Aquel día, en cuanto la Berenguela dio las dos, cerré la tienda y el taller, saqué mi auto del garaje y busqué en el polígono industrial la empresa en la que trabajaba el mencionado Xacobe Casavella Mateo. La empresa se llamaba, digo se llamaba porque cerró al poco de ocurrir los hechos, Producciones Atlántica, y obtenía su lucro con películas y negocios en Internet. Desconozco quién estaba detrás de su capital. Nadie bueno, me atrevo a sugerir.

En cuanto la localicé y encontré un lugar en el que aparcar, me acerqué a un guardia de seguridad que hacía las veces de portero, pues ahora todo es poner policías en todas partes, para preguntarle si trabajaba allí la susodicha persona, a lo que asintió refiriéndose a él con gran deferencia, debido sin duda a que el mentado individuo gozaba de una buena situación en la empresa. Me preguntó si quería algo de él y yo eludí responder y me escabullí de allí lo más subrepticiamente que pude, aunque cómo bien saben, y estoy seguro de que algún miembro de nuestra Cofradía aprovechará nuevamente para hacer burla de eso, mi acusada cojera del pie izquierdo hace que la gente se fije en mí más de lo que requiere una labor detectivesca como la de seguirle los pasos a alguien. Mas si uno no tiene el tipo de un galán de cine americano, tiene en cambio la determinación de servir a la Fe y al cuidado de nuestro Santo Sepulcro, lo cual a fin de cuentas viene a ser una fuerza mucho más estimable y decisiva para afrontar los desafíos del Maligno. Me gustaría ver a aquel actor americano, Gary Cooper, que protagonizó aquella película de vaqueros, Solo ante el peligro, en mi situación.

El caso es que, afortunadamente, gracias al espejo retrovisor pude acechar, desde el interior de mi auto aparcado, la puerta de la empresa. Y fue así como a los pocos minutos vi salir a nuestro hombre. Vi también cómo el portero, o guardia de seguridad, salió detrás y le dijo algo, pero él pareció no darle importancia, pues siguió al mismo paso hacia un imponente automóvil deportivo de color rojo, yo diría que era de la casa Mercedes, o Ferrari quizá, si bien no puedo aportar información segura, y estos extremos convendría que fuesen investigados ya que demuestran que el camino de los malvados está alfombrado de dinero; no así el de los justos, al menos en mi experiencia, y sin que eso sea un reproche a la Divina Providencia, que tan generosa ha sido conmigo en las indagaciones que tuve que realizar en breve espacio de tiempo, y sobre todo en una absoluta soledad, a pesar de que comuniqué en su debido momento mis temores a algún hermano que ocupa cargos de responsabilidad en nuestra cofradía. Quizá, al conocerse ahora estos hechos, tenga algo que decir.

Arranqué inmediatamente y maniobré para perseguir con mi humilde, mas siempre fiel, Ford Fiesta a aquel auto, que no dudo en calificar de vulgar y ordinario, y que gracias a su color tan llamativo, aunque enseguida me había ganado mucha delantera, pude ir reconociendo a cada poco, aquí y allá delante por entre el tráfico, en una conducción a todas luces temeraria e impropia de una hora punta.

En el centro de la ciudad, el citado Xacobe introdujo su auto en un aparcamiento subterráneo y yo, ante la falta de plazas en la calle, no tuve más remedio que hacer lo mismo, pese a la manifiesta antipatía que profeso a tener que pagar por poder aparcar, lo que considero un derecho ciudadano. Todos esos lugares subterráneos modernos tienen algo de bajada a los Infiernos que me desagrada. Y no dudo de que hay algo en ellos de infernal y maléfico, pues la propia construcción de un laberinto de túneles a salvo de la luz me parece en sí misma una perversión, un signo más de la construcción paulatina de una ciudad del mal, una nueva Sodoma o Gomorra sin alma. Bien sé que estas consideraciones avivarán la sonrisa de mis enemigos, pero la verdad debe ser predicada aun a costa de nuestra destrucción, como nos enseñó san Pablo. E insisto en que el propio Dante, si viviese, reconocería en esos condenados aparcamientos bajo tierra una copia de sus anillos infernales.

Antes de subir a la superficie tuve tiempo de ver al mentado Xacobe salir de su deportivo sacudiendo las llaves y vistiendo un elegante abrigo que era muy apropiado para el día frío, aunque con chubascos intermitentes, que fue aquel martes de Carnaval. Lo dejé salir primero y comprobé que se dirigía al acreditado restaurante Casa Vilas, uno de esos lugares en los que comen los turistas y la gente de dinero, o donde comemos las personas modestas un día que nos concedemos una licencia.

