No recordarán mis hermanos cofrades aquella noche ya que todos aquellos meses fueron tremendos, pero concretamente aquélla fue una noche de las más espantosas que yo recuerdo, pues el viento y la lluvia, después de una calma relativa, se habían desatado contra la ciudad con una furia incansable. Aquello era realmente, permítaseme la figura literaria, como si un dragón acuático echase su aliento contra la basílica una y otra vez.

Estábamos en que yo había dejado a aquellos dos en su madriguera en la Rúa do Vilar y no sabía por dónde tirar, cómo iba a averiguar algo más que me permitiese denunciar aquella amenaza ante mis hermanos e incluso, si eso fuese posible, ante la policía o alguna otra autoridad. Pensé incluso en alertar a nuestro hermano el magistrado Salvador Fernández Datorre para que iniciase desde su sala alguna investigación, mas me di cuenta de que no sería comprendido por don Salvador, y que antes debía reunir pruebas irrefutables de aquella oscura conspiración. Y fue entonces, al ver pasar una excursión de turistas mojados, cuando recordé a nuestro hermano Valentín Santos García, que había sido cofrade nuestro y guía turístico, y que por llevar tantos años enfermo y sin asistir a los actos de la Cofradía estaba casi olvidado, incluso por mí que soy de los más veteranos.

Valentín era un hombre de un mérito extraordinario y en cuanto a su entrega a la Iglesia, a pesar de los rumores sobre su implicación en el comercio de reliquias y objetos religiosos, yo no tengo motivos para ponerla en duda, una entrega sobre todo como erudito. Efectivamente, tenía una erudición indiscutible en asuntos jacobeos o de la historia local, y eso era así tanto por su profesión de guía turístico como por su afición al tema. Hay que decir que Valentín ya hablaba idiomas, inglés, francés y algo de alemán, cuando muy poca gente sabía otra cosa que gallego y castellano. Es forzoso reconocer con respecto a aquellos días de la posguerra, que fueron buenos para la Iglesia, que en el tema de los idiomas se ha mejorado muchísimo. Aún no había la moda americana del inglés y todas esas academias que proliferan por la ciudad. Las modas no son buenas, pero sin un poco de inglés no se entra en Internet. Valentín era justamente lo que yo andaba buscando.

Por otro lado, yo sabía que Valentín no se extrañaría de nada de lo que le contase. Aunque hacía años que habíamos dejado de vernos, tantos como él llevaba encamado al cuidado de una sobrina suya, yo sabía que él era distinto de nosotros. No sé bien de dónde le venía aquella erudición, ya que, que yo sepa, no tenía estudios eclesiásticos, pero siento decir que él sabía no solamente de estudios jacobeos sino también más del cristianismo en general que la mayoría de los canónigos. Desconozco el origen de su vocación, sin embargo recuerdo que él siempre sabía lo que había detrás de cada tradición o de cada creencia. Seguramente, porque los abundantes ratos libres de los meses del invierno, cuando había tan pocos turistas y peregrinos a quienes guiar por la basílica y la ciudad, los ocupaba en leer en los viejos códices y tumbos de la biblioteca de la catedral. La que atendía precisamente el canónigo Casavella, como he referido antes. Tenían estrecho trato los dos.

Así pues, aprovechando que en aquel momento casi había escampado y sólo caía una leve llovizna, me dirigí hacia la casa de Valentín, por la parte de San Miguel dos Agros. Alguna vez he oído de él que era de estirpe judía, y puede que lo fuese pues su familia parece que llevaba muchas generaciones en aquella casa y aquella parte de la ciudad la ocuparon los hebreos, como en la Calleja de Jerusalén, precisamente donde vivía Valentín. En todo caso, si hubo en su linaje gentes no cristianas en tiempos anteriores, no había más esforzado conocedor del cristianismo que aquel hombre.

