Ya había abandonado yo aquella tarde mis oficios como investigador, permítanme que le haga aquí una breve loa pues es una actividad bien poco estimada para lo importante que es. Supongo que los policías y detectives deben estar protegidos por el arcángel san Miguel o por san Jorge, es algo en lo que nunca había pensado antes de aquello, pues su trabajo es de verdadero ángel de la guarda y de guerrero protector. Me encontraba yo, pues, ya reincorporado a las actividades que me eran propias y en las que me sentí siempre a gusto, pues en la humildad de mi oficio encontré el modo de servir a Dios a través de nuestro Apóstol. Y, aunque recé una breve oración de gracias dirigida al arcángel san Miguel antes de volver a mi mesa de trabajo, debo decir que no conseguía centrarme en mi labor, pues mis manos estaban perezosas y distraídas y no conseguía fijar la atención en aquella talla que tenía delante, ocupada como tenía aún la mente en aquel turbio asunto. Es una gran verdad que si queremos obtener resultados en cualquier actividad, ésta nos pide una entrega absoluta, impidiéndonos diversificar la atención. Quiero decir que tenía la cabeza ocupada por aquel asunto y no había manera de que me concentrase como era debido en mi oficio de siempre.

La figura que tenía delante en mi mesa de trabajo representaba una idea original mía. Como es sabido, la iconografía jacobea prácticamente se reduce al Señor Santiago en traje de peregrino. A mí, para ello, me gusta imitar el modelo en plata donado por Jean de Roucel y su mujer en el siglo XV, guardado en la Capilla de las Reliquias. También aparece como el Matamoros que fijó para siempre el gran Gambino en el siglo XVIII, hoy este último un poco dejado de lado por motivos seculares desde que murió el Caudillo. A mi modo de ver, este abandono del Matamoros ha sido una equivocación pues, si hablo desde mi oficio, es el que permite los mejores resultados plásticos, el caballo de patas erguidas, el brazo alzado del Apóstol amenazante, las cabezas sarracenas con rostros agonizantes… Y por otro lado, quién sabe si no volverá el tiempo de las Cruzadas contra los musulmanes, aunque hoy sería con armas modernas, claro. No obstante, aun en el caso, Dios no lo quiera, de tener que invocar la imagen del Apóstol contra el infiel, aquél debería ser representado siempre con la espada tradicional, pues un arma moderna, tipo ametralladora, la considero inapropiada y carente de valor plástico.

Pues, como decía, la figura con la que estaba era la que tengo actualmente en mi escaparate como reclamo, supongo que mi empleado Serafín la mantiene allí, y que no está a la venta dada la significación que tiene para mí. El Apóstol está a caballo, ambos en plata, caballo y caballero, pero el animal no pisa las cabezas de los derrotados seguidores de Mahoma, como en la de Gambino, sino que con un largo rayo a modo de lanza en zigzag, también de plata, alancea la figura de un monstruo con cuerpo de reptil o culebra gigantesca. Bien sé que es precisamente una transposición de las representaciones de san Jorge, pero también se puede comprender que el cambio del enemigo representado es una transposición natural del enemigo histórico, los islamitas, al enemigo espiritual, el diablo, el Enemigo por antonomasia. Así pues, el Hijo del Trueno, el mismo que venció al hechicero Hermógenes en su Palestina natal, igual que sus discípulos Atanasio y Teodoro vencieron a aquellos toros salvajes que les puso delante la perversa reina Lupa, adoradora de los dioses oscuros anteriores a la llegada de la luminosa palabra apostólica, pues así mismo nuestro Santiago vencerá en el nombre de Dios al Maligno acechante.

