Ella lo había alejado de allí, de la presencia del Pórtico en el que él había visto aquello que le había dado tanto miedo; verdadero terror, al reconocer en un monstruo de la base del Pórtico la figura de su anillo de plata. Ella lo había llevado casi a empujones hacia su casa bajo la lluvia, sin tiempo de preguntarse nada, con el propósito de no pensar hasta que saliesen de donde estaban, hasta que lo hubiese sacado de allí o de cualquier otro sitio, y lo hubiese puesto a resguardo en la casa de ella, protegido de su propia vida.
Había hecho aquel pequeño trecho sintiendo ella también el acoso de algo que persiguiese a aquel hombre, al que veía unido su destino, algo que también la estaba afectando a ella, pues sentía a su alrededor una opresión asfixiante e incluso le parecía entrever un paño de sombra fugaz en algún ángulo del intenso arroyar, en la penumbra de algún portal, bajo alguna arcada. Sentía rondar una presencia y casi un contacto oscuro.
Cuando al fin consiguió abrir el portal bajo aquel aguacero y empujó dulcemente a aquel hombre joven y alto que se dejaba guiar sin voluntad, vuelto al estado de niño desvalido, miró a un lado y a otro para confirmar la intuición de un perseguidor. Y vio a aquel hombre en el medio de la calle guarecido por un paraguas, bajo aquella cortina de agua. Era un hombre menudo y advirtió que cojeaba, reconoció en su rostro que se sentía descubierto e iniciaba unos torpes movimientos de disimulo refugiándose después en los soportales. Recapacitó inmediatamente, a aquel individuo lo había visto antes aquel mismo día, lo recordaba del restaurante, o quizá de habérselo cruzado por la calle. Verlo allí de un modo tan chocante bajo la lluvia fue más una sorpresa que la confirmación del presentimiento de estar siendo perseguida, aquel hombre de traza inofensiva no podía tener relación con la sensación opresiva que la envolvía desde hacía unas horas, el tiempo que llevaba con Xacobe desde que se habían visto para comer. Unas horas de un tiempo distinto que no parecía responder a las usuales. Unas horas que aparecían teñidas de la luz gris y densa de aquel momento en el que el día se estaba cerrando antes de tiempo.
Sin embargo, aquel hombre con toda seguridad iba tras ellos, lo confirmó claramente cuando se puso a disimular al sentirse descubierto. Estaba pasando algo que tenía que ver con Xacobe, fuera lo que fuese, el embrollo en el que estaba metido atañía a más gente, pues aquel hombre lo seguía. Subieron las fatigosas escaleras de madera ascendiendo hacia el ruido de la lluvia que se estrellaba contra la claraboya y ella se preguntaba en qué tipo de asunto estaba mezclada, quizá tuviese relación con la empresa en la que él trabajaba. Se preguntaba si estaba haciendo bien, pero aquel hombre avanzaba cansado delante de ella, inerme y vencido bajo el peso de lo que fuese, carecía de energía propia, sólo la tenía a ella. Y ella sabía que no podía haber hecho otra cosa.
Abrió la puerta del piso y lo dejó pasar a él delante sin decir nada. Él entró y se quedó inmóvil en medio de aquel espacio que era cocina, comedor y sala, con ventanas hacia dos lados opuestos, y que en aquel momento parecía el puente de un barco en una tempestad. La ciudad estaba encogida bajo aquel cielo que se desplomaba. Aquella penumbra del mundo se juntaría enseguida con la noche, que pronto llegaría en aquella época del año, acabando de ahogar el día. Las nubes negras corrían como atraídas por las torres del santuario, como si éstas estuviesen llamando al mar. O como si del océano llegase un ejército de sombras hacia ellas.
Ella se quitó rápidamente la gabardina empapada por la lluvia y la colgó, luego se acercó a él y con suaves tirones le indicó que se fuese sacando el abrigo mojado, incluso ayudándole ella a desabotonárselo, pues él tenía aún la mirada ausente, la cabeza mojada chorreando agua como una estatua que no sabe defenderse. Cogió del cestón de la ropa seca que aguardaba ser planchada un par de toallas y empezó a frotarle el pelo hasta que reaccionó y siguió haciéndolo él mismo sin energía y pudo ella entonces secarse su cabello corto. Pillarían una pulmonía si no se secaban, pensó ella reproduciendo inconscientemente una de las preocupaciones de su abuela.
—Venga, descálzate, quítate esos zapatos o vas a enfermar —y le indicó que se sentase en el sofá. Él obedeció y se quitó los zapatos y calcetines húmedos con la vista baja—. Quítate también la ropa, hay que ponerla a secar. Te traigo ahora mismo un albornoz mío. No es necesario que vayas al baño a cambiarte, voy yo al dormitorio.
Ella echó en falta el saludo de Trasno, que aún no había maullado ni se había acercado a frotarse contra sus piernas. Estaría encogido en algún rincón, asustado por la tormenta.
Se encerró en su cuarto para cambiarse y se puso a llamar al gato, buscó dentro del armario, que tenía la puerta entreabierta, y no estaba. Al fin lo encontró ovillado debajo de la cama, encogido contra la pared. Estiró la mano para cogerlo pero el gato enseñó los dientes amenazador. Ella se sorprendió, pues nunca lo había hecho antes. De repente, aquella bolita de carne caliente y lana se había transformado en un animal rebelde y extraño, como asustado.
—¡Vaya con él! ¡Qué genio has sacado! Pues allá tú. —Lo dejó estar allí y se levantó disgustada y triste, rechazada por el único ser en quien confiaba. Aquella transformación del animal era una sorpresa desagradable.
Se dio tiempo a ponerse un chándal. No le gustaba la gente en chándal para pasear pero reconocía que era muy cómodo y se lo ponía cuando pasaba el día escribiendo en casa sin salir. Por la ventana de su cuarto entró el flash de un relámpago y se reflejó en el gran espejo del armario empotrado, cegándola. Se estremeció del susto y salió a la sala buscando compañía.
