Ella despertó con el canto de los pájaros que anidaban en los agujeros de las chimeneas. Aunque era muy temprano, las ocho, sentía el aturdimiento de haber dormido mucho, un sueño largo y turbio, como si hubiera pasado la noche en un mundo muy denso, en un sueño infectado de sombras, caminando por pasillos con puertas cerradas en una atmósfera de culpa, un laberinto angustioso, hasta ir a dar a un yermo de tierra, un foso, una tumba. Cuando se asomó a aquel hueco cavado en la tierra vio la ausencia de cuerpo, el cuerpo había salido; miró a un lado y había otra tumba abierta, se asomó a ella y vio allí en el fondo una caja de hierro oxidado, súbitamente sintió una sombra detrás.
Todo estaba allí, en su sitio, eran las sombras conocidas de aquel interior tan familiar, la luz pálida del amanecer; el gato husmeó algo y quiso seguir durmiendo en el cesto junto a la cama.
La lluvia de la ducha le fue desprendiendo la piel de los sueños que la envolvía y apartando de los ojos las telarañas de la noche, pudo rebobinar lo que había visto en sueños mientras se abrazaba y frotaba duramente la piel indefensa con la manopla exfoliante de esparto. La excavación con la que había soñado tenía con seguridad relación con la tumba que había entrevisto el día antes en la obra de aquella casa que estaban reconstruyendo. Supo también que toda aquella agitación onírica era debida a la influencia de lo que había presenciado el día anterior en el despacho de Xacobe, había pasado el resto del día asimilándolo, dándole vueltas a aquella escena que le había impresionado el ánimo. Era algo aún muy cercano como para poder considerarlo materia de una narración, y el hecho de que ella misma hubiera participado en la situación le impedía distanciarse y verlo como una anécdota curiosa, mera materia para un cuento. Era como si la sustancia extraña que había impregnado aquel momento, que parecía haberlo envuelto a él, también la hubiera salpicado a ella.
En aquel trance melancólico, bajo el agua caliente y envuelta en el vapor del cuarto de baño, se le apareció la imagen de Xacobe, que ahora presentaba un aura cálida y que despertaba en ella un amago de sentimiento casi maternal. Su carne solitaria comenzaba a responder a aquel hechizo envolvente cuando su voluntad se impuso y reaccionó bajando el agua caliente y subiendo la fría. Se secó vigorosamente, como hacía siempre, con la áspera toalla e hizo desvanecerse la imagen de Xacobe en su imaginación. Ella seguía siendo incapaz de concederse placer si no era a oscuras y bajo las mantas, envuelta en la vergüenza y empapada después en la culpa.
Desayunó con prisa, inmersa en la melancolía y la somnolencia miraba distraída a la taza de café con leche que daba vueltas en el microondas y se le ocurrió un argumento para un cuento, quizá para un cortometraje, y lo anotó en el bloc: «Una mujer pierde a su amado en una noche de temporal, ella sabe que no ha sido abandonada sino que le ha sido arrebatado por un destino terrible. Cada noche de tormenta sale a buscarlo, desafiando a los relámpagos y al vendaval». Una historia desaforada, de las que le gustaban a ella. Después se tomó el desayuno con ganas y recogió la mesa, aquella tarde tenía que entregar un capítulo de la teleserie en la que trabajaba, Crónicas de mamíferos, ambientada en una clínica veterinaria. En aquel capítulo debía plasmar el acercamiento amoroso entre la veterinaria y el dueño de un dóberman, y llevaba días escapándole pues le costaba mucho verbalizar la atracción y los sentimientos de un modo que pareciese natural. A ella se le daba bien en sus historias y guiones usar la ironía, el humor sarcástico y frenético, pero no era capaz de contar la simple y común atracción de una persona hacia otra. Había en ello una ingenuidad, casi una inocencia, que la hacía sentirse incómoda y no acababa de comprender. Ella nunca se había abandonado a algo así.
Miró hacia la silueta de tejados y torres de iglesias de la ciudad vieja; sobre aquel laberinto de piedra flotaba el espacio inmenso como un fondo de mar invertido. Contemplar aquel panorama era el modo que tenía de vaciarse, de liberar la vista de imágenes de fuera y entrar dentro de sí misma, acceder a aquel cuarto interior en el que guardaba sus historias, sus personajes; distraer la vista en el perfil de grandes chimeneas, de antenas de televisión, de pájaros y nubes era la forma que tenía de hacer frente a los problemas de la escritura. Automáticamente empezaron a desaparecer aquellos pájaros que sobrevolaban, las eternas nubes pasando. ¿Qué se decían de verdad las personas para aproximarse unas a otras?, ¿cómo no ponerse en ridículo en una situación así? Su experiencia con Carlos ya casi estaba olvidada y no podía asociarla con lo que entendemos por la palabra «amor», había sido simplemente tan mezquino… Y lo que le había pasado con Sara no lo tenía tampoco ubicado.
