Cerró la puerta de la casa, bajaron juntos y se despidió en el portal de aquel hombre que se había presentado como médico y amigo personal de Xacobe. Se había mostrado muy reservado a la hora de ofrecerle a ella información sobre los trastornos que padecía su común amigo y aún mucho menos dispuesto a facilitarle un diagnóstico. Le pareció un hombre convencional, con sus ocupaciones, su profesión, lo veía distinto a aquellos seres con los que había conectado en las últimas veinticuatro horas. Había sido un día antes cuando estableciera aquella relación con Xacobe, también con aquel ser terrible, incluso con aquel hombre estrafalario que la ayudaba. Todos ellos eran, de un modo u otro, extraños, como si procediesen de un mundo aparte, de un territorio de sombras antiguas. Y ella estaba ahora allí con ellas, estaba sumergida en una realidad distinta, también ella se había convertido en un ser extraño. Sin embargo, en aquel hombre había algo que lo hacía un poco distinto de la gente ordinaria, quizá fuese a causa de su vinculación con Xacobe. Nadie que hubiese entrado en contacto con lo extraordinario recuperaba enteramente la normalidad, también él ocultaba algún enigma; aunque quizá no lo supiese. Le arrancó la promesa de volverse a ver más adelante para hablar.

Serían las tres de la tarde cuando la llamó aquel hombre desde comisaría, el cofrade, ni siquiera sabía su nombre. Por el contrario, seguramente él supiese el de ella, pues parecía tenerla vigilada. Le contó que seguía en comisaría y que por el momento no podría salir de allí; hablaba bajando la voz, como en secreto. Y de súbito se oyeron voces detrás de él, allí donde quiera que estuviese, y bisbiseando contra el teléfono le indicó que visitase a un canónigo catedralicio llamado Pardiñas. Y se cortó la comunicación.

Sin duda aquel hombre se hallaba en dificultades. No podría ayudarla a encontrar a Xacobe. Y ella se sentía impotente, sólo conseguía atisbar, sin ver otra cosa que breves escenas de un drama, de una película de argumento confuso y desproporcionado, andaba aturdida de un lado para otro y sólo podía intuir que él se precipitaba a algún destino que ella desconocía. Aquella caja de hierro antiguo, la huida…, fuera lo que fuese, todo aquello se estaba aproximando velozmente a su final.

El único hilo por el que podía tirar no parecía ser de mucha utilidad. Hablar con un canónigo. A no ser que aquel canónigo fuese precisamente el tío de Xacobe del que le había hablado Aura. ¿Y qué habría sido de ella? Estaba desconcertada, pensó en volver a casa de Xacobe, quizás hubiese regresado. Pero ella sabía que no volvería. Se estaba precipitando hacia algo, hacia su fin. Supo en su fuero interno que se trataba de eso. Si no lo encontraba, estaría perdido. Y no volvería a verlo nunca más. Pero no podía hacer nada por impedirlo. Caminaba desalentada por las calles, la lluvia había vuelto en forma de una llovizna que caía con una calma desesperante, incansable, y ella se acabaría mojando completamente. Fue bajo los soportales hacia su casa.

Allí estaba su piso revuelto, la vida revuelta, ya ni la casa ni nada volverían a ser lo mismo. De pronto veía sus pertenencias, su vida, con distancia. Ordenó algo aquel desbarajuste, las cosas caídas, mojadas. Recogió del suelo libros con las páginas abiertas y húmedas, El paraíso perdido completamente empapado, «Unigénito Hijo, ¿te das cuenta / De qué ira ha sido poseído / nuestro Adversario?, a quien ni los límites / Prescritos, ni las barras del Infierno, / Ni todas las cadenas que sobre él / allá se amontonaban, ni siquiera / El gran abismo con su ancha grieta / Consiguen detener, tan obstinado / Parece en su venganza temeraria». No podía seguir leyendo aquellas cosas, arrojó el libro de nuevo al suelo.

Sentía que se asfixiaba en aquella estancia que olía a humedad, a masilla, abrió la ventana para respirar, se asomó a aquel aire cargado de lluvia, bajo aquella bóveda de nubes bajas que casi tocaban las veletas y cruces de la catedral. Cerró la ventana y se refugió en su cuarto, se quitó la ropa, las botas, y se acurrucó en el lecho, buscando aquel calor que aún quedase entre las sábanas, ocupando el lugar en el que había estado el cuerpo de su amigo. Pero no era capaz de percibir tibieza ni conforto de ninguna clase, mojó la almohada con sus lágrimas, aquella vieja sensación que la transportaba de vuelta a la infancia. También a los días posteriores al aborto. Fueron días de lágrimas. Nadie la había avisado de que aquella semilla inoportuna que había prendido en su vientre hacía apenas un par de meses hubiese lanzado raíces tan profundas y poderosas en lo más íntimo de ella misma. Lloraba por algo que ni siquiera había existido. Cuando se había quedado embarazada vivía con Carlos, se lo había dicho y él lo había tenido claro desde el primer momento. No quería tener hijos. Él ya era su propio hijo, no le apetecía cuidar otros niños. Ella se habría animado a tenerlo, inesperadamente empezó a experimentar entonces una curiosidad por cómo sería tener aquel niño. Podría haberlo mantenido ella sola; aunque sus ingresos eran irregulares, tenía casi tres millones de pesetas en una cuenta en el banco, lo que había obtenido de vender tierras en la aldea. Podía haberlo tenido. Sin embargo, no habría podido criarlo con la hostilidad de Carlos, un hijo debería ser querido.

Ella no se había atrevido a romper la relación, aún había aguantado unos meses más toda aquella mierda. Y había abortado. Y luego le había llorado durante meses a una sombra sin forma que estaba dentro de ella. Y allí volvía a estar ovillada en la cama, encogida y mojando de lágrimas la almohada. No había llorado desde entonces. Esta vez quería apoderarse de la sombra que había estado durmiendo allí unas horas antes, restregarse contra aquellas sábanas hasta que algo de aquella presencia se le metiese dentro, para no perderla.