Me abrió una mujer bastante robusta, que era la sobrina, yo tenía la idea de que era una muchacha joven, pero los años pasan para todos. Nada más presentarme como un antiguo amigo de Valentín me reconoció y me mandó pasar, indicándome que subiese al primer piso. Allí, en un cuarto pequeño, estaba nuestro hermano, olvidado de todos nosotros y del mundo. En cuanto lo vi reconocí instantáneamente aquella vieja sonrisa irónica que había olvidado. Y es que Valentín siempre tenía esa expresión, como si todo lo que viese u oyese confirmase lo que ya sabía, como si nada le sorprendiese. Yo creo que ese gesto de estar de vuelta de todo era causa de muchas de las antipatías que despertaba, pues en lo demás era una persona muy respetuosa y cortés. Únicamente tenía ese defecto, que desde luego nadie perdona, pues no hay cosa que nos fastidie más que el que alguien nos rebaje en nuestra dignidad o parezca que se ríe de nosotros. Y eso era lo que provocaba Valentín, yo estoy totalmente convencido de que sin pretenderlo. Y allí estaba sentado en el lecho, descansando sobre varios cojines, de modo que a través de la ventana podía contemplar la callejuela que tenía delante de su casa y por la que no pasaba gente aquella noche; sobre el cobertor, la prensa del día abierta por la página del crucigrama.

Entré en su cuarto sin que él mostrase sorpresa, como si después de tantos años de no vernos y, además, sin tener otro trato que el de hablar en la catedral, pues yo nunca he sido de cafés y me parece que él tampoco lo era, y de coincidir en alguna reunión de la Cofradía, fuese lo más normal que yo estuviese allí en su casa. Debo decir que no me pareció que hubiesen pasado tantos años pues él estaba casi como yo lo recordaba, más delgado seguramente y más escaso el cabello blanco. Seguramente había reconocido mi voz mientras hablaba con su sobrina en la puerta —hija o sobrina, ahora no lo sé exactamente— y por eso no se sorprendió.

Ramírez, dijo él como saludo, y sin darme opción a estrecharle la mano me señaló una silla a los pies de la cama, frente a sí. Como si fuese la cosa más natural que yo apareciese por allí, como si esperase mi visita.

El cuarto estaba bien ventilado, limpio y recogido, el cobertor y las sábanas bien estiradas, asomaba un orinal de porcelana por debajo de la cama, tuve la seguridad de que no tenía nada dentro y estaba limpio. El propio Valentín estaba bien afeitado y su cabello, ralo y blanco, bien cortado. El también me repasaba a mí, sin perder esa sonrisa que a lo mejor tenía también algo que ver con la dentadura, pues me fijé en que la tenía depositada en un vaso en la mesa de noche. La dirección de mi mirada le hizo darse cuenta de que no la tenía puesta y rápidamente la cogió y, tapando la boca por cortesía, la instaló en las encías.

¿Qué novedades hay, pues?, me preguntó él. ¿Qué quieres?

Me interrogó de un modo tan directo que no supe qué contestar. Como ya he dicho, Valentín tenía cosas que no había visto en ninguna persona, una de ellas era preguntar siempre a bocajarro. A mí me hubiera gustado hablar antes con él de cómo le iba, o de cuál era exactamente la dolencia que lo retenía en cama, o comentar la sucesión de temporales en cadena en que estábamos inmersos, pero él aguardaba mi respuesta y finalmente junté las palabras necesarias para decirle que había algo que me preocupaba y que había ido allí a buscar su opinión, porque él era una persona más informada que yo.

Empecé a contarle lo más discretamente que pude que estaba haciendo indagaciones acerca de un aspirante a ingresar en nuestra Cofradía. Supuse que esto le interesaría, pues al fin y al cabo él, aunque no acudía ya a nada por estar encamado, nominalmente seguía siendo miembro de ella. Le expliqué que había cosas en el candidato que me hacían desconfiar de la sinceridad de su propósito.

