Contemplando allí a Xacobe, pálido y desmejorado, distraído y desconcertado, en aquel rincón de la Alameda al que acuden los niños a dar de comer a patos y cisnes, ella sintió pena por él y recordó el momento en que se habían cruzado las miradas el día anterior, cuando él salía aterrado de su despacho. O mejor, cuando ella escudriñó dentro de aquellos ojos desnudos y poseídos por el miedo, como si fuera la mirada de un niño asustado. Y allí tenía su teléfono en la mano, también ella sintió miedo al considerarlo, había algo siniestro en aquel pesado insecto negro que parecía tener vida propia, estuvo a punto de entregárselo y alargó el brazo para que lo cogiese, pero Xacobe seguía distraído las evoluciones de un pato que sumergía la cabeza en las aguas turbias y verdosas, una tonalidad que parecía el color de la enfermedad misma. Decidió guardar el móvil en uno de los amplios bolsillos de la gabardina, ya se lo daría más tarde.
Aquella hora de la tarde y aquel aire frío hacían que apenas hubiese gente por allí. Aun así, un hombre joven acompañaba distraído a su hija, que espantaba a las palomas y gritaba a patos y cisnes. Ella se sentía incómoda y, viendo que él parecía haber recuperado el color, le tocó levemente en una manga del abrigo de lana negra, blanda. Él hizo como si se despertase dulcemente y sin esfuerzo, y bajó del pequeño puente infantil y se puso a caminar por el paseo de la tierra, dando por hecho que ella lo acompañaría. Ella, perpleja, acabó por seguirlo un paso por detrás de él, se sentía cada vez más confusa pues oscilaba entre la pena, la curiosidad, el orgullo y la prevención ante la posibilidad de ser utilizada y herida. ¿Qué quería aquel tipo de ella? ¿Se estaba sirviendo de ella como acompañante ahora que tenía algún problema, un mal día? Una compañía para compartir un disgusto. Además, parecía más agobiado por algún asunto que interesado en su película, apenas había dicho nada sobre el proyecto, mostrándose, por el contrario, preocupado por el tema. Aquel tipo sin duda tenía problemas, problemas de índole oscura. Qué pintaba ella en eso.
Y entonces él se vuelve hacia ella y le pide, todo humilde y con voz dulce, si no le importa que caminen un poco, dar una vuelta por el paseo de la Herradura, y esboza una sonrisa interrumpida para acompañar el argumento de que es una hora estupenda ya que apenas hay gente. Claro, no hay nadie porque el tiempo es desapacible y corre un aire que corta, piensa ella al tiempo que acepta con una sonrisa muda, pues piensa que el tipo es un cara, que sus actos son ridículos, y al tiempo también está encantada de que se lo haya pedido. Ella es consciente de que está un poco achispada por el vino blanco, que aquélla es una situación delicada, esas situaciones que son peligrosas, pues no puede saber si va a resultar herida o no y no quiere que le hagan daño, pero le apetece aceptar esa invitación a pasear los dos por el parque solitario e invernal. Y por eso dijo que sí, y en ese momento ella atravesó el umbral y entró definitivamente en un terreno en sombra que no era el suyo, una mancha oscura en la piel moteada del día.
El paseo largo y cubierto de altos árboles sin hojas estaba casi desierto, algún charco en el suelo de tierra pisada. A un lado, la vista sobre la ciudad, en aquel momento un monte de piedras grises. Venía allá adelante un hombre corriendo en chándal, un viejo con abrigo gris y gorra negra caminaba despacio, con las manos atrás, unos pasos delante de ellos.
—Algún día también nosotros caminaremos así, encogidos —dijo ella para iniciar una conversación, andando uno al lado del otro—, como estos viejos que dan vueltas a la Alameda. Un día voy a escribir un cuento protagonizado por un anciano de éstos… Muchos viejos y pocas viejas, casi todos son hombres. Caminando sus kilómetros diarios por prescripción médica y hablando del pasado y de gente ya muerta. «¿Y sabes que ha muerto Fulanito? Sí, hombre, aquel que se había casado con la cuñada del difunto de García…».
—Quién sabe. Yo no cuento con llegar.