La lectura asidua del Códice calixtino y demás lecturas apostólicas, práctica hoy en desuso, es una fuente de inspiración cristiana para mí como modesto artista y como servidor de nuestro Sepulcro. No me canso de reiterar, queridos hermanos cofrades, que en nuestras reuniones debería haber un momento siempre, preferentemente al comienzo de la sesión, que dedicásemos a la lectura de algún fragmento del Calixtino o de algún otro códice, y aprovecho para repetirlo aquí. Aunque la tradición jacobea ha evolucionado, cierto, y no todo en ella es claro. Por ejemplo, en El Beato de Liébana, figura un himno para la fiesta de nuestro Patrón que especifica que igual que son doce los apóstoles de Cristo y doce los meses del año y doce las divisiones mayores de la esfera del reloj, pues también son doce las piedras sagradas. Y enumera: ónice, ágata, berilo, zafiro, carbúnculo, amatista, sardónice, topacio, esmeralda, jaspe, turmalina y crisólito. ¿Y el azabache, dónde está nuestro azabache? Yo digo que el Beato, que fue el verdadero descubridor del sepulcro apostólico en tierras de la Gallaecia, para salvación de España y de Europa, olvidó el divino azabache. Pues es el azabache la piedra de nuestro Apóstol, ya que él está enterrado en una tumba honda y oscura, también el azabache es el carbón de las profundidades y también el negro azabache tiene la dureza de la Fe de nuestro Apóstol. De manera que a veces hay cosas de la tradición que merecen algún matiz. Como esta reivindicación del azabache, que siempre fue estimado incluso por sus propiedades curativas y mágicas, y que, como tantas cosas valiosas y antiguas, está desapareciendo, cada vez es más escaso en estos tiempos en los que todo lo antiguo parece en peligro de extinción.

Claro que, para tener unos minutos en cada reunión dedicados al estudio de la tradición jacobea y de sus fuentes, los hermanos deberían llegar a su hora y venir con menos prisas, pues la defensa de la Fe no casa bien con las fuertes ataduras de los asuntos mundanos y domésticos. Bien sé que yo, por mi condición de soltero y sin personas a mi cuidado, dispongo de más tiempo que otros hermanos; aun así, cómo no echar de menos un poco más de militancia en quienes nos decimos cruzados apostólicos, descendientes de la antiquísima orden de los Caballeros Cambiadores.

Así pues, en aquel instante, aquella tarde en mi taller, estaba yo indeciso y no sabía qué forma había de tener la cabeza del monstruo. Como bien saben ahora mis hermanos, finalmente acordé darle la traza de una de las figuras grotescas que el Maestro Mateo talló en el pie del Pórtico de la Gloria. Sé que, como en otras ocasiones, no me va a ser reconocido, pero me parece acertada y premonitoria aquella representación de la lucha entre el Apóstol y el Mal.

No puedo dejar de pensar que, como cruzado apostólico, y también como modesto artista, fui visitado por intuiciones o recibí mensajes para participar en ese combate entre el bien y el mal en nuestra ciudad. No quiero dar pábulo a los dimes y diretes que inevitablemente existen en Santiago y también, pues somos humanos, en nuestra Cofradía, y por eso remarco que no me considero un elegido. Quizá la Divina Providencia haya mandado avisos, reclamos a otras personas también devotas y de corazón limpio, mas lo cierto es que colijo que esos mensajes no fueron atendidos o ni tan siquiera oídos. Y es que el ruido que nos envuelve y dentro del cual vivimos en nuestro tiempo impide el silencio necesario para oír dentro de nosotros las voces divinas que nos hablarían y nos guiarían si no viviésemos en este mundo profano. No, no es que Dios no nos hable, es que con el ruido no conseguimos oírlo. O no queremos escucharlo, hermanos.

Y hablando de ruido, fueron precisamente las voces y el estruendo desafinado de un bombo y una trompeta mal tocados por una cuadrilla de máscaras los que me hicieron levantar la vista de la escultura que contemplaba, aguardando la inspiración, y mirar la plaza en la que aquellos caballos de piedra de la fuente arrojan agua eternamente para saciar la sed de los santiagueses y de los que acuden al Sepulcro. Entonces vi, por detrás de aquellos estafermos y espantajos carnavalescos que me habían molestado y que profanaban el ritmo y la melodía de los instrumentos, al citado Xacobe Casavella, acompañado de aquella misma mujer con la que lo había visto antes en el restaurante. Habían cruzado la plaza dirigiéndose hacia la basílica.

