Cuando ella salió de la casa el sol hacía brillar las losas de piedra mojada de la calle, allá arriba había un pedazo muy azul de cielo y la temperatura agradable la obligó a sacarse al poco rato la gabardina con capucha de Adolfo Domínguez y llevarla doblada en el brazo. Había que aprovechar aquella tregua, aquella bendición que se colaba entre las nubes y que no duraría. Los ruidos del tráfico eran más nítidos e hirientes en aquel aire tan limpio de después de la lluvia.

Fue caminando hacia el restaurante de buen humor, no quería confesarse las ilusiones que se hacía y que no se atrevía a enunciar. No ilusión de algo concreto, de que le produjeran la película. Ilusión de más cosas, de todo, ¿acaso no la había convidado a comer en un buen restaurante un tipo atractivo? Más joven que ella. Le hacía gracia aquella pequeña alegría inesperada. Ella buscaba la rutina, se refugiaba en ella para que no la hiriesen, pero sabía que la vida se expresaba verdaderamente en el azar y en lo inesperado, y cuando éste llegaba se entregaba a la sorpresa que viniese. Se repitió por prudencia que era una relación profesional, pero aquel sol en la cara le abría la piel y la hacía sentirse tan bien, y aquella brisa fresca que la fustigaba suave y dulcemente haciendo que se abriese hacia fuera. En aquel momento, en medio de la calle brillante la vida se extendía hacia delante y se abría en todas direcciones. Prefería no pensar en eso, no pensar en nada, sólo en aquel sol en el rostro, un regalo inesperado que había que celebrar.

Hacía tiempo que no frecuentaba restaurantes caros, lo había hecho únicamente cuando con las primeras pagas quiso probar aquel placer para ella desconocido. No había resultado un placer tan grande y pasó a gastarse el dinero de una forma más realista en sus aficiones, libros, películas, discos. Solamente se sentaba a consultar una «carta» de aquellas si era convidada por alguien o para festejar algo, la última vez que había estado allí fue con unos compañeros de trabajo para celebrar un premio que había recibido por el guión de unos documentales sobre pueblos y pequeñas ciudades históricas. Cada vez que recibía un premio aguantaba la respiración esperando que aquello fuese al fin el reconocimiento de su talento, el comienzo de una carrera brillante, mas pasaba ese día y el éxito se diluía, y todo seguía igual. La vida era como avanzar por un páramo, o como pisar un lodazal que no permite avanzar y fatiga, pensó complaciéndose en aquella imagen épica y sombría.

Aguardó en el mostrador bebiendo un agua, no quería beber mucho alcohol pues en poco tiempo le soltaba la lengua y le anulaba la prudencia. Pasaban hombres fardados con trajes y abrigos Loden, altos cargos de empresas o de consellerías, y ella se sentía fuera de lugar. Y al fin apareció aquel tipo —casi parecía un muchacho, en realidad— que le sonreía sinceramente; ahora que la miraba con timidez ella distinguía que, bajo la apariencia de hombre trajeado, conservaba la expresión de un niño. Lo contemplaba todo con perspectiva de mujer mayor. ¿Cuántos años tendría él? Alrededor de treinta. Ella había cumplido los cuarenta. Por fuerza tenía que revisar la idea que se había hecho de él. Parecía que se alegrara realmente de verla, o que estaba sinceramente interesado en verse con ella.

—Disculpa que llegue tarde. No sé qué pasa hoy que se han puesto todos de acuerdo para telefonearme a última hora. He tenido que salir del despacho dejando que sonase el teléfono detrás de mí. No veas la mirada que me echó mi secretaria, que siempre me marca el trabajo que debo hacer… —Pareció que iba a reírse, pero fue una mueca incompleta, se rieron sus ojos y la boca se contrajo como si no fuese capaz de reírse.

—No te preocupes. Sólo llevo esperando unos diez minutos, he tomado mientras esta agua. —Ella quería mostrarse resuelta, manejarse con soltura, como si estuviese acostumbrada a tener comidas de trabajo en restaurantes de muchos tenedores, toda una cubertería. El maître, un hombre de unos cincuenta y tantos años, de pelo plateado y tieso como un torero, se dirigió a él con deferencia susurrando algo, un cruce de «quéalegríavolveraverloporaquí» con «lechupoloquehagafaltamientraspagueconlavisaoro», al tiempo que le indicaba el comedor con la mano extendida. Al fin la miró también a ella y amagó una pequeña reverencia, ella también era bienvenida si acompañaba al señor cliente.