Xacobe estaba sentado encogido y de brazos cruzados, había dejado la camiseta —seguramente el calzoncillo también— debajo de su albornoz beige, tenía los pies descalzos sobre la alfombra y la mirada vuelta hacia dentro. Repicó la primera campanada de las seis de la tarde y se sobresaltó, dirigió la vista a la ventana y luego a ella allí parada, mirándolo a él aterrorizado. El agua golpeaba en los vidrios y el sonido del reloj de la catedral parecía que llegase a ellos flotando sobre un mar aéreo y gris.
Ella cogió del sofá junto a él la toalla y le dio unos masajes enérgicos en el cabello.
—Estás muerto de frío, chico. Te voy a prestar ropa mía, aunque te quede pequeña. —Y él se encogió más aún bajo la toalla, pasando ella a abrazarlo sin saber cómo, atraída irremisiblemente por su debilidad de niño indefenso.
Ella se decía que sentía pena de él, eso se decía, pero no era enteramente cierto. Se sentía atraída, porque también la vulnerabilidad atrae, mucho más si se da en alguien físicamente agraciado. Y él lo era, pues ella había dejado de considerar insustancial su belleza para verla trágica, de parecerle alguien sin brillo había pasado a verlo como alguien que resplandecía de tristeza. Y la fuerza de su atracción parecía ir asociada íntimamente a aquellas amenazas sobre él, amenazas verdaderas. De alguna manera, toda la literatura que había leído y las películas que había visto la habían preparado para reconocer lo extraordinario que había llegado hasta ella. Pero al darse lo extraordinario en su vida real, aparecía de forma confusa, sin perfil claro, no podía interpretar lo que tenía ante sí, solamente sentía la envolvente presencia de lo siniestro y del miedo. Se estremeció contemplando a aquel hombre refugiado en su sofá.
Acabó el reloj de dar sus campanadas y él dejó de temblar en su abrazo. Ella se escabulló inmediatamente de él, era demasiado orgullosa para aprovecharse de la situación.
—No te preocupes, hombre. Ese anillo no es más que eso, un anillo. Y la figura del monstruo seguro que es un motivo común en los talleres de plateros de la ciudad. Probablemente aprovechan las figuras del Pórtico para sus trabajos —decía ella para tranquilizarlo mientras buscaba entre los CDs.
Sus dedos escogieron la Misa de Réquiem de Verdi, pero su boca se torció con desaprobación, aquella música terrible y desesperada era lo menos indicado para aquella situación, no era la banda sonora adecuada. Los dedos pasaron sobre Nuestros padres cazadores de Britten y siguieron, sobre el Barbazul de Bartók y siguieron, sobre la banda sonora de Elliot Goldenthal para Entrevista con el vampiro y siguieron, pararon en otro «réquiem», el de Fauré, éste sí sería apropiado. Y lo colocó en el reproductor.
Un acorde emocionante y después un coro armonioso «Réquiem aeternam dona eis Domine.» La música ocupó el cuarto y empezó a producir un efecto apaciguador en él, le relajó el rostro serenándolo y se encogió abrazándose. «Et lux perpetua luceat eis.» Ella fue al dormitorio y buscó una manta en el armario, se la echó por encima y él cerró los ojos como queriendo coger el sueño.
—¿Y de dónde lo has sacado? —se atrevió a preguntarle, sabiendo que se asomaba al pozo en el que él estaba, fuera cual fuese ese agujero oscuro.
—Me lo han regalado… —contestó él al fin y volvió a cerrar los ojos—. Es mejor que no preguntes. Ya sé que me quieres ayudar, pero no puedes. Nadie puede —bajó la voz, como si fuesen las últimas palabras antes de quedarse dormido.
Ella se sentó en la mecedora y contempló un pie desnudo de él, que se salía de la manta y colgaba del sofá; era un pie hermoso, esbelto. Aquel pie dormido, abandonado a la regresión a la infancia que es el sueño, parecía llamarla pidiendo ayuda. Ella se levantó y fue a cubrirlo con cuidado de que no despertase. Él entonces preguntó desde el umbral del sueño:
—¿Y qué música es ésta tan bonita?
—Un «Introitus» —contestó ella en voz baja, animándolo a dormirse.
—Es música de iglesia…
—Es música celestial para que duermas, anda.
Ella entonó: «Exaudí orationem meam, ad te omnis caro veniet. Requiem aeternam dona eis, Domine: et lux perpetua luceat eis».
—Vaya, qué bien cantas.
—Canté en el coro universitario durante varios años.
—¿Tú vas a misa? ¿Crees en alguna cosa?
—No voy a misa. Y no sé si creo en algo… Duerme un poco, sueña con los angelitos del cielo. Descansa, hombre.
—Para mí no hay cielo… Y mi ángel me da miedo —articuló con voz pastosa.
Ella quiso tranquilizarlo, pero él parecía haberse quedado por fin dormido, esa muerte leve, ese abandono de este mundo, esa pérdida gozosa, ese ensayo de quietud definitiva. Sólo quien conoce la extenuación sabe que el sueño es un éxtasis, una desaparición y muerte deseada. «Es una consumación fervorosamente deseada. Morir, dormir». Él estaba poseído por una fatiga absoluta y yacía allí caído e inerme en su sofá bajo su mirada protectora, respirando suavemente en una tregua para el cuerpo y para el sentido. Ella se sentía un modesto ángel de la guarda en chándal y zapatillas que quería ampararlo de algo que no sabía qué era y que sin duda era más que una complicación profesional o familiar. Aquella escena era como una imitación de Desk set, Su otra esposa, la comedia de Hepburn y Tracy, pero sin la comicidad ni la sofisticación de ésta, todo en aquella situación que vivía era torpe, inconcluso, amargo. Por qué la vida común no tendría aquel toque de gracia que tenían las buenas películas. Se estremeció de frío.