No lo dudé un instante, arrojé las herramientas y dejé a mi empleado Serafín al cuidado de la tienda para poder seguirlos. Para mí, aquella visión era como ver al zorro entrando en el gallinero, el mismo Mal dirigiéndose a cumplir sus designios. Cogí un paraguas, pues en aquel momento empezaba a llover de nuevo y parecía, además, que iba a caer una buena tormenta, y salí viéndolos entrar a los dos en el templo por la Puerta de Platerías. Aquellos primeros goterones espantaron a las máscaras y detrás de mí volvió a reinar el silencio en la plaza.

En la puerta estaba apostado un mendigo adicto a las drogas que acostumbra ponerse allí por las tardes, pues por las mañanas está una niña gitana desequilibrada. Cada vez que entramos en las iglesias y pasamos por delante de estos desgraciados vagabundos, debería renacer en nosotros la decisión de cristianizar esta sociedad que crea personas así, hundidas, confusas y sin esperanza de salvación. ¿Cómo sería ver una radiografía del alma de estos seres? Calculo yo que serán como los pulmones de un fumador inveterado. El tal mendigo esta vez no estaba en actitud de pedir y había entrado en el portal, mas no para abrigarse de la lluvia que caía verticalmente golpeando las losas del suelo, sino que estaba allí, encogido de frío, acechando por la puerta abierta hacia dentro del templo. Al verme entrar, con aquellos ojos asustados, dijo algo así como «un hombre…» y señalaba hacia el interior, aquel desgraciado había visto algo que lo había asustado. Cuando yo le requerí algo más concreto, él se encogió de hombros y se fue como escabullándose, prefirió abandonar el portal bajo aquella lluvia inmisericorde antes que quedarse allí y ser testigo de alguna cosa comprometedora. Algunas gentes tienen un instinto para detectar el delito y el pecado.

Penetré en nuestra basílica, en la cual, por resultarnos a algunos tan familiar, ya no nos fijamos, y sin embargo en aquella ocasión me pareció que era como si entrase en su interior por primera vez. A lo mejor fue la conciencia de que había una amenaza profanadora dentro, y eso me hizo sentir con claridad cómo esta catedral nuestra es un lugar singular, me hizo recordar que es un lugar diferente del mundo profano que la rodea. Y así sentí, como con una sensación nueva, que entraba en una sagrada gruta dedicada al culto a una tumba sagrada, y los olores que me llegaron me parecieron los de la divina y suave putrefacción, y que aquel fresco que me envolvía nacía de la cueva venerada. El Mal llegaba de la mano de los profanadores de tumbas. Caminé presuroso por sus naves valiéndome del paraguas, que tenía la virtud de ayudarme a caminar con ligereza pese a mi cojera, pero también tenía el defecto de que resonaba intermitentemente en el mármol del suelo llamando la atención sobre mí de los escasos devotos que rezaban.

Allí estaban los dos, parados ante mí en la nave lateral, al pie de uno de los enormes pilares. Parecían estar considerando a unos peregrinos sentados, con la impedimenta de su viaje al lado en el banco, y que tenían la vista concentrada en el altar mayor que preside la efigie del Santo Patrón. Eran un hombre y una mujer mayores, parecían extranjeros. Seguramente habían llegado caminando desde Roncesvalles o Somport hasta aquí y ahora contemplaban lo que habían venido buscando, oraban en un éxtasis que les hacía ver dentro de sí las gracias que derrama nuestro Apóstol; eso se veía claramente en sus rostros, tan serenos. Siempre he tenido envidia de los peregrinos, una envidia piadosa, pues los que somos de nuestra ciudad ya nunca podremos peregrinar aquí y descubrir el milagro que nos aguarda, eso es algo reservado para los de fuera. Ya digo que mi sueño es, en una vida futura, si esto no fuese una creencia pagana, nacer en otro lugar, no ser santiagués, para poder venir caminando hasta aquí. Claro que también le pediría al Señor Santiago que, para esa nueva vida futura, reparase antes mi pobre cuerpo dañado, como le he pedido tantas veces, pues así, dependiendo de la diálisis cada pocos días para malvivir, no podría atravesar los montes y los yermos bajo la nieve, la lluvia o el sol, para postrarme ante él. Tengo que conformarme con haberlo servido modestamente desde mi puesto de centinela, pues no parece estar en sus designios que mis peticiones sean escuchadas.

