Y allí iba ella por la calle, con un pequeño rosario guardado pudorosamente en el bolso. Vio venir a una actriz con la que llevaba tiempo interesada en hablar, que se acercaba y le sonreía. Ya la había reconocido. Pensaba que le vendría bien que aceptase el papel principal en una teleserie cuyo argumento estaba escribiendo, esa actriz encarnaría en la ficción a la hija de una bruja, una curandera, que quiere romper con el oficio tradicional de su familia, del que se avergüenza, y pretende iniciar una vida completamente distinta en la ciudad. Sin embargo resulta que, a diferencia de su madre y anteriormente de su abuela, que sólo saben recetas mágicas, ella sí que tiene verdaderos poderes sobrenaturales. Y en el origen de estas facultades extraordinarias estaría la figura del padre, un enigmático forastero que había pasado por su aldea como leñador y luego había desaparecido. La serie se titularía Haberlas, haylas y si a aquella actriz tan reconocida le gustase la historia y quisiese ser la protagonista, seguro que pronto aparecería una productora interesada en hacerla.
Ésa era la ocasión de hablarlo con ella. Pero sonrió, la saludó: «Qué guapa estás. Cuánto tiempo. Disculpa, pero tengo bastante prisa. ¡Vaya racha de temporales que llevamos! Habría que hacer una teleserie en la que la protagonista fuese la mujer del tiempo. (¡Buena idea, escríbemela!)», y se separaron. Siguió su camino llamándose estúpida, compadeciéndose por su mala suerte, las oportunidades se presentaban precisamente en el momento menos oportuno. No era mala tampoco la idea que se le había ocurrido en el momento, una teleserie protagonizada por una meteoróloga, tal vez era mejor incluso que la de la bruja. O se podrían juntar, que la bruja encontrase trabajo de meteoróloga y gracias a su poder acertase siempre el tiempo que iba a hacer… No era mala idea, buscó en el bolso de mano su bloc de notas, lo había olvidado en algún sitio; era igual, ya lo apuntaría en otro momento. Y se acordó de Xacobe. Quizás estuviese en su casa, caminaba decidida hacia allí. Le parecía estúpido ocuparse de ideas para comedias de televisión, en aquel momento las veía como nimiedades, banalidades. Su propio oficio le pareció infantil, inmaduro, vergonzoso; dedicar la vida a imaginar historias era como no abandonar la infancia. Constató que de un modo inexplicable se sentía lejos y fuera de su mundo, el mundo de su profesión, con sus ansias, su forma de vida.
Respiraba aliviada de que aquella mujer con la que se acababa de cruzar, o cualquier persona conocida, no pudiesen ver lo que sostenía en la mano, dentro del bolsillo de la gabardina, un pequeño rosario que le había regalado un hombre estrafalario. Si alguien lo supiese, qué pensaría de ella, que era una persona supersticiosa, o que se había vuelto loca. Y lo curioso es que aquel hombrecito extravagante y ella estaban unidos por un extraño secreto relacionado con algún tipo de magia siniestra. Ella sabía que aquel hombre que le había hablado de santos, de increíbles brujerías, se refería a algo que era real, mucho más real que el resto de su vida. Su existencia hasta ese momento le parecía un juego comparándolo con lo que había vivido en aquellas horas en las que había entrado en contacto con cosas extraordinarias y tenebrosas, cosas de una fuerza descomunal, de una intensidad increíble. Era como estar jugando una partida de ajedrez con la muerte. Recordó El séptimo sello de Ingmar Bergman. Aquel extraño hombre era la prueba de que no se había vuelto loca, de que, por algún fenómeno de empatía o contagio, no había entrado en el mundo tenebroso de un enfermo mental llamado Xacobe, rodeado de gente rara. Todo aquello tan confuso y terrible que había vivido había ocurrido realmente, lo había visto ella, y aquel hombre, el azabachero, el de la Cofradía, lo certificaba y era testigo de ello. Supo entonces que las cosas extraordinarias son la auténtica realidad, el verdadero rostro del mundo oculto por la laboriosa y banal cotidianidad.