Antes de nada, que era una persona muy joven, y ya no había gente joven que quisiera pertenecer a una sociedad de este tipo, excepto los del Opus y éste no lo era, y además, aunque tenía un pariente cura, su vida era completamente ajena a los círculos religiosos y catedralicios. Y después que, y aquí no sabía muy bien cómo decirlo sin sentirme ridículo al hacerlo, ¿conocía él la leyenda…, naturalmente que sí, esa leyenda que hablaba de las trece campanadas? Me expliqué más o menos de este modo y la sonrisa de Valentín se fue ensanchando a medida que reconocía mis palabras. Puedo decir que sus ojos incluso brillaron. Sigues pensando en eso, ¿verdad?, en tu hermano, dijo. Y tuve que reconocer que sí. A continuación señaló una estantería que cubría la pared detrás de mí y que en medio sostenía un pequeño televisor y un reproductor de vídeos, estando el resto de los anaqueles, desde el suelo hasta el techo, atiborrados de libros y papeles. Busca en el quinto estante, a la derecha. Ahí hay revistas viejas, vas a encontrar las del siglo XIX, entre ellas está la colección de El Recreo Compostelano, busca el número seis, me indicó.

Yo rebusqué entre aquellos papeles viejos de los que se desprendían partículas, después de los ejemplares de los años 67 y 68 del Reader’s Digest venían revistas sueltas claramente más antiguas, El Idólatra de Galicia, El Iris del Bello Sexo, El Provincialismo Gallego, La Ilustración Gallega y Asturiana, hasta que di con aquella revista tan vieja. Él aclaró innecesariamente que eran publicaciones liberales del siglo XIX y que en ellas publicaban los regionalistas y liberales su propaganda y sus burlas contra el Cabildo. Aunque yo ya tenía noticia de esto, aclaró que aquellos libelos habían ayudado a fraguar la Revolución liberal del 48 que acabó con la derrota de los insurrectos a las puertas de Compostela y con los fusilamientos de sus cabecillas en Carral cuando los conducían a la cárcel de A Coruña. Tengo idea de que a Valentín le gustaban mucho las lecturas históricas, probablemente leía de todo, no sólo de asuntos religiosos. En ese número que tienes en las manos está recogida ya esa leyenda, indicó, la recogió el escritor local Neira de Mosquera, que por cierto era pariente mío, y aunque no da datos ni transcribe nada literalmente, alude a un Codex Nigrum que se custodiaría en nuestra catedral. Yo le pregunté al canónigo bibliotecario, Casavella, y pese a nuestra vieja amistad lo negó, siempre ocultó la existencia de tal códice. En fin, eso es todo lo que tengo. De todos modos, ese Codex existe, quien sabía de él era el canónigo Casavella, que ya está jubilado y apartado de todo. No sé cuál de nosotros dos sobrevivirá al otro.

Pues casualmente he estado con él esta mañana, tuve que confesarle. No sería tan casualmente, me replicó él con ironía. ¿Qué tal está el viejo?, me preguntó. Pues no sé decirte, le contesté, apenas ve y estaba algo alterado, tenía miedo de que lo visitase el demonio o algo así. Los fantasmas siempre vuelven, comentó. Tú vienes por el chico, ¿no es así? Estás investigando a Xacobe, el niño que nació en aquella mala hora… Dijo esto mirándome como si arrojase las palabras desde dentro. ¡Pobre muchacho!, comentó.

Me dejó con la boca abierta, aquel hombre allí encamado parecía saberlo todo, como si viese anticipadamente, o como si conociese de antemano lo que yo andaba buscando. Estaba a punto de preguntarle cómo lo había averiguado cuando recordé que había oído alguna vez que Valentín tenía algún tipo de vinculación con Casavella desde la juventud, y que incluso había conseguido el puesto de guía turístico por mediación suya. Anda, lee, me ordenó, y yo me senté a leer el artículo de la revista mientras él guardaba absoluto silencio.