¿Qué familia tendría Xacobe? Se fijó en la mano que agarraba la manta. No tenía alianza de casado. En su lugar, aquel anillo de plata con cabeza horrible de un monstruo medieval sacado del Apocalipsis; la cabeza continuaba en un cuerpo de serpiente que daba vuelta al dedo sin cerrarse. Se aproximó para verlo con detalle y le recordó a la figura que había visto en el sobre encima de la mesa de su despacho el día anterior. Se separó con un escalofrío. El anillo parecía quedarle muy justo en el dedo y clavársele algo en la carne, que estaba enrojecida a su alrededor; puede que la propia plata le causase irritación. Debería quitárselo sin falta, sacarse aquella insignia de alguna cosa siniestra, se le ocurrió la palabra «maldad». En cuanto despertase del sueño se lo diría, si no dormía mucho tiempo podrían ir a la joyería que había enfrente, bajo los soportales, y se lo abrirían enseguida. Mientras, había que dejarlo dormir, dejar descansar a aquel chiquillo que dormía encogido. Y se atrevió a apartarle un mechón negro que le caía por la cara.
—Tengo frío —dijo él entre sueños, ella apartó la mano de su cabeza, sobresaltada, como cogida en falta. Luego acomodó bien la manta bajo el cojín del sofá y se apartó a un lado.
Su ropa mojada estaba caída en un montón informe junto al radiador, la recogió y la colocó de modo que se fuese secando, sus zapatos negros de piel fina también estaban húmedos y los puso debajo de la calefacción. Cogió el abrigo empapado y lo estiró sobre una silla, también en la proximidad del calor. Aquellas prendas que unas horas antes le habían parecido tan ajenas, de un hombre presumido, las consideraba ahora casi con familiaridad, con cercanía.
Se acordó del teléfono móvil, que había dejado finalmente en la entrada. Fue hasta donde estaba y atisbo dentro con prevención, como con miedo a que hubiese un bicho dispuesto a morder. Allí estaba, negro y mate, en el fondo, entre la cartera, un pañuelo, la agenda, la barra de labios de color casi imperceptible, las llaves… Aunque ella sabía que estaba apagado, sabía también que de igual forma había sonado antes. Lo cogió con cuidado, la mano alerta, como si desconfiase de un animal dormido, y entonces comenzó a vibrar, como el contacto del horror y del asco, una espantosa vibración que le ascendía por el brazo y le llegaba al pecho encogiéndole los pulmones y oprimiéndole el corazón. Xacobe se revolvió en el sofá sin despertar. Ella, para dejarlo dormir, con el aparato vibrante en la mano y el brazo extendido, fue a su dormitorio y lo abrió. Preguntó en voz baja:
—¿Quién llama? —lanzó su voz humana e inevitablemente débil a aquel agujero negro que sostenía, y toda la tarde oscurísima de lluvia era una caja de resonancia.
—¿Qué haces, puta? ¿Qué le haces a mi niño? —No había ira ni rencor, no había apenas energía ni sentimiento alguno. Eran palabras casi sin entonación, que llegaban sin ningún hálito, como si llegasen muertas a través del teléfono. Y eso hacía que aquella voz fuese tan siniestra—. Deja a Xacobe en paz. Me pertenece. Apártate de él ahora mismo o iré a por ti, él me pertenece. —Y cortó la comunicación dejando dentro de ella el eco de una voz con acento antiguo, como un mensaje que llegase de algún lugar remoto.
Sin pensarlo, con un instinto animal, escondió el teléfono, envuelto entre las mantas y la ropa vieja, en el armario. Después cerró la puerta con llave. Querría atreverse a arrojarlo por la ventana a las losas cubiertas de agua de la calle.
Regresó mareada a su mecedora en la sala y contempló cómo él descansaba con la boca abierta. ¿Quién era aquel hombre dormido? Aquel muchacho.
Ella acababa de oír la voz del que lo amenazaba, del que lo perseguía, y era una voz terrible. Nunca antes había oído hablar a alguien que no estuviese vivo, a algo que no fuese humano. Pero aquello existía y tenía voz. Encogió las piernas y las abrazó contemplando el invierno en la ventana. Quién le había mandado meterse estúpidamente en algo así, era cierto que era una intrusa. Allí dormía aquel hombre, que en realidad no era más que un niño, indefenso, acosado como un animalito hermoso, un chiquillo asustado que protagonizase un cuento infantil oscuro y cruel.
Estaba escampando e inesperadamente apareció un claro en el cielo justo cuando anochecía, y en el claro se reflejaba la lejana luz del ocaso, allá en la orilla del océano, una luz tan lejana que llegaba pálida y fría. Miró aquel pedazo de cielo que se fue expandiendo y oscureciendo mientras una voz infantil cantaba «Pie Jesu» y ella se acogía a esa bendición que se derramaba queriendo escapar de lo que acababa de oír. Lloró ahogadamente y con vergüenza, aterrorizada por lo que había escuchado, la amenaza de un mundo perverso, y conmovida por la piedad que despertaba en ella la música que la absorbía benevolente y maternal, buscó sumirse en aquellos acordes y en aquellas voces dulces que levantaban a su alrededor un mundo frágil hecho de una promesa de redención.
Las voces cantaron «Agnus Dei», el sacrificio de la víctima, la más espantosa crueldad transformada en alabanza y entrega salvífica, y las lágrimas caían por su rostro inmóvil en un dolor extático. Las limpió con la manga del chándal, un aroma fugaz a suavizante. Había algunas ventanas iluminadas en aquel mar de casas. El perfil de chimeneas y tejados ya había perdido todo el brillo dorado y pálido de aquel anochecer inesperadamente benevolente, era una silueta quebrada azul oscuro sobre la que se levantaban las torres de la catedral. Ella percibió un pequeño movimiento brusco en el bulto de sombras que era aquel durmiente en el sofá, Xacobe había despertado bruscamente. Había sido expulsado de la tregua del sueño a aquel mundo que lo aguardaba.
—¡Eh! ¿Dónde…? ¿Estás ahí…? —dijo desde la penumbra.
—Estoy, no me he marchado.
—¿He dormido mucho?
—Más o menos una hora. ¿Te ha sentado bien?
—Sí. Nunca duermo mucho más de una hora. Desde hace un tiempo siempre despierto con pesadillas. Ya tengo miedo de quedarme dormido. ¿Qué has hecho mientras dormía, has estado ahí todo el rato?
—He estado aquí, sí, todo el tiempo. ¿Te molesta?
—No —contestó después de pensarlo—. Solamente que no estoy acostumbrado a que me vean durmiendo extraños, nadie.
