El vendaval había pasado y golpes de viento intermitentes penetraban de vez en cuando llevando lluvia a aquella sala encharcada. Ella sentía el frío en la espalda, debajo el cuerpo desconcertado de Xacobe, al que había conseguido devolver el calor; entre ambos, en la piel, en los vientres, sudor, humedades íntimas y compartidas. Él estaba como desfallecido. Ella, por el contrario, se sentía eufórica. Aunque desconcertada y perturbada por la ruptura de la ventana y por el agua que había entrado en el apartamento, no podía reprimir aquella sonrisa de plenitud. Lo miraba a él, aún bajo ella, a la cara, que mostraba debilidad, confusión y vergüenza.

—Me has mordido —dijo ella, y él la miró confuso, intentando comprender.

—¿Te he mordido?

—Me has dado un buen mordisco, aquí, encima del pecho. Si te dejo…

Y él contemplaba la carne blanca herida y enrojecida, adelantó un dedo y puso cara de lástima.

—No pongas esa carita de niño bueno. No sabía si lo hacías por pasión o por odio. Por un momento me pareció que me detestabas, que me querías hacer daño.

—Perdona, no…

—Ya sé, ya sé. Ya veo que no me odias. Está bien, entenderé que es un regalo que me haces, una marca que indica tu propiedad sobre mí. Un tatuaje a tu esclava.

Y de repente él pareció marearse e hizo por zafarse de ella, que apartó su cuerpo a un lado del sofá y lo dejó incorporarse descalzo y envuelto en el albornoz. Fantasmal, deambuló por la salita sobre el piso mojado, papeles y objetos tirados por el suelo.

—¿Qué te ocurre?

—No lo sé. Una cosa rara. No sé. —Fue al cuarto de baño y se encerró dentro.

Ella, sentada y, entonces sí, encogida por el frío, miraba aquella puerta cerrada y la rendija de luz por debajo, el silencio, los leves ruidos, el grifo abierto, la tapa del váter, esfuerzos por vomitar. Se acercó a la puerta y asió el picaporte sin atreverse a girarlo para abrir. Oía sus intentos de expulsar alguna cosa que tuviese atragantada en la garganta y que lo asfixiase, esfuerzos que acabaron en un quejido de angustia. Ella allí, pegada a la puerta. Después cesaron y fueron sustituidos por los ruidos de continuar, de seguir arrastrándose, de recomponer la figura, agua por la cara, suspiros. Al fin abrió la puerta y ella lo abrazó.

—¿Qué te pasaba? —Él estaba rígido, pero se dejó abrazar.

—Mira cómo está todo… Es desastroso, todo mojado y revuelto. Tendrás que llamar a un cristalero.

—Deja eso, ahora no tiene arreglo. Enseguida cubro el vano de la ventana con una sábana. Ahora dime qué te pasa, ¿eh? ¿Te encuentras mal? Dime qué tienes.

—Fue terrible, de repente sentí un mareo y como si se abriese la puerta de los sueños y escapasen todos fuera. Como si me envolviesen y me tragasen. Malos sueños.

—Ven, salgamos de aquí que aún vamos a enfermar. Ven a mi cuarto. —Y ella se lo llevó empujándolo, mientras él se dejaba.

Entraron en el dormitorio. Ella abrió la cama, lo metió dentro envuelto en el albornoz y se acostó a su lado abrazándolo. En un rincón de la habitación, el ojo rojo del radiador eléctrico encendido. Debajo de la cama maulló el gato bajito. De algún modo, Trasno había sabido desde el principio que algo malo sucedía.

—¿Qué has soñado? Cuéntame.

—Nada concreto. No era un sueño, fue como si el aire de los sueños saliese fuera y me envolviese. Como verme envuelto en una cueva, fría, con olor a humedad, a mineral. Una sensación parecida a la que tuve en el Pórtico. Cuando estuve allí contigo tuve la impresión de que ya había estado antes.

—Los franceses lo llaman déjá vu..

—Ya. Pero no era un recuerdo mío, sentí como si fuese de otra persona. Y sobre todo una gran tristeza, todo muy, muy triste. Ha sido espantoso.

