Verás, a mí me había llamado su secretaria aquella mañana a casa muy temprano. Sobre las ocho. Pongo siempre el despertador para las ocho y me llamó justo después de que hubiese sonado, calculo que no habría pasado ni un minuto. Naturalmente, más tarde pensé que el hecho de llamarme a mi domicilio particular y además a una hora como aquélla era algo casi inusitado. En aquel momento no se me ocurrió preguntarme cómo sabían en la empresa que Xacobe había venido a mi consulta y que teníamos una relación antigua, tampoco me extrañó que se preocupasen de una manera tan personal por uno de sus directivos. Qué era aquello de que una secretaria llamase a semejantes horas preocupándose por su jefe. En fin, ella aludió a que aquella indisposición de Xacobe tenía a la empresa algo alarmada. Era un poco raro todo aquello, si se piensa bien, pero las ocho de la mañana, justo cuando estás sacudiéndote el sueño de encima, no es un buen momento para ocuparse de los detalles. El caso es que me pusieron en movimiento. Lo que me contaron de que Xacobe parecía haber perdido el control me parecía muy plausible, pues yo conocía las molestias de las que se había quejado en la consulta y además había revisado días antes su expediente médico y descubierto un incidente con traumatismos, fracturas y hematomas en todo el cuerpo, también en las zonas parietales externas; se había curado milagrosamente en poco tiempo, y aparentemente sin secuelas apreciables, pero quizás una placa revelase que en aquel momento reaparecían lesiones internas en el cerebelo. Xacobe necesitaba ayuda, y cuanto antes mejor.
Primero busqué su número en la guía y le telefoneé. No cogió, pero tuve el presentimiento —no te lo sabría explicar— de que estaba allí encerrado y oyendo el timbre del teléfono. Fui hasta su casa enseguida y golpeé el llamador del portal, aunque fue inútil. Sin embargo, yo había visto algo de luz en su piso, el segundo; por entonces, serían las ocho y media de la mañana, aún estaba oscuro. Además, tenía la misma intuición de que estaba dentro. Pese a dejar de vernos desde niños, siempre he mantenido ese vínculo secreto con Xacobe, pasaron los años y de vez en cuando me acordaba de él y su recuerdo venía asociado a una carga positiva o negativa. Por ejemplo, calculo que debió de ser cuando tuvo el accidente de coche —llevaba tiempo sin acordarme de Xacobe en absoluto— que súbitamente me vino al pensamiento unido a una sensación fuerte y extraña, como si algo le hubiese sucedido. Entonces llamé a su casa, me atendió la señora que lo crió, que se llama Aura, y me dijo que estaba de viaje. Lo que debió de ocurrir es que aunque yo sentí que le había pasado algo, ella aún no había sido avisada. Como ella me contestó de esta manera, no volví a llamar posteriormente, claro, y por eso no pude confirmar que le había sucedido algo.
Aquel día por la mañana, allí delante del portal, llamé una y otra vez sin resultado, tuve que dejar el coche mal estacionado, y a esa hora en el mercado que está allí al lado ya hay mucha actividad, furgonetas de pescado, camiones de verduras, y me di cuenta de que molestaba. Fui hasta el hospital y volví a pasar por su casa a la una y pico, momento en el que tú estabas allí. Vi el portal abierto y subí corriendo. Aun así, a medida que me aproximaba notaba que Xacobe no estaba en casa. Lo percibía, era como si faltase algo, su presencia.