Pasaron al comedor y Xacobe se dirigió a una mesa reservada para dos junto a una ventana, seguramente había encargado ésa, precisamente ésa. Él le tomó la gabardina, adelantándose al camarero que ya se acercaba para llevarla al colgador, le retiró la silla para que se sentase, tenía todas las maneras cursis de un hombre de mundo de otra época. Sin embargo no le importó, le gustó, eran gestos machistas pero era su forma de ser deferente con ella. Y ya que nadie conocido la veía, era bonito recibir las atenciones de un hombre, de un hombre guapo. Todas las atenciones que no había tenido anteriormente, cuando ni siquiera había querido recibirla, por decisión suya o por ineptitud de aquella secretaria estúpida. De cualquier forma, aún sentía en la boca la amargura del desprecio.

—No encontraba tu número de teléfono para llamarte. He tenido que mirar en la guía. Por lo visto no lo tenemos en la oficina…

—Hombre, deberíais tenerlo. Qué raro, porque he trabajado con vosotros más veces, antes de ser tú el director. Además, pensé que se lo había dejado a tu secretaria con mis datos, acompañando el dossier… Tengo un teléfono con contestador para los recados, deja que te lo anote en un papel. Y el correo electrónico. Toma. —Él metió el papel en la cartera. Ya se vería si lo guardaba de verdad o lo tiraba—. Lo que no tengo es móvil, mientras pueda. Eso es como llevar una correa al cuello.

Y justo en ese momento sonó el teléfono de él, apoyado en la mesa junto a su mano fina y pequeña, como de niño.

—¡Voy a tener que darte la razón! Pero no lo voy a coger, no pienso hacerlo.

Sin embargo, su mano hizo unos movimientos extraños, como pequeños espasmos, y su rostro reflejó dolor. Rápidamente escondió aquella mano bajo el mantel y cogió el teléfono con la otra, con gesto pálido. Se lo llevó a la oreja y escuchó con expresión de fatiga, como si ya supiese lo que iba a oír.

—No puedo. Que no puedo. Ahora estoy en un restaurante, en una comida de negocios. Sí, es por un trabajo. No, no está anotado en mi agenda, pero si digo que es por cuestiones de trabajo es porque lo es. Por la tarde lo llamaré yo. Ahora, por favor, si no es urgente no me molestes más. Sí. Gracias. —Apagó y cerró el móvil con expresión sombría.

El camarero les ofreció la carta y sugirió la lamprea, que empezaba a estar de temporada. Ella negó rotundamente con la cabeza.

—Cómela tú, yo prefiero no hacerlo.

—Es una especialidad de la casa —le sugirió Xacobe.

—Gracias, pero no. Me parece el pescado más nauseabundo, un pez que parásita la vida, un vampiro —dijo ella.

El camarero negaba educadamente con la cabeza y sonreía sin saber qué decir.

—¿Nunca la has probado? ¿Ni siquiera de niña?

—Mi magdalena de Proust es muy vulgar, el olor del caldo de repollo.

—Los guionistas siempre decís que los directores son unos vampiros para vosotros, que vampirizan vuestras ideas. Pues nosotros somos los vampiros de los directores. Precisamente ese pez es el fin de una cadena de especímenes que les chuparon la sangre durante miles y miles de años a otros peces. Genética con pedigrí.

—Ya. El sabor de lo más remoto, debe saber a demonios. El origen de la vida fue una charca hedionda. Puaj. Prefiero no probar.

—Ay, qué asquerosidad más rica… A ti, que te dedicas a escribir esas historias de miedo, debería gustarte. —Y amagó una mueca confusa, como si quisiese sonreír y se interrumpiese.

—Una escritora se mueve bien en el mundo virtual, el de la imaginación, dejamos la realidad para los demás, los lectores o los espectadores. Para mí las historias de miedo y para ti la lamprea. Sin embargo, es curioso…

—¿El qué?