No era aquél un día de fiesta ni tenía yo nada que celebrar, pero lo seguí y entré a tiempo de ver cómo una mujer joven lo aguardaba en la barra, se saludaron con afabilidad, aunque no me pareció que hubiese intimidad entre ellos. Pude comprobar que tenían mesa reservada, lo cual me hizo pensar que él era cliente asiduo. Me senté también yo en una mesa que me indicaron en un rincón oscuro junto a la puerta, cosa que no me agradó, pues las corrientes en la espalda me hacen daño, y me ofrecieron la carta. Como los precios de carnes y pescados eran bastante altos y además había oído hablar bien de los callos de la casa, pedí una ración de ellos y un vino tinto, también de la casa. Es evidente que no hice bien, pues transgredí las normas de alimentación de una persona que padece mi enfermedad; mas en aquel momento yo estaba fuera de mi vida común con sus rutinas y eso me animó a saltarme mis reglas. Lo cual nos recuerda que sólo las pequeñas rutinas garantizan la salvación, si nos salimos de ellas nos aguardan las sorpresas y los sustos.

Debo reconocer que tenía hambre, la mañana de trabajo y el oficio de detective habían cansado mi pobre cuerpo, así que comí mucho y bebí buena parte de aquel vino tinto, de manera que la digestión de aquella copiosa colación me atontó un tanto e hizo que no atendiese bien ni obtuviese toda la información que debiera de lo que aconteció en adelante. Afirmo, pues, con conocimiento de causa, que la dieta es un factor importante en una profesión, los callos y el vino tinto, desde luego, no ayudan demasiado en una investigación.

Y así, durante aquella comida tuvo lugar un hecho curioso, que se repitió varias veces. Su teléfono móvil —hoy es imposible estar en ningún sitio sin oír alguno de esos odiosos pitidos de grillo mecánico, incluso en las basílicas esos chismes interrumpen los oficios religiosos—, su teléfono móvil, pues, sonó, y él primero contestó en un tono que pareció de desgana, de mal humor. Después se fue llenando el comedor y también fue aumentando el ruido, lo cual, junto con los callos y el vino, dificultó que pudiese comprender adecuadamente lo que sucedió. Lo que percibí fue que su teléfono volvió a sonar y el citado Xacobe se sobresaltó, pues el aparato debía estar apagado. Y más tarde se repitió lo mismo, mostrándose él cada vez más afectado. Su acompañante tampoco parecía entender la situación.

Y aquí quiero hacer notar que aquella llamada que sonaba una y otra vez sin que su dueño la quisiese recibir creó una situación extraña en el comedor y se fue haciendo un silencio que provocaba que aquel rechinar metálico sonase más alto aún y que todos mirásemos hacia las dos personas de aquella mesa y, sobre todo, hacia el rostro de él, verdaderamente aterrorizado. Todos los comensales estábamos intrigados y creo que cada uno de nosotros sintió en aquel momento que había algo perverso en lo que ocurría, como una amenaza que pasase por el comedor enfriando nuestras viandas. Una amenaza que él estuviese atrayendo y que descendía y envolvía aquella mesa para dos. A pesar de que se me ha reprochado algunas veces lo que ha sido calificado como «un inapropiado afán literario» en la redacción de las actas de esta Cofradía, quisiera que las pobres palabras con las que acabo de redactar lo ocurrido transmitiesen algo del miedo frío, del repelús que los presentes sentimos en la nuca en aquel momento.

Acabaron por levantarse los dos, él y aquella mujer joven que lo acompañaba y que aparentaba no saber muy bien qué hacer ante la conducta de su acompañante, que reaccionaba casi como si estuviese bebido o algo parecido. Y sin tomar el postre ni los cafés se marcharon de allí precipitadamente, él delante y ella detrás, con el dichoso teléfono en la mano. Y opino que la relación entre ellos dos cambió algo durante la comida, pues cuando entraron parecía que se acababan de conocer y, por el contrario, al salir era como si compartiesen un secreto o una preocupación, y en todo caso ella lo ayudaba a él. Eso me pareció a mí, aunque, como es sabido, mis conocimientos sobre el sexo tan mal llamado débil y sus motivaciones profundas son escasos.

Salí detrás de ellos también yo apurado tras pagar mi comida. Y debo decir que finalmente la cuenta no fue tan alta como temía, probablemente debido a que no tomé el postre —aquel día tenían filloas— ni tampoco el café; los dulces y los cafés son las cosas que, junto con el vino de marca, encarecen la cuenta en los restaurantes, por lo que he observado.

Cuando salí a la calle se había abierto el cielo, como si el señor san Pedro nos franquease por un momento sus puertas, y caía un rayo de luz que disipaba temores y confortaba nuestro espíritu y nuestro cuerpo. Comprobé que, en vez de dirigirse al aparcamiento subterráneo donde había metido su lujoso coche deportivo, caminaban allá adelante por el paseo. Andaban con mucha prisa, pero pude ver que se dirigían a la Alameda, ese parque tan nuestro que bien merece el lugar que ocupa en las guías turísticas, pues es verdaderamente hermoso. Aunque aquél era un día frío y no animaba precisamente a pasear por la Herradura, uno de los paseos más bellos del mundo, diría yo, aunque no he tenido mucha oportunidad de viajar y compararlo con los parques londinenses, pongo por caso, de los que he oído contar maravillas. Tampoco he podido visitar Central Park, que dicen que es enorme y probablemente sea el doble de grande que nuestra Alameda compostelana. O un poco mayor incluso.

