Queridos hermanos cofrades, la Divina Providencia es quien teje verdaderamente los hilos sueltos de nuestras vidas, y no dudemos de que hay un orden en esos trenzados de casualidades, como le ocurrió a este investigador aficionado el día posterior a aquel nefasto encuentro con la maldad demoníaca, pues ese día la casualidad o Providencia vino en su ayuda.
Ante la gravedad de la amenaza que yo mismo había visto con mis propios ojos, aquella mañana avisé a mi empleado, Serafín, para que pasase por casa a recoger las llaves y abriese él la tienda. Cosa que nunca había hecho antes, ni estando sano ni enfermo, pues aun considerando que Serafín es un gran muchacho, entiendo que el dueño es la encarnación misma del negocio y la pereza del amo engorda al criado. Así pues, siempre he querido abrir y cerrar yo mismo mi modesta tienda-taller.
Libre ya de esta preocupación por mis negocios, bien modestos, busqué en mi humilde biblioteca el Calixtinus, y localicé seguidamente en él las «Lecciones según el Papa León y el Maestro Panicha» que me había indicado Valentín. Allí, en la Lección IV, encontré el relato del traslado de los restos de nuestro santo patrón por sus discípulos, del que paso a reproducir este fragmento para mis hermanos:
Con sus exequias, van a monte inculto
a destruir con el favor divino
a un dragón pestífero y dañino.
El demonio a la Cruz no le hace frente
y revienta partido por el vientre.
Y con agua bendita bendecido
el monte, Sacro fue y es llamado.
Como vemos, el capítulo relata un enfrentamiento con una deidad pagana y maligna que allí residía, una especie de gran satirio infernal. Les recuerdo a mis hermanos que el dragón, nacido del fondo del océano, criatura infernal y maligna, es un símbolo de caos y destrucción. Así, el milagro jacobeo proclama la derrota del Mal y la cristianización del lugar bajo la advocación de san Sebastián, que padeció el tormento de sentir su cuerpo traspasado por el dolor, como a veces nos sentimos los devotos que padecemos alguna enfermedad. Santo que, por cierto, es patrón de mi viejo gremio de azabacheros. Aunque, a decir verdad, cuando mi cuerpo se queja, suelo rezarle a san Roque, santo abogado de cuerpos dañados. Convendría que la Iglesia pensase en actualizar a san Roque, que sanó leprosos, en santo protector de enfermos de sida, pues es la lepra de hoy día. San Roque tendría un gran porvenir, especialmente en África.
Pero, de un modo u otro, todo en aquel asunto parecía estar relacionado conmigo. San Sebastián es el instrumento para santificar, cristianizar, aquel lugar. Y del mismo modo, el azabachero es algo así como un cantero santificado, pues el oficio de cantero siempre ha tenido un lado oscuro, y nosotros dedicamos nuestro oficio a la devoción jacobea y cristiana. Antes, la gente creía que los dragones segregaban una piedra, la dragonita, y nosotros por el contrario solamente trabajamos el azabache. Como se ve, hay curiosos paralelismos en el asunto.
Todo aquello confirmaba que las raíces del mal al que me enfrentaba eran muy profundas y que aquellos versos aludían a una lucha fundacional de nuestro sepulcro, que como sabemos se hizo sobre sepulcros anteriores paganos y que supuso la derrota en toda la Gallaecia —esta amplia parte de la Hispania— de los espíritus maléficos que anteriormente reinaban en los hogares de nuestros antepasados. Oscuros antepasados.
Decidí, antes de nada, volver a visitar a Valentín. Había demostrado poseer mucha información y podría ayudarme a comprender la naturaleza de aquello a lo que nos enfrentábamos, pues aquel mismo día por la noche se celebraba la reunión de la Cofradía en la que se votaría la candidatura del tal Xacobe, que ya me había demostrado su funesta vinculación con algo maligno y repulsivo. Como no tenía teléfono, allí tuve que ir. Llamé a la puerta de su casa y no me abrió nadie por más que insistí. Al poco, un vecino me informó de que, al parecer, Valentín había estado bastante mal toda la noche y que la sobrina había llamado a una ambulancia hacía un par de horas. Estaban los dos en el hospital y por eso no me abrían.
Toda puerta parecía cerrarse ante mí, todo peso caía sobre mis débiles hombros, y no veía quien me pudiese ayudar. Temía los recelos del deán y de la curia catedralicia si les informaba de lo que sabía, pues con seguridad —al cabo todos somos humanos— habían de desconfiar de mí y de mi salud mental. He tenido conocimiento de la existencia de rumores, que a lo mejor aún circulan, acerca de que la muerte de mi hermano Rafael tuvo efectos negativos sobre mi mente. Bien sé eso de «el pobre Difunto, Ramírez, que está un poco tocado». Ya. Frente a eso solamente puedo contestar lo que dije en su momento sobre esta misma mesa de reuniones, que sólo en un mundo en el que ha desaparecido el deber de guardar luto por nuestros muertos, en el que está mal visto mostrar los sentimientos, y sólo en un mundo donde incluso no es comprendido que se sienta dolor por la pérdida, donde ya no se entiende que uno quiera vivir verdaderamente dentro de la religión, pues sólo en un mundo y en un tiempo así se puede confundir un sentimiento de dolor con una manía. No obstante, confirmo el rumor de que soy una antigualla, un trasto de otro tiempo y que no comprendo hacia dónde va nuestra sociedad, borracha de consumismo, que no respeta cosa alguna, que no tiene creencias y que no practica la religión. Y, precisamente porque no practica la religión, no tiene valores profundos.
A veces, la sociedad critica a Roma que no revise sus sagrados preceptos para adaptarse a los tiempos actuales. Y Roma en algunas ocasiones parece que accede a rebajar su nivel de exigencias. Si el santo padre me escuchase no cedería en nada, ni un paso atrás, pues los cristianos, soldados de la Fe, no entendemos totalmente a este nuestro santo padre Juan Pablo II cuando en su encíclica Creo en la vida eterna se refiere al Cielo como a una mera idea o a la no existencia del Demonio como una cuestión personal. Y nos sentimos solos y desamparados los que buscamos el cobijo de la palabra de Dios. Como me pasó a mí cuando tuve que hacerle frente a la maldad encarnada y actuante en el mundo de los hombres. Si la Iglesia Católica y Romana deja de creer en la existencia del mal como algo externo a los humanos, acabará por ser algo semejante a la Seguridad Social, ocupándose meramente de la salud de las almas. No considero que esto que digo sea una exageración, pues vamos en esa dirección. Y si los curas no creen en el poder de su carácter, no serán capaces de afrontar y exorcizar el mal, se convertirán en simples psicólogos. Quien escribe esto es alguien que mira con mucha preocupación tanto al mundo como a la Iglesia. Además, si el Mal no tiene presencia física, entonces ¿a qué me enfrentaba yo?
