Como recordarán mis queridos hermanos cofrades, desde que hace un año recibimos la solicitud presentada por la persona anteriormente citada, Xacobe Casavella Mateo, para cubrir la plaza de nuestra Santa Cofradía, vacante debido al fallecimiento del anterior cofrade, el hermano Manuel Paz Pombo, comerciante del ramo de la hostelería, que había sido secretario durante los últimos veinte años, yo inicié averiguaciones, algo que hago siempre que una plaza debe ser cubierta, sin que nadie me lo pida, pero entendiendo que es bueno para la preservación de los santos fines de nuestra hermandad. Y pienso que este caso ha demostrado que mis prevenciones, y las molestias tomadas todos estos años investigando a cada candidato, tenían sólido fundamento.
Los primeros pasos de mi indagación fueron buscar información escrita sobre este individuo, vecino de nuestra ciudad. Encontré una ficha de él en una útil publicación, (Gallegos del siglo XXI, editada por el periódico local, en la que se recogen los datos más importantes de las personas más destacadas de la ciudad. Y allí figuraba lo siguiente:
«Xacobe Casavella Mateo (2 de noviembre de 1968). Perteneciente a una antigua familia compostelana, un antiguo linaje que ha dado a la ciudad artistas, arquitectos, escultores, clérigos y figuras públicas. Licenciado en Ciencias Empresariales y Derecho. Desempeña un papel relevante y de futuro en la naciente industria audiovisual y en el mundo de la empresa de comunicación».
Les ruego a mis hermanos que se fijen en la fecha de nacimiento, porque quiero recordarles a aquéllos de entre nosotros que siempre sonreían cuando yo les insistía en la necesidad de permanecer alerta frente a los ataques del Mal, que precisamente ese día, Día de Difuntos, justo a la hora del paso de un día para otro, la campana de nuestra basílica fue poseída por los poderes maléficos que acechan a nuestro santuario y dio trece campanadas. Adjunto una fotocopia de las páginas de nuestro periódico local del día siguiente que, mezclado con las notas de sociedad, alguna detención de activistas subversivos, actos litúrgicos y después de comentar la celebración piadosa de visitar a los muertos —que en aquellos tiempos tenía mucho más realce que hoy, pues la sociedad no estaba tan paganizada—, consigna en su página 13 que se volvió a repetir el extraño fenómeno de que la Berenguela diera trece campanadas en vez de doce. Lo que la leyenda y la creencia del vulgo llaman la «hora del demonio».
Para mí esa fecha tiene otra significación pues, como recoge el mismo periódico —y adjunto fotocopia de la página 9 del mismo diario—, fue el día, o mejor dicho la noche, en que falleció mi hermano Rafael, cuyo recuerdo me acompaña siempre y me ha dado fuerzas para mi investigación. De modo que ese extraño fenómeno prueba que la caída de mi hermano desde la torre tiene relación con el siniestro episodio. Comprenderán que no pueda ni quiera olvidarlo y que lo tenga siempre presente. El nacimiento de aquel niño y la muerte de mi hermano (en ese momento) aparecieron fatalmente unidos por aquella hora infausta.
Como pueden comprender, esa noticia me alertó y concentré mi atención en conocer todos los detalles sobre ese personaje que se aparecía con una sombra tan preocupante. ¡Era crucial averiguar a qué hora había nacido aquella criatura!
Su apellido, Casavella, me resultaba familiar, me parecía recordar que esta familia había vivido o aún vivía cerca de mi casa. Y cuando leí que había clérigos en ella pensé inmediatamente en el canónigo Casavella, ya jubilado y que muchos de mis hermanos cofrades recordarán. Este Casavella había sido también archivero de la basílica, y yo había mantenido con él muy buenas relaciones hasta que se jubiló, hará ya unos quince años. Confirmé el parentesco, al parecer era tío de aquel solicitante a ingresar en la Cofradía, el tal Xacobe. Así que pensé que, aunque el canónigo ya estaba entonces muy viejo y afligido por el abrazo de la vejez, podría despejarme algunas dudas acerca de la naturaleza y las intenciones de su sobrino, así como de sus orígenes, muy en concreto de la hora en la que había nacido. Desde luego, de no confirmarse mis sospechas, la mera comprobación del parentesco con un canónigo habría acreditado los méritos del solicitante. Sin embargo, ¿por qué no había sido entonces recomendado por su tío canónigo para ingresar en la Cofradía?