Estas cosas no resultan muy serias dichas por un neurólogo, y si alguien me cuenta algo parecido en la consulta le receto rápidamente algún medicamento. Sin embargo, con Xacobe a mí me han pasado siempre cosas de este tipo. Cuando era niño pensaba que eso era lo normal, quiero decir que cuando eres un chaval consideras que cada cosa que vas conociendo es «lo normal», pues es lo que te sucede por primera vez y no tienes aún con qué compararlo para saber si es normal o no, si está bien o no. De manera que mi amistad con Xacobe en la Escolanía de la Catedral, tan extraña y recargada, aunque apenas duró un año, pasó a ser para mí el modelo de relación con otra persona. Y debo decir que, ahora que ya tengo la vida puesta sobre el tablero, tener un modelo de amistad tan hondamente grabado seguramente me impidió llevarme mejor con otros compañeros y quizá me perjudicó en mi primer noviazgo. Y debo reconocer que tal vez me perjudicase también después, en mi matrimonio.
Me sorprendió encontrarte en su casa. No esperaba ver a nadie allí, y menos a una mujer. Yo sabía, por habérmelo cruzado alguna vez —viviendo en la misma ciudad es difícil no saber algo de la vida de los otros—, que andaba con muchas chicas, pues siempre lo veía con una distinta. Sin embargo, conocía por él mismo que en aquel momento precisamente tenía problemas con las mujeres y había entendido que no mantenía relación con ninguna. No me malinterpretes, pero lo cierto es que me pareció inapropiado que hubiese una mujer allí, o sea, tú —eso me pareció al verte en aquella casa a la que recordaba haber ido a jugar siendo niño—, en la vida íntima de Xacobe. Volviendo a la casa, para mí era como si retrocediese a cuando los dos éramos niños. Aunque había muebles nuevos, en conjunto era el mismo piso que yo había conocido; naturalmente, yo recordaba todo más grande. El mundo, la vida, a los niños siempre les parece que es más grande de lo que después resulta ser.
En aquel momento no te pude contar mucho de lo que sabía y además, comprenderás, me pareciste un poco rara. Cuando empezaste a hablar de que si Xacobe estaba en peligro, de que si alguien lo perseguía… francamente, en aquel momento pensé que Xacobe, como ocurre con frecuencia, había entrado en contacto con otras personas con problemas, y que eras una perturbada. Quién no pensaría lo mismo. Ahora no sé qué creer, tú misma prefieres no entrar en los detalles de lo que ha ocurrido, supongo que tendrás tus razones. Sin embargo, yo también tengo motivos para pensar que lo que le haya sucedido a Xacobe es como si estuviese escrito desde niño, desde antes de que yo lo conociese.
Xacobe había empezado los estudios en un pequeño colegio en la plaza de Cervantes e inmediatamente se vino para la Escolanía de la Catedral, en la que yo estudiaba, tendríamos por entonces unos siete años. Un poco menos, unos seis, pues precisamente aquel año nos estuvieron preparando para hacer la Primera Comunión y Xacobe ya se había ido, él ya no la hizo en la catedral. Estuvimos juntos casi todo el curso, hasta que su tío, que era canónigo, no sé por qué motivo, lo expulsó allá por el mes de mayo.
Y ahora tendría que hablar de aquel niño que yo conocí, claro. No obstante, me resulta difícil. Cuando recordamos la infancia lo que hacemos realmente es traducir los recuerdos, explicárnoslos. Interpretamos lo que realmente conocimos y vivimos aplicando los esquemas de pensamiento que fuimos aprendiendo después. Cuando recordamos, lo que hacemos es traicionar al niño que fuimos, ésa es la verdad. Sentimos vergüenza de él. Normalmente, los sentimientos y las experiencias vividas en nuestra niñez nos desconciertan, incluso nos hacen sentir incómodos. Vemos a aquella persona que entonces éramos, a aquel niño, como a un ser extraño. Y lo cierto es que a nadie le gusta sentirse raro.