Como digo, a veces la sociedad le critica al Vaticano que no revise sus preceptos, mas yo sostengo, en cambio, que todos los cristianos debemos actualizar nuestros métodos para llegar a los corazones cada día más duros de las almas descarriadas, que forman ya rebaños innúmeros, sin guía ni pastor, entregados a la voracidad del lobo hambriento. ¿No somos también los laicos miembros de esta Cofradía un poco responsables de que la palabra de Cristo no llegue a nuestros vecinos? ¿No deberíamos emprender una política más activa? ¿No es como si diésemos por perdida la batalla contra la laicización del mundo? ¿Por qué no utilizamos con decisión la tecnología en el servicio de la Fe? ¿Por qué, por ejemplo, no abre nuestra Cofradía una página web, cosa que hoy posee cualquier empresa?
El gestor que me lleva el papeleo de la tienda tiene una página de éstas. Yo mismo le he encargado a un amigo de mi empleado Serafín, experto en la materia, que me diseñe una promocionando los artículos de mi taller. Con fotos de las figuras. ¿Por qué no? Tener un lugar en Internet no nos costaría dinero y sería un modo eficaz de llegar a las nuevas generaciones que navegan por ahí en ese mar de ingeniería virtual y no hayan faros por los que guiarse, luces que los iluminen en esos mares impíos, encontrando únicamente pornografía y más pornografía. Está visto que en este tiempo los humanos perderán el alma a través de la vista, los ojos serán el instrumento del pecado. ¿Y quién seguiría hoy, naturalmente de forma simbólica, el precepto bíblico que dice: «Aquel que se vea inducido a pecar por sus ojos, que se los arranque»? Buena parte de la población entraría en la ONCE. En Internet encuentran pornografía de hombres y de mujeres obscenos, con cuerpos que no son verdaderos y sin embargo hacen imaginar carnes blandas y pecaminosas. Y encuentran toda incitación al consumo.
Incluso encuentran lugares específicamente demoníacos. Como un sitio en la red que yo opino que estaba relacionado con la amenaza a la que acabamos de hacer frente y que ha sido motivo de mi caída en desgracia y de esta explicación. Sin duda que tienen relación, aunque es muy difícil denunciar esto, pues todo lo ocurrido se puede decir que no existió desde el punto de vista penal y, aunque hubiese delito, es complicado localizar la página web en la que figura una vista nocturna de la ciudad desde lejos, una vista que tengo la certeza de que fue tomada desde la cima del Pico Sacro, y también una luz azul manando de una piedra, vibrando en una cueva. Es una página demoníaca que tiene relación con el complot urdido contra nuestro templo, complot desmantelado Dios quiera que para siempre. Me parece que estoy seguro de que sí.
El caso es que yo veía por todas partes evidencias de fuerzas poderosas que parecían llegar hasta lugares insospechados, que deberían estar a salvo de las acechanzas del Mal, y gentes implicadas en aquella Gran Maquinación, y no veía quién me pudiese ayudar. Recordé entonces que Valentín me había hablado de aquel sobrino suyo, el inspector de policía, y que me había dado un mensaje para él. Decidí acercarme hasta la comisaría, y debo decir que cuando entras en una siempre tienes la extraña sensación de que tal vez no te vayan a dejar salir de ella. Naturalmente que no hay razones lógicas para explicar esta sensación, sin embargo se lo he oído decir también a personas que, como nosotros, son buenos cristianos y ciudadanos sin nada que ocultar. Tal vez es una evidencia de que en el fondo todos somos pecadores, y, al cabo, el delito es el pecado social. La sociedad actual ya no cree en el delito, mucho menos en el pecado. Si esto sigue así, también la culpa —esa conciencia que nos recuerda que hay una mirada superior por encima de nosotros que nos dicta una moral— desaparecerá. Todos pecaremos sin culpa, que es un modo de que desaparezca el pecado, al menos en nuestra conciencia. Pero las escrituras nos enseñan que la culpa y la vergüenza son los únicos frenos para que el Mal no anide en nosotros. Sin la culpa únicamente campa la soberbia, que nos impide reconocer al Todopoderoso. Moisés bajó su rostro porque tenía miedo de mirar a Dios y perecer. Y cuando Dios le permitió verlo, solamente por detrás, el rostro de Moisés quedó resplandeciente, tuvo que cubrírselo con un velo. Hoy, en cambio, la gente inquiere a Dios con insolencia, blasfema, o lo niega. Porque no hay culpa. Me dirigí, pues, a la comisaría. Tan pronto como le pregunté por el inspector a un guardia malencarado, apareció un, en principio amable, inspector. Llamándose Francisco —como el santo de Asís, que visitó nuestra ciudad dejando aquí el convento de los padres franciscanos— qué poco se parecía a él. No había inocencia ni caridad, o muy poca, en aquel hombre, como luego comprobé. Era muy joven, tendría unos treinta años y debe ser ésa una buena edad para llegar a inspector. Cuando le dije que venía de parte de Valentín me sonrió con aspecto de no tenerme en mucha consideración, supongo que pensaba que su tío estaba mal de la cabeza, «palla», como ahora acostumbra decir la gente joven, y que por lo tanto yo sería otro colega de insensateces, un carcamal loco como un cencerro, o algo así. Me esforcé en mostrarme equilibrado y riguroso en mis razonamientos, dosificando la información, pues tengo que reconocer que si le contaba todo lo que sabía, confirmaría el juicio previo que tendría de su tío y acaso de mí. Le expliqué que creía que se había producido algún tipo de crimen y que su tío pensaba que alguna huella, o incluso el cuerpo del delito, se ocultaba en el Pico Sacro. Él me explicó lo evidente, hay que reconocer que tenía lógica profesional, que su tío y yo teníamos que ser más concretos si queríamos poner una denuncia. ¿De qué crimen hablaba yo, qué cuerpo de qué delito? Argüí que aquello era serio, la gravedad del asunto seguramente había sido lo que había afectado tanto a su tío, lo que lo había llevado al hospital. Y entonces vi en su cara que no sabía nada de que Valentín estuviese ingresado en el hospital.