Como he dicho, allí estaban aquellos dos mirando con curiosidad a la pareja de peregrinos que oraban ensimismados, ajenos a todo lo que no fuese su contemplación sagrada. Me adelanté sin apoyar en el suelo la punta del paraguas para evitar llamar su atención, tratando de escuchar lo que decían.

Y así, acercándome bien, oculto por una columna, pude oír con verdadera sorpresa por mi parte que él decía que daría todo lo que tenía por ver y sentir lo que estaban viviendo aquellas personas orantes. Ella entonces le preguntó que por qué y él tardó en contestar, pero luego dijo que era porque ellos tenían esperanza, porque creían que su vida podía ser salvada. Entonces ella habló de nuevo y, aunque casi no la pude oír, entendí que quería saber a qué se refería él con lo de salvar la vida. Él dijo algo así como que el único modo de hacerlo era dándola, y ofreciéndosela a alguien que te aportase luz y no oscuridad. Tomé nota mentalmente con mucho asombro de aquellas palabras, que parecían más propias de un devoto de Dios que de un siervo del Maligno. Su acompañante también parecía extrañada y le preguntó si él era una persona religiosa —de lo que deduje que no tenían mucho conocimiento el uno del otro— y él le contestó que desde niño nunca lo había vuelto a ser y que ahora era demasiado tarde para buscar la salvación. Y debo añadir que me pareció que lo decía con verdadera tristeza, y casi casi con desesperación.

A continuación reanudaron su paseo, pues paseo era ya que no rezaron en ningún momento, y llegaron al Pórtico de la Gloria, el cual en aquel momento sólo era observado por dos jóvenes con cámaras fotográficas ya que estábamos en temporada baja de turismo, la más propicia para la oración en la basílica y el estudio de las lecciones divinas que proporciona la obra que nos legó Mateo, con independencia de las intenciones últimas o pecados del autor. Al pasar por delante de la figura de Mateo, el Santo dos Croques, el tal Xacobe le pasó la mano distraído por la cabeza.

Estaba también una mujer de las que trabajan en la limpieza del templo y que se dedicaba a barrer con desgana en un rincón. Me acerqué a ella, pues la mujer, Carmela, no diré su apellido, es conocida mía, ya que es de mi barrio y su marido, en paz descanse, trabajaba en el concesionario en el que compré mi automóvil hace ya casi veinte años, y le comenté de manera familiar generalidades acerca del aguacero que caía en esos momentos fuera y nimiedades semejantes, pues de ese modo podría mantenerme cerca de aquellas dos personas pasando inadvertido.

La luz vespertina, muy oscura, pues la tarde estaba cerrada con aquellas nubes negras que descargaban agua con fuerza, entraba densa y alumbraba el arco lateral derecho en el que se representan las torturas de los condenados, destacando el relieve de un monstruo que devoraba a un hombre. Imaginación temible, casi diría que perversa, la de Mateo.

Y uno, considerando las cosas ahora, piensa que dentro de todos los artistas, aun de los más devotos, tanto entra la piedad como la rebelde impiedad. Porque en la imaginación caprichosa de quien imagina también cabe el crimen más nefando, los artistas ponen en peligro su alma y también las de los demás. Justo es que se les vigile y se les sujete la imaginación. El caso de Mateo, como comprobé de sobra más adelante, es un buen ejemplo; la misma estatua que osó levantarse a sí mismo en lugar santo ya es una aberración por mucho que se represente arrodillado en un gesto de falsa humildad, que falsa resultó ser esa devoción. La imaginación enfermiza, unida a la vanidad extrema, pueden conducir a un artista a la rebeldía y a los abismos. Siempre desconfió la Santa Madre Iglesia de los artistas, y con razón, pues en ellos anida siempre una amenaza para la Fe. Y digo esto sabiendo la parte que me toca, pues no considerándome artista —no quiero despertar las burlas de mis hermanos—, sí que modestamente sirvo a la Iglesia con las viejas artes de los figuristas.

