Ella se reanimó con las campanadas, era por la mañana. Las once. Había dormido hasta aquella hora, se despertaba envuelta en un cansancio que no era solamente extenuación del cuerpo sino también consecuencia de un shock. Se sentía como vacía de pensamientos, de emociones, de cualquier signo de fuerza. Como si estuviese muerta. La noche anterior había visto el Mal. Recordaba perfectamente lo que había sucedido en el paseo de la Herradura. Había visto el Mal, sí, y había sido atacada por éste, que la había alcanzado y derribado. Había penetrado dentro de ella hasta sus mismas entrañas. Estaba abatida, descorazonada, sin fuerza y sin esperanza, en aquella casa con la ventana reventada e invadida por la lluvia. Se acurrucó bajo las sábanas y las mantas. Desearía volver al sueño, pero ya no podía, estaba despierta, despierta, y no podía borrar de la cabeza lo que había visto, lo que había vivido. Era como si tuviese los ojos abiertos, muy abiertos, viendo aquella cosa, aquello que casi la había aniquilado. ¿Quién la había salvado? Había sido aquel hombre. No. Había sido Xacobe. Aquel hombre con sus plegarias, auxiliándola. Sin embargo, había sido Xacobe, allí de rodillas, rogándole a aquella criatura; había sido Xacobe quien lo había detenido. Xacobe humillándose, entregándose a él para salvarla. Sí, había sido Xacobe. Pobre Xacobe. Y lloró, volvía a llorar. Por debajo del dolor, comprendió que ya no estaba en peligro, había sido salvada, y por eso lloraba, seguía teniendo sentimientos, seguía estando viva. Y debía encontrar fuerzas para socorrer a Xacobe. Era cierto que estaba en una situación desesperada, bajo el dominio de un gran poder. Se abrazó, acarició su cuerpo y apareció aquel dolor encima del pecho, la carne herida bajo el pijama, vio la marca del mordisco, semejaba un corazón dibujado en la carne. Como Nuestra Señora de los Dolores. Apartó la ropa de cama y se vistió con lo primero que encontró.

Se aseó y se miró en el espejo, la mirada tan viva como la de un superviviente de una catástrofe, porque estaba cansada y dolorida, pero tenía también un brillo como de renacida, pensó lo que iba a hacer, se forzó a racionalizar la situación. Había alguien más que sabía aquello y que la había ayudado, aquel hombrecillo cojo que la había seguido hasta allí. Era la primera persona a quien recurrir, pero ¿cómo dar con él? Nadie más la escucharía. No podía ir a la policía, qué les iba a contar. Ni siquiera un cura la creería. Los curas no creían en esas cosas. Nadie lo haría. Sólo aquel hombre del que no sabía nada. No podía ir a la empresa de Xacobe, con toda seguridad aquella secretaria tan odiosa no le facilitaría ninguna información. También sabía que había una persona relacionada con él en el hospital, una mujer llamada Aura. La información le había llegado a través de aquel sobre, aquellos garabatos confusos en una nota, escritos por una mano amenazadora. Por aquella presencia odiosa cuya estampa había conocido la noche pasada. Había entrevisto su silueta a través de la lluvia, de la noche y de la distancia. No le había visto el rostro, había permanecido oculto. Aquel mensaje aludía a la mujer en el hospital como si hubiese sido castigada, un castigo sin piedad alguna. Le había dejado ese recado para advertirlo, para someterlo. Y ya lo había conseguido.

El piso estaba imposible. Desayunaría fuera, en una cafetería. Buscó en el listín telefónico, localizó un cristalero y lo convenció para que acudiese con urgencia aquella misma mañana. Las llaves de la casa podría recogerlas en el piso inferior.

Gloria, la vecina de abajo, era una persona buena y discreta, pero se atrevió a preguntarle qué había sido aquel ruido que habían oído la noche anterior en su casa. Ella le contó, sin darle muchas explicaciones, que se había roto la ventana porque estaba mal cerrada, le agradeció que se encargase de las llaves para el cristalero y bajó las escaleras sintiendo el abrazo de la inseguridad y la indefensión. Al llegar al portal abrió el buzón. Dentro había un sobre grande abierto sin remite, contenía cartulinas, las extrajo. Papeles brillantes, fotografías. Las fotos que les había hecho Paco el día anterior en la Alameda.