Cuando logré alcanzarlos estaban ambos detenidos en el medio de uno de esos pequeños puentes de piedra en el estanque de los patos, como una pareja de enamorados, echándoles de comer a los animales que andaban por allí desganados, pues, por encima de la alimentación municipal, recibían suplementos alimenticios de todos los niños de Santiago y de sus abuelas y madres.

Llamaban la atención por estar en silencio y el antes citado Xacobe absorto, mientras ella lo miraba con aspecto de sentirse confundida. Tuve la impresión, a lo mejor psicológicamente equivocada, de que él en aquel momento había vuelto mentalmente a ser un niño, como si quisiese regresar al tiempo en que seguramente acudía allí a darles de comer a los patos, como vienen haciendo generaciones de niños de nuestra ciudad desde hace tanto tiempo. Me pareció ver que ella aún tenía el teléfono en la mano.

Yo estaba muy desorientado, pues no veía que aquello avanzase, ni se dirigían a un lugar concreto ni tampoco parecían tramar nada o tener un propósito. Más bien aparentaban encontrarse preocupados y aturdidos, sin saber qué hacer, como lo demostraba que estuviesen allí perdiendo el tiempo en un día tan frío.

En ese momento observé la hora y ya pasaban casi quince minutos de las cuatro, mi auto todavía estaba en aquel aparcamiento y tenía que abrir la tienda a las cuatro y media. Ya no me daba tiempo a volver atrás y sacar el coche de allí, tendría que pagar la tarde entera, y disponía del tiempo justo para dirigirme hasta mi tienda pues de la Alameda a las Platerías lleva sus buenos quince minutos.

¿Cuál era la situación llegados a este punto? Recapitulemos. Yo estaba superado por el alcance de mi investigación, era obvio que había signos extraños en todo lo que rodeaba a aquel hombre, pero me sentía incapacitado para desentrañar aquel misterio que se acercaba peligrosamente a nuestra hermandad y que sin duda representaba una amenaza para ella. Tuve que marcharme de allí dejándolos en aquella situación absurda, él contemplando los patos y ella observándolo. Tomé nota mentalmente de que debía averiguar quién era aquella mujer, así como investigar en el entorno del domicilio de él y me fui de la Alameda.

Ya en la Rúa do Vilar fui importunado por un trío de «mascaritas» que calificaré de repulsivo y perverso, pues se trataba de un hombre disfrazado con un vestido blanco con su correspondiente velo de novia y que llevaba por debajo una minifalda que casi parecía un cinturón y enseñaba las piernas peludas dentro de unas medias blancas, y, excusen la palabra, las propias nalgas asomaban mostrándose a ambos lados de la tira de un tanga encarnado. Seguro que muchos de mis compañeros de la hermandad saben mejor que yo lo que es un tanga, que no un tango, y excuso explicar tal indecencia. Aquel canalla que mostraba sus carnes más íntimas iba acompañado de dos pingajos, dos mujeres sin duda, que lo escoltaban a cada lado, vestida una de peregrino y otra de sacerdote, efectuándole tocamientos de modo ostentoso a la «novia». Y todo este escarnio de dos figuras venerables y todas estas obscenidades intolerables a pleno día, en una calle por donde pasean almas infantiles y personas respetables.

¿No debería la Cofradía actuar de algún modo en relación con la execrable celebración del Carnaval, cuyos excesos ve hoy exaltados nada menos que por la autoridad municipal, que organiza ese día todo un desfile de máscaras? ¿No debería alzarse una voz cristiana en esta ciudad sacudida por los vientos de la impiedad contemporánea?

Todavía estremecido por aquel tropiezo llegué justo a tiempo de abrir mi establecimiento, donde esperaba Serafín, mi ayudante, y una pareja de peregrinos catalanes que se interesaban por una figura de nuestro Patrón con traje de peregrino hecho en plata y azabache sobre una base de madera, que es la especialidad de nuestro taller. Finalmente no fue adquirida y más vale así, pues quien no venera suficientemente a nuestro Señor Santiago no debe tener en su casa el trabajo que yo le dedico humildemente en mi obrador artesano, del que sólo salen figuras religiosas. Desgraciadamente, desde hace años, compañeros de oficio desperdician su talento y el material en labrar figuras de brujas, les llaman «meigas de la suerte», que no responden a nada más que al puro lucro y que son como una corrupción de nuestro viejo oficio, el cual nació en la ciudad para venerar al Apóstol, no para difundir paganismos ni comercialidades. Tengo a gala que cualquier figura mía, antes de ser puesta a la venta, es lavada con agua bendita, pues pienso que eso ayudará a que lleve algo de santidad al domicilio que la vaya a acoger. Desde luego, eso es impensable con figuras de brujas y otras bufonadas y modas turísticas.

El negocio con sus rutinas, las miradas vacías de las figuras jacobeas de mi taller, que inútilmente quieren imitar la vida y la serenidad que debieron desbordar las de nuestro Señor Santiago, sólo me han hecho olvidar brevemente mis preocupaciones, pues al poco tiempo volvieron a ensombrecer aquella tarde que, después de una breve hora de luz, volvía a oscurecerse.