Ella lo observó con curiosidad, incluso como preguntando, y él contestó sorprendido:
—Nunca había dicho esto que te acabo de decir. Es como una sorpresa incluso para mí. Sin embargo, tampoco lo es completamente, supongo que en el fondo siento esto desde hace tiempo, desde hace un año. Desde que empecé a encontrarme mal. O, no sé, a lo mejor viene de antes, de siempre.
—¿Y por qué dices eso?
—Porque creo que me voy a morir. —La miró—. Voy a morirme, lo sé. Hace un tiempo tuve un accidente de automóvil y los médicos creían que no sobreviviría, sin embargo me curé milagrosamente y sin quedarme secuelas, no obstante, desde hace algún tiempo siento que mi camino se acaba… No sé cómo te estoy contando todo esto. —La miró fugazmente y después se mordió los labios.
Ella quería más explicaciones y él no se las quería dar, o a lo mejor tampoco podía hacerlo, no sabía qué decirle, sin embargo quería seguir hablando de manera que ella entendiese un poco lo que le ocurría, aquello era tan frágil. Ella notaba que el haber bebido vino de más la ayudaba a penetrar otro poco más dentro de él.
—Ayer estuve en el médico, era un amigo mío de la infancia. Está preocupado. —Ella atendía a todas sus palabras y caminaba a su paso—. Los análisis dicen que no tengo nada, me quería hacer otras pruebas. Pero no hay nada que él pueda hacer. Ni él ni nadie —concluyó, como si fuese un reto o una prohibición.
Ella no decía nada y esperaba, pues no quería preguntar. No comprendía lo que él le decía, ni entendía bien la situación tampoco, cómo aquel tipo con un cargo de dirección en una empresa estaba paseando por allí como si fuese un desocupado, un jubilado. Su mente volvía a ir y venir, a desconfiar y a entregarse, pues entendía que lo que le pasaba a Xacobe era grave y que le quería contar algo y solamente buscaba el modo de decir sin decir y que, sin embargo, le estaba dando entrada a algo que a ella le parecía una sombra inmensa que lo cubría a él, y que quizá la pudiera cubrir a ella si se seguía adentrando en su mundo, si él se seguía abriendo a ella de aquel modo.
Se aproximaban al banco en el que está sentada la escultura en bronce de Valle-Inclán y ella caminó hasta allí. El banco parecía que se había secado, ella se sentó junto a la estatua y le hizo una indicación a él para que se situase también al otro lado.
—A ver, cuéntale a este señor, que tenía mucha imaginación y al que le gustaban las historias grotescas y de horror, esa historia que te traes. —Él se había sentado al otro lado de la figura después de limpiar bien el asiento con un pañuelo para no mancharse el abrigo—. ¿Cómo era lo que me contabas? ¿Que estabas destinado a morir o algo así? ¿No te parece que ahora eres tú el que se pone fantasioso? Eso que cuentas sí que parece una película o un cuento.
Pero él no contestó a su ironía y miraba de frente hacia el perfil de torres y tejados bajos que componían la ciudad vieja. Ella divisó entre los edificios la ventana de su ático. Ya no sabía qué más decirle pues él aparentaba creer realmente lo que había dicho y no tenía sentido la broma. Por un lado del paseo se acercaba Paco, un fotógrafo de prensa, cargado con sus cámaras. Habían hecho a medias un reportaje sobre la ciudad para una revista, ella había escrito el texto. Ella creía que le gustaba a Paco, aunque tenía novia, o la había tenido. Al menos, eso le había parecido cuando habían realizado el reportaje dando vueltas juntos por la ciudad. No le caía mal, aunque era muy reservado.
—La diferencia entre las historias que inventáis los escritores y la vida real es que lo que imagináis no muere nunca porque nunca ha existido. Todas esas desgracias y muertes de vuestras historias ni viven ni mueren, se quedan ahí. Pero las cosas que ocurren en la vida son auténticas. Cuando te digo que me voy a morir, digo que ya no estaré, lo que me ocurre es de verdad. Para mí se acaba todo, Celia —pronunció el nombre de ella por primera vez.
En ese momento el fotógrafo se paró delante de ellos y apuntó con la cámara.
—Sácanos a los tres —dijo Celia riéndose y señalando a Xacobe, que bajó la vista, al otro lado de la estatua. El fotógrafo hizo clic, se despidió con la mano y se marchó sin decir nada, como un duende.