Al final me prestó el ejemplar, y el relato se reproduce en una fotocopia adjunta a este informe. Como pueden comprobar, sólo recuerda vagamente a un texto medieval, realmente tiene el estilo de las recreaciones históricas tan típicas del mismo autor y recogidas en el libro Monografías de Santiago del año 1850.

Es curioso que nuestra ciudad, que despierta tanto el instinto literario de sus visitantes, haya dado tan pocos escritores, pues solamente podemos contar a Rosalía de Castro, le comenté yo a Valentín, y cuando levanté la vista vi que estaba comiendo un plátano que yo no había visto antes. Como tenía la boca llena, asintió sin decir nada y se encogió de hombros. La estatua de la Alameda dedicada al señor Valle-Inclán es inmerecida, continué yo, pues, como es sabido, el escritor arousano, además de ser un famoso sacrílego y de haber ofendido a la Iglesia ya desde joven en su estancia en Compostela, pasó la vida por el mundo adelante y sólo vino a morir aquí ya de viejo, siendo enterrado además por voluntad propia en el cementerio civil, para escarnio de la Fe, tan discutida en aquellos años de revuelta republicana. Es curioso que este jardín de la religión no haya dado la flor de la literatura, lo cual parece probar la actual enemistad entre religión y literatura, en otro tiempo exaltadora de valores cristianos, como en las Cantigas de Santa María, de nuestro rey Alfonso, vecino de nuestra ciudad, o como en la Comedia de Dante o en los autos sacramentales de Calderón o Lope. Hoy, la literatura es dominio puramente del mundo profano y la mayoría de las veces impío. ¿No podría esta Cofradía convocar un premio literario de poesía o de cuentos, ahora que hay tantos, con la condición de que traten de un asunto piadoso? ¿Unos Juegos Florales Católicos con carácter ecuménico con motivo de los años santos?

Volviendo a lo nuestro, Valentín había acabado de comer su plátano y apartó la monda para la mesita de noche que había a su lado y, ya con la boca libre para hablar, le restó importancia a lo que yo decía con vaguedades como que no había que enfadarse por eso, a los escritores no había que hacerles tanto caso, andaban a lo suyo, o algo semejante. Era típico de él que, ocupándose tanto de asuntos religiosos, no se enfadase por nada, pues a todo le quitaba importancia.

Después habló con la boca llena y me preguntó, repentinamente serio, si había visto cierta película de vampiros que citó, cosa que casi me hace reír. Luego dijo que a él le gustaba mucho el cine, que veía muchos vídeos que le alquilaba su sobrina en un videoclub. Y dijo que el cine era el arte que tenía más que ver con la religión, cosa que no quise discutir allí con él, sin embargo me parece bastante disparatada, ya que si la literatura de hoy es impía, qué no será el cine americano que nos restriegan a diario por las narices. No obstante, como vio mi desacuerdo en el rostro, él, sin ánimo de discutir, abundó en que el cine era la gruta de los sueños y de los augurios, y lo único capaz ya de estremecer el corazón y conmover ante el misterio. Se refería, naturalmente, al Misterio de la Creación, no a las películas de misterio. Insisto en que, aunque sus argumentos me parecieron demasiado curiosos y chocantes como para que siga hoy dándoles vueltas, no me convenció. Lo consideré cháchara intelectual.

Él se puso a mirar hacia la calle silenciosa sobre la que llovía cada vez más fuerte, y entonces, viéndolo allí mientras contemplaba el mundo desde su lecho, tuve envidia de él, en verdad que en aquel momento me pareció un modo deseable de vivir. Vivir jubilado, contemplando la vida desde el lecho.