—Lo cara que es la lamprea…

—Hay poca, muy poca. Es una de esas cosas condenadas a extinguirse en nuestra época. Ahora ya nadie se dedica a chupar la sangre, eso lo pone todo perdido, ahora chupamos la sangre de modo virtual, es más limpio. Drácula es un antiguo.

—Lo curioso es que ese sabor tan apreciado, dicen que exquisito, es el sabor de la muerte, su quintaesencia. Esa carne suya es como una belleza selecta y perversa. Pues a mí, nada, no me gustan esos bichos de sangre fría.

Él la contemplaba con curiosidad.

—«Seréis enemigos tú y la serpiente…», ¿no decía Dios así en la Biblia, después de que Eva comiese de la manzana? —dijo él al fin.

—«Pondré hostilidad entre tú y la mujer, entre tu linaje y el de ella», le dijo Yahvé a la serpiente, de quien en el Génesis se dice también que es el más perverso animal.

—No me irás a decir que te sabes la Biblia de memoria…

—«Tú intentarás alcanzarle el tobillo, pero ella te aplastará la cabeza…». No, no me la sé de memoria. Sin embargo, a veces la leo. Es la más grande literatura. Incluso vale para el cine, mira qué película hizo De Mille de los diez mandamientos…

El maître había optado por esperar callado, desconcertado, y dirigía la vista a otros lugares del comedor. Ella dejó que él escogiese el vino, un albariño, y aceptó su recomendación de una lubina al estilo de la casa. De primero, dos vieiras. Él se frotaba las manos con la vista dirigida al mantel de lino, áspero y delicado.

—Pues me ha gustado tu argumento —dijo al fin. Pero el tono con el que lo dijo era como si no le hubiese gustado—, creo que de ahí se puede sacar una buena película. Incluso se podría pensar en hacer una serie de televisión. Hay que darle aún muchas vueltas, claro, ya sabes. Y habrá que buscar coproducción, seguramente a los de Continental les interese. Podría dirigirla Xavier Villa verde… Y la podría co-producir alguna cadena de televisión, ya veremos.

Aunque el camarero estaba abriendo la botella y sirviendo el vino blanco y a ella no le gustaba ser atendida en aquella posición de agraciada por la magnanimidad de un hombre más joven, no pudo evitar celebrarlo.

—Hombre, pues qué alegría. Siempre he pensado que era un buen argumento, me parece que puede ser una historia muy sugerente, en la que haya intriga e incluso miedo. Sin abusar, sin entrar en el gore

—Venga, brindemos. Por los buenos argumentos… —dijo él, en su mesa, dominando la situación en todo momento, y brindaron, él más teatral y ella con discreción y sin poder evitar echar una ojeada hacia los lados. Nadie los miraba.

—Hay aspectos de la historia que me interesaría conocer… Siento curiosidad. Por ejemplo, ¿de dónde la has sacado?, ¿cómo se te ocurrió?

—A ver, déjame pensar. Tendría que mirar las notas previas, las primeras notas… Déjame recordar. En primer lugar escribí una guía de la ciudad y eso me llevó a estudiarla y verla con otros ojos, la vi con los ojos del extranjero, eso ayuda a conocerla. Aunque si te digo la verdad, fue casi como si no hubiese inventado la historia, como si hubiese estado siempre ahí, a mi alrededor y dentro de mí. A lo mejor fue a partir de un cuento de viejas, ese cuento de niños que circula en la ciudad sobre las trece campanadas, ya sabes, «la hora del demonio», la idea de que en algunas ocasiones la Berenguela tañe trece veces y se crea una hora especial, abierta a que el demonio haga de las suyas. Si juntas eso con la propia ciudad, tan laberíntica y llena de rincones…, pues digamos que ya tienes la semilla de una historia de misterio. Juntando dos cosas tan sugerentes, no es que sumes, es que multiplicas. En el fondo, es lo que hacemos los escritores, multiplicaciones con elementos que ya están allí delante.

Él escuchaba y dejaba que las palabras de ella diesen vueltas en su interior, pero no con un gesto soñador, sino de cálculo, de análisis. Y asentía sin decir nada y como sin verla a ella ante sí.