Se le acercó un hombre calvo, reconoció en él a un peregrino, chubasquero azul intenso, botas para caminar. Expresó con dificultad que deseaba saber cómo llegar desde allí a un albergue de peregrinos. Siempre se había sorprendido de aquellas sonrisas, como la del hombre que le preguntaba, de aquellas caras iluminadas por algún tipo de alegría o plenitud. Ella reconoció en el acento que era alemán y le contestó en su idioma, él lo celebró con gestos de alegría que sin duda no utilizaría en su país, en su vida ordinaria; había reparado antes en aquella libertad de los peregrinos en la manera de expresarse, de algún modo se comportaban por las calles de la ciudad como niños. Venía desde un pueblo cercano a Frankfurt, lo decía con orgullo, con alegría. Ella le preguntó con curiosidad sincera que por qué había venido y entonces él se mostró confuso, tardó en contestar y acabó diciendo que por «espiritualidad». Ella concluyó que probablemente aquel hombre no tenía palabras para expresar algo íntimo, daba la impresión de que la palabra «espiritualidad» fuese una palabra insatisfactoria, en la que no cabía exactamente lo que llevaba dentro. Le indicó el camino al albergue y volvió a despedirse con aquella sonrisa. Lo envidió, se le veía deslumbrante y ella en cambio caminaba sumida en las tinieblas.
Y allí estaban aquellas llaves tintineando en su bolso. Ella reconocía que sentía miedo, le daba miedo acercarse a su casa, sería como implicarse totalmente en aquella historia, accedería a su sancta sanctorurn, sería como verlo verdaderamente desnudo. Estar en la cama juntos había sido conocer a un hombre en su fragilidad, entrar en aquella casa sería como participar de su historia personal… Caminaba hacia allí contando los pasos casi, cada paso era la reafirmación de una decisión trascendente. Le inspiraba respeto la idea de entrar en aquel lugar, tenía terror de que hubiese alguien, aunque él había dicho que vivía solo, pánico de que estuviese aquel hombre terrible o alguien ligado a aquel mundo de sombras que parecía rodear a Xacobe como una conspiración. Y miedo a caer en aquel pozo en el que él estaba. Al tiempo, se moría de ganas por encontrarlo en casa y por estar allí con él, compartiendo su destino. Consideró que si aquello fuese una escena en la que ella interpretase a la protagonista dirigiéndose hacia una situación misteriosa, pediría un fondo musical adecuado. Pero no era una película y todo a su alrededor era común, gente que pasaba, que entraba y salía de los comercios. No había majestuosidad ni grandeza en sus pasos, y nadie sabía en lo que estaba metida ni, por tanto, podía verla avanzar fatídicamente. En la vida, pocas veces aparecían explícitos los materiales de la epopeya y de la tragedia, y las historias casi siempre se presentaban con las modestas ropas de la tragicomedia, de lo grotesco o del sainete. Para los amantes de la literatura, la vida era insatisfactoria.
La casa de Xacobe era uno de los pocos edificios modernistas en una ciudad románica y barroca, una ciudad que resistió el paso del tiempo enquistándose obsesivamente en una época histórica desaparecida. No era demasiado grande de planta, pero la teatralidad de las mansardas la hacía más imponente y el techo del edificio de láminas de plomo le daba un aspecto algo tétrico. Delante, en la plazoleta del Castro, una estatua de Alfonso II el Casto. Un letrero en la base de la estatua informaba que bajo su reinado había sido descubierto el sepulcro apostólico. En el bajo del edificio, de dos pisos, había un local cerrado. Ella recordaba que allí había habido una tienda de ropa hasta hacía unos años, en el bajo contiguo había un bazar con el escaparate abarrotado de lozas, cuchillos, cristales y un interior en penumbra. Se asomó y le preguntó a una señora que leía el periódico apoyada en el mostrador si sabía cuál era el piso de Xacobe, el joven que vivía allí. La mujer levantó la vista y, desentendiéndose de la lectura, se dispuso a hablar con ella.