Se levantó disgustada, era inútil. Comió un sandwich, fruta y un yogur, y analizó la situación. Probaría a llamar a su extraño aliado. Llamó y le salió una voz masculina distinta, alguien que le preguntó imperioso quién era ella. Colgó. Algo pasaba con aquel hombre, había perdido el teléfono. O estaba detenido. Enseguida se vería ella implicada, mezclada en algo, en lo que fuese que andaba metido aquel individuo. Se veía repentinamente complicada en un asunto que seguía sin conocer. Buscó música, encontró el Quatuor pour la Fin du Temps, de Olivier Messiaen, y le pareció apropiado para su frágil estado de ánimo.

Se despertó, estaba en el sofá. Se había quedado dormida oyendo música. Eran las cuatro y media de la tarde. Qué habría pasado mientras ella descansaba, dónde habría ido Xacobe. Se levantó y fue al baño a componerse, iría a hablar con el dichoso canónigo, no tenía otra carta que jugar. Se disponía a cerrar la puerta cuando se acordó de la carta, la sacó de la papelera y la guardó con repelús en el bolso de mano. Cerró la casa con dos vueltas de llave.

Bajando las escaleras le salió al encuentro su vecina y la informó de que por la mañana había estado sonando un teléfono en su apartamento. Se veía que se lo había dejado en casa, dijo. Ella supuso que sería el de Xacobe, que había quedado enterrado entre la ropa en el armario. Se lo había olvidado allí. Debería subir, sacarlo de donde estaba y arrojarlo a una papelera. Estando allí era como si hubiese un hilo invisible entre su casa, ella y aquella voz siniestra, aquella presencia malvada. Pensó en hacerlo pero no tenía fuerzas en aquel momento. Prefirió continuar escaleras abajo e ir hasta la catedral, llamar a la puerta de aquel canónigo, que le parecía tan poco prometedora. Afuera lloviznaba.

Un hombre de paisano salía de la sacristía, le preguntó por el canónigo Pardiñas y le contestó que no estaba, no tardaría en llegar. Ella esperó en un banco cercano a la puerta, encogida dentro del gabán. Era una hora muy tranquila, en aquella época del año no había muchos turistas y con el mal tiempo la gente se metía en casa. Pasaba alguien en silencio por una nave lateral, una vieja sentada delante del altar, moviendo los labios y mirando algún punto en aquel retablo.

El púlpito, el retablo barroco del altar mayor todo en pan de oro, la figura del Apóstol en medio, hierática, en posición de poder. Como si allí ocupase el lugar de Cristo y reinase en aquel lugar. Aquellos fustes robustos, enormes, sosteniendo la cúpula allí arriba. Todo en aquel altar era poder, el poder de la basílica. Fue hasta la cripta de las cenizas, bajó las escaleras de mármol blanco, los bordes de los escalones gastados de tantos pies. Extrañamente, la reja de la cripta estaba abierta.

Se asomó con sorpresa, nunca había pensado que aquel lugar, la cripta, pudiese estar abierto alguna vez. Y allí estaba una viejecita de cabello blanco, vuelta de espaldas, de rodillas encima de uno de aquellos cajones de madera que ya había dejado de ver hacía años. La vieja pasaba un paño por la base de mármol labrado, enjuagándolo luego en un cubo de plástico azul con agua jabonosa, pasando de nuevo el trapo por el arca de plata que guardaba aquellas cenizas tan veneradas y volviéndolo a enjuagar. Se quedó boquiabierta ante aquella escena. No se le había ocurrido imaginar algo tan doméstico, tan humano y cotidiano, en aquel lugar mítico, protegido por la liturgia, su propia fama, la vigilancia… Salió de allí casi avergonzada, como si acabase de ver lo que no debía, como si se hubiese entrometido en un momento de la vida privada de alguien, de un lugar.

Caminó pensativa por la girola. ¿Cómo era para aquella viejecita tocar y fregar aquello? ¿Significaría algo especial para ella, o sería como limpiar cualquier otra cosa? ¿Sabía ella algo que ignorase el resto de la gente? ¿Aquella señora habría notado algo alguna vez, percibido alguna señal? ¿Y si aquella vieja no creyese en nada? A lo mejor lo hacía para ganar unos duros y a continuación se iba a limpiar un portal de una casa cualquiera. Quién sabía… Imaginó a aquella mujer de cabello cano, a quien no le había podido ver el rostro, como alguien que sabría una verdad esencial. Si esas cenizas eran algo poderoso y mágico, como había creído la gente durante tantos siglos, esa mujer lo sabría. Si existían cosas a las que venerar, algo distinto de las cosas que nos rodean, esa mujer lo tendría que saber. La imaginó como una bruja buena, quizá tuviese algún poder para algo. Sonrió para sí volviendo a la realidad, ya estaba su imaginación transformando la vida en materia de un argumento para la televisión o para un cuento. Se acercó a la sacristía para ver si al fin había llegado el canónigo.

Apartó la gruesa cortina de terciopelo granate oscuro y asomó la cabeza adentro, una estancia de planta cuadrada con el techo muy alto, de arriba caía la luz mortecina de aquel día. Tres hombres vestidos con ropas púrpura de monaguillo comentaban algo de espaldas, inclinados sobre una mesa de madera antigua, hablaban de la quiniela que sostenía uno en las manos. Sobre ellos, en una pintura de gran tamaño, una estrella anunciaba la sepultura del Apóstol.

Ella notó instintivamente que aquél era un lugar muy masculino, al fin y al cabo ella nunca había entrado en una sacristía, curas y acólitos eran hombres. Aun así, emitió algún ruido con la garganta y los otros se dieron la vuelta. Por un momento se vio desde fuera como en una escena de película. Allí estaba ella, que no pisaba una iglesia, preguntándoles por un canónigo que no conocía a unos monaguillos, o mayordomos, o tiraboleiros, o lo que fuesen aquellos hombres vestidos con sayos.