Ella sentía que ya había hablado demasiado, además con su autoironía reducía su propia historia a pura mecánica, degradándola, en una concesión a quien tenía delante, que era un empresario al fin y al cabo. Sentía repugnancia ante la idea de desvelar las claves de su historia, era un miedo instintivo. Sin embargo, cegada por la expectativa de que él aceptase producir la película, no había dudado en desmenuzarla. Además, intuía supersticiosamente que desvelando la génesis podía perder el dominio sobre el argumento, como si por el hecho de que supiesen cómo había sido imaginado se lo fuesen a robar. Ya le habían robado una vez un argumento. Recordó que tenía la historia registrada y el recibo que lo acreditaba guardado en un cajón de su casa. Al instante, sintió vergüenza de aquel pensamiento, pero la inquietaba aquel tipo allí, analizando la historia de aquel modo calculador. Ella salía y volvía mentalmente a aquella mesa, atrapada entre la ambición y el cálculo. A pesar de sus reservas, estaba agradecida y casi entregada, pues ya no contaba con que se la aceptasen y en aquel momento, en aquella mesa, le estaban hablando por fin de producirla. Ella insistió, recalcó.

—Pues sí, para mí resulta muy sugerente la idea del Mal acechando por las calles, conspirando para actuar. Precisamente, con más motivo en una ciudad como esta que es un centro de peregrinación de la cristiandad, un lugar donde la gente viene trayendo su fe, un lugar sagrado y cargado de la devoción de miles y miles de personas a través de los siglos. Aquí llegaba todo el pensamiento de la cristiandad. En realidad esta esquina de Europa ya estaba conectada antes con el resto de Occidente, y aquí había creencias e ideas que iban y venían, como las de Hidacio, Prisciliano, Baquiario, Orosio, Martín de Dume… El cristianismo era más amplio antes que la suma actual de sus iglesias, estaban los gnósticos, los que creían en la divinización del hombre…

—Ya, ya, todo ese asunto. Como El nombre de la rosa. Una buena película, con mucha producción, eso sí. Claro que con Sean Connery…

—Está bien, está muy bien, pero yo prefiero centrar nuestra película en el presente. Que aquel pasado en el que cabía el misterio alcance a nuestro hoy.

—Veo que dominas el tema, has estudiado duro…

—Aquí llegaba toda cuanta creencia cristiana había, el cristianismo en aquel momento aún era una religión mistérica, cabía el esoterismo dentro. O sea, un lugar como éste por fuerza tiene que tener también su cara demoníaca, pensé para mí. La cara oscura de la ciudad atrae el pasado. La sustancia de la ciudad es la memoria histórica, aquí todo dura.

—Pues ahora se está actualizando con la Ciudad de la Cultura que están construyendo…

—Una ciudad vacía. Es la estupidez más grande…, o una canallada. Suplantar la ciudad real por una virtual.

—Chisss. No digas eso… —pretendía ser irónico.

—Es la verdad. Eso es transformar la vida en museo, salirse de la historia, del tiempo, para quedar detenido, un espectáculo perpetuo.

—Bueno, y tú también trabajas en la industria del espectáculo…

—Reconozco que sí. Supongo que la vida la hacemos entre todos.

—No siempre. Hay veces en las que parece que te la dan hecha. Como en esa historia tuya…

Y él seguía mirando dentro de ella, estaba claro que no atendía a los datos eruditos sino que buscaba algo en el interior de la historia que ella contaba. Escuchaba y asentía como si viese, confirmase algo. Su silencio la impelía a ella a continuar.

—Y de hecho la ciudad tiene mucho de sombrío. Ahora ya no, con tanto turista y tanta chavalada esto es un patio de recreo, una lástima. Recuerdo cuando llegué para quedarme en la ciudad, tendría yo unos diez años y vine interna a un colegio de monjas. Después viví en una pensión y luego, pues a mi aire. Pues, cuando llegué de niña, la ciudad me daba miedo. Todas esas calles sombrías, que las confundías unas con otras como si fuesen una trampa para que te perdieses. Y luego la noche, cuando apenas pasaba gente por las calles y todo estaba silencioso. La ciudad era muy hermosa y también misteriosa. Las calles en silencio, todo sombras. Parecía que era siempre invierno. Ahora es imposible. Tú eres de aquí, ¿no?