—Entonces, ya no soy una extraña. Alguien te habrá visto, digo yo…
—Qué bien se oye la música, tienes un equipo muy bueno.
—Es bastante bueno, pero si se oye bien es porque estamos a oscuras. Un sentido entorpece al otro, la vista estorba al oído.
—Tienes razón, parece mentira lo bien que se oye.
—La vista pertenece al mundo del día, de la vigilia. Y por el contrario, el oído pertenece al mundo de la noche, del sueño y de los sueños. Y por eso la música es un camino para ese mundo. Por eso el cine usa la música, para que las imágenes sacadas de la realidad se transformen en la materia para el sueño que es la película. La banda sonora es el agua y la levadura para amasar esa harina y que salga pan.
—Escritora, qué bien hablas. Te voy a tener que producir esa película —dijo él bromeando. Se encogió más debajo de las mantas—… Aunque es una historia demasiado tétrica. ¿Y qué música es ésta tan hermosa?
—Es un Réquiem. O sea, un oficio de difuntos.
—Oficio de difuntos, menuda música me pones. ¿No te decía yo que eras un poco tétrica y siniestra?
—¿Entonces, no te gusta?
—Me gusta, sí. No sé cómo me puede gustar la música de cuando te entierran, pero es muy bonita, la verdad.
—No, parece cosa de difuntos porque tú le tienes miedo a la muerte, sin embargo Fauré, el compositor de esta misa, tenía fe, creía en la resurrección, y hace un canto a esa esperanza.
—¿Y tú tienes fe? Quiero decir, ¿crees en Dios, en la resurrección después de la muerte? ¿Crees en los fantasmas, en las almas, en todas esas cosas…?
—Vaya, ya nadie pregunta esas cosas…, hace bastante tiempo que no hablo de religión. ¿Os interesan esos temas a los productores de cine?
—Has sido tú la que has puesto música de misa… Y has sido tú quien ha hablado de la fe del compositor y de todo eso.
—Tienes razón. Yo escucho música religiosa y no voy a la iglesia.
—¿Y por qué la escuchas? ¿Te gusta?
—Sí. Me estás haciendo pensar, condenado. Quieres que traduzca en palabras mis sentimientos.
—¿Y cuál es el problema?
—La música es precisamente lo que no se puede decir con palabras, y además el problema es que no tengo confianza contigo como para ponerme a hablar de cosas así. Hace mucho tiempo que no hablo con nadie de esas cosas de la vida. Puf, desde niña, cuando trataba con mis amigas de los grandes temas, o sea, los chicos y la vida, es decir, el sexo y la muerte.
—Déjate de rollos y contesta.
—Vaya, eres duro de pelar. A ver, ahí va una respuesta. La escucho porque me gusta. Sí. Y supongo que también porque busco en ella momentos así, estar escuchando esa música que me hace sentir bien…
—Sigue.
—Hay algo en la música religiosa que me conmueve. ¿Conoces la Pasión según San Mateo de Bach?
—Debo de haber oído algo alguna vez. Tengo en casa un Mesías de Haendel.
—¿Y no te gusta?
—Estoy poco en casa. Lo he puesto alguna vez, pero la verdad es que cuando llego estoy tan cansado que prefiero tomarme un par de whiskies y enchufarme a la tele hasta quedarme grogui.
—También yo me mazo a veces con la tele… Pues, en esas músicas hay una energía que llega a uno, la energía es la expresión de la fe del compositor. Bach, por ejemplo, es como si fuese un instrumento de esa fuerza, de esa confianza absoluta en que hay un Dios ahí y que se le puede y debe hablar, cantar.
—Qué bien hablas. Y lo más cojonudo es que tienes pinta de no ir nunca a misa…
—Ja, ja, cabrón. Claro que no voy. Dejé de ir a los quince años.
—De eso hace ya bastantes años.
—¿Tanto se me notan, entonces?
—No, mujer. Es que tengo tu expediente en la empresa. Tienes cuarenta.
—Sí. Se puede decir que estoy ya definitivamente en la mitad de la vida, no me puedo hacer ilusiones de que soy una niña, ni de lo que es la vida o de lo que va a ser. Y la última vez que fui a misa fue en el aniversario de la muerte de mi abuela. Murió hace ya quince años, y dejé de celebrarlo a los tres años de su muerte. Fue lo que ella me pidió.
—Y desde entonces escuchas la misa en un disco…
—No seas irónico. Escucho música de todo tipo, pero me gusta la música religiosa, simplemente. Aunque me emociona, no puedo sentir lo que sentía el compositor.
—Te gustaría…
—Sí, me gustaría. Y tampoco creo que los músicos que interpretan la música sientan nada. Igual que los curas que celebran misa y están pensando en lo que van a comer o en lo buena que está aquella feligresa… Sin embargo, es como si el propio lenguaje de la música llevase dentro ya algo religioso que hace que sea indiferente lo que piense o sienta el músico…
—¿También sabes de música?
—Eres increíble… ¿Entonces tú no sabes de nada que no esté relacionado con tu trabajo…? Al fin y al cabo tu trabajo es con el arte.
—No sé mucho… Siempre he sido algo abúlico.
—Pues a mí me gustan algunas cosas… Y pienso en ellas, como todo el mundo. También hay música religiosa sin fe, desesperada. Verdi compuso una misa de difuntos que es terrible…, es la contemplación de la muerte por un hombre que no cree y solamente ve desesperación, o sea, la nada. Música muy tétrica. Y muy religiosa.
—Prefiero no oírla, no podría. Déjame escuchar esto.
—Eres tú quien me hace hablar…
—Y hablas muy bien, ya te lo he dicho. Crees que te lo digo con ironía. Si escribes como hablas, debes de ser muy buena.
—Sí, sí… Si te llego con un guión en el que los personajes hablen tanto o tengan diálogos densos en plan Bergman, me das una patada en el culo. Buenos sois los productores… Y en literatura tampoco se escribe ya así, con párrafos largos y bien enhebrados, tratando de temas culturales y reflexiones hard. Así hablaban los personajes de antes en las novelas alemanas, ahora no hay público para ese tipo de literatura. Si escribo hoy el Dr. Faustus no me la publica ni lee ni Cristo. Vale, vale, ya entiendo, me callo. Anda, escucha la música, productor.
