Como Jonás en el vientre de la ballena, como Daniel en la cueva de los leones, como san Juan Bautista en la mazmorra de Herodes, así estuve yo, encerrado como un delincuente. Que no estaba detenido, argüía el inspector, pues él no me había metido en ninguna celda ni me había despojado de mis pertenencias, a los presos se les quitaba todo lo que llevaban, hasta los cordones de los zapatos, para que no se ahorcasen con ellos. Que él solamente pretendía aclarar un aspecto de aquel asunto. Pero cuando yo le pedía que me dejase marchar, él me contestaba que no podía. El motivo, muy sencillo, la información que yo le había facilitado. Un nuevo ejemplo de cómo muchas veces por hacer el bien nos causamos a nosotros mismos un perjuicio. Confieso que en aquel momento me acordé del difunto Valentín, que me había puesto en aquella situación, pues era como si me hubiese enviado directamente a la comisaría a que me detuviesen.
Aparté aquellos pensamientos, inapropiados para con quien acababa de morir hacía tan poco tiempo, pero en adelante, en las restantes horas que viví allí, debo decir que las más oscuras ideas me asaltaron y, apoderándose de mí, anidaron en mi interior. En la comisaría me sentí verdaderamente en el vientre de la ballena, pues mi alma se vio envuelta en la más tenebrosa oscuridad. Allí vi las más impenetrables tinieblas y por unas horas me sentí abandonado de la Fe y al margen de ella.
Pues ¿no estaba yo preso por haber sido justo? ¿Cómo podía ser que mis intentos de proteger nuestra basílica, templo de la Fe, me condujesen a verme acusado de los crímenes cometidos por alguna fuerza demoníaca? Bien veo ahora hasta qué punto llevaba en mí la tentación. Fui sometido a dura prueba en aquella tesitura.
El inspector dijo que en el Pico Sacro, donde yo le había dicho que buscaran, habían hallado restos humanos, esqueletos de niños, en el fondo de una cueva. En aquel momento no me aclaró mucho más, en el transcurso del día me fue informando de que probablemente llevaban mucho tiempo allí y de que, aunque todavía no había un diagnóstico forense, parecía que algunos eran muy antiguos, otros podían tener entre treinta y cincuenta años.
Pasado algún tiempo tras estos acontecimientos que ahora relato, pude averiguar por mi cuenta, gracias al doctor Concheiro, conocido catedrático forense que en una ocasión me encargó insignias en plata y azabache para un congreso médico, gracias a lo cual llegamos a tratarnos, que los restos más recientes podrían tener treinta o treinta y cinco años. Yo sé, ordenando los datos y llenando los huecos en el rompecabezas —ahora les llaman «puzzles»— de esta historia, que tenían treinta y tres en aquel momento, pues ésa era la edad del susodicho Xacobe. Los años que hacía que había muerto mi hermano intentando detener la campanada número trece, el sacrílego golpe contranatura, tratando de impedir que aquel viento diabólico alterase el espacio de las horas en mi ciudad. Deduje que aquellos huesos tenían que ser los restos de algún sacrificio, como el que Abraham estaba dispuesto a hacer con su hijo Isaac si Yavhé no le llega a detener la mano erguida, un sacrificio de alguna magia sacrílega y diabólica.
Yo insistí en lo que ya le había contado —aquella información había sido únicamente un recado que me había dado para él su difunto tío, quien me había encargado que le dijese aquello— y en que no sabía nada más. Sin embargo, él me presionaba para que lo pusiese al corriente del asunto que me traía con el «loco» de su tío, así le llamó. Aquella acumulación de restos en el mismo lugar, y de épocas distintas, le hacía pensar que no pertenecían a paseados en la Guerra Civil, sino que eran posteriores, y dejó caer que si podría haber algo de magia negra, sectas, esas cosas que están de moda. En fin, acusaciones ridículas y disparatadas, mucho más para un católico devoto que pertenece a esta Cofradía y que, por más que haya votaciones y acuerdos en sentido contrario, jamás dejará de ser cofrade en el fondo de su corazón, que sólo Dios alcanza a ver.
¿Qué podía hacer yo? No quería darle detallada cuenta de mis averiguaciones, pues pensaría que le tomaba el pelo, pero tenía que ofrecerle alguna explicación. Y fue entonces cuando no pude evitar citar a nuestra hermandad, pues ésa era la verdad, todo había comenzado allí. Le di a entender que mi contacto con su tío se había producido a causa de un asunto turbio y complicado que yo mismo desconocía, había ido descubriendo cosas raras desde que empezara a investigar a un aspirante a nuevo miembro de nuestra Cofradía del Sepulcro Apostólico. También mencioné al citado Xacobe. Pero en ningún momento pretendí causarle problemas a nuestra hermandad ni perjudicar su imagen, aquéllos de mis hermanos que tengan el corazón limpio saben que eso era lo último que yo podía desear.