Él estaba distraído retorciéndose las manos, los codos sobre la mesa.

—Ah, sí. Soy de aquí, nací aquí. Y mi familia debe de ser de aquí desde que se inventó la ciudad. Tengo no sé cuántos antepasados enterrados en el cementerio particular de la Cofradía de la Virgen del Rosario, que es donde se entierran las familias king size de la ciudad. Claro que a mí eso ya me cae lejos y no me dice nada ese asunto de genealogías, títulos, cofradías… Todo ese rollo rancio y tanto incienso. Todo eso que tú viste al llegar yo nunca lo he visto, para mí Santiago era algo más familiar. Ya sabes, no sé qué poeta dijo que lo que tenemos delante todos los días se nos hace invisible. O algo así. Hasta ahora nunca he podido ver nada extraño en la ciudad. A mí siempre me había parecido aburrida y bastante vulgar.

—Hombre, extraña es…

—Puede que sí, puede que sí. A lo mejor por eso atrae tanto a la gente, porque es rara. Tiene algo distinto…

—Es una tumba… Eso es lo que la hace diferente.

Él abrió más los ojos y la miró fijamente, abismado en su propio interior.

—Una tumba… —Jugaba con los cubiertos nervioso.

El camarero les sirvió las vieiras, vino otro detrás que llenó de nuevo las copas de vino blanco. Ella había bebido el vino fresco y delicioso, levísimamente ácido, sin darse cuenta, mientras había estado hablando nerviosa. La de Xacobe estaba casi intacta.

—Es cierto, nunca lo había pensado —dijo él mirando su vieira como si no supiese qué hacer con ella. Quiso darle un giro a la conversación, pero ni el tono de voz ni el gesto acompañó su juego—. No parece una idea muy atractiva para el turismo: «Venga a visitar nuestra estupenda tumba». Mejor no contarlo mucho por ahí…

—Pues ése es el encanto de la ciudad, su poder, en el fondo. En la Edad Media la muerte era algo muy familiar, vivía en cada casa, la gente se moría a cualquier edad, llegar a viejo era una rareza. Y los peregrinos que no se morían por el camino y conseguían llegar creían que esa tumba era milagrosa, que era una puerta a la vida eterna. —Ella sabía que debía detenerse, no debía continuar hablando sobre aquel tema al que le había dado tantas vueltas, estaba pareciendo pedante, debía introducir un toque frívolo—. Luego fueron construyendo arquitecturas, toda esa piedra; piedras y más piedras, que es lo que hoy le gusta más a la gente. Lo que ya nadie quiere ver es que el Pórtico de la Gloria es el portal de entrada a un sepulcro.

—Tienes razón. El Maestro Mateo le hizo un letrero luminoso a la cueva del santo. Vaya, te veo muy puesta en el tema. Te habrás documentado.

—Es mi trabajo. Tengo un anaquel lleno de libros relacionados con el asunto.

—Ya, ya. Pues ahí tenemos una buena historia. Sí, señor. —Apartó un poco su plato con la vieira casi intacta y cruzó los cubiertos encima.

—Cómetela, está muy rica —la animó—. Es una especialidad, con vino blanco. Yo no tengo hambre. Estoy desganado.

—¿Sabes una cosa? —Ella se sentía vulgar hablando con la boca llena mientras él la miraba con curiosidad esperando a que acabase la frase—. Tenía otra idea de ti. Pensaba que eras un… un poco arrogante. —El quiso sonreír y le salió aquella mueca truncada, pero sus ojos brillaron cómplices—. Que eras algo…, tirando a gilipollas —se atrevió a continuar ella.

—Y a lo mejor lo soy. Puede que sea algo gilipollas. Seguramente. Todos tenemos algún defectillo.

A ella le resultaba gracioso ver a alguien asumiendo con humildad su arrogancia, pero sin abandonar el estiramiento ni perder la rigidez.

—Sin embargo, como verás —indicó con los ojos la mesa y el comedor—, últimamente estoy en baja forma. Aquí estoy, compartiendo mantel con una guionista cualquiera. Bueno, con cualquiera no. Con una artista de talento.

Les correspondía reírse a los dos, pero únicamente lo hizo ella. Él parecía que iba a echarse a reír, pero sólo hubo una contracción en su rostro y después una expresión de confusión e inmediatamente abatimiento.