Yo seguramente era un niño un poco especial, me costaba hacer amigos. Probablemente me condicionó el accidente del ojo, perdí el ojo izquierdo, como habrás notado es de vidrio, y tanto la hospitalización como el hecho de tener que acostumbrarme a vivir con menos vista, con cuidados, la sobreprotección de mi madre…, todo eso me hizo más reservado. Curiosamente, el carecer de un ojo me hizo más observador. Y, por otra parte, Xacobe tampoco era de muchos amigos y llegó a la Escolanía cuando los demás «escolanos» ya llevábamos estudiando juntos uno o dos años, así que no conocía a nadie. Y fue así como nos fuimos acercando el uno al otro. O mejor, me fui yo arrimando a él, pues Xacobe actuaba como si le diese igual tener amigos que no tenerlos, como si aceptase con fatalidad andar solo por las esquinas durante los recreos que disfrutábamos en el claustro de la catedral.
Pienso que, objetivamente hablando, Xacobe no era un niño atractivo. No me refiero a que no fuese guapo, porque lo era, y mucho. Quiero decir que era más bien soso, no tenía la energía de los líderes del aula, ni ningún otro magnetismo. Realmente no sé cómo ocurrió pero me enamoré de él, esas cosas que les pasan a los niños, ya sabes. Creo que yo necesitaba un amigo, tenía hambre de amigos, y lo conseguí. Él era un chiquillo un poco abúlico, prefería escuchar a hablar, era bastante pasivo. Y a mí me encantaba contarle historias que inventaba, yo era muy cuentista. Quién sabe cómo me habría ido si me hubiese dedicado a ser literato, a inventar historias como tú, en vez de estudiar medicina. A veces pienso que me hice médico porque perdí el ojo. A lo mejor, en el fondo las cosas son así de simples.
Sin embargo, en la vida nunca encuentras lo que buscas. A mí, ni la oftalmología ni la neurología me han resuelto ciertos enigmas, soy un caso clínico raro. Me refiero a unas sombras que veo en ocasiones en algunos lugares. Y, esto no lo he contado nunca, ni siquiera a mis colegas oftalmólogos, también las veo a veces en torno a algunas personas. A ti no te las veo, por si tienes curiosidad. Es cierto, veo manchas. Naturalmente que estarán relacionadas con alguna patología del cerebro, el caso es que, a pesar de mi especialidad y de los medios a mi alcance, nunca he podido aislarla. Y Xacobe tenía una mancha muy oscura a su alrededor. No estaba en él, pero iba con él. Esto no fue impedimento para que nos hiciésemos amigos. A lo mejor incluso fue la causa de que le cogiese más cariño, pues me parecía que él lo necesitaba. Es curioso que a veces el atractivo de una persona consista precisamente en su falta de atractivo, su indefensión, yo pienso que me hice su amigo porque vi que, aunque pareciese no importarle, era un chiquillo indefenso. Ése es también el atractivo de los recién nacidos, su desvalimiento que inspira nuestro instinto de protección.
No se notaba en su carácter, sin embargo las circunstancias de su vida eran tristes, pues, como sabrás, había perdido a sus padres y a un hermano gemelo en un accidente. No sé de qué modo le habrá afectado todo esto, de una manera u otra tiene que haber influido en él, digo yo. Ahora que lo pienso… recuerdo que él me contó alguna vez que hablaba con su hermanito muerto, que sentía como si él le contestase. Es inevitable que las pérdidas lo alteren a uno. A mí se me murió mi madre cuando era un niño, precisamente un año después de que Xacobe abandonase la Escolanía, y me dejó hundido. Seguramente su personalidad quedaría muy marcada por aquella desgracia.
Sí, Xacobe también era raro, mucho. Recuerdo una vez que nos llevaron de excursión hasta la Costa da Morte. Paramos en Fisterra, en la punta del cabo, y cuando nos asomamos a aquel abismo sobre el mar a todos nos asustó. En cambio, él parecía hipnotizado, no exactamente de terror, sino como si hubiese descubierto con sorpresa que ya conocía aquel lugar, como si ya tuviese la imagen del lugar dentro de él. Yo me reí de su ocurrencia, pero el resto del viaje estuvo callado, como dándole vueltas a aquello. Siempre recordaré su cara mirando el océano y el vacío, como si una idea hubiese surgido con fuerza dentro de él en aquel momento.