—¿El canónigo Pardiñas?

Uno más joven, alto y de bigote rubio preguntó mirando para un compañero:

—¿Ha vuelto de la siesta?

—Sí, ha vuelto, ha vuelto… —contestó uno más bajo y calvo saliendo a buscarlo tras una puerta con ruido a madera vieja y herrajes.

Los otros dos se fueron cada uno para un lado a ordenar o mover cosas, el del bigote guardó la quiniela en un bolsillo del pantalón bajo el sayo.

El canónigo con su sotana, en la que campaba una violenta Cruz de Santiago roja en el pecho, representaba unos cincuenta años bien llevados. Despedía un olor a manos recién lavadas y a loción para después del afeitado, y la repasó brevísimamente, con discreción para no ser malinterpretado, pero lo suficiente como para hacerse una idea del tipo de persona que era. El resultado fue un gesto de interrogación en su rostro, como si aguardase a que ella hablase. Ella leyó en su actitud, «te conozco, tú no eres de mi mundo, más bien eres de un mundo hostil al mío. Sea lo que sea lo que andas buscando, desconfío de ti».

—Mire, podemos salir un momento y hablar ahí fuera…

—Naturalmente. —Y le ofreció salir a ella delante. Luego cogió un libro de un estante, como si lo necesitase para hablar con ella.

Los monaguillos apenas miraron de reojo para aquella escena que ella sabía bien que se prestaba a chistes de situación, «el cura y la feligresa».

Ella se sentó en un banco de madera y le dejó bastante sitio. Él se fue acercando y tomó asiento, apartado y rígido.

—Tú dirás… —Y la miraba con el rostro serio e impenetrable. El cabello gris y cortado a navaja brillaba en ese momento iluminado por una rayuela que acertaba a filtrarse a través de nubes y vidrios.

Ella se desanimó, aquella situación era disparatada, aquel hombre se reiría de ella, la echaría fuera.

—Verá… —Cayó en la cuenta de que él la había tuteado, ella también le hablaría de «tú». Le hablaría con sinceridad y con humildad, sin caer en el servilismo ni en la adulación—. Verá… No sé por dónde empezar… Tengo un problema que me gustaría consultar con usted…

—No me digas que te quieres confesar —dijo con ironía, pero también buscando que ella le confirmase si aquello era cierto. Por un momento fue más permeable, y ella lo aprovechó.

—No es una confesión exactamente, hace muchos años que no lo hago, más bien es una petición de ayuda.

—Y si no te confiesas, si no eres creyente, ¿qué clase de ayuda te va a poder dar la Iglesia? —Y señaló hacia arriba y alrededor, todo aquel espacio en penumbra—. ¿Eres creyente?

—La verdad es que no… Verá… Verás, no pretendía hablar de eso ahora. Yo quería comentarle una circunstancia que está ocurriendo en mi vida…, me han dicho que tú eras la persona indicada.

—¿Y por qué dices que no eres creyente? —insistió él de un modo condescendiente.

—¿Y por qué debería serlo? ¿Lo normal, entonces, es creer en Dios y los que no lo hacemos somos anormales? —Ella se dio cuenta de que aquélla era una respuesta hostil y percibió que él se replegaba. No sabía si aquél era el camino. Aun así, decidió hablarle con sinceridad—. Mira, no se trata de si creo o no creo, lo que no puedo es respetar ni seguir a una Iglesia que metía en las catedrales, en esta misma, a Franco bajo palio. Ésa es la verdad. Y ni siquiera pidieron perdón después. Comprenderá que a muchos les resulte difícil ser católicos en España.

Él negó con la cabeza, bajó la vista y siguió negando con la boca apretada. Ella juzgó que la entrevista había acabado, había metido la pata. Ya no quedaban más puertas a las que llamar.

—Eres muy dura con la Iglesia, la Iglesia soportó momentos muy difíciles, ataques muy fuertes…, no es tan sencillo. Además, una cosa es la Iglesia de España y sus obispos, y otra es la Iglesia Católica, e, incluso, una cosa es la institución, la cátedra de Pedro, y otra la Palabra de Dios y el mensaje de Cristo. ¿Cómo puedes ser tan simple? ¿Cómo puedes renunciar a una parte tan importante de ti, de lo que has heredado de tus mayores?

—Mira, mejor no nos pongamos con lecciones de sociología y de historia. Por esa regla de tres, los árabes no deben renunciar al islamismo, pues es la fe de sus antepasados. Ni los de familia budista al budismo… De manera que no habría conversiones para la tuya, que desde luego que es la Fe verdadera…

—Bien… —dijo con desgana y sin mirarla; ya no estaba allí—. Como sabes, el Vaticano reconoció recientemente la posibilidad de salvarse viviendo según otras fes. Dime ahora, ¿qué quieres?

—Disculpa, he metido la pata. Yo no pretendía discutir con usted, contigo. Al contrario, respeto mucho sus creencias… —Él asentía, pero el suyo era un gesto de desinterés que le decía a ella que ya se encontraba en otra parte—. Y precisamente quería hablar con usted de un asunto que me tiene desbordada, que no comprendo, que me cuesta creer. Y en el que además necesito ayuda… —Él seguía con el mismo gesto rígido—. Me envía a hablar contigo un señor que supongo que conoces, uno que es de la Cofradía del Sepulcro Apostólico y que tiene un taller de platero ahí delante…

—Ramírez…, sí, señora. Platero y azabachero —concluyó él, como si fuese la respuesta a una adivinanza. Y su rostro se transformó, en un breve instante pasó de la seriedad a la sonrisa e inmediatamente a escudriñar con curiosidad a la mujer que tenía delante, calibrando su salud mental. De todas formas, ella notaba que se desvanecía la tensión por parte de él, como si ella ya hubiese pasado de un terreno hostil a un terreno intermedio, o al menos inofensivo.