—¿Te pasa algo…? —se atrevió a preguntar ella.

—Nada, nada, molestias. Últimamente tengo algunas molestias, cosas… De manera que, según el argumento que has escrito, el Mal llega de fuera, los restos de ese brujo malvado —siguió.

—El asunto se remonta a cuando Gelmírez en el siglo XII robó en Braga, que por aquel entonces dependía de Compostela, despojos de varios santos y mártires.

—Eso va a ser difícil de producir, reconstruir la Edad Media requiere mucho dinero si se quiere hacer bien.

—Ya sé, cuento con eso. Pero hay que saber el origen del asunto. Pues a lo que iba, en medio de los restos de santa Susana, san Cucufato y demás, vinieron los de un clérigo que era un hechicero y había hecho un pacto con el demonio. Sus restos estaban enterrados fuera del campo de la iglesia, fuera de sagrado, pero un fraile discípulo suyo los mezcló con los de los santos mártires. Y la intención, evidentemente, de este clérigo que hizo un pacto con el demonio era vencer al Apóstol.

—Ya… Meter todo eso en una película… Mucha literatura… —él le daba cuerda para que continuase.

—Santiago es un gran mito, todo lo que escribas sobre la ciudad es literatura. Sólo puedes escribir si te lanzas a fondo por ese camino, por el de la literatura que nace del mito. Y mi argumento tiene base. Fíjate, en la leyenda del Apóstol Santiago ya estaba el enfrentamiento con un hechicero en Jerusalén, el brujo Hermógenes. Y así están los dos frente a frente en la ciudad, el bien y el mal. El brujo quiere sustituir los restos apostólicos por los suyos para que sean venerados por la cristiandad, ya sabes.

A ella le parecía que el argumento contado así, de modo informal y sin detalles ni progresión, perdía toda la fuerza, sonaba en sus oídos como una cosa completamente infantil, sin embargo parecía ejercer sobre él un efecto amedrentador. Incluso pareció estremecerse en un escalofrío.

—Y para eso le hace falta un sirviente, un intermediario humano, ya que él no puede pisar un lugar consagrado. Tiene que haber alguien que pertenezca a nuestro mundo, a nuestro tiempo, un instrumento para intervenir… —Ella continuaba cada vez más despacio y dubitativa, presenciando ante sí el efecto de sus palabras. Como si la narración tuviese realmente efecto mágico en él, estaba encogido en la silla con los brazos cruzados, como sin ver hacia fuera y atrapado por sus palabras—. Porque él fue excomulgado y expulsado de los lugares consagrados y mientras estén allí los restos apostólicos no podrá entrar en ese sitio. Ya lo habrás leído todo en el dossier.

Ella le había relatado antes el argumento, con palabras semejantes, a otro guionista, que la había escuchado como hipnotizado por lo sugerente de la historia; los relatos de magia y misterio tenían un atractivo mayor del que a la gente le gustaba reconocer. Pero aquel hombre sentado enfrente de ella estaba verdaderamente pálido.

—¿Qué te pasa, no te gusta? ¿Te encuentras mal?

—Es una historia horrorosa… —negaba con la cabeza, pellizcaba el mantel, la miraba fugazmente y bajaba la vista una y otra vez—. Es terrible. Siniestra.

Ella no sabía qué hacer ante aquella reacción, realmente parecía que le daba asco, sentía dentro de sí el rechazo de él hacia su historia. ¿Cómo era que estaba interesado en producir la película si le disgustaba el argumento? ¿Para qué la había invitado a comer y a hablar del asunto? Se sentía burlada, rechazada por aquel tipo.

—Bien… eso he pretendido, que fuese horrorosa, que diese miedo. Y precisamente pensé que mi historia tenía suspense y magnetismo. Por eso se la he presentado a la productora, pensé que os podía interesar…

—Claro, claro. Y está muy bien, es estupenda. —Se pasó la servilleta por la boca y fue como si borrase así el desagrado que había mostrado hacía poco. Volvía a aparentar interés en el proyecto, pero ella estaba desconcertada y sintió deseos de levantarse de la mesa, agradecer la invitación y marcharse de allí—. Disculpa si no me he expresado bien. Me refería a que va a ser muy efectiva, realmente impresionante. Escucha una cosa… En todo caso el peligro, la amenaza, el ataque del Mal, digamos, ¿siempre sería contra la catedral, contra el sepulcro?