Quien lo crió fue una mujer, Aura. Yo la recuerdo como muy reservada, muy seria, aunque con él era muy atenta, muy cariñosa, como una madre. Él me había contado también que tenía un tutor, aunque eso nunca lo entendí bien, no sé si se trataba de un pariente o quién era en realidad. También tenía al tío, el canónigo, que parece que no se debía llevar bien con los padres. Y, de hecho, fue él quien sacó a Xacobe de allí. Un día lo fue a buscar y ¡hala, a la calle!, delante de toda la clase. El pobre Xacobe no llegó a llorar, pero recogió como pudo las libretas y la cartera y se marchó para no volver. Fue muy duro con él. La verdad es que es de las cosas más crueles que soy capaz de recordar. Repentinamente fue arrancado de mi vida, sin avisar.
Ni siquiera pude devolverle una pluma estilográfica que me había prestado aquel día al comienzo de las clases. Luego aún quedamos un par de veces para jugar en su casa o en la mía y nos encontramos alguna vez por la calle, pero el hecho de estudiar en sitios distintos, con diferentes horarios, hizo que nos fuésemos distanciando. Y a pesar de que nos volvimos a ver, ya digo, sin embargo aquella pluma, por una razón o por otra —supongo que la debí olvidar, él tampoco me la pidió—, aquella pluma siguió en mi poder hasta hoy. El segundo día que vino a mi consulta la llevé conmigo e incluso la puse en la mesa delante de él para ver si la reconocía, la cogí en mis manos, jugué con ella…, y nada. No la identificó. Pensé que se daría cuenta, pero no. Ni reparó en ella. Yo toda la vida guardando aquella estilográfica como un recuerdo preciado y él ni la reconoció. Tenía la intención, de todos modos, de decírselo, de devolvérsela. Sin embargo no me dio ocasión, pues salió de allí a toda prisa. En todos estos años seguro que no se acordó de ella para nada. Como tampoco se habrá acordado de mí. Si hemos vuelto a coincidir se debe a mi especialidad médica, no a otra cosa. Quizás acudiese a mí y no a otro especialista porque nos conocemos de niños, es posible. Con todo, no es demasiado acordarse. Yo, por el contrario, siempre he conservado su recuerdo. Qué cosas tiene la vida.
Pobre Xacobe, pasó casi como un fantasma por mi vida y, visto lo visto, supongo que debió de seguir pasando así por la de otras personas. En el fondo ha sido una víctima. La vida exige siempre un tributo, alguien tiene que padecer para que a otros les vaya bien. Yo no sé si me ha ido bien o mal. Pobre Xacobe. Recuerdo que cantaba bastante mal, no era que tuviese mala voz, lo que pasaba era que no tenía buen oído. Cuando cantábamos los niños de la Escolanía todos a coro él casi enmudecía, pero era como si se ausentase y estuviese contemplando con asombro el canto desde fuera. No sé expresarlo bien, quiero decir que él se quedaba pasmado con aquellos cantos. Le gustaba mucho oírnos cantar a los demás. Sin embargo, él no tenía oído. ¡Hace tanto tiempo de eso! Durante todos estos años a veces me acordaba de él, ya te lo he dicho, sin embargo no había hecho todavía este esfuerzo de recordarlo, de rescatar esas cosas que tenía allá metidas en el fondo de mí. Es curioso que esos recuerdos permaneciesen tanto tiempo conmigo, tan enraizados, y no les haya hecho caso hasta ahora que me ha ocurrido todo esto. Aun así, son tan intensas las emociones que van ligadas a ellos… Es curioso, siempre pensamos en la infancia como en una preparación para la vida posterior, y a mí en cambio todas las cosas importantes me han ocurrido en la infancia. Es curioso.