—¿Y qué tienes que ver tú, una oveja descarriada, con un bendito beato como Ramírez…? —preguntó divertido y con sorna—. ¿Sois familia?

—No, qué va, qué va… Si casi no nos conocemos… —Ella comprendía que no podría explicar todos los detalles y vueltas de aquel embrollo, y fue directamente a la fuente—. Él me dijo que tú me podías ayudar a entender lo que le pasa a un amigo mío. El asunto tiene que ver con una vieja leyenda de la ciudad, la de «Las trece campanadas», y con un códice que por lo visto guardáis en la catedral.

Él volvió a ponerse rígido y apretó aquel libro de pasta negra y bordes dorados contra el pecho, como cubriendo aquella cruz roja. La miraba con la cara inmóvil, calculando el sentido de la situación.

—Ya. Ya me preguntó él por la mañana por dicho códice… —Estaba ganando tiempo.

—Es que él no ha podido venir…, es una historia un poco larga de contar. Verá, es que hay un amigo mío que está metido en una situación extraña.

—Cuidadito, cuidadito…, que Ramírez es muy buena persona, no sé qué relación tendrás tú con él, aunque es un poco desordenado en sus ideas. Quiero decir que es un formidable cristiano y un hombre bueno e inteligente, y, a decir verdad, tiene una preparación religiosa bastante buena, ahora bien, es un espíritu muy torturado, tiene problemas de salud. —La observaba buscando en ella si tenía o no conocimiento de aquello y vio que no, una parte de su mente prosiguió calculando el tipo de relación que los podía unir, mientras otra parte continuaba con su razonamiento—. La enfermedad es una dura prueba para el espíritu, he hablado varias veces con él sobre las lecciones que proporciona la historia de santo Job. Créeme que un espíritu torturado por el dolor puede vagar por los caminos más inesperados buscando calmar su tortura. Además de eso, hay en su vida episodios oscuros, desgracias personales… En fin, créeme, no debes tomarte al pie de la letra lo que diga Ramírez.

—Ya, ya. Ya me lo ha parecido a mí también, si le digo la verdad. Yo misma estoy un poco desorientada… Ahora bien, y hablo completamente en serio, lo que más me desconcierta no son las explicaciones de Ramírez, que es cierto que me ha contado cosas bastante extrañas, sino los propios hechos. Verás, yo tengo un amigo al que le está ocurriendo algo grave y muy extraño, y tengo la sospecha, cada vez más fundada, de que tiene relación con la catedral…

—Un momentito, un momentito. Me parece que no me he explicado bien. Ramírez no sólo es un hombre que tiene perturbada su paz espiritual, sus hermanos de la Cofradía ya no saben qué hacer con él, además de eso tiene una mente muy calenturienta, y las mentes así son peligrosas, sobre todo para ellas mismas, pues pueden extraviarse del camino de la Fe. Las mentes creativas propenden a la desviación, ya que rebuscan en todo agujero que encuentran, acechan en cualquier grieta. En general, la imaginación hace que el caminante se pierda en los espesos matorrales de la orilla del camino. La imaginación no se lleva bien con la Fe. Puede que esté más cerca de la salvación un inocente que alguien muy inteligente que busca las respuestas por todos los medios. Mira, ¿ves esa mujer? —y le indicó con la vista a alguien detrás de ella.

Se volvió y vio cómo pasaba renqueando la viejecita que había visto limpiando la cripta, acomodaba sobre los hombros un impermeable brillante y se anudaba un paño a la cabeza. Avanzaba despacio, arrastrando la puntera de un paraguas, hasta la salida. Mojó los dedos en la pila de agua bendita, se santiguó y empujó la puerta de madera bañada por la débil luz de aquel día ceniciento.

—Mi madre era como ella, creía sin más, tenía el don de la inocencia. Y cuando tienes ese don, te mueres siendo una criatura. —Suspiró—. Cuando murió, el espíritu es débil, yo quería despedirme de mi madre, quería tener a mi madre por última vez. Es humano. —El canónigo la miraba como si la conociese, ella se sintió incómoda, de repente se veía como una intrusa ante aquel hombre que abrazaba su libro religioso—. Sin embargo, aquella mujer ya no era mi madre, lo había ido dejando de ser conforme se había aproximado a la muerte, y volvía a ser una niña ilusa. Se le nubló el sentido. Murió feliz, como si estuviese contenta de dejar este mundo… —le explicaba a ella, remarcando las palabras.

—Fue su madre quien lo animó a hacerse cura… —dijo ella, y él la miró reconociendo en la mujer con la que hablaba nuevamente a una extraña.

—Sí —dijo con frialdad. Luego volvió a distenderse—. Ella vio que yo era un chico despierto y pensó que, ya que era más inteligente que ella, también podría ser mejor persona. Pensaba que la inteligencia le hace mejor servicio a Dios; puede ser. También pensaba que la inteligencia nos hace mejores…

—Y yo pienso que sí…

—En cierto sentido. En otro nos debilita, socava nuestra fe, la somete a pruebas constantes… —Él meneó un poco la cabeza y la miró fijamente, ella reconoció aquella mirada, la veía nuevamente como una adversaria. Aquél era un hombre desconcertante. Fugazmente le pasó por la cabeza la idea de que daría un buen personaje para una película, aunque a nadie le interesaría producir un film protagonizado por un canónigo catedralicio. Y él parecía demasiado voluble en sus reacciones.