Una foto de ella sola sentada en el banco del paseo de la Herradura, sonriendo, con la sonrisa un poco ladeada, con la gabardina nueva y aquel inevitable aire campesino que a veces aspiraba a ocultar con alguna prenda ocasional de moda y otras quería reivindicar no pagándose un pase más frecuente por la peluquería, que buena falta le hacía con aquellos pelos que tenía. Ésa era ella, contradictoria. Debajo, la foto entera, ella en el banco, la estatua de Valle y un Xacobe casi velado por un rayo muy pálido, como si la luz de la luna se hubiese filtrado en pleno día por entre las ramas de los árboles y lo hubiese alcanzado de pleno. Volvió a introducirlas en el buzón y salió a la calle.

La mañana era como una tregua tras tanta lluvia y viento. El día simplemente estaba cubierto, incluso asomaba a veces un pedacito azul en el cielo. Sin embargo, el aire y la luz decían que volvería a encapotarse y ponerse negro, que aquella aparente bonanza solamente era una suspensión de aquel tiempo tormentoso. Dolores, la chica del quiosco, barría delante del portal, «vas hablando sola», le dijo, y luego pasó a comentar lo mucho que había llovido y que la humedad penetraba hasta los huesos. Ella caminó calle adelante sin rumbo, pensando en Xacobe, dónde estaría, qué habría sido de él. Querría poder rezar algo por su amigo, tener alguien a quien rezarle, saber algún conjuro, fórmula mágica, alguna oración milagrosa que fuese atendida, que lo salvara. Recordó «Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, dales el descanso eterno». Descanso para quién, quiénes eran «ellos». ¿Los muertos? ¿Y sería la eternidad un descanso? Era el Agnus Dei de una misa de difuntos. Para los muertos, para los vivos, quién pudiera rezarlo con fe. Sentía una pena semejante a la que se había apoderado de ella tras la muerte de su abuela. Y eso la aterrorizaba porque era como si volviese a estar de luto por alguien. Su nombre, Celia, provenía de una de las siete colinas que rodeaban Roma, también aludía a alguien que venía del cielo, mas ella no tenía nada que ver con el cielo. El cielo sólo tenía nubes y vacío y allí abajo donde ella vivía estaba ocurriendo algo espantoso.

Aunque su desayuno habitual eran los cereales con leche entera, pidió un croissant con un café doble bien cargado, necesitaba reponer energías inmediatamente. Después se decidió a telefonear al despacho de Xacobe. Era lo más lógico. Como esperaba, le contestó aquella mujer de voz grimosamente impersonal.

—Xacobe no se puede poner al teléfono. Y no vuelva a llamar.

—¿Está en su despacho…?

—No, no está. Y usted debería colgar ahora mismo y no volver a llamar ni intentar acercarse a él. Está causándole problemas.

—Oiga, ¿quién es usted para organizar su vida? Limítese a hacer su trabajo de secretaria. Su deber en este momento es darle mi recado, que se ponga en contacto conmigo.

—Usted no lo entiende, no sabe… Es una intrusa. Aléjese de él, usted no puede hacer nada. Está perjudicándolo y se va a perjudicar usted misma también. Todos saldremos perdiendo. Olvídese de Xacobe.

Y colgó.

El croissant le daba vueltas en el estómago. Estaba mareada, se sentó de nuevo a su mesa. No había ninguna duda, aquella víbora estaba envuelta en la maniobra contra Xacobe, lo había notado desde el primer momento, aquella actitud hostil hacia ella. Cómo no se había dado cuenta de eso. ¿Dónde estaría Xacobe? Lo imaginó encerrado en una celda de piedras tras una recia puerta de gruesa madera herrada, como en una película de misterio; estuviera donde estuviese, en cierta manera se hallaba encerrado en un lugar así. Una mazmorra a la cual ella no tenía acceso. Visitaría a aquella mujer en el hospital, era el único camino para llegar hasta Xacobe. Al salir, tomó un taxi para dirigirse allí. Ni se le ocurrió conducir ella misma su coche, seguía muy fatigada.