¿Qué le pasa entonces, está mal?, me preguntó. Le conté lo que sabía y él se disculpó ante mí para no parecer un mal sobrino, en realidad sus padres y su tío casi no se trataban, era un hombre muy raro, me explicó. Me pidió que, si era grave lo de Valentín, lo avisase y que él se comprometía a darse una vuelta por aquel Pico Sacro del demonio, así dijo, a ver si veía algo raro. Y se despidió con esto. Entonces me di cuenta de que ya no tenía nada más que hacer allí y me fui a visitar a su tío, lamentando lo poco que unen hoy los vínculos de sangre y el abandono en el que están sumidas las personas mayores y enfermas.
Con estos tristes pensamientos tomé el autobús que lleva al hospital para visitar a mi amigo. Y así fue como llegué al servicio de Urgencias. Como no era de la familia ni tenía pase para visitarlo, no me dejaban entrar. Mas Dios siempre provee a los que le sirven, y resultó que el guardia de seguridad era hijo de un conocido mío, su padre había trabajado en la fábrica de paraguas hasta que cerró, después repartía paquetes y era quien nos traía a la tienda algún material del que necesitamos en el taller. Eran dos hijos, el hermano trabajaba en El Corte Inglés, éste, en cambio, al volver de la mili había entrado en una compañía de seguridad. Lo cierto es que yo también sabía que el chico había estado metido en líos de droga, parecía que había salido de eso, que se enderezara algo. Llevaba en la cintura una porra, unas esposas y una pistola. Tristes tiempos estos en los que ponen a un hombre armado para vigilar un hospital, no deberían desconfiar tanto de los pobres enfermos o de sus familiares, pienso yo. Sin embargo, quién sabe qué aguardar de una sociedad absolutamente secularizada en la que no hay valores… Hermanos, a veces se me ocurre que quizás haya que tratar a la gente como a ganado, ya que las personas se comportan como animales. Quizás hoy no seamos todos sino ganado, y no en el sentido del rebaño evangélico.
El caso es que aquel muchacho me dejó pasar y pude hablar con una joven enfermera, de esas que debajo de la bata blanca únicamente llevan la ropa interior, para sorpresa de cualquier persona que tenga que tratar con el estamento médico en circunstancias penosas, cosa que a mí me ocurre con frecuencia. La primera vez te sorprendes, luego uno se habitúa a ello. Nos acabamos acostumbrando a vivir en pecado. La enfermera me informó de que Valentín había fallecido hacía una media hora, aún estaba el cuerpo en una cabina en Urgencias. Como me vio tan afectado por la noticia, me permitió pasar a verlo antes de que llegasen los de la funeraria.
Allí, en un rincón en penumbra; había dos camillas. Ocupaba una un hombre con el pantalón remangado exhibiendo una pierna que sangraba, y en la camilla de al lado estaba el infortunado Valentín, ya para siempre callado y enigmático. No tenía aquella sonrisa que era tan propia de él y se hallaba por el contrario muy serio, como si al fin su resistencia irónica hubiera cedido ante la evidencia de que la vida era una cosa grave. O como si hubiese muerto en la visión de algo muy triste o desesperanzador. Nacemos de la carne de nuestras madres, que son la vida, pero es como si expulsándonos de sí nos arrojasen a la muerte. Ay, hermanos, solamente la promesa de la Salvación proporciona esperanza. Aquella carne estaba fría, cuando el cuerpo pierde su tibieza sólo quedan la condenación en la nada o la esperanza de la Salvación en Cristo.
Su vecino, aquel hombre gordo de la pierna al aire, me inquirió si yo era familiar del difunto, para que me llevase de allí el cuerpo. Me molestó aquella actitud tan poco amigable e impropia de alguien que debería mostrarse como un buen vecino de cuarto. Uno propende a pensar que el padecimiento nos debería hacer más solidarios, y aquel hombre sin duda debía estar padeciendo por la herida que tenía en la pierna. Sin embargo, hay que desechar esa idea absurda, pues he comprobado reiteradamente que esa presunción es falsa.
Tendemos a atribuir, equivocadamente, mayor altura moral a quien más sufre. Y, sin embargo, en los cuerpos enfermos hay muchas veces almas más negras que en los sanos, pues a las naturales malas inclinaciones humanas se suman en esos casos el rencor y la ira de quien padece esa carga divina y no la acepta. Pues sólo aquellos que vemos en la enfermedad la intención de Dios podemos redimir nuestra rabia y, a través de la oración, transformarla en aceptación de sus designios inescrutables. Y bien inescrutables, que al espíritu humano le cuesta aceptar que haya pecadores con tan buena salud, una salud ofensiva e insensata, y que a los siervos más abnegados de su culto y del de su Apóstol les estén reservados padecimientos como el que me aflige a mí, por poner un ejemplo cercano. Sólo la Fe nos enseña a ver precisamente en estas pruebas que el Señor nos envía una señal de que para El somos seres especiales. Y con nosotros establece una contienda de Fe y Dolor, en la que cuanto más Dolor nos inflija la vida, más Fe debemos tener en Él. Es una prueba extrema de sumisión, de fortaleza de la Fe. Y por eso a veces hay que recordar a santo Job. Malo, cuando hay que echar mano de él.
Aquel hombre de la camilla de al lado se quejó de su suerte. Había apareado aquella mañana a su cerda con el macho y, con la excitación, uno de ellos, no recuerdo bien si el macho o la hembra, lo había enganchado a él con uno de esos dientes retorcidos que parece ser que tienen, como colmillos de fiera. Y que la herida se le estaba infectando, y que aquellas enfermeras —las llamó con un nombre ofensivo— lo tenían allí olvidado. Y que, aún por encima, le dejaban a un muerto al lado. La mujer que lo había traído había ido a hacer algún papeleo, así que se había muerto el otro y le había tocado a él hacerle compañía al fallecido.
Es curioso porque, en el fondo, aquel mal cristiano tenía miedo de aquel cuerpo sin vida, como si la muerte fuera una enfermedad en sí misma y pudiese pasar del cuerpo del difunto Valentín al suyo, aprovechando que estaba allí tumbado. Como si la muerte fuese contagiosa.