Y valiéndome del disimulo, dándole carrete a aquella limpiadora, pude atender algo a la conversación de ellos dos mientras consideraban aquella imaginería que tiene zonas de gran serenidad y zonas que infunden verdadero terror, podríamos decir que sombrías. Ella, la acompañante, parecía conocer bastante bien la catedral y el Pórtico, mientras que él parecía ajeno a ese conocimiento, como si nunca hubiese levantado la vista del nivel del suelo, en el que está la figura arrodillada de Mateo. Ella aventuró la consabida interpretación del Pórtico como representación del Juicio Final, señalando que arriba estaba el mundo divino y abajo los monstruos. Entonces él preguntó que dónde estaban los que aún no habían sido juzgados y ella contestó que estaban en el medio, separados del cielo por el espacio infinito y por el juicio divino, y aupándose sobre el lomo de los monstruos, más o menos habló así, con palabras muy hermosas que entonces supuse que no debían de ser suyas. Por entonces aún no sabía que era escritora. Y me pareció una respuesta muy acertada que resume la condición humana antes de la redención por Cristo.

El repuso que así se encontraba él. Me pareció que se situaba fuera de esta humanidad redimida, como si él se sintiese fuera de la Salvación que derramaba la figura de Cristo desde lo alto, elevada en la majestad sobre la serena figura de Santiago, tantas veces imperfectamente reproducida por mí en el azabache nacido de la profundidad y en la plata lunar.

Y luego ocurrió algo que no pude percibir correctamente, pues debo decir que mi táctica de acercamiento a aquella mujer que limpiaba, por intentar disimular, se volvió en mi contra, ya que dejó de barrer y me preguntaba constantemente sobre aspectos de mi vida, como si ésta le importase. Y debo decir que lo hacía acercándose a mí de un modo que me desconcertó, pues había olvidado, por su edad y por su condición de viuda desde hacía pocos años, que al cabo era mujer y que en su condición femenina está el ser carne antes que nada.

Y digo que me sentía yo algo incómodo y perturbado por su acercamiento cuando ocurrió algo extraño, pues pareció que el tal Xacobe reparaba con gran atención en una de las figuras de monstruos que están en la base y como si eso lo conmocionara en gran medida, entonces su acompañante se aproximó a él y le cogió la mano y también se sorprendió de algo. En ese momento, el tal Xacobe comenzó a llorar, a sollozar, y eso hizo que tanto los dos jóvenes que estaban haciendo fotos como Carmela y yo mismo nos fijásemos en ellos, pues la acompañante reaccionó abrazándolo primero para consolarlo y luego lo empujó suavemente, llevándoselo de aquel lugar.

Y así salieron de allí, ella abarcándolo con un brazo, aunque era más baja que él, como si él fuese un niño pequeño. Dejé quedar a la limpiadora, confuso por lo que les había visto hacer a aquellos dos y también por la situación en la que me había visto implicado con aquella mujer. Incómoda e inesperada situación que me demostró nuevamente que la lascivia no necesita mas que de sí misma, pues malamente mi pobre y sacrificado cuerpo podía estimular el apetito por el goce en aquella mujer, en la cual, pese a todo, seguía emergiendo la pasión más baja.

Y dicho sea de paso, tampoco entenderé bien nunca cómo el Divino Hacedor pudo hacer que la reproducción de la vida humana vaya unida a tales apetitos, pues de ese modo todas las advertencias de Paulo de Tarso y de Agustín sobre la mujer y la carne parecen estar condenadas al fracaso reiterado. La carne con sus ansias hace que cuando nacemos lleguemos manchados por el pecado original de nuestros padres, que nos hicieron en fornicio. Aunque sobre ellos haya descendido la bendición eclesial, el sagrado sacramento del matrimonio católico, no deja de ser coyunda animal.