Pero lo cierto es que aquella gestión que yo pensaba sería una mera visita cortés a un antiguo conocido, que además, por estar jubilado y apartado del mundo, le serviría de expansión, me dejó confundido y perturbó en gran medida mi alma.
Me dirigí a la vieja Casa Sacerdotal de la calle del Preguntoiro, en la que vivían bien atendidos los clérigos que no tienen familia o que prefieren continuar hasta su muerte entre compañeros de sacerdocio. Mi visita, es evidente, tuvo lugar antes de que se hubiese trasladado la Casa Sacerdotal de allí a San Roque, donde se halla actualmente, pues en esta ciudad nuestra se está produciendo una revolución silenciosa y ya nada es como era, todo está siendo apartado por la fuerza del turismo y de la estudiantina. Uno a veces siente que estamos siendo expulsados por una mano invisible de nuestros sitiales. Claro que Santiago siempre ha sido así, siempre ha vivido de la gente que venía de fuera.
Volviendo al tema, como ya he dicho, acudí a la Casa Sacerdotal, el lugar tenía un aire acogedor y masculino que me trajo un recuerdo melancólico de mis años de seminario entre compañerismo y latines. Pregunté por el canónigo y me condujeron hasta su cuarto pues, según me informaron, además de haber perdido algo de vista, estaba reducido a desplazarse en una silla de ruedas debido a un trastorno diabético, y hacía casi toda la vida en su cuarto. El sacerdote que me condujo abrió la puerta y lo avisó de que tenía una visita, me cedió el paso y allí estaba, delante de una mesita presidida por un gran crucifijo de hierro, leyendo con dificultad el periódico (reparé en que eran las páginas de deportes). Me aproximé a él para que me viese bien.
¿Se acuerda de mí, me recuerda? Soy Ramírez, el platero, el de la Cofradía, le dije yo.
¡Ramírez…! Miguel Ramírez. Sí, señor. Cómo no me voy a acordar… ¡Vaya novedad!, se sorprendió mucho de verme, ¿y entonces, acaso quiere pedir plaza en esta casa de viejos? No aceptan seglares, ja, ja. Aunque a este paso… cada vez somos menos y supongo que el arzobispado querrá ocupar las plazas vacantes con negocio de hostelería, me decía él. Siéntese, siéntese ahí en el borde de la cama. Ya ve que no hay mucho mobiliario, ahora que, a mí, con esta silla me basta, y no tengo visitas, así que…
La Iglesia tiene que actualizarse, don Bernardo, a todos nos llega la hora, ya sabe… Lo que ha cambiado este mundo en los últimos años… Le dije esto para hacerle ver que el mundo no era el mismo desde que él se había jubilado. Cuando él se retiró, por poner un ejemplo, no se había dado aún la gran reactivación de la peregrinación a nuestro Sagrado Sepulcro. Aunque estoy seguro de que el modo en el que se da hoy día tampoco habría de ser muy del agrado del canónigo Casavella, que no vería con buenos ojos, si no estuviese afectado de la vista, esas cuadrillas vociferantes que patrullan por nuestro templo en los días de estío, excursiones enteras hablando en alto como si estuviesen en la playa, ellas casi con los pechos al aire, todas sudadas, ellos con gorras, zapatillas de tenis y pantalones cortos… No, desde luego que no iban a ser de su gusto.