Y él atendía a la melodía.
—Nunca pensé que me pudiera gustar tanto oír música. Tengo que comprar este disco… Boh.
—¿Qué es lo que te pasa, eh? Habla.
—Nada. No voy a comprar nada. No hay nada que comprar… No hay nada. Nada —dijo con la cara sepultada bajo la manta.
—Xacobe, tienes que contarme lo que te pasa… Todo esto es muy extraño, tú eres muy raro. Quiero saber lo que está pasando…
—¿Para qué quieres saber nada de mí?
—Pues, chico, lo cierto es que no lo sé, pero por unas cosas o por otras llevo presenciando cosas raras desde que hablamos ayer en tu despacho, y ahora te tengo ahí encogido en mi sofá, así que me gustaría saber algo de lo que te está pasando.
—No pasa nada —dijo con voz ahogada debajo de la manta.
—Xacobe, no seas niño. ¿Has hablado con alguien de esto?
La manta se movió a la altura de la cabeza, negaba.
—Así que tienes un problema y nadie con quien hablar… Y ahí estás… Mira, voy a pedir una pizza, ¿quieres?
La manta estuvo inmóvil y después se movió algo.
—¿Quieres o no quieres? Di.
—Quiero. ¿Puede ser con anchoas?
—Puede.
Ella se levantó y fue hacia el teléfono, encendió la lámpara de la mesita, su tenue luz parecía ofender aquel momento de sombras cálidas. Buscó el número en la agenda, encargó la pizza y apagó la luz.
—A ver, hombre, cuenta. Aunque sea algo. Estoy dispuesta a escucharte, yo misma he visto que es algo que se sale de lo normal.
La cara de él asomaba aguardando, indecisa.
—Xacobe, joder, no te pido que hagas de Hamlet y me des explicaciones sobre la vida y la muerte, pero tampoco seas crío. ¿Qué pasa contigo? ¿Tienes algún problema familiar, o es de la empresa? ¿Quién te persigue? ¿Es la misma persona que te ha regalado el anillo? Ayer vi el sobre en tu despacho…
Y ella se acordaba de sí misma el día anterior en aquella oficina y era como si fuese una vida anterior a aquella en la que estaba metida, cuando los dos aún eran extraños, ella una intrusa en la vida de él. Ahora él era un refugiado en su vida.
—¿Has leído la carta? —preguntó él sobresaltado y casi sin voz.
—No, no la he leído.
Él no dijo nada, pero pareció aliviado.
—No es que no haya sentido ganas de leerla, pero no me atreví. No llega a tanto mi curiosidad de escritora. ¿Entonces no me la dejarías leer hoy tampoco? Me fijé en el escudo del remite… —e instintivamente miró para el anillo en su dedo, él guardó la mano avergonzado debajo de la manta.
—Ya sé que piensas que te lo debería decir, pero no puedo. No me creerías…
—Mira que soy escritora… Escribo guiones de teleseries en los que ocurren las cosas más disparatadas. Incluso escribí ese argumento de terror que has leído. Soy capaz de concebir lo más increíble, es mi trabajo.
—Precisamente me gustaría saber… Apaga esa maldita música. Es mentira. ¡Tanta dulzura, tanta hostia! Es falso, eso no existe. No hay esa esperanza ni toda esa mierda que vende esa música.
—No te enfades, hombre. —Las voces cantaban «In Paradisum.» Ella la apagó, guardó el disco y buscó algo distinto, instintivamente procuró algo que no prometiese paz, sus dedos encontraron los Kindertotenlieder y los puso—. Eso depende de cada cual, cada uno tiene dentro cosas distintas.
—No me hagas reír. Precisamente me gustaría poder hacerlo, pero me está vedado. Hace meses que no lo consigo.
—¿Y qué te ha dicho el médico?
—Déjalo correr. Disculpa… —Se revolvió en el sofá y dio media vuelta. Continuó hablando de espaldas a ella—: Mi médico no dice nada, no sabe nada. ¿Sabías que el médico al que me toca ir es precisamente un antiguo amigo mío? De cuando éramos niños. Es como volver atrás, a la infancia. Me estoy acordando ahora de una excursión que hicimos a Fisterra con el colegio… Aquel mar allá abajo, como llamándolo a uno, me había impresionado… Recuerdo que este chaval, ese amigo médico, había llorado aquel día. No recuerdo bien por qué.
—Yo, mi infancia la tengo como borrada. Es como si tuviese varios cortes en la memoria. Me cuesta recordar.
—Pues yo siempre he querido averiguar cosas… Y ahora con más motivo, quiero saber por qué me ocurre esto y todo lo demás. No te lo puedo explicar, no es ninguna enfermedad. He ido al hospital por ir, en el fondo sé lo que me pasa. Y allí estaba Boliche de médico, investigando mi enfermedad. Él no lo sabe, pero no puede hacer nada por curarme. Contéstame tú a esto, ¿de dónde has sacado el tema de esa historia?
—Pues se me ocurrió…
Ella fue hasta un pequeño armario junto a la cocina de gas y sacó de allí una vela encarnada, había aprendido, en su primera infancia en Suiza, la creencia de que una vela encendida convoca a los buenos espíritus y crea alrededor un campo benéfico. Ella no podía creer tal cosa, pero era tan hermoso…, y disfrutaba secretamente de la inocencia del rito.
—Ya te lo he contado en el restaurante… Me lo sugirió la propia ciudad, este laberinto de callejas de piedra, como si fuese el laberinto del Minotauro… —Ella seguía dejando que las palabras saliesen del interior de su memoria mientras él se daba la vuelta y se incorporaba en el sofá apoyándose sobre un brazo, la camiseta muy blanca sobre su piel blanquísima, como si nunca hubiese estado expuesta al sol, él atendiendo con sus ojos negros como azabache brillante clavados en ella—. Supongo que esa idea del monstruo en el laberinto me llevó a imaginar a continuación un personaje monstruoso caminando por ellas, callejeando. Un día de llovizna gris, niebla, y un ser reencarnado, un ser insomne, acecha… Todo eso…
Se oyó el sonido sordo de la Berenguela y empezaron a dar las ocho. Ella incorporó aquellas vibraciones al relato.