Continué con aquella lectura tan florida, la leyenda de un nigromante impío que resucitaba de la tumba después de muerto, como Lázaro resucitado por Cristo o como la hija del prefecto Teófilo resucitada por nuestro Apóstol. Resumiendo mucho, el clérigo pretendía que sus restos ocupasen la cripta en vez de los apostólicos. Hablaba de sus maniobras a través de un discípulo, tal discípulo hacía sacrificios de niños a una antigua deidad que habitaba una montaña cercana. Lo de la inmolación de las criaturas fue algo que me sorprendió, era tan terrible, un rito pagano arcaico. Lo más horrible, la propia Biblia habla de él como una antigua costumbre entre los judíos. El pasaje del sacrificio de Isaac aún hace referencia a eso, puesto que Yahvé, después de pedirle a Abraham el sacrificio de su primogénito, se muestra misericordioso y le perdona la vida a la víctima. Hay que entender que Dios únicamente quería poner a prueba la Fe de Abraham, eso desde luego. La Biblia, hay que reconocerlo, es una lectura inquietante y peligrosa como para que los feligreses accedan a ella sin control o comentario.

De lo que no encontraba referencia en aquella leyenda era de las campanadas, Neira no recogía la superstición popular de la «hora del demonio». He escrito «superstición» y, sin embargo, queridos hermanos, ¿debemos considerarla tal después de lo que mis oídos han escuchado y mis ojos contemplado y no imaginado? Pues fue en una hora fatídica como esa en la que murió mi querido hermano Rafael. Y en esa hora seguramente ocurrieron más cosas en relación con esta historia.

Quise comentar esto y aquel chocante asunto de los sacrificios con Valentín, quizás él supiese de algún escrito que recogiese la leyenda popular con detalle. Pero cuando levanté la vista, él sonreía abiertamente asomado a la ventana, contemplando algo fuera. Mira, mira, dijo él. Me acerqué allí y vi a un chico y una chica, dos estudiantes seguramente, que caminaban bajo la lluvia completamente empapados, los mechones les colgaban chorreando, ofreciendo la cara a las gotas gruesas y verticales de lluvia como si fuese un sacrificio gozoso. La gente joven cómo ha de comportarse, ven tantas películas, dije yo. A continuación aquellos dos se abrazaron y se dieron un beso de esos largos y concienzudos, ya me entienden. Aparté la vista, pero Valentín siguió allí contemplándolos como un niño curioso que descubriese algo. Después, la pareja dio unas voces y echó a correr por un lado de la calle cantando algo en inglés. Cantando bajo la lluvia, dijo Valentín canturreando. Pues, como sabrán, es el título de un musical.

¿Qué, cómo va esa lectura?, me inquirió luego. Yo estaba impresionado y desconcertado por aquella leyenda turbia que hacía aún más siniestro lo que yo investigaba. ¿Qué te parece la historia del hechicero resucitado que desafía al Apóstol? ¿Te interesa?, y lo decía mirándome con aquella ironía suya, como si no fuesen cosas diabólicas e impías. ¿Sabías que el canónigo Casavella también vio resucitar a un hombre? Me hacía pregunta tras pregunta sin dejar de sonreír, como jugando y como si para él todo fuesen fábulas.