Le costó convencer a la encargada de información del hospital de que le buscase a una persona de la que sólo sabía su nombre, Aura, domiciliada en Santiago, que estaba ingresada. Cuando al fin supo el número de habitación, intentó cruzar la puerta vigilada por el guardia de seguridad, que no le permitió entrar sin un pase de familiar. Al fin, consiguió informarse por otra mujer más experta, que venía a ver a un familiar, de que podía entrar por otra puerta dando un rodeo. Complicidades femeninas. Vagó por aquellos corredores despojados, puertas, salas de baldosas con bancos de madera, ascensores de acero, un espacio confuso en el que se perdió varias veces, preguntó a otras personas que también buscaban otros números, otros enfermos. Uno podría perderse allí. Las películas, aun las más modernas, representaban siempre los hospitales como lugares en los que residía el sufrimiento corporal y espiritual, y, junto a esto, los sentimientos de los familiares de los enfermos. Pero ella no veía aquello allí, más bien veía agitación de gentes, casi todas de las aldeas o barrios, preocupadas por orientarse en aquel dédalo de corredores, signos y personal de la empresa, más bien lo que se veía era la actividad industrial de un negocio. Tomó al fin un ascensor para subir a la cuarta planta y allí la recibió primero un fuerte olor a tabaco. Un hombre en pijama fumaba bajo un cartel de «prohibido fumar» y junto a una ventana, al lado de una máquina de refrescos, sin tomarse demasiadas molestias en esconder el cigarrillo, y, después, un olor denso a orina, heces, sudores.

El aire acondicionado se encargaba de que aquel hospital nuevo y hermético oliese como el que ella recordaba cuando, siendo una niña, acompañara a su abuela a que le hiciesen la mastectomía. Quizás aquel otro hospital viejo oliese más a sufrimiento, a lágrimas. En el que ahora estaba se había perdido eso, quedaba únicamente el olor de las heces. Los sentimientos se podían eliminar, las heces no. Los olores del cuerpo era lo que no se disipaba en aquel edificio moderno y aséptico.

Anduvo por aquel pasillo, entre pacientes en bata, caminando despacio, invadida por los recuerdos de aquella chica de veinte años que había conocido la enfermedad y la muerte con su abuela enferma. Buscó el cuarto de aquella mujer sintiendo que hacía algo prohibido, había pasado sin autorización y en cualquier momento una de aquellas enfermeras o celadoras podía pedirle el pase. Esa conciencia estaba ahí, pero también la de que investigaba algo grave y prohibido. Se adentraba en un terreno secreto. Allí estaba lo que buscaba, una mujer aguardaba tras aquella puerta entornada.

Dentro se oía un televisor con el volumen demasiado alto, que retransmitía una telenovela. Había tres camas, Aura ocupaba la primera. La reconoció inmediatamente, no necesitaba haberla visto antes. La delató aquel estremecimiento mínimo, una reacción de ponerse alerta al sentirse observada. Era alguien, un cuerpo vendado e inmovilizado con prótesis y cuerdas, la cabeza y los ojos vendados, que se había dado cuenta de que la estaban observando desde la puerta. Alguien que había detectado una sombra. Alguien que está a la espera de lo que teme. Mas aquella tensión se disipó y entonces ella percibió que ahora aquella mujer inmóvil la esperaba como si la conociese. O como si supiese que era una presencia amiga.

Se sentó despacio junto a ella, cardenales en la cara y el cuero cabelludo que no estaban vendados, como el cuerpo sufriente de una figura martirizada. La paciente de la cama vecina atendiendo a la pantalla con un mando a distancia en la mano, la de la cama pegada a la ventana, inconsciente, respirando dentro de una mascarilla de oxígeno, el burbujeo del oxígeno y el agua, la respiración entrecortada de la enferma, como el latido de un dragón agonizante. Ella dirigió de nuevo la atención a Aura, tumbada en el lecho a su lado, con una aguja en el dorso de la mano que le introducía el líquido de un frasco colgado en la cabecera de la cama. Aquel cuerpo de respiración fatigada estaba esperando a que ella le hablase.

