El segundo día que Xacobe vino a mi consulta para saber el resultado de los análisis estaba cambiado. Ese día sí que vi ante mí a un hombre de algún modo enfermo. Las huellas de la dolencia no estaban en sus rasgos, emergían de debajo, del fondo de sí mismo. Aquel Xacobe ya no era el hombre que había llegado cinco días antes, cuando se me apareció por primera vez después de tantos años, ya no como el compañero de curso en la escuela primaria sino como un profesional bien situado en el mundo de la empresa que acude a un neurólogo porque empieza a sentir unas molestias extrañas. Algo había ocurrido en esos días que lo hacía mostrarse casi indefenso, entregado.
En aquella segunda ocasión Xacobe estaba allí dando vueltas por la moqueta de mi consulta con muestras de confusión, acomodó la gabardina cuidadosamente en una silla sin soltar el teléfono móvil, como si se agarrase a él para no perder fuerza o poder. Sin mirar aún para mí, que permanecía sentado tras mi mesa haciendo como que miraba el informe para darle tiempo a sosegarse, empezó a aflojarse el nudo de la corbata y a desnudarse con movimientos teatrales, como un actor que se va a dejar auscultar. Todos sus gestos semejaban faltos de energía, de interés en lo que hacía, y parecía que tenía la cabeza en otra parte lejos de aquella moqueta. Me preocupó aquel cambio inesperado, ya que los análisis indicaban un buen estado de salud, bien el azúcar, el colesterol, buena sedimentación…, ningún indicio de que se pudiese encontrar mal.
Le dije que no se desnudase, que aquel día no era necesario. Interrumpió la acción y, entonces, al fin me miró, y vi que detrás de su representación había miedo, venía asustado a saber qué le ocurría. Le indiqué la silla que había de su lado con un levísimo gesto de cabeza y eso bastó para que se sentase abandonado a su situación, no resignado sino con completa anulación de la voluntad. Ejecutó aún series automáticas de movimientos, estirar el pantalón al sentarse para no deshacer la raya, cruzar las piernas, tocarse el nudo de la corbata y estirar el cuello al mismo tiempo, gestos que delataban un último intento de control para no mostrar su nerviosismo.
A mí mismo me había costado años llegar a dominar mi papel, había tenido que hacer una gimnasia interna para aprender a mandar a los demás. Cuando había imaginado antes aquella situación, yo había fantaseado alguna vez con eso, un día el viejo amigo pasaría por mi consulta como paciente, y yo entonces sería quien dominase la situación, él estaría en mis manos y yo con tranquilidad lo sometería a pruebas, descubriría en él el trastorno y después le daría las indicaciones pertinentes que debería obedecer, y supervisaría el proceso del tratamiento hasta una curación eficaz. Curación de la que él me habría de estar en adelante agradecido y que daría pie a reanudar nuestra amistad. Sin embargo, en la visita anterior yo me había sentido de nuevo inseguro ante aquel viejo amigo de la infancia tan fascinante para mí, casi sin familia, de vida tan enigmática, y por eso tan atractivo a mis ojos, y que ahora reaparecía inesperadamente en mi vida con su aire de hombre de mundo. Su visita me había devuelto a mi vieja condición infantil, seguía siendo el niño falto de seguridad y torpe. Aquel día era distinto, de súbito las cosas empezaban a ser como yo las había imaginado en mis fantasías, no obstante me sentía desconcertado ante aquel cambio desde la primera visita.
Le pregunté qué tal se había encontrado los días pasados desde la consulta anterior y él contestó que bien, sin tan siquiera mirarme ni pensar en lo que decía, sólo observaba con recelo los papeles que yo sostenía sobre la mesa. Yo casi sentí deseos de disculparme por provocar su desasosiego, por hacerle aguardar unos días el resultado de los análisis, por no habérselo dicho inmediatamente nada más entrar para tranquilizarlo, sentía casi vergüenza de actuar como médico con él. Que no tenía nada, le dije al fin, supongo que acompañado de un gesto de disculpa, ante Xacobe, el amigo buscado y que parecía indiferente a mis deseos de amistad. El niño extraño y atractivo.
Entonces él levantó la vista y me miró como esperando que le dijese otra cosa, queriendo que le dijese otra cosa, aquello no le valía. Insistí y detallé que la observación que le había hecho en la anterior cita había sido muy satisfactoria y que el resultado de analizar la sangre era de una salud óptima. Él negó con la cabeza mirándome sin verme, no era así, no era así, como si dijese. Me figuré que iba a romper a llorar.
Pero por qué negaba estar bien, lo que tenía probablemente no era otra cosa que migrañas, jaquecas, desencadenadas y agudizadas por el estrés. Señalé la lámina detrás de mí que representaba las localizaciones de los dolores de las migrañas en el cerebro. Los dolores, luces brillantes, la sensación de que la mano izquierda no le pertenecía, voces…, todos eran síntomas de una migraña.
—Estás más fuerte que Pereira Martínez, aquel que siempre sacaba matrícula en Gimnasia, ¿recuerdas? —le dije.
Los músculos de su cara se tensaron como si fuese a expresar algo, pero todo quedó en una mueca truncada y confusa.
—¿Ves? No me río —respondió él. Yo no le entendía y él aclaró—: No consigo reírme. No, no estoy bien, Boliche —me llamó por el viejo apodo que me habían puesto en la escuela, aquel nombre que alguien había sacado de algún lado para estigmatizar a un niño regordete y tímido, pero yo ya no sentía la vieja punzada de la humillación, me lo decía un hombre hundido que no tenía fuerza moral para ofenderme—. Y tú no puedes ayudarme —añadió.
Yo seguía allí mirándolo, los papeles con los análisis, que siempre me habían dado un sentimiento de confianza y poder frente a los enfermos, me parecían inútiles, era yo quien esperaba entonces una respuesta. Qué había ocurrido durante aquella semana, qué nuevos síntomas. La incapacidad de sonreír podía ser debida a una lesión en el hemisferio cerebral derecho. También podía ser que tuviese una depresión a consecuencia de las tensiones laborales. Yo quería una explicación, más información, qué era lo que le había pasado. Él lo comprendió y dijo, casi como si le doliese, que en la última semana oía voces, percibía olores, veía cosas. Y que la mano izquierda se movía en ocasiones por su cuenta. Y lo decía confirmando su preocupación en la expresión que yo le devolvía. Comprendí que había males neurológicos muy probables, pero él confirmó otro temor suyo diferente, él no miraba mi rostro, él escrutaba en su propio interior.
No pude ocultar que lo que contaba era serio, le propuse inmediatamente que pasase por Neurología en el hospital, yo mismo me encargaría de conseguirle una cita inmediata sin tener que esperar meses, le haríamos un TAC y una resonancia magnética. Él estaba como ausente y no escuchaba. Se incorporó despacio y empezó a recoger sus cosas. Tengo miedo, dijo. Y sin darme tiempo a reaccionar salió de la consulta con cara asustada. Tengo miedo, Boliche, me repitió desde la puerta y se fue a toda prisa, observado con asombro por la enfermera y por mí.