Y entonces me preguntó si no me importaba que apagase la luz. Me sorprendió, pero no pude decir que no, y acto seguido apretó la pera de la luz que colgaba sobre la cabecera de su cama. Dijo que a aquellas horas —serían las ocho de la tarde— le gustaba estar así, a oscuras, espiando a la gente que pasaba por la calle. Cada persona tenía una historia; como pasaba tan poca gente por allí tenía tiempo de imaginarlas, escribía mentalmente una para cada desconocido, según me confesó. Los vecinos con sus vidas conocidas no le interesaban. Dijo que cada día escribía un libro de historias que al llegar la noche se desvanecía. Escribía trescientos sesenta y cinco libros cada año, bromeó él. Dijo que vivía como Sherezade, imaginando historias. Ya estaba cansado, dijo. Y añadió que, en la realidad, también debió de llegar un momento en el que Sherezade se cansó y ofreció su cuello al verdugo para no seguir atormentándose cada día. Después, sin venir aparentemente a cuento, dijo unos latines traduciéndolos a continuación. Me sorprendió que también supiese latín. Realmente, Valentín era una caja de sorpresas. «El Apóstol Bonaerges con la gracia de Dios asedia a los perversos magos, venciendo el poder del demonio». Era de un himno al Apóstol en El Beato de Liébaña. Presumió de tener una edición facsímil lujosamente reproducida y encuadernada. Cierto que es como para enorgullecerse de tenerlas, pues cuestan una importante suma de dinero. Yo mismo he solicitado a la editorial que se lucra con esas lecturas una copia del Calixtinus y puedo atestiguar su elevado precio. Afortunadamente, soy un hombre solo y puedo decidir en qué invertir mis ahorros. Y luego volvió a la anécdota que me había empezado a referir anteriormente, la de la resurrección, pues Valentín era así y tenía estas cosas, que lo mismo embestía de frente al hablar de cualquier asunto que daba vueltas y lo esquivaba por los lados. Yo diría que padecía algo del pecado de soberbia y se complacía en confundir con mañas diversas, nacidas de su documentadísima memoria, al interlocutor. Aunque ya digo que, a pesar de sus defectos de naturaleza humana y de la carga de secretos y faltas que se le suponen, creo que, en conjunto, ha sido un buen cristiano, por lo menos en los últimos tiempos. Al menos conmigo lo fue, creo yo.

Naturalmente, estoy convencido de la presencia de lo sobrenatural en los hechos ocurridos de un modo, yo diría, si se me permite, que avasallador, incontestable, sin embargo esta anécdota relativa a una supuesta resurrección presenciada por el canónigo Casavella y referida por el susodicho Valentín, no contrastada ni probada por la Iglesia, debe ser tomada con toda prevención, y así lo aviso de antemano. Vamos con ella.

Si le hacemos caso a Valentín en su relato, las cosas habrían ocurrido de la siguiente manera. En los años de la República, siendo él todavía un hombre joven, había regresado de Brasil con algunos ahorros que invirtió en adquirir un automóvil —uno de los pocos que había en la ciudad— con el cual se ganaba la vida. Aunque él era de convicciones republicanas —parece que simpatizaba con las ideas del entonces alcalde Casal, que luego fue paseado—, mantenía buenas relaciones con el clero, pues le encargaban muchos viajes. Cuando vino el Movimiento, tanto los falangistas locales como otros llegados de Valladolid empezaron a pasear a los rojos, no abundaré en nombres o detalles de estas tragedias que afortunadamente ya han pasado, los caminos del Señor son inescrutables, tragedias que están olvidadas y bien enterradas. Y ojalá nadie las remueva.

Pues bien, resulta que, según el relator de este suceso, el canónigo Casavella simpatizaba, como toda la Iglesia, con la Cruzada contra la República, que es sabido que fue antes que nada rematadamente atea, y en su entusiasmo, eso en opinión de Valentín, participó a su manera en aquellas, llamémosles razias nocturnas, en las que iban a buscar a los rojos a la Falcona, la cárcel local, para pasearlos. El propio Valentín me aseguró que el canónigo no acompañaba a los ajusticiadores a sacar a los reos de los calabozos, sino que acudía directamente a los lugares acordados. Él mismo lo conducía en su coche a través de aquellas noches terribles, procurando quedarse todo lo apartado que podía del lugar para no tener que ver aquellas muertes. Comentó, sin embargo, que más de una vez se vio obligado a contemplar cómo mataban a algún conocido suyo. El papel de nuestro canónigo parece que era el de ofrecer asistencia espiritual a aquellas almas rebeldes, pues entre ellos había algunos que eran católicos practicantes y otros que se arrepentían en el último momento, aunque la mayoría perseveraba en sus creencias e incluso aprovechaban para blasfemar una vez más e injuriar al sacerdote que se acercaba a ellos.