Querido Ramírez, no sé si la Iglesia se actualiza o si simplemente estamos vendiendo nuestra alma para sobrevivir. A lo mejor, el precio que pagamos es demasiado alto. No lo comente, pero a mí no me hace ninguna gracia ver al Papa por televisión, como si fuese… un actor o algo así, no sé.
Yo lo reprendía en broma, hombre, don Bernardo… no se meta con el Santo Padre… que quien lo oiga qué va a pensar…
Y él asentía, yo comprendo… Puede que la Iglesia lleve demasiado tiempo sumergida en la historia y esté olvidando su función de recordar su verdad metahistórica y esotérica. Estas expresiones del canónigo que yo estoy refiriendo, y encomiendo a la discreción de mis hermanos que no salgan de nuestra Cofradía, pues fue una conversación informal y privada, reflejan naturalmente las dudas de alguien que se entregó en cuerpo y alma a la Iglesia y a quien lógicamente, llegada una edad, le cuesta adaptarse a los nuevos tiempos. Por otra parte, tampoco quiero ocultar que sus reparos y sus dudas son en parte compartidos por mí, aunque yo sea unos años más joven y por lo tanto pueda comprender mejor las dificultades del Evangelio en el mundo actual.
Y después ya cambió de tema animado por mi reaparición, que le traía recuerdos de cuando tenía una vida más activa. Ramírez, qué sorpresa, ¿y qué milagro, pues?, me preguntó él.
Pues, nada, venía a hacerle una visita, le dije para introducir el motivo de encontrarme allí. Pero él recordó una de las bromas inocentes que intercambiábamos y me preguntó, ¿qué, seguimos sin hacer caso de Jeremías? Se refería a la advertencia del profeta de que «todo fundidor tiene vergüenza de sus ídolos, pues sus imágenes son mentira, no tienen espíritu en sí». Él sabía perfectamente que este modesto artesano se gana la vida honradamente y que no fabrica ídolos sino figuras sagradas que ayudan en la oración, sin embargo era de esa clase de personas que no puede evitar meterse con los demás, pequeñas maldades humanas. Ya lo dijo san Gregorio Magno cuando afirmó que las figuras sagradas tenían derecho a existir, pues no están para ser adoradas sino para enseñar a los ignorantes, le contesté yo. Y veo que también usted recurre a ellas, y le indiqué el crucifijo que tenía sobre la mesa.
Entonces él puso cara de disgusto y gruñó algo. Acabó por explicarme que había mandado traer aquel crucifijo tan grande a su cuarto después de una visita que había recibido la semana anterior. Ahora que llega la hora de mi muerte se me presenta el mal delante, dijo. Se refería a la visita que había tenido.
Hablando de visitas, dije yo, el motivo de la mía es que me he acordado de usted revolviendo en mi archivo, porque con el archivero actual nunca me he llegado a entender, le confié yo por agradarle un poco la entrevista, aunque había algo de mentira piadosa en lo que le dije, pues las relaciones que mantengo con el canónigo señor Valcárcel son exquisitas y siempre ha atendido cualquier solicitud de información que yo le haya hecho.
Y entonces fui directo al asunto y le dejé caer el verdadero motivo de mi visita. ¿Y qué sabe, pues, de su sobrino? Y a él entonces le cambió la expresión, me sentí de pronto como si yo fuese un ladrón que hubiese entrado allí a robar y me hubiesen pillado in fraganti. Créanme que no exagero si digo que el canónigo echó la silla de ruedas hacia atrás y la acercó a la pared, debajo del gran crucifijo de madera, mirándome desde allí a pesar de que no me podía ver bien.
Yo no tengo sobrinos, me dijo él entonces, no tengo familia. El que vino a visitarme la semana pasada no es nada mío. Ya no.
Verán, yo ya no sabía hacia dónde mirar, pues, como he dicho me sentía un intruso y había molestado a aquel hombre. Yo me refería, continué, a su sobrino, el señor Xacobe Casavella… Aún no había acabado yo de mencionar este nombre y ya él estaba negando con la cabeza.