—No lo va a encontrar. Se acaba de marchar hace un momento, hará cosa de media hora que aparcó el coche ahí delante, en doble fila. Precisamente vino detrás un camión de Mariano, un pescadero de la plaza de Abastos, y no podía pasar. Y venga a pitar y a pitar. Hasta que bajó él cargado con una caja, un arca vieja, enorme, todo apurado. La metió dentro del coche y, sin decir nada a nadie, cogió y arrancó a toda velocidad. El automóvil que tenía antes lo estampó contra un muro hace cosa de uno o dos años. Este aún le va durando algo.
—Ah.
—Así que no creo que lo encuentre.
—Ya. Mire, ¿y cómo era la caja? ¿Era una maleta…, una bolsa de viaje?
—Ay, hija, no sabría decirte. Yo lo vi todo desde la puerta. Como el camión del pescado paró aquí delante y empezó a tocar, pues me asomé, en aquel momento no tenía gente. Ahora cada vez se vende menos, ya sabes. Desde que vinieron los cortes ingleses y todo eso la cosa cada vez está peor.
—No, claro, la competencia es tremenda, claro. ¿Y sabe si la caja era muy grande?
—Pues mira, depende. A ver, yo estaba ahí en la puerta y él salió del portal cargando con la caja, pero salió de espaldas a mí, así que no pude ver bien cómo era. Me pareció de hierro, si te digo la verdad. Era grande, como un arcón o algo así antiguo, como un féretro pequeño, Dios me perdone, de hierro o de otro metal, porque le pesaba mucho, se veía que casi no podía con ella. Y Xacobe no es ningún enclenque, ya sabes que es alto y más bien fuerte, un tipazo. Bueno, ahora se le ve desmejorado. Tú ya lo sabrás. ¿Qué, sois amigos? ¿O eres la novia? —Y la mujer la repasó con la mirada de arriba abajo y por su expresión parecía que dudase de que fuese la novia—. Él antes andaba con cada mujer…, preciosidades. Ahora, hace tiempo que no se le ve traer a nadie a casa. —Volvió a repasarla con un gesto calculador.
—Eeehhhh… Soy una amiga, compañera de profesión. Trabajo para varios programas de televisión.
—Pero tú no actúas…, ni presentas ningún programa, ¿no? No me suena tu cara.
—No, no. Yo soy la que escribe lo que dicen los actores. Soy guionista.
—Ah, qué interesante. Ya. Así que trabajas con la cabeza…
—Es cierto, trabajo con la cabeza, no con el cuerpo. O sea que sacó de casa una caja pesada y de metal…
—Y vieja, muy vieja y oxidada. ¿Qué sería? Así de grande, no era capaz de abarcarla con los brazos. La cargó en el maletero y se largó. No sé qué tendrá ahí en casa, a lo mejor tiene cosas viejas; antigüedades. Desde que dejó de trabajar aquí Aura no sé quién le atenderá la casa, quién le recogerá y le lavará la ropa.
—¿Aura?
A través de los cristales cubiertos de polvo del escaparate se veía una familia de turistas, el padre señalaba un juego de jarra y tacitas de loza típica para beber el vino de Ribeiro.
—¿La conoces, entonces?
—Ehh… La conozco algo, poco.
—Esa mujer ha sido como una madre para él. Talmente como una madre… Desde que murieron los padres, aún era yo una niña, fue una desgracia muy grande, pues, desde entonces, ella fue quien lo crió.
—A quien no conozco es al tutor…
—Pues si te digo la verdad, yo tampoco. He oído que los padres dejaron escrito en un papel que hasta la mayoría de edad fuese tutor un medio pariente que tenían, no sé de quién de los dos. Ahora que, tutor tendría, sin embargo, quien lo crió como una madre fue Auriña. ¿Y qué ha sido de ella, que hace tiempo que no la veo? Se marchó hará cosa de un año. No dijo nada. Un día dejó de venir y nada más. Debió coger el retiro.
En aquel momento entró la familia de turistas, hablaban entre ellos en francés. El padre le señaló a la mujer de la tienda el juego de loza en el escaparate.
—Espere que le muestre otro que esté más limpio, que ése no se ve bien… —Y buscó en un estante detrás de ella, momento que Celia aprovechó para despedirse y darle las gracias.