En uno de estos viajes al cementerio de Boisaca, Valentín vio cómo abandonaban en primer lugar el camposanto los hombres armados que venían de hacer su terrible trabajo, mientras su pasajero se quedaba dentro dándoles las últimas bendiciones a los ajusticiados, que eran abandonados allí, al pie del muro, para ser descubiertos a la mañana siguiente por el enterrador municipal. Valentín dice que entonces vio salir una figura que se perdió entre las sombras de unos robles que allí había. A continuación apareció el canónigo y subió al taxi con la cara petrificada por el miedo. En el camino de vuelta a la ciudad, le contó que aquel hombre que había visto salir del cementerio había sido fusilado junto con los otros, él lo había visto morir y rematar, y que una vez que se hubieron marchado los otros se levantó como si tal cosa y lo miró a él, que estaba bendiciendo a un cadáver allí al lado, y se había ido antes de que acabara de darle la bendición. Dijo que el cabello del canónigo se volvió blanco a partir de aquella noche. Y es verdad que yo se lo recuerdo siempre así.

Le pregunté si se trataba del Resucitado, como sabrán mis hermanos es un brujo muy famoso que tiene clientes no sólo de la ciudad y comarca, sino que vienen incluso de lejos en pos de sus hechicerías. Dijo que no, al Resucitado también le quisieron dar pasaporte, me comentó, pero sobrevivió a su fusilamiento, en concreto una bala le traspasó la frente de sien a sien, mas cuando ya lo habían dado por muerto se fue de allí a rastras, como pudo, y fue acogido y curado en una casa de pueblo de los alrededores. Me comentó también que seguramente sus poderes adivinatorios le venían de aquella desgracia.

Insistió en que a quien había visto resucitar el canónigo era a otro y que nunca más se le había vuelto a ver. Yo apunté que por fuerza tenía que ser alguien conocido. Además, si el canónigo Casavella había asistido al fusilamiento tenía que haberlo visto en vida, y él no me supo concretar exactamente quién era, pero sí que pertenecía a una familia local, la de los Mateos. El tipo aquél era un republicanote profundamente anticlerical. Y no se volvió a saber nada de él, repitió Valentín, contemplando la luna que asomaba en aquel momento en que había escampado. La noche era silenciosa y de la casa apenas llegaban los ruidos de la sobrina en alguna estancia viendo un concurso en la televisión con el volumen bajo. Tengo la impresión de que no le había contado aquello a nadie antes y de que se sintió aliviado de poder hacerlo, a lo mejor necesitaba decírselo a alguien antes de morir. El reloj de la catedral dio las nueve de la noche. Es tarde, dijo él, y estoy cansado. En aquella oscuridad aprecié con claridad la fatiga en su voz. A oscuras, su expresión irónica no existía.

Y ésos eran los secretos que unían a aquellos dos hombres, y que están enterrados con ellos. Secretos que yo sé que no van a salir de estas paredes, pues a nadie importan ni ayudan. Y ni siquiera están confirmados.

Llévate la revista, me pidió, y yo se lo agradecí. Me levanté para marcharme y aún aproveché para recapitular con él que había sido con una mujer de aquella familia con quien se había acabado casando un hermano menor del canónigo Casavella. Él no dijo nada. Se quedó mirando el cielo mientras yo volví a darle las gracias y eché a andar por el pasillo oscuro, de tablas que crujían a mi paso. Preferí no despedirme de la sobrina, que seguía viendo la televisión. Qué sabe uno de las tristezas de los demás.

Ya había abierto la puerta para salir cuando recapacité en un hilo que había quedado suelto en nuestra conversación, así que volví a subir. Por la puerta que había dejado abierta se coló un viento frío que me sopló en la espalda, me adelantó y me precedió hasta el cuarto de aquel hombre, del que salía un canto litúrgico y las sombras y reflejos que proyectaba su pequeño televisor. En la pantalla se veían las imágenes de un anuncio de no sé qué modelo de automóvil que serpenteaba por una carretera de montaña visto desde el cielo, cada vez más lejos, con música gregoriana de fondo.

