada más y ella se desesperaba, decía que estaba teniendo un mal presentimiento, que no quedaba tiempo y no sabía qué lugar podía ser aquél. Fue entonces cuando la hermana de aquel hombre, la vieja que limpia la cripta, recordó que la iglesia de San Fiz de Solovio, que es tan antigua, estaba en obras de restauración y que por lo tanto se hallaba sin culto y vacía. Y que ella se agarró a eso y ya quería pagar para marcharse y él no le quiso cobrar, pues había una tristeza muy grande en todo aquello y no le cogió su dinero para que no quedasen restos de aquel asunto en su casa.
Me contó que cuando vio aquel sobre delante le vino a la memoria inmediatamente una cosa que había visto siendo joven. Cuando los falangistas lo sacaran de la Falcona, la cárcel local, con idea de pasearlo, en el mismo grupo en que iba había también un hombre que él no conocía más que de vista. Al hombre no pareció importarle mucho que los llevasen camino del cementerio de Boisaca, en donde los pensaban fusilar. Y, en cuanto llegaron, los arrimaron a la pared y empezaron a dispararles. A él, al verle el tiro en la cabeza ya no lo remataron, pero estaba vivo y con los ojos abiertos, y así, inmóvil, vio cómo aquel hombre extraño se levantaba y se marchaba caminando como si tal cosa. Y un cura que había ido a dar la extremaunción lo vio y no se atrevió a darle el alto ni a abrir la boca. Él, aquella noche comprendió que había gentes extrañas, distintas, y, desde entonces, a veces le parece ver signos de esos seres. Eso dijo.
Cabe la posibilidad, naturalmente, de que todo sean imaginaciones supersticiosas de una mente que fue alcanzada hace tiempo por un disparo y que desde entonces está perturbada y conserva memoria de cosas mágicas y disparatadas. No obstante, ya digo, me pareció un hombre cabal y sincero. A mí, que soy un cristiano entregado, me gustaría parecerme a él —que sigue siendo ateo y enemigo de la religión— en esa serenidad que irradiaba cuando me hablaba. Por otra parte, su relato confirma mi investigación.
Sin embargo, sé también que mi lugar está entre mis hermanos de la Cofradía y por eso estoy dando todas estas explicaciones pormenorizadas acerca de los sucesos ocurridos unos meses atrás en nuestra ciudad.
Ojalá que mis hermanos actúen con misericordia y justicia, y anulen mi expulsión. Prometo que, por mi parte, no le volveré a causar ningún tipo de trastorno a la Cofradía, ni a ninguno de sus miembros.