Ya caminaba yo hacia mi casa, arrastraba mi cuerpo cansado con preocupación por el exceso que había cometido cenando de aquella manera, ya que no sólo había comido aquel San Jacobo, que venía empapado de aceite muy mareado, y había comido todas las patatas fritas, sino que además había pedido después un flan de la casa Dhul, pues mis idas y venidas habían abierto mi apetito y roto mi rutina de un modo que abrió el paso a la gula. Sólo la disciplina y la gimnasia espiritual mantienen las puertas de las pasiones cerradas. Cada puerta bien cerrada con buenos cerrojos dentro de nuestra alma guarda dentro un dragón que quiere salir. Ni siquiera la Fe nos preserva de sus arrebatos, sólo la disciplina y la alerta constante nos defienden. Bendito san Miguel, bendito ángel de la guarda al que invocamos tan poco, pues no somos conscientes de hasta qué punto vivimos amenazados por los vicios. El caso es que, en efecto, al día siguiente mi delicado estómago pagó un precio elevado, púés se vio afectado de una fuerte irritación que me vi obligado a combatir con bicarbonato, el cual no fue de gran ayuda. No descarto que la irritación estomacal no fuese consecuencia únicamente de las grasas poliinsaturadas, sino también de la terrible experiencia que viví a continuación.
Pues, como estaba diciendo, ya caminaba yo hacia mi casa, que, pese a no estar a mucha distancia, me parecía tremendamente lejana para mis cansadas piernas, ya que al imaginar el lecho acogedor y blando que me aguardaba sentía aún más la fatiga del día, que desde luego no había sido breve, pues no había parado un minuto, como se dice vulgarmente. Así que, como he dicho antes, caminaba yo hacia mi casa en Tras Salomé y atravesaba la plaza del Toural, cuando vi pasar una figura familiar, la de la mujer que acompañaba a nuestro personaje. Y, sin querer presumir de atleta, puedo decir que entró en funcionamiento lo que podríamos llamar el piloto automático de investigador. Mi cuerpo instantáneamente se puso alerta, primero recapacité diciéndome que, aunque me hubiese visto por la tarde, en aquel momento le habría pasado inadvertido entre los arcos de los soportales, y después me dispuse a ir tras ella, o sea, se puede decir que la dejé ir delante y con disimulo procedí a seguirle los pasos, evitando apoyar la puntera del paraguas en el suelo para no delatarme. Cuando se sigue a alguien todas las precauciones son pocas. Las calles estaban tremendamente solitarias aquella noche de temporal, sólo me crucé con una señora que paseaba a su perro, la viuda del difunto doctor Paredes, que no creo que esté en el cielo precisamente, pues según cuentan fue, además de una persona de ideas republicanas en su juventud —que supo esconder a tiempo para no recibir su castigo—, un practicante de abortos posteriormente, y aun se permitió, ya jubilado, presentarse en una candidatura municipal de los socialistas, o del BNG, no recuerdo con exactitud. Así pues, aquella mujer no estaría exenta de pecado tampoco tras convivir tantos años con aquel hombre con el que había tenido tres hijos, ninguno de ellos residente en nuestra ciudad. Aunque quién sabe, algunas esposas son mártires.
La mujer que yo perseguía se dirigía a la Alameda, y yo tras ella. Inmediatamente empezó a lloviznar y ella se cubrió la cabeza con un pañuelo, luego abrió el paraguas. No niego que aquélla era una situación que se podría llamar «excitante», pues seguir a una mujer, acechando adonde se dirige en plena noche, es sin duda algo que aviva la fantasía de cualquier hombre, creo yo, y además estaba el agravante de ser descubierto por alguien que, desconociendo mi propósito, sospecharía de mis intenciones. Desde luego que en ocasiones los trabajos de la piedad cristiana se asemejan mucho en su apariencia externa a las perversiones humanas. Únicamente con la luz de la Fe se puede ver que lo que a veces parece aberración no es sino devoción. Repito, pues, que en mi corazón no había nada que fuese recriminable, antes al contrario, eran mis desvelos los que me hacían seguir a aquella joven que, sin ser eso que mi empleado Serafín llama «una mujer de bandera», también tenía los encantos de la carne de los que acostumbran ser portadoras las féminas para la generalidad de los hombres. Y ahora voy a ilustrar cómo de esas mis piadosas ansias se acabó beneficiando también aquella mujer.