Avisé a las enfermeras como quería aquella calamidad humana, y le di la espalda para rezar por el alma de mi amigo, que se había ido con sus conocimientos y sus secretos. Me dio pena verlo allí, abandonado al único cuidado de aquel mal vecino, una vez más pensé que ése sería mi final, pues casi no tenía familiares directos ni trato con ellos, y vivía solo. ¿Quién me velaría? Mi empleado Serafín, unas horas seguramente. ¿Mis hermanos cofrades aquí presentes? Eso ya no lo espero. Pasarían algunos por el tanatorio y por el funeral, y nada más. Recapacité en lo único que me consuela —aunque es un consuelo pequeño— cuando me asaltan esos pensamientos: tengo pagadas todas las mensualidades del seguro de defunción que he firmado con la compañía El Ocaso, de forma que no haya imprevistos. Los años, mi enfermedad y, sobre todo, los últimos padecimientos me tienen hoy muy cerca del final, supongo que no pagaré muchas más cuotas a la compañía. Y de esa manera haré honor al sobrenombre de Difunto, que bien sé que me han puesto debido a mi pálido color, nacido de los sufrimientos de mi enfermedad. Naturalmente que conozco que por detrás hay gente que me lo llama, quién sabe si no lo hará también algún miembro de nuestra Cofradía. Ya no me extraña nada en el género humano, quizá los difuntos sean más misericordiosos.
Viéndolo a él allí, tendido e inerte, y viéndome a mí con mi cuerpo humillado, pues la condición humana es tan precaria, oré: «Ay, Dios, siempre dispuesto a la misericordia y al perdón, escucha nuestro llanto por tu siervo Valentín, que acabas de llamar a tu presencia, y porque creyó y esperó en Ti, condúcelo a la patria verdadera para que goce contigo de la felicidad eterna. Por Nuestro Señor Jesucristo». Y luego tres padrenuestros. Hice la señal de la cruz y, antes de marcharme, me despedí del hombre de la pierna ensangrentada, que se quedó refunfuñando por su suerte y por su ocurrencia de aparear la puerca con el puerco aquel fatídico día.
Este individuo creía que había días fatídicos y propicios, idea típicamente pagana, y, en cambio, la visión de la piedad cristiana, aquella oración individual mía ante Dios pidiendo por aquel ser desvalido para siempre, la contemplación de la oración silenciosa, no le había dicho nada a aquel espíritu tan propenso a la blasfemia. Cuando uno ve esas cosas no puede evitar pensar en que el cristianismo nunca ha arraigado entre nosotros, en estas tierras evangelizadas por los discípulos de Santiago. Veo paganismo especialmente entre las gentes comunes de barrios y aldeas, pero también entre toda la población. A veces, uno mira alrededor y no ve la religión verdadera por ninguna parte. Como si la predicación de nuestro Apóstol, tantos siglos después, no hubiese valido de nada, y Galicia, y seguramente toda España y Portugal, siguiesen siendo suelo pagano, o musulmán. Y no digamos ya si uno quiere buscar en las imágenes de televisión algo del mundo redimido por Cristo. Cuando uno piensa estas cosas le asaltan las dudas.
Me marché de allí amustiado y melancólico, pues todo parecía estar en contra de mí y no encontraba un apoyo o ayuda en mi propósito. Y fue entonces, como decía antes, que una casualidad vino en mi ayuda. Pues al salir del edificio vi a la mujer a la que había auxiliado la noche anterior. Y por eso digo que la Divina Providencia no abandona a los suyos y las casualidades son el instrumento de la Providencia. En cambio, el azar no existe, no puede existir, pues Dios lo prevé todo. Y, como dijo Einstein, y tenemos que aceptar su autoridad en la materia: «Dios no juega a los dados con el Universo». Y Dios aprieta, pero no ahoga. Eso no quiere decir que siempre que tengamos ahogos esté Dios apretando, que Dios no está tan constantemente ocupado con nosotros como creemos los humanos en nuestro orgullo. Dios está a veces tan ensimismado que incluso parece ausente, o al menos así lo sentimos a veces los humanos, que nos figuramos enfrentarnos a su ausencia cuando más lo necesitamos. Cuando es así, nuestras oraciones tropiezan como con un muro. Recordemos que Dios aprieta, pero casi nunca ahoga.
Así que allí estaba aquella mujer. Subía a un taxi y yo corrí un poco tras ella y entré en el vehículo. Le expliqué que era el que la había ayudado la otra noche en la Herradura. Los dos habíamos visto «aquello». Me reconoció enseguida, a pesar de que la noche anterior no parecía en muy buenas condiciones físicas. Yo me presenté y ella dijo llamarse Celia, ser escritora y trabajar para empresas de televisión. Hice la deducción inmediata, por lo tanto, de que seguramente había conocido a Xacobe a través del trabajo.
Y con esta mujer pude al fin hablar sin tapujos. El taxista no podía evitar mirarnos a cada poco por el espejo retrovisor, pues nuestra conversación le debía resultar sorprendente. Cuando nos bajamos del coche y ella hubo pagado, no pudo evitar decirnos que en treinta años de profesión, durante los cuales había escuchado todo tipo de cosas, nunca había oído nada como aquello y nos miraba buscando algo raro en nosotros, como si no fuésemos personas normales.
Por debajo de nuestra conversación corría, si se me permite una expresión literaria, como un río subterráneo, me refiero al conocimiento que los dos compartíamos, lo que habíamos visto por la noche en la Alameda. Los dos habíamos contemplado algo que nadie más había visto, el rostro del Mal. Así pues, yo la informé brevemente de que mi interés en el que parecía ser su prometido, Xacobe, se debía a que tenía sospechas de él como candidato a entrar en la Cofradía del Santo Sepulcro. Ella me explicó de un modo confuso y, si se puede decir así, discreto, que no eran novios ni nada semejante, y que, sin embargo, el día anterior habían cimentado una gran amistad debido a que ella había sido testigo de cómo le ocurrían cosas extrañas y temibles. Y que se sentía muy unida a él. Entonces yo le propuse intercambiar información, a los dos nos preocupaba lo que le ocurría a aquel hombre, aunque fuese por diferentes motivos. Ella insistió en que su amigo era, antes que nada, una víctima de aquel ser maligno con el que lo habíamos visto por la noche. Yo lo admití, aunque ella tenía que reconocer que, en cualquier caso, la solicitud de entrada de Xacobe en la Cofradía no podía estar guiada por nobles propósitos, sino al contrario.