—Tú eres Aura… —le dijo sin aguardar una confirmación. Aquella mujer mantuvo su silencio de mártir—. Me enteré de que te había ocurrido algo y estabas hospitalizada. —No podía enredarse en darle explicaciones sobre cómo lo sabía, cómo había llegado a enterarse—. Verás…, yo soy amiga de Xacobe. —Aquel cuerpo menudo se quiso mover bajo las sábanas, expresión de dolor en aquella boca castigada—. Yo quiero ayudarlo, estoy de su parte. —Aquel bulto atendía y esperaba, debía seguir hablando y convencerla—. No sé lo que le ocurre. Sé que hay algo, alguien, que quiere hacerle daño, que quiere someterlo… La noche pasada tuve que acogerlo en mi casa. —Aquel cuerpo fatigado revivía con la excitación, como si confirmase y alentase—. Está relacionado con una Cofradía. Y detrás de todo hay un hombre extraño… Yo lo he visto. —Entonces la boca se cerró con fuerza y el brazo vendado se movió por encima de la sábana hacia ella, los dedos que asomaban del vendaje la tocaron despacio y se retiraron. Y entonces habló.

—Ayúdalo tú, no tiene a nadie —dijo con la boca torcida, tenía la mitad de la cara inmovilizada—. ¿Quieres ayudarle?

—Sí que quiero… —A ella le hubiese gustado poder decirle que lo quería, que quería a Xacobe, pero esas palabras aún no habían nacido en su interior y estaban confusas—. Ya lo estoy haciendo. He visto a ese hombre.

La mujer de la cama de al lado cambió de canal y sintonizó un programa concurso, grandes aplausos del público y carcajadas de una presentadora muy rubia con un traje de flores rojas.

—Ha venido a por él. Es demasiado tarde, no podrás ayudarle… ¡Ayúdale! Mi pequeño… Ay, ya le ha echado las zarpas encima. —Las palabras eran confusas, pero la lágrima que afloró en aquel ojo y luego rodó por la mejilla era tan diminuta como auténtica—. Cuando él nació también hubo unas lluvias y unos vientos como éstos, reconozco bien este temporal.

—Aura, dime, ¿cómo puedo socorrerlo?

—No puedes hacerlo, nadie puede. Yo lo he intentado toda mi vida y nunca lo he conseguido. Mi pequeño… Cuando nacieron los dos niños, eran gemelos, ya había quien los estaba esperando. Ya rondaba. Yo entré a servir en su casa después de que hubieran nacido, quince días antes de morir los padres y su hermanito en el accidente. Su tío me dijo que el niño, Xacobe, había nacido en la hora que no debía, aunque él no sabría distinguir a un niño de otro. Dicen que a veces hay una hora que es mala, y yo nunca he sabido quién nació antes y quién después de que las campanas diesen la hora, si Xacobe o su hermano. Nunca he logrado averiguarlo. Eso sólo lo puede saber él, el que lo ronda…

—¿Quién, Aura, quién?

—Él, su tutor. El accidente de los padres fue obra de él, tan cierto como que es él quien me ha hecho esto. La muerte del otro niño y de sus padres no fue casual. No lo lamenté nada por los padres, ellos fueron los culpables. Aunque todo es voluntad de él. Y nadie puede someterlo. Ay, Dios mío, el mal anda suelto y nada nos protege. «Dios te salve, María, llena eres de gracia…».