—El sonido de las campanadas que inunda la ciudad vieja y planea sobre ella… Todo sugiere un conflicto latente entre el bien y el mal. Es una pena que hayan jubilado la vieja campana, pues resquebrajada y todo tañía mejor que esta otra nueva que, según dicen, han fundido en Holanda. ¿Recuerdas la campana vieja?
—Sí. Se oía más, era más solemne. Volviendo a tu historia… De acuerdo, todo eso ya lo sé. Pero ¿cómo se te ocurrió la idea? ¿Oíste algo en algún lado? ¿Algo que haya pasado? —Él se sentó en el sofá cubriéndose las piernas con la manta, tenía los brazos muy largos y delgados, vello negro sobre la carne blanca. A ella se le ocurrió de súbito si sería yonqui, tan escuálido. No tenía marcas en los brazos, podía tenerlas en cualquier otro lugar del cuerpo. Quizá fumase chinos…
—¿Qué pasa, tienes miedo a que sea un plagio? Tengo la historia registrada y no se la he robado a nadie.
—Yo no he dicho eso, mujer, no va por ahí la cosa…
—Hombre, las películas de miedo siempre tienen cosas similares, o hay aparecidos, o sale el demonio, o monstruos… Y siempre hay música tétrica, cómo no, y siempre hay suspense… Si vamos a eso, todas son parecidas: hay un protagonista que es amenazado por algo misterioso, y si es americana, por un psicópata asesino de mujeres… Pero tío, cómo iba a oír hablar de una especie de vampiro en la ciudad…, ¿estás de coña? Es una idea mía. Eso sí, sugerida por la leyenda de la Hora del Demonio, ya sabes, lo de las trece campanadas y todo eso. Ya te lo he contado antes. Pero es una cosa sobre la que no se ha escrito nada.
—De acuerdo, de acuerdo. Entonces no te has inspirado en nada, en ningún suceso, en algo que tú sepas…
—No y no… Recuerdo ahora que hay una canción infantil que viene a cuento de esto, ¿recuerdas aquello de las «Campanas de la catedral»? ¿No sabes?
—No sé, no. ¿Cómo es?
—A ver si me acuerdo… «Cando vén o temporal, cando o demo sopra forte…, tocan doce, tocan trece, os sinos da catedral». Y seguía… «Berenguela, Berenguela, campaniña timbradoira…, se lle fallas ao Patrón, heiche de cortar a corda.»[2]
—No. Nunca la había oído.
—Es que es una canción para cantar saltando a la comba, seguramente tú no jugabas a la comba. Tú jugarías a la pelota, o con las máquinas de matar marcianitos…
—Así que esas estrofas tienen que ver con tu argumento… ¿Y crees que será algo histórico, un caso que se dio en algún momento de la historia de la ciudad? A lo mejor en la Edad Media o por aquel entonces.
—Ni entonces ni ahora, es un cuento de viejas. Una leyenda como hay tantas en Santiago. Toda la ciudad es así, desde el principio, leyendas. —Y entonces recordó algo que había olvidado en la recámara oscura de los sueños—. Ahora que le estoy dando vueltas, me parece que recuerdo algo…, yo he soñado con eso. Tuve pesadillas con esa historia… Debió de ser de tanto darle vueltas, de pensar en ella. Como es tan densa y malvada…
—¿Y has soñado antes o después de escribirla? —Él aguardaba con los ojos y la boca abiertos.
—Después, supongo… Desgraciadamente no se me ocurren argumentos cuando estoy durmiendo. Hombre, siempre hay algo de sueño en esto de inventar historias, ahora que a mí se me ocurren de día. He debido de soñar con ella después de haberla escrito ya…, supongo… Deduzco que tampoco me vas a decir por qué insistes en esto… Ay, qué tonta soy. Ya entiendo…, mi historia no te interesa como productor, sino que te atrae por algún motivo personal.
—No, no, tu historia es buena, muy buena. Da para hacer una película muy interesante y que puede funcionar, el terror sobrenatural vuelve a vender, están volviendo a proyectar El exorcista y todo eso… A mí no me gustan ese tipo de películas, pero funcionan muy bien en taquilla.
—Ya, pero tú no me has llamado porque estés interesado en producirla, sino porque te parece que hay alguna relación con algo de lo que te está pasando. Hablando claro, tú no vas a producir esa película…
Él se levantó como urgido sosteniendo la manta y se acercó a ella, se arrodilló delante de la mecedora y le cogió las manos entre las suyas. Le habló mirándola a los ojos.
—No, te lo juro por lo que más quieras, tienes mi palabra. Me comprometo a producírtela… Si yo no pudiese por cualquier motivo, buscaría otra productora que te la produjese. No te quiero defraudar, perdona. Tienes mi palabra. ¿Me crees?
Sus manos calientes y redondas estaban atrapadas por las de él y no se las soltaba por más que ella hacía por liberarlas, acabó por sonreír. Él no sonrió.
—Vale. De acuerdo, te creo. Nada tenía y nada tengo que perder. Está bien, no hablemos de eso ahora. ¿Me vas a contar al menos algo de lo que te ocurre? Él bajó la vista y despues apoyó su cabeza en el mullido regazo de ella y le abrazó las piernas. Ella hizo lo único que podía hacer, le pasó las manos por el cabello, graso, basto y negro como ala de cuervo. Y se quedaron así, él callado y ella suspirando, acariciándole el pelo y contemplando la noche en la ventana. Las nubes corrían por el cielo llevadas por un viento de abajo contra las torres de la catedral, y llovía, la luna alumbraba las blandas gotas sucediéndose constantes. Sonó el timbre y rompió el momento, Xacobe levantó la cabeza asustado, ella lo tranquilizó pero él ya se había zafado de sus manos suspendidas en el aire.
—No pasa nada, es el timbre. La pizza.
Y como él siguiese atento buscándole algún otro significado a aquel sonido, aguardando alguna cosa mala, ella lo tranquilizó.
—Es la pizza que hemos encargado. Verás. —Ella se levantó con cuidado, deseando que él se quedase allí como estaba, arrodillado y abandonado a sus caricias. Fue hasta el telefonillo viendo de reojo cómo él se incorporaba y volvía a sentarse en el sofá—. ¿Quién llama?