Ella abundó en que esa solicitud no había salido de él y que se había visto forzado a dar ese paso. Era una buena abogada de las intenciones de su amigo, lo que demostraba que entre ellos había un lazo sentimental, o a lo mejor incluso erótico, como después quedó demostrado. Cuando uno se ve impelido a inmiscuirse en vidas ajenas, en las vidas de la gente común, para investigarlas, enseguida descubre esos impulsos que, siendo tan bajos, parecen ser tan poderosos y ubicuos, saltan aquí y allí inesperadamente en la vida de las personas mundanas. El sexo es estadísticamente la mayor fuente de impurezas; de sobra está demostrado en las palabras de san Pablo.
Me vuelvo a preguntar aquí cómo Dios confió a esas pasiones rastreras algo tan importante como la perpetuación de la raza humana. ¿Cómo pudo permitir que las mismas manos que tocan partes lujuriosas y oscuras se unan más tarde para la oración? Y, seguramente, sin ser lavadas.
Y también es bastante curioso que los humanos, en su encanallamiento, pretendan una y otra vez substraer esos bajos encuentros y apareamientos, concebidos por Dios únicamente para llevar a cabo la reproducción dentro del sagrado sacramento del matrimonio, en mero solaz de las carnes. Y para eso insisten en los inventos anticonceptivos, demandando, hasta ahora vanamente, que la Iglesia Católica, única y verdadera, bendiga esas prácticas pecaminosas. La doctrina eclesiástica es clara y está recogida en la encíclica de Pablo VI, Humanae vitae, que a su vez refunde y actualiza la de Pío XI, Casti Connubii. Ésa es la palabra infalible del Papa y al margen de eso no hay nada.
Pienso que se deberían comentar más a menudo las encíclicas papales en las reuniones de la Cofradía, que son casi siempre un puro trámite y solamente cuentan con un nivel de asistencia adecuado cuando son vísperas de procesiones Como si el atractivo de ser cofrade residiese sólo en pasear ceremoniosamente con la capa ante los curiosos. Yo no tengo una gran estampa y a lo mejor por eso no valoro mucho el desfilar en procesión, estimo que ser cofrade es ser soldado de Cristo y de su hermano, nuestro Apóstol Santiago. Pero ésta es una batalla que doy por perdida y no insistiré en ello para no dar argumentos a los que me critican, pues cuando las cosas andan torcidas la propia insistencia en la virtud favorece a la acusación.
Hablaba de cómo la unión carnal sólo es redimida por la generación de vida, ese embrión que los abortistas acechan para destruir, pues Dios sólo permite tanta bajeza en la carne para santificarla después con la concepción. El nacimiento de los hijos hace perdonar el pecado previo de los padres, el dolor de la madre en el parto purifica y hace perdonar el pecado de la pareja, supongo yo. Y el pecado original que arrastra el recién nacido tiene relación con este origen carnal. Así lo vio siempre san Pablo, la carne es por sí misma el signo del pecado.
Y allí estaba yo, con esta mujer que seguramente había tenido trato carnal con aquel sujeto de ocultas intenciones, un enviado de la fiera disfrazado con piel de oveja, un suplantador. Y debo reconocer que, naciese de vínculo pecaminoso o no aquel afecto, ella parecía sinceramente interesada en ayudarlo. Qué fácil es el amor humano y qué pocas personas se atreven a amar lo divino. Y desde luego que no percibí en aquella mujer nada demoníaco, más bien estaba bendecida por una como serenidad y devoción a la causa de sus ansias. Como si aquel tropiezo acentuase las virtudes que pudiese tener.
Ella atendió a los hechos que yo conocía y le iba relatando con expresión de susto y a veces también de incredulidad, como si ella no apreciara tan bien como yo aquella presencia poderosa y maligna en lo ocurrido. Se veía que hacía un último intento por encontrarle una explicación que no fuese la evidencia de que el Mal existe y actúa entre nosotros. Descubrí en su actitud el recelo habitual entre la gente de ahora ante lo que les parecen cosas de la vieja religión, supersticiones, asuntos de viejas. Bien sé cómo razona esta juventud de hoy. Qué distintos éstos de los tiempos de nuestra juventud, entonces las diversiones eran pocas. Y ya no hablo de viajar. Yo casi cuento mis viajes con los dedos de una mano: a Fátima, a Lourdes, a Roma (cuánta ostentación en el trono de Pedro, permítaseme decir). Me falta Jerusalén. También el viaje de la Cofradía al Valle de los Caídos a los dos años de morir el Generalísimo. Que sepultura imponente se mandó construir. Y allí está solo. ¿De qué vale tanta tumba desde que nuestro cuerpo se enfría? ¿Le habrá ayudado ese mismo templo monumental a ir al cielo al Generalísimo?
Sin embargo, cuando ya nos despedíamos me confesó que también estaba intrigada porque había algo que la hacía sentirse un poco culpable. Y como yo le insistí en que me dijese qué era, me refirió que ella —que como he dicho antes era escritora de guiones para televisión— había imaginado una historia para una película, y que estaba descubriendo muchos puntos en común entre lo que había escrito y lo que yo le contaba. No obstante, juraba y perjuraba que no sabía otra cosa de la historia que la copla de una canción infantil.
A mí esto me dio ánimos, pues ya no estaba yo solo en mi tribulación y, además, la existencia de aquel plan malvado que se cernía sobre nuestro templo era conocido también por alguien más, si bien a través de otro camino. Un camino bien distinto, por cierto, porque, si ella no mentía le había sido comunicado a través de la imaginación, la cual, después de todo, lo único que hace es recoger cosas que están ahí y no se ven a simple vista. La inspiración, naturalmente divina, existe. Los seres humanos no creamos nada, pues eso sólo le está permitido a Dios. Nosotros únicamente transformamos lo que hay en nuestro reino material, y así lo dice la ley de la Física: nada se crea ni se destruye, sólo se transforma. He aquí cómo la ciencia verdadera acaba por darle la razón a la Iglesia.