—Habla, Aura, cuéntame más cosas…

—Desde pequeñito lo llevé a misas y rosarios, le enseñé a rezarle a nuestro Apóstol… Estuvo matriculado en la Escolanía de la Catedral…, y fue porque el tutor lo quiso así. Pero cuando se enteró su tío, que era canónigo, fue al aula en la que estaba y lo quitó de allí de una oreja. Le cerró aquellas puertas. No ha sido un buen tío para él. Fue como los padres, un egoísta, solamente se ocupó de su carrera. Si eso es ser religioso… No ha tenido a nadie más que a mí. Pero el tutor no creas que era religioso, ¿eh? No lo es, lo quería introducir en la Escolanía de la Catedral para algo malo. No por hacerle bien al niño ni por la religión, sino por maldad, quería que estuviera dentro de la catedral por algún motivo. Toda mi vida he tratado de proteger al pequeño y no ha servido de nada. Siempre he estado sola. El cielo ha permanecido ciego para con él.

—Yo quiero ayudarle, dime el modo de hacerlo…

—Yo sabía que un día vendría por él. Aún tardó… Llevo treinta y tres años esperando esto. También a ti te hará daño si te cruzas en su camino.

—¿Qué es lo que quiere?

—No lo sé, cosas malas. Él es malo, muy malo… Ha sido terrible lo que me ha hecho, lo que he sentido. Lo peor no ha sido en el cuerpo… Sentí como si me enfriase por dentro, y me vaciase. Mi pequeño, reza mucho por él. Reza por él, pobrecillo. Más le valía haber muerto como su hermano…

La sobresaltó una voz de hombre detrás de ella.

—¿Es usted familiar? —Era un enfermero, un hombre mayor, delgado y con el pelo húmedo peinado hacia atrás; tenía en las manos un nuevo frasco de líquido y se disponía a conectarlo en la sonda que iba a la vena de Aura—. ¿Es familiar? —insistió.

Ella dudó, pero se sabía sorprendida y aceptó la situación. La visita había concluido.

—No, no lo soy. Solamente una amiga, una vecina. Me enteré de que le había ocurrido algo…

—¿Tiene pase?

—Pues no, es que no he tenido tiempo… He venido en cuanto he podido, me han dejado pasar…

—Tiene que marcharse inmediatamente. Lo siento mucho, tiene que irse. Además, ahora vamos a hacerle la cura. Váyase.

Ella se levantó sintiendo que dejaba a Aura sola, como si se fuese a perder por un sumidero, tragada por el vacío. Aquel cuerpo tenso le hablaba y su boca torcida bisbiseaba palabras confusas y babeaba. Se dirigió hacia la puerta, el hombre entonces entró en el váter y se oyó cómo abría el grifo y removía cacharros de plástico. La cara de Aura y la mano vendada indicaban ahora la mesita de noche a su lado, allí había un vaso de agua, unas monedas, un aro con llaves. Que las cogiese. Ella retrocedió rápidamente, cerró la mano sobre ellas, y se fue de allí arrimando la puerta y guardándolas después en un bolsillo de la chaqueta. Echó a andar por el corredor con sus sentidos alerta.

—¡Y no vuelva a entrar sin un pase o llamo a seguridad! —oyó que aún decía el enfermero desde la puerta de la habitación.

Ya había pasado, no había sido nada. Seguramente no se daría cuenta de que faltaban las llaves. Caminó sonámbula, su paso derrotado se unía al de los enfermos y sus acompañantes, fatigados de noches en vela. Sentía miedo y lástima por aquella mujer que se quedaba en aquel cuarto. Le parecía reconocer en aquel enfermero algo de aquellas sombras pegajosas que la estaban envolviendo. Y tuvo miedo. Había una enfermera detrás de un mostrador y ella le preguntó quién era el médico que tenía a su cargo aquel cuarto. Pareció dudar en contestar.

—Los médicos de esta planta son los doctores Torres, Pereira y Domínguez. Aquel cuarto lo lleva especialmente el doctor Valente. —La enfermera cerró el expediente que estaba leyendo y se fue hacia otro lado del mostrador, dejándola sola.

Ella quería saber más, por qué estaba ingresada Aura, quién la había llevado allí, cuáles habían sido las causas de su estado. Volvió la vista. Allí estaba, en la puerta del cuarto, el enfermero con la vista clavada en ella. Siguió entonces hacia los ascensores, archivando y ordenando en su mente la conversación con Aura, separando la información de los sentimientos, de la consternación.