Así pues, y sin querer sentar teorías que mi ignorancia no permite y los canónigos de esta basílica deben disculpar, yo diría que esa forma de reproducción, común a los animales, es causa del pecado original y que toda nuestra vida debe ser un elevarse paulatinamente hasta alcanzar la gracia de la Redención. Sin embargo, no dejo de ver que si todos hiciésemos así la especie humana desaparecería y eso parece que entra en contradicción con el Plan Divino. Existe ahí una incoherencia. Quién sabe, quizá la concepción en probeta sea en cierto sentido menos pecaminosa, pues no hay pecado en la química. En general, yo diría que los caminos de la carne causan en mí, como en todo verdadero hijo de la Iglesia, perturbación y dudas sin solución que no hay guía espiritual que consiga resolver definitivamente, ya que reaparecen cada día que miro a mi alrededor este mundo tan confuso. Quizás el tener presente que desconocemos ese enigma sirva para recordarnos que la carne es débil.

Volviendo al caso que nos ocupa, yo me apresté a seguirlos, pues me confirmé en que no dejaban de ocurrir cosas extrañas en relación con aquel hombre. Quería saber qué pasaba con su mano o con la figura del pórtico que le había causado tanta sorpresa. Tenía la impresión de que la mujer que lo acompañaba, abrazándolo y dándole consuelo, era a su vez arrastrada por él. Como si aquel hombre nos tuviese atrapados a los dos en su enigmática aura, podríamos decir así; atrapado yo por mi afán de detener las asechanzas del Mal y ella por algún otro motivo. Por el comportamiento que había observado, ella no parecía inicialmente muy cercana a él, sin embargo advertí que en el curso de unas horas la relación había cambiado. Y presentí que también allí hacía acto de presencia la carne con sus insinuaciones. Por qué Dios nos hizo de carne y no de cualquier otra cosa, raro designio el suyo, como si quisiese que pecásemos o, como al santo Job, ponernos a prueba.

Y así fue como salieron por la girola que rodea al altar, pasaron al lado del Sepulcro, que poco frecuentado es por los santiagueses, a este respecto nadie me puede negar que cualquier tiempo pasado fue mejor, pues hoy sólo es visitado casi en exclusiva por los forasteros, en los que no es fácil distinguir la devoción del turismo secular. Y después salieron los dos por la puerta que da a la tienda. Sobre ésta nada diré, lo que tenía que decir consta en las actas de esta Cofradía y sólo evoco el pasaje de Cristo y los mercaderes en el templo. Y no añadiré más, pues sé que hay hermanos que apoyan estas medidas en la convicción de que la Iglesia no debe perder el ritmo de los tiempos. Yo soy de los que pienso que la Iglesia debe vivir en un tiempo que le es propio, el tiempo sagrado, que poco tiene que ver con el tiempo del siglo. Y naturalmente que defiendo la actualización, yo transito el primero por ese camino, pero señores…, sin pasarse. Ciencia y técnica, sí; comercio, no. Ahora prefiero dejar ese tema, que ya está cerrado. Aunque quiero que conste que reitero mi discrepancia.

Cuando entré en la tienda, ya estaban ellos en la puerta dispuestos para salir a la Quintana de Vivos y miraban indecisos aquel espacio completamente azotado por una lluvia que parecía furiosa y que no nos abandonaría en toda la temporada. Desde luego que lo de entonces fue una sucesión de temporales como no se recuerda y que hizo que el agua entrase en cuanta casa hay; en mi taller tuve aquella temporada manchas de humedad que nunca había tenido. Curiosamente, una de esas manchas tenía claramente la forma de una concha de vieira, el símbolo jacobeo, y yo interpreto que fue una llamada más de atención de la Divina Providencia para advertirme. Después de que pasó todo, naturalmente la mancha se desvaneció, aunque se conserva allí en la pared la silueta, pues remarqué el borde con un lápiz. Y por si alguien piensa que no había relación entre todos aquellos hechos y el clima, solamente le recordaré que inmediatamente después de que ocurriese todo aquello vendrían treinta y nueve días sin llover, una sequía inusual que hace más evidente lo extraño de los meses anteriores de continuas tempestades. Este dato pluviométrico al que aludo puede ser científicamente contrastado llamando al servicio meteorológico de la universidad, porque las ciencias están ahí para ser usadas al servicio de la Fe. Es mi opinión.