Como el taxi nos dejó en la puerta de su casa, en la que yo había estado un momento de noche, sólo para acompañarla —y por cierto que había visto allí un gran desorden y una ventana rota, como si hubiese tenido lugar una pelea—, pues ella me pidió que yo también subiese. Para mí siempre resultan incómodas este tipo de situaciones a las que no estoy acostumbrado, mas lo que nos unía era una tarea abrumadora y cualquier regla de mi vida diaria que rompiese bien rota estaba. Aquellos días no hice más que romper todas mis reglas.
Ella, que subía lentamente para adaptarse a mi paso, vivía en un quinto piso sin ascensor, y verdaderamente que tener una casa así sólo puede valer para una persona joven y sana. Cuando llegamos al cuarto, abrió la puerta de su vivienda una mujer que yo conocía de vista, la viuda de un procurador, y me miró con sorpresa, luego informó a mi acompañante de que ya había estado el cristalero arriba y sustituido el vidrio roto. Ella le dio las gracias e intercambiaron comentarios sobre la dureza del temporal. Después subimos nosotros dos y supongo que aquella mujer se quedaría haciendo sus cábalas. La gente es así.
Efectivamente, al entrar se percibía el olor a la masilla que habían aplicado alrededor del cristal, me pareció raro que no hubiesen puesto una de esas siliconas, ya que cada vez es más difícil encontrarse con los olores tradicionales. En todas partes entra el plástico, excepto en mi taller. Igual ponen silicona para sellar una fuga en un tubo que en el pecho de las mujeres. A un conocido mío le colocaron un hueso de plástico en la cadera. Hoy este material está en todas partes, todos los adelantos domésticos se hacen de plástico, metal y vidrio. Y aunque yo trabajo metales, mis metales están puestos al servicio de la Fe, y el azabache es un mineral que no lo es propiamente, pues está compuesto de madera, de materia orgánica. Así pues, por una parte es mineral y por otra no lo es, según se mire.
El carbón no es un metal como la plata. Es mineral, está muerto, sin embargo viene de la madera, y la madera está un poco viva. Me gustaría haber trabajado también la madera. Siempre trabajé con cosas muertas. Y anduve poco con la gente. Que le vamos a hacer. Coincidió así la vida, fue voluntad de Dios que fuese este mi destino. Pero qué sabemos nosotros, a lo mejor podía haber hecho otra vida. Me cuesta imaginarlo porque estoy acostumbrado a vivir solo, y ya es tarde. No imagino mi casa con gente por el medio. Ni siquiera tuve nunca una doméstica. No soportaría tener gente en casa y andar tropezándonos; una mujer, menos. Quién sabe, qué sabemos de lo que quiere el Señor de nosotros. Siempre nos hayamos en la bendita ignorancia.
El caso es que el cristal ya estaba puesto en su sitio y aquello por fin tenía otro aspecto. Contemplé las amplias ventanas a cada lado de aquella buhardilla, como si la luz y el viento traspasasen el lugar de lado a lado. Aquella sala hacía pensar en un barco que navegase sobre aquella superficie de tejados, dispuestos como un mar de olas rizadas que se agolpase y lamiese las tres torres de nuestra basílica de incomparable belleza. Allí estaban las torres, magníficas, reinando sobre todas aquellas casas, presidiendo sus vidas y amparándolas. Pienso yo que ésa no es mala forma de describir la ciudad. Aún diría más, la ciudad se hallaba bajo el paraguas sonoro de las campanadas sagradas que emitía la Berenguela, aquel faro acústico cristiano. Precisamente, la gran perversión era hacer que sonasen cuando no debían, que sonasen como no debían, para transformar un espacio amparado en un espacio y un tiempo desamparado. Que eso fue lo que trató de evitar mi hermano Rafael, perdiendo la vida en el intento.
Y en esto que la Berenguela dio la campanada de la una y fue talmente como si penetrase allí dentro, como si aquella buhardilla fuese una cámara de resonancia. Pensé que aquella mujer tenía un apartamento muy apropiado para su trabajo, porque si los escritores necesitan de la inspiración y ésta viene de arriba, ella allí —como si se tratase de una especie de pararrayos que atrajese las historias de la ciudad— recibiría inspiración de todo lo que planease sobre la ciudad y de todo lo que hubiese venido por el aire a través de aquel cielo, que en aquel momento estaba dominado por un viento de abajo que se llevaba unas nubes grises y traía otras nuevas del océano. Quién sabe, a lo mejor si yo hubiese vivido allí, también habría desarrollado dotes de escritor, que bien sé que son mediocres y humildes, no necesito que me lo recuerden mis hermanos.
Estaba a punto de comentarle a ella esto, que tenía una vivienda muy adecuada para su trabajo, y entonces vi ante mí aquel papel blanco, un sobre. Me lo estaba tendiendo aquella mujer, Celia, para que lo examinase. Al verlo delante, instintivamente lo cogí con la mano. Nunca tal hiciera, pues inmediatamente experimenté una sensación de asco y repulsión, como si aquel pedazo de papel fuese un objeto contaminante. Me esforcé en no tirarlo al instante y reparé en el reverso, que tenía un grabado de algo parecido a una serpiente que se cerraba sobre sí misma sin llegar a completar un círculo. Celia, aquella mujer, aguardaba a que yo leyese lo que había escrito en su interior, así que extraje el papel y leí. Alguien reprendía a Xacobe por su mal comportamiento y lo emplazaba para las doce. No decía dónde, pero resultaba obvio que se refería a la cita de la noche anterior en el mirador de la Alameda, frente a la catedral. Le devolví inmediatamente el sobre y ella lo arrojó encima de una mesa.
Le pregunté si ya había visto a su amigo y me informó de que en su oficina le habían dicho que no se encontraba allí y no le habían querido facilitar otra información. Que en realidad ella sospechaba que la empresa, su secretaria, todo, formaba parte de la trama que lo envolvía, cosa que a mí, a aquella altura de la situación, me pareció verosímil.
Cuando le pregunté si ya había ido a buscarlo a su casa, ella me contestó que ni siquiera sabía dónde vivía, lo que me hizo pensar una vez más en la extraña relación que mantenían aquellos dos. Sin embargo, doy por hecho que hoy en día las relaciones de la gente joven son un auténtico desbarajuste y resultaba evidente que aquella pobre mujer había metido frívolamente en su cama a alguien a quien acababa de conocer y de quien apenas sabía nada. Después vienen las enfermedades y contagios. Y sin embargo, aquella muchacha estaba absorbida, devorada, por aquel asunto y por la vida del otro. Como dice un dicho pagano, viendo Dios lo que había sobre la Tierra, exclamó: «Si éste es el mundo que he creado, que me lleve el Demonio». Pues eso. Yo la puse al corriente de lo que sabía, tenía idea de que él pertenecía a una familia que vivía cerca de la plaza de Abastos. Y a continuación confirmamos esta cuestión en la guía de teléfonos, que para eso está, y resultó que efectivamente vivía por la zona, en una casa que hacía esquina con la plaza del Castro.