—Vamos, que me estoy quedando helado. —Se levantó Xacobe.
—Vamos hasta allí, al mirador. Anda, hagamos el paseo completo. —Él aceptó de mala gana, como si no quisiese ir en aquella dirección. Ella quería seguir paseando con él, pero no quería continuar adentrándose por el camino sombrío en el que él se encontraba y pretendía que se animase un poco. No estaría mal volver a concretar algo más el asunto de la película.
En el mirador había una pareja joven de turistas y un fotógrafo con el trípode plantado para retratar la panorámica, las torres de la catedral emergiendo entre las casas. En aquella ciudad tan laberíntica y claustrofóbica, aquel lugar permitía respirar el aire del espacio abierto, había tierra pero también había cielo.
—¿Y por qué no escribes una novela con esa historia que nos has presentado?
—No sirve para novela. Hace cien años aún podía valer, pero ahora el lector es otro… —Él no entendía—. Mira, en el cine se acepta eso, una historia retorcida, terrorífica, que meta miedo o que haga llorar… o incluso que haga reír, una comedia. Si haces una ópera, también te lo aceptan. Pero tú no puedes poner eso en un libro.
—¿Por qué? No lo entiendo… Si está bien contado…
—No puedes, qué va. Eso se ha quedado para el cine, desde que hay cine la novela tiene un lector que le pide al libro algo distinto. Quien lee literatura hoy quiere cosas de buen gusto, no es broma. Cosas que no sean vulgares, o mejor, corrientes. El cine puede satisfacer el gusto más común, pero la literatura no debe hacerlo, sino complacer el de la gente de buen gusto. Y el buen gusto requiere que no haya sentimientos ni estremecimiento, pide frialdad e ironía. Si puede ser, un toque de cinismo. Además, las novelas deben tratar de personajes con psicología y situados en un ambiente social y todo eso, y mi historia trata de una especie de monstruo que vive fuera del tiempo… A esa historia no le queda bien el formato de novela.
—Vaya, has estudiado bien el asunto. Le das muchas vueltas a las cosas…
—Es mi oficio, darle vueltas a la imaginación primero y luego reflexionar sobre cómo contar lo que he imaginado. Tengo que separar lo que escribo para publicar de lo que hago para cine o televisión. Y a lo mejor el público tiene razón porque, ¿sabes?, la literatura, sobre todo la novela, es un arte racional y racionalista. Y el propio lector, cuando lee, hace una lectura racional, va articulando la novela. El cuento de misterio todavía es otra cosa… no es racional.
—Sabes mucho de literatura… Eres muy inteligente. Ya lo sabes, supongo…
—Ja, ja. Lo sé. Sin embargo me gusta oírlo, como a todos, y casi nunca me lo dicen. Gracias.
—Mira, mejor damos la vuelta. -Él se paró mirando hacia el fondo del paseo.
—Venga, hombre, ven hasta el mirador y damos la vuelta… —Él accedió de mala gana—. Supongo que las mujeres, aunque nos cueste reconocerlo, daríamos todo nuestro talento e inteligencia por parecemos a Kim Bassinger o a alguien como ella… Aunque dicen que la belleza extrema es trágica, como en Rita Hayworth. Pero en el fondo, lo hermoso es inspirarle a Vinícius de Moraes algo así como «Olha, qué cosa mais linda, mais cheia degraga…».
—Mujer, una cosa no quita la otra. No esperaba eso de ti, si lo llego a saber no te digo nada.
—Ya, me imaginabas más feminista. Y lo soy… Sin embargo, como escritora, tengo que conocer en mí y en ti la naturaleza humana, señor productor. Como artista, tengo que estar más allá de cualquier idea, debo ver también lo que hay de animal en la gente, en las mujeres, en vosotros los hombres…
—Oye, eres muy mordaz, ¿también te lo han dicho?