Pues la noche era solitaria y oscura como boca de lobo, ya que el cielo era una bóveda de nubes que sepultaban la luna, que aquella noche estaba llena y no podía proyectar su luz sobre nuestro mundo de muertos y vivos. Aunque, como es sabido desde siempre por los campesinos y reafirmado por los científicos universitarios, la luna actúa sobre las mareas y sobre las cosas vivas, también sobre todos nosotros, tanto si la vemos como si no. Bajo la atracción de la luna, aunque sin ser bañada por su pálida luz, entró aquella mujer en la oscuridad del parque municipal de la Alameda —como he dicho anteriormente, ensalzado con justicia en las guías turísticas por su elegancia—, y aquello resultaba realmente inquietante pues, aunque la nuestra es una ciudad tranquila, si consideramos los tiempos que nos ha tocado vivir, tras la muerte de Franco, en los que ha desaparecido todo respeto humano o divino, nunca debería andar una mujer sola de noche, y mucho menos introducirse en un parque oscuro, pues a veces ellas mismas provocan las desgracias. Bien sé que por decir estas verdades hoy está uno expuesto a ser tachado de «machista», pero ¿debemos dejar de defender la verdad sólo porque sus enemigos nos quieran ofender? Y así, me di prisa para no perderla de vista en aquella fronda, pues me sentía impelido a protegerla ya que ella era tan imprudente. Afortunadamente, el día y luego la noche habían sido tan malos que habían ahuyentado a sus casas incluso a las almas más sórdidas, pues recordé que la Alameda es lugar frecuentado por los hombres de signo invertido para contactar entre ellos con vistas a saciar su lujuria, cosa que es de todos conocida, sin que la policía, en éste como en otros asuntos, haga nada por evitarlo. Y quiero señalar que también hay mácula en quien permite culpablemente que el pecado se consume. Claro que, en estos tiempos en los que vemos a autoridades públicas casando a invertidos en los países europeos, qué podemos esperar del futuro. Caminamos a pasos agigantados hacia una nueva Babilonia, y el progreso es un camino de vuelta acelerado en progresión «milimétrica». Una cosa es ser caritativo con personas desviadas y débiles y otra fomentar el desviacionismo hormonal.
Por fortuna, digo, a aquella mujer no la amenazaba aparentemente nada, no siendo aquella lluvia que cada vez caía con más fuerza y que hacía inexplicable que alguien con sentido común anduviese por el medio de un parque a aquellas horas. Recordé que las mujeres son muy propensas a las fantasías románticas. Ella se echó a caminar por el paseo de la Herradura y allí, en vista de la lluvia y del viento que lo castigaban a uno por más que quisiese protegerse con el paraguas, pensé en regresar pues todo tiene un límite y mi paraguas estaba a punto de dar la vuelta. Esto fue lo que le ocurrió al de ella, el aire se lo deshizo completamente y, arrojándolo a un lado, siguió andando obstinada. Pienso que, a esas alturas, debía de tener la ropa y el cuerpo completamente empapados, pues la lluvia con el viento penetra hasta las carnes más tibias. Aquella cabezonería me volvió a sorprender, todo lo que hacían aquellas dos personas era desconcertante, me paré y contemplé cómo ella proseguía avanzando, escudriñé en la confusión de sombras y agua que caía en diagonal intentando descubrir qué podía estar buscando ella y divisé, allá a lo lejos, a dos figuras, en el mirador que tiene un banco circular abrazando un grandísimo eucalipto, uno de esos ejemplares que trajeron, como planta exótica y medicinal, los frailes que fueron a predicar a Australia. Quién les iba a decir a ellos que, andando los años, toda Galicia acabaría cubierta de estos árboles. Las dos sombras, aquellas dos figuras citadas, no hacían caso de la noche de temporal, como si fuesen seres acuáticos. Y, por el andar y los gestos, reconocí que una de aquellas dos siluetas pertenecía a nuestro amigo Xacobe.