Le hablé a oscuras: Valentín, ¿y entonces lo de los niños…?, me atreví a preguntar. Su figura escuálida, iluminada por la pantalla, estaba encogida ahora bajo el cobertor, el aire frío que yo había dejado imprudentemente entrar había llegado hasta allí, tenía el mando del televisor en la mano. Pensé que no me contestaría, pues aguardó un poco antes de hacerlo y luego me dijo que me llevase un ejemplar de otra revista muy antigua, La Ilustración Compostelana, de 1847, en la que se contenía el relato titulado «El pacto de Mateo», que es sumamente ilustrativo de la antigüedad de este maléfico asunto y de su origen infernal. Ese relato también lo he adjuntado a la restante documentación. No lleva firma en la revista, sin embargo yo, que no soy crítico autorizado, opino que por su estilo debe de ser del mismo escritor local antedicho, el tal Neira de Mosquera.

A continuación, Valentín me sugirió que llamase a la comisaría y que preguntase por su sobrino Francisco y le hiciese esa misma pregunta. De ahí que yo acudiese a aquel lugar. Nada más lejos de mi ánimo que buscarle problemas a nuestra Santa Cofradía. El caso es que, como yo no entendí bien aquel mensaje, que podríamos definir con tranquilidad como críptico, y esperaba una aclaración, me repitió que hiciese lo que me había dicho, que llamase a ese policía sobrino suyo y añadió que le dijese que fuese al Pico Sacro —como saben, el monte próximo a la ciudad, al que más tarde me volveré a referir.

Le pregunté si no tenía un teléfono, pues hoy es raro no tenerlo, y así podría llamar desde allí y se lo podría decir él mismo directamente y de un modo personal a su sobrino policía. Me contestó que para qué iba a querer él un teléfono. Y después dijo, con una voz tan débil que parecía que suplicase: Busca en el Calixtinus las lecciones del Papa León y el Maestro Panicha. A continuación me pidió que lo dejase solo, y noté que ya no tenía aliento para contestar a ninguna otra pregunta. Fue como si se apagase en unos instantes en mi presencia. Y así me marché de aquella habitación que se había enfriado por la corriente de aire que había entrado detrás de mí, guardando con codicia aquella revista y anotando mentalmente aquella alusión al Códice calixtino con la idea de estudiarlo con detenimiento al día siguiente en la biblioteca de nuestra catedral. Y salí a la noche.

En aquel momento había escampado y la noche parecía absolutamente inofensiva, si es que hay noche inofensiva, pues parecen ser éstas las horas que concitan toda tentación y maldad. Ni siquiera dormir nos aparta enteramente del mal que llega con la caída de la tarde, pues también se introduce en nuestros sueños.

Debo reconocer que nunca he conseguido comprender enteramente la presencia del Mal en el mundo, ni para qué sirve dentro de la obra divina. No me parece explicación suficiente que sirva para probar la Fe de los humanos, pues parece que el Mal es una energía que se basta a sí misma para existir, y tiene una fuerza y una extensión vastísima pues llega a todos lados y por todas partes penetra. Y tiene tal empuje que parece talmente una marea del cercano océano, si se me permite la figura, que no es caprichosa.

Quien haya observado los movimientos del océano en nuestras costas habrá visto cómo se retiraban las aguas de la marea derrotadas y cómo unas horas después volvían a subir imperturbablemente a ocupar el territorio que habían abandonado antes. Por no hablar de la bravura de los temporales, que rompen diques y hacen naufragar grandes barcos cada año ahí mismo, ante la Costa da Morte. Recordemos el Titanic. Francamente, bien sé que estos asuntos no sirven de fortalecimiento de la Fe de mis hermanos ni de la mía propia. En realidad, esta obsesión mía de cavilar tanto pone a prueba las creencias, pero me gusta compartir con mis hermanos tanto mi devoción y mi Fe como mis dudas. Y todos tenemos horas bajas.