—Ya ha pasado, ya ha pasado. Ha sido un mareo.

—Déjame que te toque, abrázame. Tu carne. Tocarte me ayuda. Por primera vez… es como si me sintiese real por vez primera. Pero estoy perdido, estoy perdido. Ya es tarde…

—No, hombre, no, no digas esas cosas. Ya ha pasado. —Ella quería poder decirle «ten fe», pero ¿en qué? Ni siquiera sabía qué cosa era aquella que lo perseguía, le hacía daño, le paralizaba las piernas y le mordía la espalda, le debilitaba el alma—. Me tienes a mí. ¿Y no tienes a nadie más? Oye, ¿tú tienes novia? Seguro que tienes a una chica imponente esperándote.

—No, no, no tengo novia. No tengo a nadie. —Y se apretó más fuerte a ella, rodeado por sus brazos.

—Me tienes a mí. —Le besó la frente húmeda—. Descansa, anda. ¿Es cierto que no tienes a nadie?

—Sí, es cierto. Únicamente a una mujer mayor. No vive conmigo. Me cuidó de niño, es como si fuese mi familia. Pero no quiero hablar de mí. Y gracias por acogerme en tu casa.

—¿Y tú dónde vives? —Aquella cara que la miraba agradecida bajó la vista y se escondió en su pecho.

—Muy cerca de aquí. Cuéntame algo de ti, anda.

—De acuerdo, don secretos. ¿Quieres saber cómo entré yo en Santiago por primera vez?

—Sí. —Y él le cogió la cabeza y le dio un beso en los labios—. Cuéntamelo, quiero saber algo de ti.

—Entré en un carruaje, como las reinas. Como debió de entrar doña Urraca en tiempos de Gelmírez. —Él atendía a sus palabras con la expresión inocente de un niño, pidiéndole con la mirada curiosa que siguiese contando, que jugase a narrar para él—. Yo no era una reina y no tenía majestad, ni era saludada por la gente que me veía pasar. Es uno de los momentos de mi niñez que mejor recuerdo. Recuerdo nítidamente la altura a la que iba subida, sobre la carga de leña de un carro de bueyes. Ya ha llovido, cuántos años hará que no entra un carro de bueyes en la ciudad. Recuerdo el lento avanzar del carro, y el ruido del eje chirriando debajo de mí, y el borde de metal de las ruedas de madera contra las losas del suelo, y recuerdo el balanceo de los bueyes delante de nosotros. A los lados caminaban mi abuela y el vecino que nos había traído, él venía cada semana a vender leña para las cocinas de las casas. Ahí lo tienes, entré en un carro de bueyes. Una aldeanita subida a un carro boquiabierta al ver tanta piedra junta.

—Una niña muy linda —dijo él y le pasó los dedos por la boca, aquella boca que hablaba y hablaba mientras él escuchaba.

—No he debido de ser una niña muy linda. Casi no tengo fotos de niña.

—Sí que lo eras, sí que lo eras. Eres muy hermosa, no permitas que te digan otra cosa.

—¿Es que vas a buscarme un papel en una película como les prometéis siempre los productores a las jovencitas? Ja, ja. —Y ella lo abrazó y lo besó.

—Oye, ¿y tú entonces no escribes poesía?

—No, no lo hago.

—Qué raro, ¿no?

—No. A ver si me explico. En mi opinión, para poder escribir poesía tienes que tener antes un conocimiento mágico. Tienes que estar en un estado de inocencia. Por el contrario, lo que yo escribo son especulaciones de la imaginación, historias llenas de incertidumbre, de confusión. Yo escribiendo historias busco… busco llegar un día a tener esa inocencia.

—Así que entonces escribirás poesía más adelante… ¿Y no sabes ningún poema? Recítame uno, algo bonito…

—A ver, a ver. Sé uno, lo sé en alemán, te lo voy a ir traduciendo…

—¿Por qué en alemán…?