—También, también. Ja, ja. Pues sí, a mi manera soy inteligente. Y hablo idiomas, he estudiado alemán, inglés, francés… ¿Me miras con cara de asombro? Pues es cierto. Y sabes qué, no me sirve de nada, en absoluto. En este país no vale para nada. Si fuese un hombre y profesor de universidad, o algo así, aún me valdría, pero… ya ves, no soy más que una escritora de tres al cuarto que vive al día. Guiones, traducciones, algún cuento…
—Ya, y yo en cambio tengo un buen trabajo y eso. Pero me das envidia, yo no tengo tu talento. No tengo dotes concretas para nada… He hecho una carrera y un máster porque es lo que me pusieron delante; pero lo cierto es que no soy una antorcha que irradie talento o algo parecido. No sé, noto como que me falta ese toque de gracia. Como si no hubiese nacido para nada concreto…
—Veo que realmente estás deprimido. Pues a mí me parece que estás muy bien situado…, no será tanto como dices. Y parece que vas a seguir subiendo.
—Eso es lo curioso, y lo malo. Es como si estuviera subido a un ascensor que yo no gobierno…
—Tiene gracia que te quejes de eso, de lo que no tenemos los demás. Tú dices que preferirías tener menos y mereciéndolo. Así que te dueles de tener padrino…
—Justamente eso.
—Puede ser, habría que verlo, si ahora tuvieses un mal empleo habría que verlo. Mira, este lugar parece el de la tentación de san Antonio, o de Jesucristo, cuando le aparece el demonio y mostrándole el mundo le dice: «Todo esto puede ser tuyo» —explicó ella teatralmente, mostrando con la mano la ciudad al frente.
—¿A cambio…?
—Hombre, a cambio de reinar, de triunfar en el mundo, hay que pagar… siempre hay que pagar.
Él miraba con los ojos muy abiertos hacia el mirador que estaba a continuación, un banco redondo que rodeaba un gigantesco eucalipto, como si reconociese allí algo o alguien. Ella miró en aquella dirección y no vio a nadie.
—¿Has visto a algún conocido?
Él oyó sus palabras y fue como si despertase de un trance. Negó con la cabeza.
—No, no. Sólo miraba aquel banco.
—Es un rincón muy romántico.
—Mucho, supongo… Esta noche tengo una cita ahí, a las doce.
—Vaya, a las doce, qué romántico…, como en el Donjuán…
—No es una cita amorosa. Es de otro tipo. Venga, vámonos de aquí, que estoy muerto de frío. —Y se echó a andar para salir del paseo.
Ella nuevamente detrás, atrapada en aquella extraña situación, siguiendo contra su carácter y su costumbre a un hombre; desde luego, no por sumisión ni entrega, sino más bien por compasión, por curiosidad; también por interés en la capacidad de él de producirle su película; y quizá también enredada en algo más que había en él y que ella no era capaz de definir, quizás el magnetismo de quien está bajo el peculiar signo de la tragedia. A lo mejor lo que le atraía de él, de todo aquello, era lo que había de literario en el personaje. Eso fue lo que se dijo.
Salieron del parque cruzándose con una mujer que llevaba el perro a pasear de la correa, el animal se sobresaltó súbitamente y rompió a ladrar hacia ellos, y eso introdujo otra nota de inquietud en aquella tarde tan extraña.
Caminaban por las calles que a esa hora de la media tarde estaban tranquilas, algún paseante equipado con gabardina y paraguas y algún turista con su cámara levantando la vista hacia las casas. Ellos dos miraban hacia abajo, a las losas de piedra mojadas que reflejaban un pedazo de cielo gris.
—Y entonces, ¿no tienes trabajo por la tarde? —preguntó ella.
—He desertado. —Quiso sonreír él y no pudo hacerlo, entonces el rostro se le contrajo en aquel gesto de confusión—. Me he fugado, estoy escapado. —Y con la vista buscó en las manos de ella el teléfono móvil que le había confiado y no lo encontró y el curso de la mirada le llevó al bolso que ella llevaba colgado al hombro, cuando hubo llegado allí volvió de nuevo la vista hacia abajo, como si las piedras fuesen el único horizonte.
—Lo llevo guardado… —aclaró ella innecesariamente.
Ella asumía aquella situación extraña como si fuese normal, de repente se veía a sí misma, allí, ocupada en algo semejante al cuidado de aquel hombre, como si no fuese un desconocido y alguien adulto y bien situado, en absoluto necesitado de protección alguna. A pesar de lo insensato que le parecía todo aquello, extrañamente, también se sentía ya dentro de aquella situación inesperada y como si formase parte de ella, aquello era algo que les estaba ocurriendo a los dos. Sin embargo, sabía que ignoraba lo que ocurría, y él parecía no tener fuerzas para contárselo.