—¿Y quién es esa mujer, la que salía? La vi antes limpiando la cripta del Apóstol…

—Ay, sí. Ella lo hace porque quiere. Tenemos contratado un servicio de limpieza desde hace años, pero ella ya lo hacía antes y quiso seguir limpiando la cripta, sólo la cripta. Viene una vez por semana, trae su bolsita de plástico con los útiles de limpieza…

—Le pagarán algo de todas maneras…

—Ja, ja. Lo hace porque quiere, es su forma de devoción. En cierto modo, limpiar la urna que contiene las cenizas del Apóstol es un gran privilegio. Y viéndola, ¿a que no imaginas que tiene un hijo millonario? —Él disfrutaba con la cara de sorpresa de ella—. Pues es cierto. Es constructor, ha amasado mucho dinero, fue uno de los que construyeron todas esas calles estrechas del Ensanche.

—Un escándalo…, no será un ejemplo de buen católico, digo yo.

—Entras a matar —sonrió—. No, ése no es un buen hijo de la Iglesia, ni le importa. Ahora anda asociado con la constructora de un conselleiro, también la familia del alcalde de una ciudad está mezclada en ese tinglado, ya sabes cómo es todo, y se ha metido en la construcción de la Ciudad de la Cultura, que no se sabe muy bien para qué es. Para el turismo, claro. La ciudad de la cultura ya es Santiago. Y antes que nada, metrópoli religiosa. Una meta tan fuerte que atrae a gentes de distintas confesiones… Incluso hay personas agnósticas, como tú, que hacen el Camino. ¿Lo sabías?

—Las nuevas catedrales son las que levanta el turismo, no la fe.

—Hablando así pareces uno de los nuestros. Eso es lo que dice la Iglesia, la Iglesia lamenta la pérdida del papel central de la religión en la sociedad…

—Yo no lo lamento, lo constato nada más. Así que la vieja ésa es rica…

—Ca, ella no. Ella es rica en Fe. El millonario es el hijo. Ella sigue haciendo la misma vida de antes. Vive en una casita del barrio de Conxo, tiene allí sus gallinas… Yo me llevo bien con ella, me gusta hablar con espíritus inocentes como el suyo, y hace poco me trajo un paquetito con una docena de chorizos del cerdo que había matado. Y bien buenos que estaban, por cierto. Cuando mueran todos estos viejos, dentro de pocos años, los chorizos no sabrán como antes.

—El mundo no será el mismo… —sonrió ella. En ese momento el hombre había apoyado el libro en las piernas y hacía expresivos gestos con las manos libres. Manos finas, apartadas de trabajos que manchan, lastiman, desgastan, piel de niño sólo gastada por el trato con los papeles…

—Pues no. Y el hijo anda ahora metido con éstos en los negocios y en la política. Pero su tío, uno que vive en casa con la viejecita, su hermana, fue un rojo conspicuo, era del bando contrario. Tanto es así que fue fusilado… —se complacía de nuevo en la ignorancia de ella—, fue fusilado y… milagrosamente, sobrevivió. Quién sabe, a lo mejor era la voluntad de Dios que viviese, somos ciegos a los designios de la Providencia. Desde entonces le llaman el Resucitado y dicen que tiene poderes. Parece ser que acierta en muchas cosas, ¿sabías? —Tenía la mirada brillante y lejana, como un niño.

—Mire, yo necesito ayuda… Creo que mi amigo está poseído por algo…, por un ser perverso o algo semejante. No piense que me he vuelto loca, he visto cosas muy raras. Y creo que a lo mejor usted me puede ayudar, tal vez ese códice contiene la manera de salvarlo…

—Déjate de códices y de historias. Además, ya verías en el periódico que precisamente ayer sufrimos una inundación en la sala en la que guardamos los códices. Está todo revuelto.

—Hoy no he leído la prensa.

—Verdaderamente estamos sufriendo un invierno bíblico, no se recuerda otro igual. Mira, esta conversación no tiene sentido. Lo que tú buscas es un brujo, o un espiritista, o algo parecido. La Iglesia Católica no puede proporcionarte nada de eso. Hija mía, si fueses católica practicante te diría que necesitas ayuda espiritual. No entiendo bien qué sombras te afligen pero, en tu caso, tendrás que buscar ayuda en otra parte. Es curioso que las personas que no tenéis religión estéis más abiertas a creer en cosas extraordinarias.

Él estaba dispuesto ya a levantarse, ella echó mano al bolso y extrajo el sobre. Sacó de dentro la hoja.

—Espere. Mire este papel, tenga. Y lea. Y fíjese luego en el remite. A ver qué le parece…

Él leyó con atención, después cogió el sobre en la mano y consideró el dibujo del remite.

—Una serpiente que se dobla sobre sí misma sin cerrarse… —No le devolvió aquello con desprecio o indiferencia, como temía. Lo estudiaba como si no fuese un papel sino algo distinto. Pasaba el dedo una y otra vez por aquel signo trazado en el sobre, y su cara se contraía poco a poco en un gesto de extrañeza, quizás asco.

Le devolvió los papeles y se levantó alisando la sotana y pasándose la mano por el cabello, y al fin dijo:

—Aguarda un momento, te voy a enseñar una cosa. —Y entró en la sacristía.

Ella guardó el sobre en el bolso, no podía hacer otra cosa que esperar a aquel hombre. No sabía ni remotamente qué podía querer enseñarle, ni si le serviría para comprender lo que ocurría, ni mucho menos para ayudar a Xacobe. Una posibilidad tan remota de salvarlo.

El canónigo volvió a salir con un paraguas grande y algo que no fue capaz de identificar en la otra mano. Le hizo gestos para que lo siguiese y echó a andar por la nave hacia el pórtico, ella lo alcanzó. Él llevaba en la mano una llave grande de hierro y una linterna.

—Mira esa mujer… —le susurró al tiempo que le indicaba a una anciana peregrina. Llevaba puestas las mismas ropas con las que había hecho el Camino, un gabán salpicado por la espalda de gotas brillantes de lluvia. Rezaba de rodillas mirando aquel altar mayor resplandeciente—. Ay, los peregrinos del invierno…, ésos son los mejores. O porque son más escogidos, o porque las penalidades que pasan hasta llegar aquí los purifican. Sacrificio… Mortificación… Ésa es la vía para llegar a Dios. —Ahora hablaba para ella con severidad, como con rabia.