Aquellas lluvias también tenían consecuencias en el portal que se había transformado en tienda de objetos, que no llamaré religiosos sino meros souvenirs; de qué manera se transforma la religión en espectáculo y atractivo turístico en nuestro tiempo. Bien sé que cuando digo esto algunos de mis hermanos me replican que la peregrinación siempre ha tenido algo de turismo y de espectáculo, pero yo les respondo de nuevo recordándoles que incluso la gente que en otros tiempos venía por curiosidad o por las maravillas de la ciudad sabía que todo esto había nacido del milagro. No tengo que recordarles que hoy todo se ha transformado en un espectáculo profano que no veo yo que sirva a los fines de la Salvación. El caso es que había goteras en el techo y unos plásticos transparentes cubrían las vitrinas y la caja registradora, como si el cielo manifestase así también su reprobación por ésa, que nadie se ofenda, pequeña desviación simoníaca. Aunque también reconozco que por aquellos días hubo goteras junto al altar mayor y no por eso el cielo castiga la sacra devoción. Y allí estaban aquellos dos, recortados en la puerta contra aquella luz oscura del atardecer cerrado de lluvia. Y me pareció que él estaba nimbado por un halo aún más oscuro: fue imaginación mía o una impresión pasajera, pues a continuación levantaron los abrigos para cubrirse las cabezas y salieron corriendo a la lluvia.

Afortunadamente yo llevaba mi paraguas, que había cogido previsor, y pude salir tras ellos a aquel verdadero diluvio. Aun así, arrastro un catarro mal curado y que no me abandona desde aquellos días en los que anduve de perseguidor bajo aquellas lluvias. Bajaron de nuevo por Platerías y corrieron a abrigarse en los soportales de la Rúa do Vilar. Y qué buenas piernas tiene la juventud, que todo se le hace llevadero y enseguida llega a los sitios.

Bajé las escaleras y atravesé la plaza detrás de ellos, que ya iban allá delante bajo los soportales. Preferí ir por fuera, por el medio de la calle, donde corría el agua de aquel arroyar, no me fuesen a descubrir. Conseguí de ese modo mojarme los pies por completo, pues no hay calzado que aguante un baño así por buena que sea la piel del zapato. Aun así, pude seguirlos hasta una casa a la altura del Casino de Caballeros, en cuyo bajo hay una librería religiosa con un color rojo llamativo de bastante mal gusto, que parece mentira que dejen abrir una tienda así en el casco antiguo y artístico. En ese bajo había estado mucho antes, según me contó mi padre, que en paz descanse, el Café Español, en el que en tiempos de la República había espectáculos frívolos que traía aquel popular Ramallo que dicen que tanto viajaba a París para traer ese tipo de mujeres de la farándula a nuestra ciudad. Hasta que vino Franco, y con él, con todas las críticas que se le puedan hacer hoy, nuestra Iglesia pudo someter el desorden bajo la moral católica. Y entraron en el portal de esa casa a la que me acabo de referir. Y pude comprobar que era ella quien abría la puerta con su llave y quien lo empujaba hacia dentro insistiendo, pues él se mostraba remiso a entrar. De manera que era la casa de ella.

Y en ese momento fui descubierto. Ya cerraba ella el portal cuando echó una ojeada a un lado y a otro, y allí me vio, bajo el paraguas en el medio de la calle, caminando hacia donde ellos estaban. Yo miré para otro lado disimulando, pero vi en sus ojos que me había reconocido, seguramente ya se habría fijado antes en mí en algún momento del seguimiento a que los había sometido. Y entonces hice una cosa que vista ahora parece ridícula —claro que hay que verse en las situaciones para saber cómo puede reaccionar uno—, pues para disimular, bajo aquel cielo que se deshacía en aguas y que me tenía chorreando y a la gente apartada de la calle o encogida bajo los soportales, me puse a hacer como quien miraba los monumentos, considerando la belleza de los edificios. Al fin, me metí con discreción bajo los soportales, escondiéndome. Cuando volví a mirar hacia allí, ya ella había cerrado el portal.

Había sido descubierto. El caso es que había averiguado dónde vivía ella y dónde se habían ocultado; a costa de una buena mojadura, eso sí. Se encendió una luz arriba de todo, en un ático, y acechó una figura tras la ventana, así que me oculté bien bajo las arcadas, pues a las astucias del Mal hay que saber responder con sus mismas armas.