Caminaban callejeando sin rumbo, pero las calles y todo en esta ciudad lleva al mismo lugar, como si toda ella estuviese construida para que resonase el eco de un mismo centro, y fueron a dar a la plaza de las Platerías y a la catedral. Las nubes eran incluso negras ahora y parecía que no iban a poder guardar más tanta agua. Se dirigieron de frente de un modo inconsciente hacia las escaleras que conducían a la catedral y empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, gruesas y tibias, de una tormenta. Un grupo de máscaras hacía ruido con un bombo y una trompeta, lastimando la tranquilidad de aquella hora y del lugar. Aquella intrusión resumía bien el espíritu del Carnaval, la perversión del orden, la irrupción del caos, con lo que tiene de perturbación y con lo que tiene de fecundador. Y no cabía duda de que aquellos tres, tras las máscaras que los amparaban, se lo estaban pasando en grande. Ella misma se había animado hacía unos años a disfrazarse y a molestar a la gente, era realmente curioso ver cómo el hecho de travestirse y embozarse creaba alrededor de uno un aura nueva de expectativa, la propia gente con la que se cruzaba esperaba la irrespetuosidad o insolencia de la máscara, esperaba ser molestada, casi lo pedía inconscientemente. Sin embargo, ella se había disfrazado aquella vez arrastrada por amistades y no había vuelto a hacerlo, sentía que era como un envilecimiento, como una borrachera sórdida. Había algo en ella que le impedía disfrutar de ciertas cosas, de demasiadas cosas. Allí quedaban las máscaras, salpicándose agua de la Fuente de los Caballos unas a otras.
En la Puerta de las Platerías, junto a la estatua del rey David tañendo una viola y pisando un león con los pies, la música devota aplastando al monstruo, estaba un mendigo casi inmóvil, la vista baja y la mano extendida. Todas las iglesias seguían teniendo en la puerta pedigüeños, reactualizando constantemente la estampa medieval, la vieja alianza entre el temor de la muerte y la piedad, como si fuese su lugar natural. A ella se le ocurrió la semejanza de estas personas inmóviles con las estatuas, como si formasen parte de un pórtico tallado en carne por un Maestro Mateo que cincelase el dolor humano. Xacobe entró delante, un cartelito avisaba de que no se entrase con el móvil encendido, pues «no era necesario para hablar con Dios». Al pasar Xacobe por delante de él, el mendigo, un hombre envejecido y flaco, fue como si despertase, levantó la vista y lo miró por detrás, luego la observó a ella y se persignó. Ella había pensado en darle algo de limosna, nunca había resuelto la disyuntiva entre dar o no dar, de modo que no teniendo una norma, cada vez que alguien le pedía se encontraba en un dilema. Pero el hombre había retirado la mano y no aguardaba ni parecía querer nada de ella, sólo la miraba con desconcierto y después volvía la vista hacia la puerta por la que había entrado Xacobe. Ella entró detrás de él en aquel espacio oscuro y de aire denso, fresco y traspasado del olor a piedra húmeda, a incienso quemado y a cosas viejas.
Allí estaba Xacobe, parado delante de una pila de agua bendita, inmóvil con su abrigo negro y su piel pálida, mirando fijamente el agua en el recipiente de mármol sucio y gastado. Lo estuvo contemplando mientras acostumbraba la vista a la penumbra, él bajo el haz de luz oscura que entraba de fuera, del cielo tormentoso, todo él dudando si adelantar la mano siguiendo el viejo camino del aprendizaje infantil o marcharse de allí ajeno al rito. Entonces separó la mano caída a un costado y la levantó hacia la pila, y, como si algo se la retuviese, se inmovilizó allí en el aire, su anillo de plata quedó iluminado por la luz mate que caía de la ventana, en su cara el desconcierto. Finalmente se dio la vuelta y avanzó hacia el interior de la nave, aún con la mano erguida interrumpida en su movimiento. Levantó la otra mano y las frotó, luego se abrazó y friccionó como espantando el frío. Afuera al fin rompió a llover con fuerza y sobre la cúpula de vidrio del altar mayor se sentían los golpes de aquellas lanzas de agua verticales de un modo tan feroz que parecía que estuviese lloviendo sobre todo lugar existente, una lluvia absoluta contra el mundo.