Le propuse que nos dirigiésemos allí inmediatamente y entonces ella me pidió que le permitiese ir sola, ya que así, a solas con él, conseguiría que le contase todo, luego me avisaría a mí para, los dos juntos, ayudarlo y detener el perverso plan de que era víctima. Comprendí su situación y acepté dejarla ir delante, pues me pareció lo más apropiado desde el punto de vista psicológico, aunque ella debía comprender que yo estaría muy pendiente y que me debía informar de inmediato, pues corrían las horas y aquella noche tendría lugar la reunión de la Cofradía en la que, si no deteníamos la operación, aquel personaje podría ser aceptado como un nuevo miembro. Y nada menos que como depositario de las llaves de la basílica y del Sepulcro Apostólico. Es sabido que a veces hay alguien que, desde dentro, le abre al zorro la puerta del gallinero. No me corresponde a mí señalar quién.
Le pedí permiso para llamar desde su casa a comisaría, pues había otra investigación en curso. Sin entrar en detalles, le dejé caer que también teníamos el refuerzo de mecanismos policiales, para que tuviese un poco más de confianza en mí. Pero no quise informarla en toda su extensión del oscuro asunto que estaba siendo investigado por la policía, qué cosas ominosas pudiesen haber tenido lugar en el Pico Sacro, para no agobiarla más.
Hice la llamada y efectivamente conseguí hablar con el inspector, que en aquella ocasión se mostró muy seco, lo cual me debería haber servido de aviso. No obstante, uno no tiene experiencia de trato con la policía, y los que nos consideramos ciudadanos de orden pensamos que a nosotros nunca nos va a tocar vérnoslas con ella, ya que creemos que esto sólo lo hacen las personas de dudosa moralidad o inclinaciones políticas peligrosas, y así, cuando nos vemos llamados inesperadamente a comparecer como sospechosos no sabemos cómo reaccionar. Que fue lo que me pasó a mí.
La conversación telefónica que mantuvimos fue breve. Antes de nada, le puse al corriente de la muerte de su tío, cosa que él ya sabía, pues había llamado al hospital aquella misma mañana, y hago constar que no parecía muy apenado. Le pregunté después si habían encontrado algo en el Pico Sacro, y él se mostró reservado, se podría decir que en su tono había hostilidad, únicamente dio a entender que había aparecido algo allí. Sin embargo, me pareció por su voz que ese algo era importante.
Me preguntó a su vez si tenía alguna otra información sobre el caso, puesto que su difunto tío ya nunca podría ser interrogado y no estaría, por tanto, en condiciones de ampliar ni confirmar lo que yo le había contado. Yo le insistí un poco para que me revelara lo que habían descubierto allí y entonces él dijo: «restos». Empleó esa palabra, verdaderamente reveladora, porque un montón de carne y huesos que se pudre es lo que queda de nosotros, lo que permanece. Y qué poco permanece, válgame el cielo, excepto en el caso de algunos hombres o mujeres santos a quienes, como en el reciente caso de la apertura de la tumba del bendito papa Juan XXIII, les es concedido el don de conservarse incorruptos durante más tiempo. La aspiración humana de permanecer se ve negada por la evidencia de los «restos», como me dijo aquel policía.
Entonces se me ocurrió que aquellos despojos podían estar relacionados con los sucesos ocurridos alrededor de aquel fatídico 1 de noviembre de 1968 en que murió mi querido hermano y nació aquel niño predestinado, Xacobe. Y así se lo dije, le sugerí que buscase en sus archivos, tal vez por aquellas fechas encontrase algo que guardase alguna relación con los restos. Sabía que encontraría evidencias que reforzarían mi historia. Él permaneció en silencio, sopesando lo que yo acababa de decir, luego mencionó al forense y me pidió que, por favor —así me lo dijo—, pasase por comisaría y preguntase por él, porque mi colaboración les sería de una gran ayuda.
Reconozco que en aquel momento esta petición suya me hizo sentir mejor, pensé que al fin alguien reconocía no sólo que había algo oscuro que investigar, sino que además solicitaba mi cooperación para hacerlo. De otra forma, como he dicho, nadie entra por gusto en una dependencia policial. Estoy seguro de que hasta los propios agentes, si pudiesen, trabajarían en otro lugar que no tuviese dentro delincuentes ni celdas. Quién sabe si incluso ellos, en el fondo, también sienten temor ante la posibilidad de ser encarcelados algún día.
Y eso fue lo que convine con Celia, ella iría hasta la casa de Xacobe para hablar con él y yo, por mi parte, me dirigiría a comisaría, pues había allí un dato que me querían facilitar, así le dije. Salimos de su casa y ella tuvo un hermoso gesto, digo hermoso por la intención, pues se le ocurrió entrar en una tienda de electrodomésticos que había allí —ahora ya está cerrada, en su lugar abrieron una tienda de souvenirs—, y comprar una pareja de teléfonos portátiles, que por lo visto son como gemelos, están como conectados el uno al otro y resulta más barato hablar. Ella tampoco les tenía mucha simpatía a aquellos chismes, pero de ese modo estaríamos en contacto. Y debo decir que son viciosos esos aparatos pues desde entonces sigo usándolo.
Ése es el anzuelo de la técnica y de los inventos modernos que, desde que los probamos, ya no queremos renunciar a ellos, y así cada invento nuevo es un eslabón más de la cadena que nos ata a las cosas mundanas y nos separa del camino de Dios. Con todo, insisto en que la Cofradía debería afrontar el tema tecnológico, pues ésta es la época que nos ha tocado vivir y debemos esforzarnos en que la palabra de Dios se propague por todos los medios. Espero ser readmitido tan pronto como se conozca mi versión de los hechos, que explica cómo caí en un ardid del Mal. Si fuese preciso, podría serle útil a nuestra hermandad con energías renovadas en una nueva etapa en la que me ocuparía de incorporarla a las nuevas tecnologías, si bien, ya que soy consciente de mis limitaciones, buscaría el concurso de ayudantes más jóvenes y expertos. Conste que solo es una vana ilusión, me basta con que se me acepte para ser enterrado como cofrade.