Fue entonces cuando el inspector se ausentó y me dejó durante una hora encerrado en su despacho. Quise saber la hora y mi reloj, una vez más, no funcionaba; como si todo estuviese preparado para frenarme y derrotarme. Aquel condenado reloj se lo había comprado al relojero que había en la Rúa Nova, donde luego abrieron una panadería que ahora es ya una tienda de souvenirs, y desde entonces ya nunca volvió a andar bien. Y allí, sumido en el desconcierto, sin saber tan siquiera qué hora era, ni qué hacer, comprobé una vez más que la técnica lo mismo nos esclaviza, ahogando nuestra alma, que nos libera: recordé el teléfono con el que me había obsequiado mi inesperada ayudante. Aquel par de teléfonos unidos íntimamente por una tarifa más económica simbolizaban nuestra unión para un mismo fin, aunque con distinto propósito, pues ella quería salvar a su enamorado y yo quería salvar a mi Cofradía y a mi Fe de una embestida del Mal. Quiero decir que llamé a aquella mujer, Celia, y hablamos, yo bajando algo la voz para que no me oyesen fuera del despacho; repito que no estaba detenido pero que me sentía como si lo estuviese.
Me informó de que su amigo Xacobe no estaba en casa, que lo habían visto salir con una caja de metal de grandes dimensiones en dirección desconocida y que ella había encontrado allí a un médico que lo trataba y a quien había llamado alguien de la empresa para que se ocupase de Xacobe. Ella creía que él estaba escapando de la gente que lo quería utilizar, eso le valió para remarcar ante mí que él era una víctima, insistía comprensiblemente en que no representaba ningún peligro para todo lo que yo quería proteger. Si eso fuera cierto, yo debería estar tranquilo, pues retiraría su candidatura y se perdería de nuevo en la vida puramente mundana a la cual pertenecía.
Estaba yo en esas cuentas cuando se abrió la puerta y me vi sorprendido por el inspector, que entró con el rostro muy tenso. También él se llevó una sorpresa al verme hablando por mi teléfono, como si no supiese que podía haber utilizado el de su despacho si hubiese querido. Como vi que miraba al teléfono acusadoramente me apuré a decirle a mi socia que hablase con el canónigo Pardiñas, que él la podría ayudar, pues tenía una sólida formación doctrinal para comprender la naturaleza de la amenaza. Y ya me callé y corté la comunicación, pues el inspector se acercaba a mí con intención de quitarme el teléfono.
Me lo arrancó de las manos y a continuación lo guardó en un cajón y lo cerró con llave, dijo que para no perturbar más la investigación. A continuación me interrogó acerca de con quién había estado hablando. No se lo quise decir y él repuso que eso se podía saber inmediatamente llamando a la compañía telefónica, yo le contesté que, entonces, si me investigaba a mí, quería decir que estaba detenido. Y de nuevo, recordándole la irregularidad de aquella «retención», como él la definió, retrocedió y volvió a tratarme con algo de respeto. Sin embargo, no dejó de afearme mi conducta por haberme atrevido a mezclar en un asunto tan turbio a la Cofradía. Yo le dije que ésa no había sido mi intención, pues yo mismo era miembro de ella y tenía un interés mucho más sincero en preservarla de cualquier mal.
Después mencionó al tal Xacobe y me hizo saber que había sentado muy mal «arriba» —señaló el techo pero se refería sin duda a alguna instancia de poder superior— que se relacionase a un ciudadano tan conspicuo con aquel caso, pues era un empresario prometedor llamado a desempeñar un papel relevante en el mundo de la «telecomunicación». Le contesté que a mí todo eso me daba igual, eran pompas mundanas y había otras realidades destinadas a prevalecer sobre ellas. Y me reafirmé en que mis sospechas se apoyaban en claros indicios de un complot, y que la policía mejor haría investigando lo que yo le indicaba en vez de impedirme hacerlo a mí.
En aquella lucha de poderes, de caracteres, que estaba teniendo lugar entre ambos, pensé que yo vencería y que me acabaría soltando, pues vi en sus ojos la duda. Después de todo, aquel hombre, por norma general desconfiado debido a su profesión, también reconocía la verdad y la integridad cuando las tenía delante. Y si me estaba apretando era porque se lo exigían desde más altas instancias. Mas ¿habrá poder más alto que aquel al que yo sirvo? Y, así, yo me sabía fuerte pues confiaba en Dios y en su Providencia. Fue en ese momento cuando sonó mi teléfono dentro del cajón. Me miró severo y, cogiéndolo entre las manos, abrió el aparato y se lo puso en la oreja, cosa que a mí me pareció improcedente hasta tal punto que quise impedirlo, pero la mesa se interponía entre nosotros. Preguntó quién era y no le contestaron.
Comprobó así que yo estaba en contacto con alguien, que mi propósito era serio y que no era un loco por libre. Se puso más duro conmigo, me dijo que me estaba exponiendo a serios perjuicios, que no medía el alcance de mis actos y cosas por el estilo. Visto todo desde el presente, estoy seguro de que él mismo no sabía de lo que hablaba, únicamente que le había llegado desde arriba una indicación para que me tuviese apartado de la circulación y no estorbase a aquel perverso plan. Sí, yo me estaba enfrentando a fuerzas muy poderosas, una maquinación que había penetrado hondamente en la sociedad, llegando hasta las más altas esferas. Pero sobre esas esferas prevalece la esfera celestial, para eso estaba yo allí.