—Porque era mi lengua de niña en Suiza, y porque es de un autor alemán, Novalis. Es mi poeta preferido, su nombre significa «el que renueva», el que le da una vuelta a la tierra para que todo renazca más fuerte. A ver… «Cuando no sean número y figura cifra de todo ser, y aquellos que cantan mientras se besan sean más numerosos que los eruditos, cuando la vida sea libre nuevamente y al mundo también libre, al mundo vuelva…».

—Tienes una voz muy bonita…

—Pues ya sabes, búscame un trabajo en alguna emisora de vuestra empresa…

Ella recordó fugaz, y esta vez sin dolor, la experiencia de no ser deseada, la inseguridad de sentir que era tolerada en la cama de alguien que codiciaba a otras mujeres, mujeres más atractivas que ella, situación que ella consentía porque pensaba que no podía elegir. Él se dejó besar como si no supiese, como si no hubiese probado antes la saliva y la lengua de un cuerpo deseado o querido. Como si acabase de nacer o estuviese más allá de sí mismo, puro, desnudo y dispuesto para aprender y entregarse.

—Seguro que pasé en mi carro por delante de tu casa, tendría yo seis o siete años. Había venido dos años antes a vivir con mi abuela. Te llevo siete, así que a lo mejor ya habías nacido.

—A lo mejor.

—Y al verme pasar, tu madre o la criada que te cuidaba seguramente te diría: «¡Mira esa aldeanita, qué palurda!».

—La persona que me cuidaba no diría eso. Nunca.

—Desde que había venido a la aldea no había vuelto a salir de allí, y aunque la ciudad estaba a ocho kilómetros, para mí era como otro planeta. Todas aquellas casas de piedra, las paredes y el suelo de piedra. Aquellas calles que parecía que se cerraban sobre mí por arriba… Esta ciudad tan rara…

—¿Recuerdas eso que cuentas, esas impresiones, o haces literatura?

—No lo sé. Un poco de todo, supongo. Los escritores trabajamos con nuestra memoria, lo mezclamos todo y luego ya no sabemos si recordamos o imaginamos. Cambiamos la vida por la imaginación. Y salimos perdiendo, claro.

—Y aquella niñita del carro acabó de escritora…

—Quién pudiese… Acabó en el último escalón de la profesión, de esclava de desaprensivos sin principios como tú. Canalla, cabrón sin escrúpulos.

—Quisiera poder decir que te contrataría. Intentaré garantizar la película… Cuánto siento que nos conozcamos así, en estos días.

—Si no nos conociésemos de esta manera, no me habrías hecho caso. No pongas esa cara de pena. Eres muy tierno —dijo ella.

—Yo no era así, no soy así. Eres tú, que me tratas bien.

—Tampoco yo soy así. Quiero decir, en lo de acostarme con la gente que tiene poder para conseguir cosas…

—Gracias, gracias —y le cogió la mano y se la besó—. Es la primera vez que al correrme no me siento derrotado, deprimido… Tú eres medio bruja… Eso sí, estoy extenuado. Voy a quedarme dormido…, hace tanto que no duermo…

—Está bien, duerme. Si no me quieres contar tus secretos, duerme.

—Yo tenía novia, ¿sabes?

—Hombre, el señor secretitos va a contarme algo.

—No tiene importancia, no la quería mucho. La verdad es que andaba con otras. Supongo que yo le debía de importar, me imagino, porque acabó dejándome.

—Niño malo.

—Y lo fue a hacer justo cuando la necesitaba, hará cosa de un año, cuando empecé a encontrarme mal. Supongo que me lo tenía merecido. Ella pensaba que no funcionaba con ella porque andaba con otras. No era así, fue este mal que me persigue.

—Pues ahora has roto el hechizo, te he hecho funcionar. Ya ves que soy una experta.

—Tengo miedo por ti, tengo miedo de que lo que me vigila te alcance.

—No digas tonterías, anda. Que me pones la piel de gallina. No sigas con ese rollo que me da miedo.

—¿No querías saber?

—Quiero, sí, quiero saber. Dime de una puñetera vez quién es y qué quiere de ti. —Ella quiso tocarle el dedo herido por el anillo, aquella piel fina y blanca lastimada, y él lo encogió instintivo.