Hoy, el nuevo lugar para la evangelización debe ser Internet pues, por lo que me han explicado, es como un universo nuevo creado por los humanos. Si no entra ahí el mensaje de Cristo, será como si en ese nuevo mundo sólo mandase el espíritu humano. ¿Es Internet parte de la Obra Divina ya que no forma parte de la Creación? ¿O es también parte de la Creación de un modo subalterno en tanto que es un mundo hecho por seres creados por Dios? Cuando pienso en esto me invade un gran desasosiego. Carezco de formación para la especulación teológica adecuada, pero tengo miedo de que ese mundo sin sustancia no se halle en el Plan Divino. Y si no está en el Plan Divino, ¿de quién es obra, o a quién sirve o puede servir? A las fuerzas del Mal, sin duda, pues ahí pueden encontrar el lugar para comunicarse con las almas descarriadas sin que las moleste el mensaje de Cristo. Cuando las carabelas de Cristóbal Colón llegaron a América también llevaban sacerdotes al nuevo mundo, ¿va la Iglesia a renunciar a hacer llegar su palabra a esta nueva realidad que ya está entre nosotros? Urge una teología de Internet.
Ay, si un día el santo padre que vive en Roma me quisiese escuchar durante un par de horas… una siquiera, aunque fuesen veinte minutos. Así, tendría la oportunidad de plantearle este nuevo desafío que él desde allá no sé si alcanza a comprender. No debemos permitir que se pierda el contacto con la juventud, que es como el hijo pródigo del Evangelio de san Lucas, y que anda extraviada en la vida mundana, gastando la herencia de su padre. Debemos llegar a ellos para que vuelvan a la casa paterna, y la Iglesia los recibirá diciendo, como en la parábola: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado». Es éste un tema peliagudo, el del mundo tecnológico, que me gustaría volver a tratar con el canónigo Pardiñas.
Probamos allí mismo, en plena calle los dos, a hablar entre nosotros por aquellos aparatos, aunque a mí, al principio, me daba algo de miedo por la electricidad. Aquí, siempre andamos con los pies mojados a causa de la lluvia y uno podría quedarse tieso al utilizarlos, no sé si serán muy adecuados al clima gallego. Y luego nos dispusimos a separarnos.
Debo decir que, si llego a saber lo que me estaba esperando en mi camino, no me hubiese alejado de ella. Mas qué vida sería la nuestra si supiésemos de forma anticipada lo que nos va a suceder, de ese modo estaríamos siempre ansiosos por evitar los peligros, por aprovechar las ocasiones, viviríamos de un modo muy calculador y la vida perdería todo su sabor. Mejor es así, vivir sometidos ciegamente al designio de la Divina Providencia que nos va sorprendiendo con sus disposiciones ciertamente incomprensibles. Es sabido que Dios escribe con renglones torcidos, y si el designio divino y el genio apostólico quiso que yo pasase por un purgatorio, como José cuando fue vendido por sus hermanos, o como Jonás cuando fue engullido por un gran pez durante tres días y tres noches, pues justo es que padeciese lo que he padecido. Al cabo se demostró que Dios provee a los suyos y nos da instrumentos para que el bien prevalezca.
Y uno de esos instrumentos que nos da es la oración, pues, como si yo intuyese que no tendría otra arma que ésa, ni más poderosa, se me ocurrió comprar un rosario justo antes de ir a comisaría. Yo veía que estaba inmerso en un trance de peligro espiritual, y por no ir a casa a buscar mi querido rosario de plata y azabache labrado por mi difunto padre, resolví conseguir uno rápidamente. En pago por el teléfono con el que me había obsequiado, le dije a mi nueva compañera de fatigas, Celia, que yo le correspondería con otro regalo y fuimos a una tienda de Todo a Cien —que ahora ya se llaman 0,59 €— que hay donde estuvo en tiempos el bar Valencia y que está especializada en todo tipo de souvenirs apostólicos, aunque naturalmente no son de mucha calidad —probablemente estén fabricados en China—, y adquirí dos rosarios, pues en nuestra tienda no teníamos ese artículo en aquel momento.
Hice que, aunque ella tenía prisa, me acompañase un momentito hasta la catedral. Entré, y justo en ese momento pasaba el canónigo Pardiñas, que como saben estudió en Roma y posee una gran formación humanística y con el que siempre he tenido un buen trato, y le dije que deseaba hablar con él de un asunto importante. La cosa tenía cierta urgencia. Él se disculpó, pues estaba muy cansado a aquella hora. Me pidió que lo llamase después de la siesta, a partir de las cuatro y media de la tarde; me insistió en que le respetase su descanso, que si no se pasaba luego el resto de la tarde incómodo. Yo se lo agradecí y prometí llamar a esa hora. Sumergí los dos rosarios en la pila de agua bendita y salimos al exterior.
Hay ocasiones en las que me cuestiono la higiene del agua bendita de las pilas de las iglesias, que es un tema sobre el que se debe reflexionar. No me refiero únicamente a razones de higiene, que también, yo más bien he pensado si no sería posible algún tipo de contagio de las debilidades de los pecadores que anteriormente mojaron allí sus manos. Desde luego que no tiene por qué ser así, eso más bien parece cosa de magia, supersticiones en las que los cristianos con formación no creemos, pero la mente humana se interroga constantemente, y el devoto debe estar alerta ante la propagación del pecado. Hay epidemias que no atiende la Seguridad Social.
De todas formas, yo, si fuese el santo padre, mantendría un rito de tanto valor simbólico y esperanzador, si las únicas objeciones fuesen de tipo higiénico. En todo caso, se puede pensar en instalar al lado otra pila con un grifo de agua corriente, con su jabón y toallitas de papel. El fiel que quisiese mojar sus dedos en agua bendita debería lavarse antes las manos.
Y así, después de pertrecharnos los dos con un teléfono y un rosario, nos despedimos, como compañeros ante el peligro. Yo aún pasé por la tienda para saber si había habido alguna novedad, le dejé las llaves a Serafín por si me entretenía, e hice bien, y después me dirigí a hablar con el inspector. De no muy buena gana, debo reconocer.