Aura había hablado de alguien que era tutor de Xacobe. Tenía un tutor. Sin embargo, ya era mayor de edad. A lo mejor lo había tenido hasta que cumplió los dieciocho. Entró sola en el amplio ascensor y bajó. Y aquel tutor era sin duda el enemigo, o sea, el hombre que ella había visto, aquel ser extraño. También había hablado de un hermano que estaba muerto. Y que el tutor había tenido la culpa del accidente de los padres, en el que seguramente éstos habrían muerto. Y que rezase por él, que rezase mucho; como si Xacobe ya estuviese en el Purgatorio. Empezó a mirar con recelo lo que había a su alrededor, aquel ascensor hermético que la transportaba hacia abajo, hacia los infiernos, tragada por aquella fuerza metálica, inhumana. El elevador se detuvo en la planta baja, se abrieron las puertas y entraron dos enfermeras que conversaban animadamente y ella, que se sentía como mareada, tuvo que reaccionar para salir o volvería a viajar con ellas a otro piso.

Agradeció poder salir al fin al aire húmedo y fresco del día. Olía a vegetal, al follaje arrancado por el temporal y esparcido por la calzada y los jardines.

En la entrada del hospital, agradecía la existencia de un mundo allí fuera, un mundo común, libre; el cielo, aunque salpicado de nubes, se extendía inmenso perdiéndose tras los montes. El hospital, con todo aquel dolor tratado, empaquetado, clasificado, quedaba atrás; y a ella le correspondía estar fuera, en el mundo de los sanos, de los vivos.

No pudo evitar acordarse otra vez de su abuela, retrocedió en el tiempo, la vieja y la niña, eran dos mujeres solas. Hasta que le llegó su hora a la vieja y se fue apartando imperceptiblemente, ella ni se dio cuenta ya que estaba muy atareada haciendo el doctorado y otras ocupaciones más que no la habían conducido a nada, al final había acabado viviendo de otra cosa; ella estaba muy ocupada viviendo y, mientras tanto, la vieja se fue yendo en silencio. Había sido su abuela la que decidiera no decirle nada, la que guardara el diagnóstico en secreto, la que le ocultara el avance definitivo de la enfermedad. Y mientras tanto ella hablándole de cuidar los catarros…, qué poco caso le había hecho en aquellos años… Y había sido la abuela quien se despidiera un día por sorpresa, había dejado toda la casa ordenada, la comida hecha, y, cuando llegó de la facultad, ya estaba la vieja vestida y preparada, junto a ella una bolsita de plástico con ropa para marcharse a la casa de la aldea. Le había dicho que tenía que ocuparse de unas fincas que aún no sabía dónde estaban después de que hubiesen hecho la concentración parcelaria. Ella le había dicho que por qué tenía que ir sola, que esperase tres días y la acompañaba el fin de semana, que ya no estaba como para andar por los campos sola, y que los caminos en invierno estaban en mal estado. Pero no hubo manera de convencerla. Se había marchado. Y ella la había dejado irse. Cuando el fin de semana fue a visitarla, se la encontró sentada en la silla vieja con la bolsa de la ropa sin abrir. Había llegado justo para morir, de vuelta a casa.

Se dirigió a la parada de taxis para volver al centro de la ciudad. Se arrepentía de haberla dejado ir; habría muerto lo mismo y prefirió hacerlo allí, en su lugar, pero debería haberla acompañado. Sin embargo, la vieja había preferido estar sola, orgullosa como era, que no la viesen morirse. Nunca había conseguido acallar enteramente aquel remordimiento. Dejaba ahora a aquella otra mujer en el hospital, tal vez esperando la muerte, y volvía a sentir el peso de la culpa. Un taxi, buscó la parada.

Antes de que el taxi se pusiese en marcha, la sorprendió aquel hombre fuera que la saludaba con las manos y le hacía gestos al taxista para que no arrancase. Era un desconocido, sin embargo reconoció inmediatamente a aquel hombre que la había ayudado la noche anterior y que después la había acompañado, cojeando, hasta su casa. Volvían a encontrarse.