—Soy de Compospizza —dijo una voz. Y ella abrió el portal.
—Vamos a hacer una cosa. —Y buscó en un cajón de su mesa y sacó una cajita de madera negra, la apoyó en la mesa baja que había frente al sofá—. Vamos a liar un peta. Es maría…, ¿quieres?
Él se encogió de hombros indiferente, ya volvía a ser un niño desconcertado, como si hubiese sobrevivido a un naufragio y lo acabasen de recoger del mar. Los dedos de ella liaban con maña y no podía evitar preguntarse qué quería, qué era lo que ella pretendía en aquel momento. Bien lo veía, él se dejaba hacer y era ella quien lo tenía allí, envuelto en cuidados, siendo guiado por ella. Acabó de liar el canuto cuando las pisadas del chico de la pizza se aproximaban. Cogió dinero de un cajón y se dirigió a la puerta del apartamento cerrándose bien la chaqueta del chándal.
El chico venía con el casco en la cabeza, el casco y el buzo impermeable completamente mojados, cogió el dinero que ella le daba y le ofreció la caja de cartón caliente con la pizza.
—Espere —dijo y se bajó la cremallera del chubasquero, metió la mano y extrajo un sobre blanco—. Esto es para usted.
El sobre en la mano del muchacho, que dentro del casco aguardaba a que lo cogiese. No tenía nada escrito.
—Me ha dicho un hombre que se lo entregase. —La mano con el sobre ante ella insistía en que lo cogiese—. Un señor, ahí frente al portal…
Ella lo tomó e inmediatamente sintió en la mano un peso y una opresión. Ya bajaba las escaleras el chaval de vuelta con una prisa culpable, la de ser mensajero de alguna cosa mala. Ella le dio la vuelta al sobre lentamente y allí estaba aquel mismo grabado, una especie de monstruo antiguo que recordaba a una serpiente. Miedo y grima. Lo escondió en un bolsillo del chándal, el suelo de madera del umbral de la puerta estaba mojado del agua que le había escurrido al repartidor de pizza, y cerró la puerta mareada.
Él estaba de espaldas parado delante de la ventana, contemplando la noche de lluvia. Ella aprovechó y guardó el sobre en su mesa bajo unas hojas del borrador de un cuento que había escrito para un concurso. Dejó la caja de la pizza en la mesita y cogió el canuto y un mechero, se acercó a él y con disimulo inspeccionó abajo la calzada en sombras y brillante a causa de la lluvia, no había nadie. Las calles estaban barridas de gente. Se abrazó y frotó los brazos para espantar la humedad y el miedo. Encendió el cigarrillo, tragó hondo el humo verde. Ella sentía que en aquel momento eran dos contemplando aquella noche. Lo veía a él de perfil allí, mirando aquel murallón de nubes, la luna apenas conseguía asomar su resplandor antes de ser tapada de nuevo. Le pasó el cigarrillo, él lo tomó como falto de costumbre, aspiró hondo, la punta ardió, y habló mientras expiraba el humo.
—Hace bastante tiempo que no me fumo un porro. Debe hacer cinco o seis años. Desde que trabajo, creo… Yo me metía coca… Bastante.
—La coca es dura, despiadada. Vale para tu trabajo, para atacar. A mí no me vale, no sirve para crear. Crear requiere tiempo, y melancolía.
—Lo dejé cuando empecé a encontrarme mal. Desde hace cosa de un año empezó a hacerme daño todo. Dejé de meterme cualquier cosa. Y aún así… En el último año he dejado muchas cosas. He cambiado mucho.
—Estás mal, hombre. También este tiempo, este invierno está siendo terrible. Mira allí, ¿ves aquellas lucecitas? Son las antenas del monte Pedroso, por allí viene el vendaval. Allá atrás está el océano, de allí viene toda esta agua y este viento, es el océano que ataca.
—Este año es demasiado. Parece un castigo…
La campana dio la media de las ocho.
—Habrá que meterle el diente a la pizza antes de que se enfríe —dijo ella, que había sentido el impulso de cogerse del brazo de él y lo había resistido.
—¿No tendrás una Coca-Cola? —preguntó él.
—No me jodas tú con la Coca-Cola como los niños, no uso de eso. No le doy un duro a esos cabrones. ¿Quieres una cerveza o vino?
—Ya entiendo, hay que beber como los hombres… ¡Aguardiente! Venga una cerveza, pues. Abajo el colonialismo.
Comían con avidez, acuclillados a ambos lados de la mesita baja, intercalando caladas del canuto y pasándose la única lata de cerveza que tenía ella en el frigorífico. Él eructó y ella se rió. «Detente instante, eres tan hermoso», la frase del Fausto le vino a la mente pero no quiso pronunciarla, no quiso que también él se percatase de lo huidizo de aquel momento en el que parecía estar a gusto. Ella se esforzó en prolongarlo, en alimentarlo y comió más de aquella comida untada de grasa y de sabores fuertes, fumó y guardó el humo dentro, como si pudiese evitar que llegase el momento de salir, y bebió la cerveza compartida. Afuera empezaba a ulular el viento y la lluvia volvía a arreciar en los tejados y en los cristales. Ella eructó y se rió. El quiso sonreír también, pero no fue capaz. Y ella no soportó más aquello y se dijo que estaba harta de sentir lástima y se puso al otro lado de la mesa junto a él y lo abrazó, su cabeza contra su pecho, y él se dejó hacer e incluso se abrazó a ella. Ella le dio besos en el cabello negro y le pasaba los dedos por él y entonces cogió su rostro con las manos y lo besó en las mejillas y lo lamió, y luego lo besó en la boca y él se dejaba. Las gotas de lluvia enviadas por el viento chocaban en los vidrios y ella lo separó de su cobijo contra sí y se bajó la cremallera del chándal ofreciéndole sus pechos grandes y luego le atrapó la cara y se la llevó hasta ellos para que mamase. Él fue conducido allí y puso su boca en el pezón y lo intentó. Y no podía, no podía. Y rompió a sollozar allí contra el pecho de ella. «¿Qué tienes, chiquillo? ¿No mamas?». Y ella lo apartó despacio con cariño, con vergüenza de sí misma y con lástima de él. «¿Qué te ocurre? ¿No quieres?».