—Ya… —Ella prefería no discutir eso.

—Renuncia, estudio, sacrificio… —seguía recitando—. Tú no crees en nada de eso. No crees en la religión.

Ella se encogió de hombros, no quería discutir con él en aquel momento.

—¿Por qué le tienen que pasar cosas… extrañas, a personas que no tienen Fe? —Se paró y ella se detuvo también, él la miró de arriba abajo. Volvió a caminar y ella lo siguió callada y desconcertada—. Quién sabe. Tomás de Aquino hablaba de un «sexto sentido». Quizá no todos lo tengamos… Las mujeres sois más propensas a recibir visitas, el ángel se le aparece a la Virgen. Y también a las mujeres que guardaban el sepulcro de Cristo en la Resurrección. Quizá las anunciaciones sean prerrogativa vuestra… Por el contrario, cuando el ángel visita a Jacob, luchan. Lo dejó cojo. El hombre sólo sabe rebelarse, luchamos, no sabemos abrazar. Llegaron al Pórtico de la Gloria; él, al pasar por el arco del medio, se volvió hacia el altar mayor e hizo una breve genuflexión con el rostro airado.

—Eres una mujer completamente común, disculpa la expresión. Una mujer como hay tantas, moderna, laica…, como todas hoy… No crees en nada. Y me vienes diciendo que a un amigo tuyo le pasan cosas extraordinarias. Y me traes ese sobre desagradable…, y repulsivo. —Abrió la puerta y la dejó salir a aquel lago de claridad grisácea que era en aquel momento la plaza del Obradoiro.

La niña gitana que pedía en aquella puerta estaba encogida en el portal aguardando a que clarease el día y viniese gente. Él abrió el gran paraguas y le indicó que se abrigase bajo él, ella tenía como vergüenza de ser su huésped. Descendieron por las escaleras de piedra y caminaron por la plaza hacia una puerta situada en los bajos de la catedral.

—Es como si a los que dedicamos nuestra vida al estudio de la Sagrada Palabra únicamente nos fuese dado traducir los significados de las Escrituras, hacer la exégesis, la interpretación. Como si fuésemos discípulos de un filósofo, Platón explicando a Sócrates. Parece como si a quienes menos lo merecen, a quienes no lo necesitan, ni lo buscan…, a ésos les fuese dado entrever misterios que a nosotros nos están vedados. Aunque sean misterios del lado oscuro, son cosas extraordinarias…, maravillosas, que confirman la existencia de lo sagrado. De un modo u otro manifestación de lo divino, epifanías. O aunque sea mera magia…

Ella, caminando bajo el paraguas castigado por toda aquella lluvia, atendía a su monólogo obcecado. Él hablaba mirando a la plaza asaeteada por la lluvia, como si fuese la obsesión de un loco.

Abrió con esfuerzo una puerta alta de gruesa madera. Entraron en un portal reconstruido con losas nuevas de granito, había sido restaurado recientemente y aún olía a piedra nueva. Encendió una luz y cerró la puerta. En una estancia, atravesaron un desfile de figuras de piedra rígidas que eran réplica del antiguo coro del Maestro Mateo y subieron unas escaleras. Súbitamente quedaron atrás las paredes restauradas y las instalaciones eléctricas modernas, y se abrió ante ellos un espacio oscuro y con las viejas paredes de piedras gastadas y húmedas.

—Aquí no hay luz, estamos debajo de la catedral y con la humedad no hay instalación que resista. Además, tampoco se viene aquí a nada. Esto era la buchería, el almacén, la despensa, pero hace muchos años que no se usa y sólo sirve para guardar estas piedras viejas. —Encendió la linterna y paseó la luz por el lugar, que era hondo y ancho, numerosas lápidas, capiteles, piedras labradas, laudes de piedra, de mármol y de otros materiales… amontonados a los lados de un pasillo central que servía para llegar hasta un túnel al fondo, una oscuridad absoluta.

El canónigo se recogió la sotana con la mano para no mancharla al tropezar en las piedras cubiertas de polvillo y empezó a caminar cuidando de iluminar para que ella viese el camino. Olía a piedra húmeda, a tiempo antiguo, a sótano. El hombre empezó a buscar con su haz de luz por un rincón, entre laudes de granito. Al fin se detuvo en una.

—Acércate a ésa, ésa. Venga, anda.

No era necesario aproximarse, el foco alumbraba claramente la misma figura, un trazo gastado sobre el grano grueso de la losa de piedra. Se acercó e incluso adelantó los dedos para tocarlo. No era preciso hacerlo, era el mismo dibujo.

—Ya lo has encontrado. Por ahí hay otras parecidas. Vámonos de aquí, anda, que hay mucha humedad y aún vas a enfermar. Luego vas por ahí contando que te enfermó la catedral. Ya has visto lo que querías.

Salieron de aquella cámara oscura como si surgiesen de las tinieblas de otra época, de una época remota que se refugiase en el subterráneo, estratos de tiempo fosilizados por debajo del tiempo histórico de la catedral románica, barroca.

El canónigo abrió el portal y permanecieron allí asomados a la plaza del Obradoiro sin gente, como un lago de piedra cubierto de agua y barrido por ráfagas de viento. La luz no era luz diurna, era la luz de una hora que no correspondía ni al día ni a la noche, como si fuese de un tiempo húmedo nacido en el fondo del océano y que inundase el país y la ciudad.

—No sé si es la humedad o esa historia que me has venido a contar, parece que se me mete el frío en los huesos. —Y el canónigo Pardiñas se encogió en un escalofrío y se frotó los brazos mirando tanta lluvia ante sí.

—¿Qué significa ese dibujo?

—Pues tampoco pienses que es algo especial, viene siendo un signo de una cofradía de canteros que participó en la erección de la catedral. Cuando los enterraban ponían únicamente un dibujo que aludía a su oficio, a su cofradía.