Abrió el portal cerrado. Ecos en una casa vacía, no parecía vivir nadie allí. Olor a paredes y maderas viejas, pero también olor a limpio, identificó el aroma a Ajax Pino, alguien fregaba aquel portal y las escaleras. No llegaba ruido alguno de arriba. Subió las escaleras en penumbra, en el primer piso no parecía vivir nadie. Llegó a la puerta del segundo y oprimió el viejo botón de porcelana del timbre. Ella solía admirarse cuando descubría alguno de estos objetos industriales anteriores a la era del plástico. Sin embargo, en aquel momento no pensaba en eso, no pensaba en nada, sólo sentía un zumbido en las sienes y los ojos escudriñaban la madera de la puerta, el bronce viejo de la mirilla inmóvil, como si la vista pudiese traspasar la madera, pudiese descubrir algo. Nada. No se oía nada. No había nadie. Entonces ella buscó en el manojo de llaves la que le pareció más acorde con la cerradura y la introdujo en la ranura y la puerta se abrió con ruidos metálicos y de madera vieja.
La puerta del piso se abría directamente a un cuarto en penumbra, una sala con muebles antiguos de madera de castaño junto a otros recientes de chapa lacada de negro. En un aparador funcional un televisor conectado a un lector de DVDs y a un vídeo, y a un lado una pequeña cadena de música. Allí, en el umbral de la vivienda, sin atreverse a pisar las tablas barnizadas cubiertas de una gran alfombra floreada, afrontó aquella escena común de una vivienda típica sin que nada la inquietase, no había nada raro allí. Olía a plástico, un poco a restos de comida, y también a viejo, aroma denso a madera, con sus períodos larguísimos de secado, sin que se supiese bien cuándo dejaba de secar y empezaba a descomponerse, transformada en el polvillo de la carcoma; olor a humedad en cortinas y paños viejos, al trabajo del invierno sobre la pintura, rezumando la humedad guardada en el interior de los tabiques y el cemento reventando la superficie de pintura plástica. Los olores antiguos poseían aquel recinto superponiéndose a las intrusiones contemporáneas e instalando el dominio del pasado sobre cada cosa, sobre la vida que allí pudiese transcurrir.
Pisó las tablas, que crujían, sintiendo que la invadía aquella atmósfera rancia y triste. La sobresaltó la vibración de la campanada de la una del mediodía que traspasó los cristales de la ventana; se asomó a aquella plazuela del Castro atiborrada de coches aparcados alrededor de aquella estatua cursi del Rey Casto, aquel monarca educado por los monjes cistercienses del monasterio de Samos, el que promovió el culto al Sepulcro, aquel agente del poder de Cluny que inauguró la peregrinación a aquella cueva, morada de la muerte; la devoción por las cenizas. La luz que se filtraba a través de las nubes, aquella bóveda del cielo tan baja, era triste y agobiante.
En una mesita en el centro, que le pareció de madera de cerezo, sobre un tapete de hilo blanco, había unos restos ocres, era óxido, polvo y alguna lámina de hierro. Allí había estado posada la caja metálica que Xacobe había sacado del piso. Tierra también, entre las esquirlas de hierro viejo.
Arrinconadas en un ángulo de una estantería, junto a cintas de vídeo y CDs, reconoció una figura, un trofeo de los que se entregaban cada año a la mejor producción audiovisual hecha en Galicia. Xacobe habría recogido en nombre de la empresa la estatuilla. A su lado, una figura de un peregrino modelada por la cursilería de Lladró, algún regalo, o quién sabe, quizá la hubiese comprado él mismo. Más arriba, casi escondida, una foto en un marco dorado de un niñito vestido de Primera Comunión con el traje de Caballero de Santiago. Identificó aquellos rasgos, era Xacobe. Ay, qué niño tan triste. Sintió el deseo de abrazar la foto fría bajo el cristal, apretó el marco y lo guardó en el bolso. Era como atrapar algo íntimo de un Xacobe que se le escapaba entre los dedos.