Efectivamente, el aspirante a Mayordomo, a futuro portador de las llaves de la basílica, una persona que debería acreditar una conducta y una vida sin tacha, el candidato propuesto por nuestro hermano el señor Viqueira, que tiene grandes intereses en el sector de la construcción y en el inmobiliario, y por eso sus opiniones son tan respetadas por algunos de nuestros hermanos, los cuales desgraciadamente confunden el valor espiritual con el poder temporal, máxime cuando en muchas ocasiones ese poder económico tiene orígenes oscuros, cosa muy frecuente en nuestro pequeño país, donde el dinero parece nacer mágicamente para algunos, una magia que es resultado de actividades económicas ilegales. Pues ese candidato tan fuertemente apadrinado estaba aquella madrugada en el citado mirador envuelto en un rito extraño y enormemente sospechoso, y acompañado de una figura no menos enigmática, ya que ésta, con un gabán amplio y un sombrero, semejaba una máscara de carnaval. Sin embargo tenía una majestad inmóvil bajo aquella lluvia, que alarmaba. ¿Qué hacían aquellos dos? Aquella otra figura era manifiestamente maligna, claramente demoníaca. En aquel momento, comprendí hasta qué punto estaba fundada la desconfianza en la que había sido educado por mi padre, el difunto relojero de la Catedral, y en la que creía ciegamente mi hermano Rafael, que en paz descanse, y que nos hace pensar que todo candidato a la Cofradía debe ser investigado, pues puede ser la puerta de entrada del Mal que anida en la ciudad. Y en ese momento me ratifiqué en que mis sospechas iniciales sobre el tal Xacobe eran acertadísimas.
Estaba yo asimilando la confirmación de mis certidumbres cuando aquel hombre —más bien debería decir «aquella cosa»— volvió la vista hacia nosotros, aunque a quien vio fue a la mujer que me precedía. Esto lo percibí yo porque, aunque aquella mancha pálida que era su rostro envió algo que yo llamaría una onda de maldad u odio en nuestra dirección, realmente sentí que eso, fuera lo que fuese, estaba dirigido a nuestra amiga, la acompañante de Xacobe, sin contar con que yo me había abrigado precavidamente detrás del tronco de uno de aquellos árboles. Y ésta acusó inmediatamente el impacto, pues vi cómo se encogía y caía lentamente en aquel lodazal que era el paseo lleno de charcos. Recuerdo perfectamente que su acompañante, el candidato, parecía pedir, implorar, humillarse ante aquella figura que entonces echó a andar hacia nosotros. Y —espero que mis hermanos me crean— comprobé que también él cojeaba de una pierna. Como si fuese una burla diabólica, pensé, como si se hubiese fijado también en mí y me imitase para ridiculizarme. Es sabido que el Maligno disfruta buscando en nosotros lo que más nos duele para ofuscarnos y por hacernos burla cuando no puede con nuestra Fe. Aquello me llenó de rabia. Además, yo, por algún motivo, sentía que era responsabilidad mía proteger a aquella mujer, ya que estaba allí sola sin nadie que la pudiese socorrer; así que salí de detrás del árbol que me defendía un poco de aquella tempestad de lluvia violenta y de la mirada de aquellas dos figuras que se aproximaban, el ser amenazador y su suplicante, y fui hasta donde estaba la mujer para ayudarla a levantarse.