—¿Y por qué un pez?

—Eso te lo tendría que contar mejor un historiador… Tengo entendido que el obispado, que tenía el deber de mantener a los canteros, los alimentaba con una dieta a base fundamentalmente de salmones del río Tambre, los había hasta que hicieron el embalse en los años cincuenta, y también con truchas, lampreas del río Sar… Quizá sea una lamprea, ya que era lo que comían.

—¿Sin más…?

—Pues sí, sin más. No tiene por qué haber más explicación…

—En este caso la hay. No sé bien cuál, pero la hay, y si no, al tiempo. La lamprea es un pez vampiro…, como una cadena de animales, una forma de eterno retorno, o de eternidad. Y el círculo que se quiere cerrar…, lleva a la misma idea.

—Los canteros siempre han sido un gremio oscuro, de ahí acabó por salir la masonería. Ya en el Éxodo se deja caer la sospecha sobre ellos: «Si me haces un altar de piedra, no lo hagas de piedra labrada, pues al picar la piedra con el puntero la dañarías», algo así le dice Dios a Moisés en el Éxodo.

—Pues resulta gracioso, para mí Moisés es la estatua de Miguel Ángel Buonarotti, con sus dos cuernos.

—Para ti la religión se reduce al arte. Sin embargo, el ser humano, y menos aún la divinidad, no cabe en una imagen. Las figuras inducen a creer que el ser humano redimido por Cristo puede ser abarcado con la vista. En parte, tenían razón los iconoclastas, tiene razón la Biblia, no deberían hacerse imágenes.

—Pues tampoco la Iglesia de Roma ha hecho mucho caso de esa advertencia contra las figuras y contra los canteros, viendo esta catedral que se levanta aquí.

—La Iglesia vive en el mundo y tiene que sortear sus peligros. En el mundo, el bien y el mal están cambiando de lado constantemente y la Iglesia debe adaptarse a eso… Los desafíos actuales a la Fe tienen un aspecto distinto que los de hace siglos. ¿Conoces lo que escribió Martín el Dumiense?

—He leído algo sobre él, no recuerdo. Me suena su nombre, nada más.

—Martín vino a la Gallaecia sueva, lo que él llamó Gallisuev, y encontró un país completamente pagano pese a que la Iglesia llevaba establecida aquí siglos. Y para combatir el paganismo escribió un tratado, Tractatus pro castigatione rusticorum o pro correctione rusticorum, que con los dos nombres aparece en dos breviarios distintos de Braga —hablaba despacio, ignorando el ansia de ella por llegar a alguna parte—. Es un sermón a la manera del De catechizandis rudibus de Agustín de Hipona, que pretendía combatir las prácticas paganas. Pues, una de aquellas creencias era el culto a las piedras, que aquí venía de muy lejos, en aquella época tenía la forma del culto al dios Wotan de los suevos. También en el Génesis se alude a doscientos ángeles lujuriosos que se abatieron sobre las hijas de los hombres; uno de ellos, Azaz’el, fue sepultado en la piedra por el arcángel Rafael. Hay algo intrínseco a la piedra que la hace mala…, o peligrosa.

—Piedra, piedra, piedra… Cuánta piedra. «Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…».

—Sí, no sonrías. Quiero decirte que esas creencias tuvieron una continuidad muy grande y que, muy probablemente, unos siglos después del sermón del Dumiense una parte de los canteros que levantaron la catedral románica aún creían en la divinidad de la piedra, un poder que daba vida eterna y que tenía como uno de sus símbolos esa figura que acabamos de ver hace un momento…

—¿Y qué está ocurriendo entonces? ¿Anda por ahí un cantero de aquéllos molestando a este amigo mío…? No lo entiendo…

—Tampoco yo. Sin embargo, lo cierto es que me está perturbando tu visita… Disculpa, no es culpa tuya. Es como si en esta parte del mundo nunca hubiésemos conseguido salir de ese momento fundacional de la Iglesia, cuando los discípulos traen al Apóstol. El combate entre el novum de Cristo y los viejos dioses. ¿Sabes qué quiere decir el nombre de nuestro Apóstol? Jacob, «El que suplanta». Y eso hizo, suplantó aquí a los viejos dioses, a otro dios que adoraban en esta zona anteriormente, a los dragones, a la serpiente, a la divinidad de las piedras… Y, sobre todo, lo más perturbador es ese rostro del mundo, terrorífico. Como si la luz de Cristo no bastase para barrer las sombras del mundo. Has traído contigo un haz de tinieblas. ¿Sabes qué está escrito en otra lápida que hay ahí dentro? —indicó la cueva que almacenaba piedras tras ellos.

—No…

—«Argina marinhou arria videme», dice. Está escrito en la jerga de los canteros antiguos. «Cantero que dio vida a la piedra», el más execrable paganismo. ¿Qué clase de vida se puede sacar de la piedra que no sea muerte?

—Estoy confusa, no sé qué pensar… Escuche, supongamos que mi amigo es molestado por alguien que rinde culto a ese dios o a otra divinidad parecida. Supongamos que eso le da poder…, yo puedo atestiguar que esa gente tiene poderes de algún tipo que los demás no tenemos. ¿Qué puedo hacer yo?

—Hija mía, me preguntas cosas a las que no sé responder. La Iglesia hace mucho tiempo que renunció a la magia. Los tiempos del arzobispo Pedro Muñiz, que unió la religión a la magia y fue excomulgado, ya han pasado. Santiago no volvió a tener un arzobispo nigromante. Si el arzobispo se entera de esta conversación… La Iglesia hoy únicamente combate en el plano de la Fe. Si es cierto lo que dices de que existe un ámbito mágico y demoníaco, en ese plano yo no te puedo ayudar. Tienes que llamar a otra puerta en tu mundo secular… —De súbito recapacitó—: Aunque es mejor que no vayas a la policía. Ni se te ocurra. No vayas a relacionar la basílica con esas cosas de locos que me cuentas…

—¿Y entonces los exorcismos…, las bendiciones?