Un corredor oscuro, marcos en las paredes, fotos de Venecia enmarcadas sin gusto, seguramente la decoración escogida por Aura cuando vivía allí, habría sido ella la que hiciese las veces de dueña de la casa, al menos mientras él era pequeño, Aura ordenando y decorando a su gusto. Las fotos estaban arrugadas y en el paspartú blanco se veían manchas de humedad bajo el cristal; quizá fuesen de antes, de cuando aún vivían los padres, puestas por la madre cuando aún no había nacido Xacobe. Tal vez habían ido de luna de miel a Venecia, de una ciudad mortuoria a otra, y las habían traído de allí. Aunque por aquel entonces ése era un viaje muy exótico, no parecía aquélla una casa de tanto dinero. ¿En qué trabajaría el padre antes de morir? ¿Sería cierto que no tenía más familia? Un tío canónigo, ¿viviría aún? En la pared contraria del pasillo, una foto. Un hombre y una mujer sosteniendo cada uno un recién nacido en brazos. Aquella foto, eran sus padres, y los niños eran los hijos, los dos gemelos. Buscó en algún ángulo del corredor una llave de la luz, había una bombilla en el techo. Encontró el interruptor y se encendió una débil luz que apenas alumbraba. Descolgó el retrato y lo llevó hasta la ventana de la sala. Allí estaban los dos con Xacobe y aquel hermano del que le había hablado Aura. ¿Cuál de ellos era Xacobe y cuál el hermano? La fotografía, en color, estaba hecha en un estudio de fotografía de la misma Rúa do Vilar en la que ella vivía, Fotos Arturo. El padre de pie y la madre sentada en una silla con molduras doradas. Buscó en el rostro del hombre, de facciones anchas y recias, alguno de los rasgos de Xacobe y no encontró ningún parecido; por el contrario, recordaba mucho a aquella mujer de ojos negros como el azabache y nariz fina, aquella mirada era la de Xacobe. ¿Qué sabrían ellos del nacimiento de Xacobe? ¿Qué sabría ella, mejor dicho? Ella sería la poseedora del secreto, si es que había alguno. Se inclinó por pensar que Xacobe sería el niñito que tenía en el regazo la madre, por ser el que merecería más protección, aquel sobre el que se cernía aquella amenaza futura. Luego sintió vergüenza y pena por el otro niño, el que estaba en los brazos del padre, pues aquél había tenido peor suerte, ya que había muerto al poco tiempo de que le hubieran tomado aquella foto. O, a lo mejor, Xacobe era el que sostenía el padre… ¿Qué era peor, haber muerto de niño, no haber vivido, o haberlo hecho bajo el signo de algo maligno? Se dio cuenta de que estaba pensando en Xacobe en pasado, «haber vivido». Pero Xacobe seguía vivo, precisamente se había marchado de allí haría una media hora. Con una caja de hierro. ¿Adónde se habría dirigido?
Volvió a colgar el retrato de familia en aquel oscuro pasillo, del fondo llegaban los olores del baño y el goteo de una cisterna. La humedad de un cuarto en el que alguien había estado no hacía mucho, fue hacia allí queriendo reconocer el olor reciente de Xacobe. Se asomó, un dormitorio de diseño moderno, una cama completamente deshecha, un espejo estallado en la cabecera de la cama; en aquel lecho no se había descansado, aquel lecho parecía el escenario de una lucha, alguien contra sí mismo. En la mesa de noche, una botella de coñac Duque de Alba y un vaso con un resto en el fondo, y también una caja de cápsulas que no identificó.
Aquel zumbido sordo la asustó, el timbre de la puerta hizo que, de súbito, se sintiese descubierta, atrapada. Qué hacía ella allí, y quién estaba llamando. Se encogió recordando lo que había presenciado la noche anterior. Sacudió la cabeza y el timbre volvió a sonar. Se asomó al pasillo, la puerta de la calle cerrada, quién o qué estaría detrás, en las escaleras. No percibía aquella presencia maligna, aquella fuerza no humana; era alguien, alguien de carne y hueso.
—Xacobe —pronunció detrás de la puerta una voz de hombre.