—No puedo —dijo él entre lágrimas—. No puedo. Desde hace un año no soy capaz de hacer sexo. No sé qué tengo, los médicos no encuentran lo que me pasa.
—¿Qué es? ¿Un problema psicológico? ¿Tienes una depresión…?
—¡Qué coño voy a estar deprimido…! No sé cómo contártelo… No procede de dentro de mí, viene de fuera. Es una fuerza que no me suelta, que me oprime, que me hace oír voces… Y que desde hará cosa de un año hace que tenga asco de estar con una mujer.
—Vaya… —dijo ella y cerró bien el chándal—. Perdona.
—Perdóname tú a mí. No tiene nada que ver contigo. No sabes cuánto lo siento, no lo sabes bien. Por primera vez tengo vergüenza de mí. Hasta ahora sólo sentía lástima, ahora tengo vergüenza de decirte esto. De haber sentido así. Ahora mismo sólo desearía quererte, abrazarte. Pero…
—¿Todo eso que te pasa tiene relación con ese anillo que llevas en el dedo? —Y él escondió la mano atrás avergonzado—. Cuéntame lo que te pasa, ¿quién te quiere hacer daño? Dímelo a mí.
—No te lo puedo decir. —Y la miraba como viendo en ella el futuro, como si ella fuese un espejo en el que, en vez de verla a ella o a sí mismo, apareciesen fantasmas confusos—. Presiento que se abatiría sobre ti el mismo castigo. No, no puedo. Debo hacer lo que me mandan.
—¿Quién te manda?, dime quién. ¿Quién es él? ¿Qué quiere que hagas? ¿Por qué no te deja estar con otras personas?
—Me quiere para él solo, me quiere suyo, no quiere que le pertenezca a nadie. Que nadie tenga poder sobre mí.
—¿Quién coño es? ¿Son tus jefes? ¿Es la empresa?
—No, no es tan sencillo. Aunque a lo mejor también la empresa. Pero no es tan simple. Es alguien…, más bien algo… Algo que habita aquí, en la ciudad.
—¡Pues entonces, vete! Márchate de la ciudad. Coge un avión y huye lejos.
—No podré hasta que cumpla lo que se me pide. Luego, quizá me dejen ir. Me han hablado de un ascenso, ascender en la compañía con un puesto de mucha más categoría… Me lo han prometido, no lo comentes… Pero bien veo que, precisamente, hasta que no haga lo que quieren de mí, no podré marcharme. ¿Sabes que hace dos meses, después de dar mil vueltas y vencer mil obstáculos conseguí que me concediesen quince días de vacaciones? Quería irme lejos, olvidarlo todo. Llegué al aeropuerto y empecé a encontrarme mal, fatal.
—No fastidies…
—Me bajaron desde allí en ambulancia al hospital. Cuando llegué ya estaba bien. En urgencias no tenían ni idea de lo que me había ocurrido. Dijeron que probablemente había sido una bajada de tensión, o un corte de digestión…
—Y a lo mejor lo fue…, tú qué sabes.
—No, no lo fue. Me tienen atado. Es una especie de brujería.
—Ven. Yo te soltaré. —Se acercó a él y le agarró la mano primero y después el dedo del anillo con fuerza—. Tira tú de tu lado. No pongas esa cara y tira. ¡Fuerte! ¡No tengas miedo! ¡Más! ¡Aguanta, coño! ¡Ahora! —Y la mano de ella le arrancó el anillo.
Allí estaba, en su palma. Sin vacilar fue hasta la ventana, la abrió y arrojó aquel aro a la noche y a la lluvia. Cerró con fuerza, suspirando. La mano de él sangraba.
—Ay, lo siento. Disculpa, no te he querido lastimar. Ahora mismo le ponemos agua oxigenada…
—No, no. Deja, deja. —Y cogió la mano de ella para retenerla junto a sí. Ella se llevó aquel dedo a la boca y lo chupó.
—Déjame que te abrace. —Y ella lo abarcó todo con sus brazos redondos, tocándole las costillas en la espalda—. Yo te ayudaré, no te preocupes, descansa, no pienses… —Lo arrullaba como a un niño, aquella cabecita llena de miedos y sufrimiento, cuando un golpe de viento, un estallido, reventó la ventana, el cristal saltó en pedazos por todas partes salpicando la salita, y la noche con su aire frío y cargado de agua entró en tromba.
Después del estruendo sólo se oyó el canto siniestro del temporal que penetraba en la casa desde el océano y formaba un remolino en la estancia revolviéndolo todo. La vela se había apagado y yacía caída en la mesa. Los dos aturdidos y abrazados, ella dando la espalda al temporal.
—¡Ahí está, ahí está! ¡Es él, es él! Es él quien lo ha hecho. Ya te lo he dicho, no me suelta.
—No dejaré que te haga daño, no se lo permitiré. —Y se echó sobre él inmovilizándolo y consolándolo, cubrió su cuerpo largo y delgado con el suyo, ancho y redondo.
El brazo derecho de él empezó a apartarla como con rabia, pero ella lo miró a la cara y lo que vio allí fue dolor y desvalimiento, apartó aquel brazo, lo inmovilizó con el suyo y lo besó por toda la cara hasta que él se fue callando y ya no escuchaba los ruidos de la tormenta que empapaba la sala. Ella le desató después el albornoz con cuidado y luego abrió el chándal para que sus cuerpos se tocasen. Se apretó contra él, el oído en su pecho escuchando los latidos en aquella caja de resonancia, golpecitos cálidos y débiles, ecos asustados en una cámara oscura.
En el reproductor de música la soprano cantaba In diesem Wetter contra el aire y la lluvia mientras ella le besaba el pecho a él y poco a poco iba sintiendo que el deseo se unía a la compasión y al miedo: «Con este mal tiempo, con esta tormenta, nunca dejaría a mis niños fuera, tendría miedo de lo que les pudiese pasar, esos pensamientos son ahora vanos». Aquel canto le oprimía el corazón, y lo abrazó con más fuerza.