Y entonces sí que sentí también yo el golpe de ira de aquella figura cojeante y amenazante, impresionante diría también si se me disculpan tantas palabras en -ante que tan bien le van a la situación. Entonces noté que dentro de mí afloraban sentimientos que eran reflejo de aquel espíritu negativo que avanzaba hacia nosotros, y acudieron a mí recuerdos oscuros del autor de mis días, el cual, siendo hombre de Fe, había sido un padre estricto que no había sabido suplir el afecto que nos habría dado nuestra madre, muerta al nacer mi hermano y yo. Y me asaltaron también los recuerdos de la soledad que se había apoderado de mí después de la trágica muerte de mi hermano Rafael, porque estábamos tan unidos que casi éramos un solo ser. Desde entonces me falta una parte de mí. Y estoy solo, enfermo y solo, y a veces la oración no me conforta lo suficiente. Todo aquello que sentía era tan fuerte que parecía talmente como si me abrazase y me ahogase, y yo notaba que mi voluntad y mi cuerpo se debilitaban. Entonces me percaté de que, igual que aquella mujer, también yo me estaba desmayando, pero solicité el auxilio de mi ángel de la guarda y conseguí caer postrado de rodillas, y así humillado recé lo que supe, un fragmento del Credo, hasta que recordé un salmo: «Me cercaban olas mortales, me envolvían en las redes del abismo; en el peligro invoqué al Señor, Él desde su templo escuchó mi voz». Y quiero creer que fue gracias a mi oración, pues aquel personaje verdaderamente temible se detuvo, pareció atender a las súplicas de su acompañante y frenó su avance hacia nosotros. Entonces se volvió hacia él y lo obligó a postrarse también y a besarle la mano en una ceremonia de sacrílega sumisión. Y allí estuvimos por un momento bajo el diluvio, en el paseo de la Herradura, los dos de rodillas, yo adorando a mi Dios y el candidato humillado ante su demoníaco amo. Después dieron media vuelta y se perdieron entre la noche y la lluvia. Me pareció que subían hacia la robleda del castro de Santa Susana, que mostraba su semblante más misterioso y tétrico.
Yo volví a rezar nuevamente el Credo y cuando vi que aquellas figuras fantasmales se habían confundido en el seno de las tinieblas de la noche, a la que pertenecían, reanimé a aquella desgraciada mujer caída, la ayudé a incorporarse y la saqué de allí. A la pobre le castañeteaban los dientes, no sólo a causa de la mojadura, sino también por el frío espiritual en que había quedado sumida. Caminábamos de vuelta, yo ayudándola a sostenerse y rezando, y conseguí que, por momentos, ella me acompañase en las oraciones. Esto me hizo concebir esperanzas de que esta triste criatura aún pudiese ser recuperada para la Gracia. Como pude, conseguí llevarla hasta la puerta de su casa, ya daban la una de la madrugada las campanas de la catedral y de nuevo estaba despejado. Luego me volví despacio, pues estaba muy debilitado por aquel enfrentamiento entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. De camino a casa me tropecé con alguna máscara carnavalesca que se había animado a salir tras el chaparrón, desafiando a la noche.
Uno no consigue entender qué puede haber de gozoso en disfrazarse. Algo habrá sin duda en ese rebajarse, pues parece que a mucha gente de todas las condiciones sociales le gusta ocultarse tras el disfraz, como si quisiesen probar a ser personas distintas o encontrasen algún placer en dejar de ser ellas mismas, como si estuvieran cansados de ser quienes son y quisiesen volver a ser libres como niños, cuando aún no eran nadie. El disfraz es una infantilización. Así pues, es algo contranatura, que no puede ser grato a los ojos de Dios. Qué bien hacían nuestros obispos, cuando vivía el anterior jefe del Estado y aún mandaban en España, en prohibir el Carnaval, pues no es más que retroceso humano, degradación y licencia para el desenfreno. En aquellas figuras grotescas yo veía reflejos débiles, caricaturas, de aquella maldad espantosa que acababa de contemplar tan de cerca.
Al llegar a casa me asomé a la ventana, desde allí se veían las torres de la catedral y, en el tejado de Santa María de Salomé, el cordero místico con la hermosa cruz celta que nace de su espalda. Y le pedí, a aquel símbolo del sacrificio de la inocencia, amparo ante el mal en el mundo. Sonó la campanada de la una y media. Afuera llovía.