Ésta es una nueva prueba, una nueva visita del mal, y puso el crucifijo entre él y yo, como si yo fuese el mismo demonio. Yo no tengo familia, mi única familia es la Iglesia de Roma, el único refugio, si lo hay, para amparar del mal que es dueño de la ciudad de los hombres, y mis únicos familiares son los otros curas. Márchese de aquí, Ramírez, no quiero volver a verlo. Y con gran habilidad atravesó el cuarto, pasando por delante de mí y abriendo la puerta desde su silla. No recuerdo una situación tan humillante en mi vida, tendría que remontarme a mi lejana infancia para revivir escenas semejantes. Yo había ido allí, a aquel lugar retirado y tranquilo, un lugar fuera del mundo de los seglares y de sus ansias, en el que unos viejos quieren vivir sus últimos años en paz, y lo que había hecho fue violentar a un viejo impedido. Me levanté avergonzado y no supe disculparme, él señaló enérgico el pasillo y yo obedecí, detrás de mí le sentí mascullar con rabia que él ya había advertido a su hermano de que no se emparentase con aquella gente, él lo había avisado. Me di la vuelta y aún pude verlo mirándome con algo como miedo y hostilidad, y santiguándose, si se me permite, casi con genio, con fiereza. Y cerró la puerta de golpe para que no quedase duda de que era el punto final a cualquier conversación posible. Lamento decir que, para mí, aquel golpe de la puerta fue también un golpe moral.
Como he dicho antes, salí confundido de esta visita y con mi paz espiritual hondamente alterada. De modo que acudí a confesarme aquella misma tarde con el canónigo penitencial. Hecha la evacuación y absolución de mis pecados, triste vómito este al que nos vemos condenados los mortales, que a veces parece que tener alma nos condene a producir esas heces, las máculas del alma, acabada la confesión, mi confesor, disculpen que no haga constar aquí innecesariamente su nombre, aceptó hablar conmigo de este asunto y me confirmó, extrañado, que también él tenía entendido que entre el canónigo Casavella y el solicitante había algún tipo de parentesco, aunque efectivamente el canónigo había vivido siempre ajeno al trato familiar. Mientras él rememoraba lo que sabía de la vida del anciano canónigo, yo noté que afloraba en él algún recuerdo que le hizo abrir los ojos y detenerse sorprendido, pero cuando le pregunté de qué se había acordado, él prefirió no contestar. Como yo insistí, bien saben mis hermanos que cuando lo juzgo necesario puedo ser muy insistente, sólo aludió a que la rutina nos hace olvidar que éste es un lugar sagrado, y que lo sagrado va unido al misterio numinoso. Y se despidió.
Aunque mis estudios eclesiásticos y mis latines no han sido completos, puedo aclarar a los hermanos cofrades que «numen» es un vocablo que remite a espíritus fantasmales. Lo que el canónigo me había recordado era que el misterio de la religión no se acaba en la celebración de Dios, sino que también hay aspectos confusos y oscuros. Deberíamos tener todos más presente ese lado oscuro, tan olvidado hoy por la celebración constante del Amor Divino, para saber estar alerta. De todas maneras, esto no me sirvió de aclaración acerca de nada concreto y seguí con todas mis sospechas sobre la persona que investigaba, el candidato, así como tampoco disipó mis dudas espirituales, pues cuando nos hallamos dentro de esa oscuridad, ¿dónde está Dios?, ¿dónde se halla que no lo vemos por más que digamos su divino nombre? Ay, uno no tiene la Fe ni la iluminación de san Agustín, vivimos rodeados de sombras.
Y esto fue lo que yo saqué de esta mi primera gestión para esclarecer el origen y actitudes del aspirante a cubrir la plaza que había quedado vacante en nuestra Cofradía.