—En Compostela todo gira alrededor de ese centro. El mismo nombre de la ciudad viene de compositum, «enterramiento». Toda la ciudad antigua, los conventos, las iglesias, todo forma una espiral con ese centro latente. —Volvía a oírse hablando de un modo que resultaba pedante, pero lo importante era que él entendiese el sentido de la historia—. Digamos que ésa es la lógica narrativa, ése es el conflicto. De un lado ese lugar y de otro algo que lo amenaza.

Él asentía con los ojos muy abiertos, como si realmente entendiese, como si comprendiese el sentido de la historia, su significado profundo, mejor que nadie, de un modo absoluto. Ella notaba el leve mareo del vino blanco y se daba cuenta de que su efecto también alimentaba su locuacidad. El vino no la ayudaba a ser prudente en sus decisiones. En ese momento sonó la irritante chicharra del teléfono sobre la mesa y los sobresaltó; él puso un gesto de verdadero susto, como despertando de una pesadilla infantil.

—Pensé que lo habías apagado… —dijo ella.

Él se resistía a cogerlo, miraba aquel insecto negro mate que rechinaba sin decidirse a tocarlo. El zumbido resultaba irritante y se hacía cada vez más molesto. La gente de las otras mesas empezaba a girarse en sus sillas y a mirarlos de reojo.

El maître se acercó unos pasos con gestos de nerviosismo y se detuvo sin atreverse a decir nada. Xacobe seguía observando el teléfono. Al fin la miró a ella.

—Yo lo había apagado…

—Ya, ya. No lo habrás apagado bien. Cógelo, hombre, que está molestando… —Pero él negaba con la cabeza y se dejó caer contra el respaldo del asiento. Así que ella cogió el teléfono y presionó la tecla de apagado. El comedor quedó completamente silencioso, se percibía cómo todos tenían la atención centrada en ellos—. Bien, pues ahora ya está definitivamente apagado —y lo apoyó de nuevo sobre la mesa.

Se aproximó el maître y les preguntó si deseaban tomar algo de postre, les sugirió, sin insistir mucho, las filloas y orejas, que ofrecían por ser la época del Carnaval, ella dijo que no y él seguía confuso, de modo que se retiró enseguida, no sin echar una ojeada al teléfono sobre la mesa.

—¿Quieres que tomemos el café en otra parte? —Se animó ella a tomar la iniciativa e inició gestos de levantarse. Él, más que asentir, simplemente obedeció, se incorporó e iba a recoger los abrigos del ropero cuando se le adelantó el camarero ofreciéndole a cada uno el suyo.

—Escucha una cosa… Dime, ¿sabes algo de una página web que puede tener alguna relación con esto?

—Nada, ni idea. No me digas que ya me han pisado el argumento…

—No, no. Es una conexión que hago yo, una conexión vaga… Escucha, y en tu historia, ¿qué quiere ese ser maligno de su sirviente? ¿Para qué lo quiere? —Se encogió de frío dentro del abrigo.

Y entonces el teléfono volvió a sonar sobre la mesa, una y otra vez, y él lo miraba con cara de espanto.

—¿No quieres cogerlo? —preguntó ella en voz baja. Él negó con un gesto asustado. Ella lo volvió a apagar—. Debe de estar averiado —dijo, y se lo ofreció para que lo guardase, pero él ya caminaba delante, saliendo del comedor.

Ella se sintió ridícula con el teléfono en la mano, observada por la gente desde las otras mesas. Fue tras él adoptando un aire de normalidad, como si fuese una situación común. Quizá pensasen también que ella era su secretaria, ya que Xacobe representaba, con su arreglo, un status superior al suyo, pensarían que era la secretaria que caminaba detrás de él con el teléfono en la mano. Sintió rabia.

Él le entregó su tarjeta de crédito, una Visa Oro, al maître en el mostrador de entrada, mientras ella, que seguía sosteniendo el teléfono, salió confusa y se dispuso a aguardar por él a la puerta del restaurante.