Del lateral de un edificio asomaba, entre los demás tejados, el andamio de hierro amarillo de una obra, estaban restaurando aquella casa. Qué de cosas no aparecerían cuando se revolvía en las entrañas de una de aquellas viviendas tan antiguas; de cada obra en una casa de aquéllas se podía extraer el argumento para un cuento de misterio, de miedo, calculó. Recordó la tumba excavada que había visto el día anterior y la anotación que había hecho en su bloc de notas, «una casa construida sobre un enterramiento», para incorporar al argumento del largometraje que había presentado en la productora. Las tumbas. La tumba de la abuela. Tenía que ir a llevarle flores algún día. Recordó la primera vez que, siendo niña, había visto una tumba, en el entierro de un vecino de la aldea, ella y otra niña habían espiado desde la distancia, subidas a un banco del atrio de la iglesia. La tumba era oscura, no se veía el fondo y parecía la entrada a un túnel. Le había quedado esa idea, de la tumba como entrada. Y no era una idea asociada al miedo, su idea de la muerte estaba asociada a algo poderoso, verdadero. La muerte era lo verdadero, y ese lugar, ese momento, era lo que latía en el fondo durante toda la vida. Ella entendía, sin decirlo, allá en aquel lugar interior de la infancia, que aquella muerte que había visto de niña era la sal y el fermento de la vida entera. Más fuerte que nada.
Sin embargo, en el sueño de aquella noche la tumba vacía había aparecido como algo amenazador. Ahuyentó aquel recuerdo y volvió la vista a la pantalla, pero de nuevo se acordó de Xacobe y sintió otra vez la punzada de la vergüenza por cómo se había comportado. Abrigaba sentimientos confusos hacia él. Sin pensarlo más se dejó ir, se dirigió al teléfono y marcó el número de su despacho.
Contestó su secretaria, en cuanto oyó su voz sintió que tropezaba con un muro, supo que había sido un error telefonear. La secretaria le respondió que Xacobe no estaba, que estuviese tranquila, ya le había pasado su dossier, que se había extraviado entre unos papeles, y que cuando tuviese una respuesta ya se pondría en contacto con ella. Ella le dio las gracias y colgó. Se enfadó consigo misma por haber cedido al impulso de llamar. ¿Qué esperaba, que se pusiese Xacobe al teléfono y le dijese que muy bien, que le había gustado mucho y que por qué no concertaban una cita para comer, o para cenar? Se llamó estúpida a sí misma, era como si aquel asunto estuviese embrujado, todas sus gestiones con la productora la conducían al fracaso y al ridículo.
Calentó café en el microondas y mientras tanto buscó entre los discos, escogió uno de REM, seleccionó Losing My Religion y se puso a pasear por el cuarto, contoneándose suavemente con el ritmo metálico y nostálgico de la música para ahuyentar de la cabeza todas aquellas ideas que la distraían. Después se obligó a sentarse delante del ordenador y a encenderlo. Se animó a abrir el archivo con el argumento de la película. Introduciría aquella idea del enterramiento al principio de la historia. Empezaría todo con el descubrimiento de una vieja tumba en algún lugar de la ciudad. La tumba de un antiguo hechicero medieval. Escribió allí el apunte y después volvió al guión de la telecomedia.
Llevaba algún tiempo escribiendo, ya se había puesto con el acercamiento entre la veterinaria y el dueño del dóberman cuando sonó el teléfono. Era Xacobe.
—Hola, soy Xacobe Casavella, el director de Producciones Atlántica.
—Ya, ya sé, ya… Vaya, qué sorpresa, no esperaba que llamases.
—¿Molesto?
—No, no, en absoluto. Quiero decir que estaba trabajando, pero no importa.
—Si prefieres llamo más tarde…
—No, no, por favor. Al contrario, me alegra que me llames.
—Es que, verás, tenía interés en hablar contigo…
—Precisamente te he telefoneado hace una hora para hablar contigo, para disculparme por lo de ayer, no debí…
—¿Hoy…? Pues no me han pasado la llamada. Qué raro, llevo en el despacho toda la mañana.
—Pues yo te he llamado… Tal vez habías salido en ese momento.
—Tal vez…
—Es que quería disculparme por lo de ayer…
—Pues no te llamo por eso, no te disculpes…
—Es que, verás, yo estaba algo mosqueada, es difícil de explicar…
—Por favor, no es necesario que expliques nada. Verás, yo precisamente quería hablar contigo de ese argumento que nos has pasado. Acabo de leerlo ahora mismo. ¿Podemos quedar hoy para comer?
—… Claro. Donde quieras, dime la hora.