—Déjame. Deja que duerma, no puedo más. Tú vas a estar aquí…

—Estaré. Déjame ir un momento a la sala a cubrir el hueco de la ventana con algo y vuelvo. Mantenme el sitio caliente.

—No te marches. Vela mi sueño —pidió él, casi sin voz.

—Descuida, ahora vengo. Te lo prometo, velaré tu sueño. Duerme tranquilo, anda.

Él acomodó la cabeza en la almohada y encogió los brazos, refugiándose inmediatamente en el sueño. Ella, en cuanto lo vio dormido, aquel resuello frágil, se levantó despacio y buscó una sábana en el armario, revolvió la ropa con cuidado, con aprensión de tocar aquel puto teléfono que había escondido allí, con miedo a que sonase de nuevo. Fue hasta la ventana rota de la sala y extendió la tela sujetándola como pudo con las contras. El aire se había calmado y la noche ahora era silenciosa y tranquila. La vela caída sobre la pizza, la alfombra mojada. Recogió algunos folios húmedos del suelo. Y finalmente abrió el cajón y extrajo aquel sobre.

«Xacobe. Estás portándote mal. Deja a esa mujer y vuelve. Aura está en el hospital. Es culpa tuya, ésas son las consecuencias. Te aguardo a las doce de la noche. No faltes».

Dejó caer aquellos papeles sobre la mesa con asco. Se frotó las manos contra el chándal y volvió al lecho.

Xacobe dormía. ¿Dónde estaba él ahora que su cuerpo pálido parecía inerte? ¿En qué cámara oscura? Ella se acurrucó junto a él y lo envolvió en un abrazo. Ojalá aquel Jacob consiguiese levantar también una escalera desde aquella cabecita hasta el cielo. Cualquier cielo en el que estuviese fuera de peligro. Lo apretó con fuerza, se agarró a aquel desconocido. ¿Quién era esa Aura? ¿Quién era aquella voz atroz que decía cosas malvadas y sin embargo denotaba carecer de cualquier sentimiento concreto? Se había internado entre desconocidos y sombras.

Ella misma era una desconocida para él. Ni siquiera le había preguntado por sus padres, su familia; ni ella le había explicado por qué había nacido en Suiza, que su madre era de una aldea del Ayuntamiento de Santiago y su padre un hombre casi desconocido, un montañés que había bajado de la montaña grisona a trabajar a Berna, que se había casado con su madre, y que, siendo ella una niña, había vuelto a desaparecer de nuevo, según su madre, de regreso a la montaña. No le había podido explicar que vivió allí hasta los cinco años y que después su madre la había traído a la aldea con su abuela. Que su madre había rehecho su vida allá con otro emigrante portugués, con el que había tenido dos hijos. Que desde que había muerto su abuela, que había sido su verdadera madre, se sentía sola, terriblemente sola. Y huérfana.

Deseaba hablarle de todo eso, de cómo era ella, enseñarle sus discos preferidos, podrían pasar alguna tarde viendo juntos alguna de las películas que coleccionaba. Él tenía un aire de Gregory Peck en la estampa, también de Montgomery Clift en la expresión que tenía en esos días de amargura interiorizada y de confusión. Aunque quizás a él no le gustasen sus películas, sus libros, su música. Quizá no le gustase ella. Y tal vez cuando pasase aquello volvería a ser un estúpido arrogante como ella lo había visto siempre. Le apartó un mechón negro y húmedo de la frente blanca y translúcida. Qué huesos tan finos, la piel se movía con facilidad sobre el blanco hueso frontal, la calavera estaba justo ahí. Qué fragilidad. Ellos dos en aquella cama eran también dos extraños el uno para el otro, dos extraños sacudidos por una fuerza, llevados por un torrente de agua revuelta, abrazados para abrigarse de un destino terrible que ella desconocía y que ni siquiera él parecía comprender.

En las ventanas repicaba de nuevo la lluvia como si quisiese entrar y mojarlos. Se pegó más a él. Los dos juntos en aquella cama, refugiados del mundo.