—Me parece increíble que digas eso, aunque ya estoy acostumbrado a escuchar cosas parecidas. Precisamente tú, que no crees en la Iglesia ni en su Fe, preguntas por su poder mágico… Qué contradicción. Eso de lo que me hablas, los exorcismos…, la Iglesia no excluye totalmente que puedan manifestarse formas del Mal en el mundo que aconsejen su estudio, pero eso, ahora mismo, son fantasías. Y la bendición es un rito que nos recuerda la protección divina sobre sus fieles. Su valor mágico…, digamos que es poco. Reside sobre todo en la devoción de quien la solicita.

—Ya. Ya veo. Sin embargo no entiendo tampoco su posición, si su fe es tan racional que ya no incluye lo irracional…

—Lo que tú llamas irracional cabe todo dentro del campo de la Fe.

—Si le digo que pienso que todo esto tiene relación con una conspiración contra la propia catedral, tampoco me hará caso. Supongo que, para usted, eso no cambia nada.

—La Iglesia lucha cada día abrazada al mundo, como Jacob con el ángel, para que su verdad prevalezca. No puedo comprender enteramente lo que estás viviendo, es inquietante. Pero también ese combate se libra desde la Fe.

—Por tanto, lo que yo traigo pertenece al campo de las tinieblas…, fuera de la fe. ¿A quién acudo entonces?

—Yo no te puedo ayudar, niña. Yo sólo puedo rezar por ti…, y ojalá tú pudieses hacer lo mismo, pues la oración ayuda tanto si los males están dentro como fuera de uno. Tienes que buscar auxilio en otra parte.

—¿Dónde?

—No lo sé, hablamos de un mundo que no es el mío. Acabarás en un brujo.

—Si me ayudase, iría allí inmediatamente.

—Yo, comprenderás, en esas cosas no creo. Y tú, que eres una persona con cultura, tampoco deberías. Mera superstición, paganismo para viejas…

El canónigo, con un gesto repentino, buscó en un bolsillo lateral de la sotana y extrajo un teléfono móvil, viendo la cara de extrañeza de ella, explicó:

—Son de esos que vibran sin hacer ruido. En la basílica tenemos prohibido que haya teléfonos encendidos. ¿Sí? —Y escuchó la comunicación. Su cara mostró sorpresa, la miró a ella fugazmente, como si lo que le estaban diciendo tuviese que ver con ella, su expresión pasó después a ser de abatimiento—. Estoy cerca, en otra parte de la casa, ahora paso por ahí.

Apagó y guardó el teléfono pensativo, después la miró.

—El Codex Nigrum, lo que tú estás buscando, se ha estropeado. Está completamente deshecho por el agua de la inundación. Tanta lluvia…

—¿Ve? Hay algo…, está pasando alguna cosa.

—Si es cierto que el Mal está al acecho y ronda el templo, nuestro Apóstol mediará ante nuestro Señor para que nos proteja a todos. Y la Providencia seguirá sus caminos y usará sus instrumentos.

—Ya. Pero tengo la impresión de que no tengo tiempo para socorrer a mi amigo, el que está implicado en esto. Y también veo que usted no me va a ayudar en nada. No me importaría que me ayudase quien fuera… ¿Y si pruebo en un brujo?

Él se encogió de hombros y suspiró. Tenía las cejas arqueadas y en la boca un gesto de estupefacción.

—Haz lo que quieras, menos ir a la policía con esas invenciones.

Ella prefirió no informarlo de que en aquel momento el tal Ramírez ya estaba en comisaría.

—No tengo tiempo y necesito ayuda, cualquier ayuda para encontrarlo…

—A mí me han hablado del Resucitado…, aunque uno no quiera saber de esas cosas… Les he escuchado decir en confesión a algunas feligresas que es muy adivinador. Dicen que acierta muchas cosas que se le preguntan. Como comprenderás… yo, ni creo en esas prácticas, que me parecen para almas ingenuas, ni puedo estar de acuerdo con ellas. Ahora, allá cada uno, allá tú. Ya Martín de Dume prevenía contra ellos en su tiempo, denunciaba que eran engaños de los demonios… Y ahora, aquí estás tú. Quién sabe…

—¿Quién sabe qué?

—Nada, todo. Cuando nos despidamos olvidaré esta conversación, será mejor que no vuelvas a hablar conmigo. Apareces para que yo piense que hay una parte del mundo que no abarca la religión, como si el Evangelio, la Salvación, nunca hubiesen ocurrido… En el fondo, todo lo que me has estado diciendo es blasfemia. Como es blasfemia la magia, las hechicerías…

—¿Sabe dónde vive ese hombre?

—Pues ya te he dicho que precisamente es el hermano de esa viejecita. Viven en una casita en el barrio de Conxo, junto a la vía del tren, pegada al río Sar. Pregunta allí por ellos, son de allí de toda la vida y todo el mundo los conoce. Él ya debe de estar muy viejecito, no sé si sigue consultando…

—Iré. No tengo nada que perder. Ya que usted no me ha sido de gran ayuda…

—No puedes pedirle tanto a la Iglesia, a fin de cuentas tampoco tú le das nada a ella.

—Aunque no sirva de mucho… —Ella sacó avergonzada el rosario que le había dado el cofrade—. No me pregunte qué hago yo con un rosario…, me lo regaló su amigo Ramírez. Lo que le pido es que le eche su bendición. Supongo que eso puede hacerlo, ¿no?

—Si tú no crees en esas cosas, mujer…

—Mal no le hará. Ande…, le aseguro que hay algo de maligno en todo esto.

—Está bien. —Y sus manos hicieron unos movimientos expertos sobre el rosario que ella sostenía en la mano mientras bisbiseaba algo que ella no entendió—. Que tengas mucha suerte, yo he de rezar por ti. Mira, ya escampa.