Se marchó de la oficina de Xacobe confusa y sintiéndose culpable; vergüenza y culpa eran acompañantes con los que ella sabía que podía contar, se iban y volvían infaliblemente. Sabía que no había tenido la culpa de lo que le había ocurrido a aquel hombre, fuese lo que fuese; sin embargo, su reacción, obligándolo a atenderla en aquel preciso instante, había sido inoportuna y le sabía mal. Era obvio que él estaba en aquel momento bajo una fuerte impresión, cuanto más lo pensaba más vergüenza sentía. De todos modos, había quedado intrigada por lo que había sucedido, fuera lo que fuese tenía relación con aquel sobre que ella había visto sobre la mesa. Era como si al abrirlo hubiese tenido que huir de allí. Una amenaza quizá.
Su actitud hacia Xacobe también era entonces confusa. Hasta ese momento había sido para ella «aquel tipo», sabía que era un cretino chulo y arribista, sin embargo en aquel breve instante ella había tenido ante sí a un hombre desgraciado y sensible, e incluso se podía decir que se había asomado a su interior. Era como si en aquel momento, parado ante ella con los ojos muy abiertos, mostrando el miedo que llevaba dentro, hubiese tenido con él un extraño momento de intimidad, como si ella lo hubiese visto por dentro, como si lo hubiese visto desnudo, y muy vulnerable. No pudo evitar sentir simpatía hacia él. Se enojó consigo misma, era demasiado sensible, se compadecía excesivamente de los demás y esa debilidad al final siempre era utilizada contra ella, la perjudicaba. Pero no podía evitarlo y ya había renunciado a hacerlo.
En aquel momento sentía lástima por aquel tipo. Bajó las escaleras del edificio despacio, aturdida. Pasó el control del guardia de seguridad en la entrada y poco a poco volvió a entrar en su conciencia habitual. Fuera de aquel despacho y de aquel momento que ya había pasado, la vida seguía con su apariencia de normalidad. Sentía que pasaba de un tiempo a otro, por un momento había estado en el tiempo de lo extraordinario, de lo extraño, y ahora volvía al tiempo de lo cotidiano. En el fondo, toda su inspiración de escritora provenía de valorar esos momentos excepcionales, de estar atenta y abierta a ellos y de considerarlos como «los verdaderos», y el curso continuo de la normalidad, por el contrario, como «lo falso», y eso le confería talento para escribir situaciones e historias fantásticas. No obstante, no permitía que ese instinto se saliese de las cosas que escribía y penetrase en su vida. Su vida era ordenada y sus rutinas eran una coraza frente a lo extraordinario. Ella era una mujer de hoy.
Lloviznaba. Encendió su auto y entró con él en el río de tráfico de la hora punta que salía de aquel polígono industrial en el que estaba la productora. Ya era la una y media de la tarde. Rodeada de automóviles y camiones, conducía en tensión. La ansiedad diaria y el malhumor volvieron a ella, y se puso a pensar en su mala suerte del modo que sabía, haciéndose daño. Lloviznaba. Encendió el reproductor de música. Nick Cave cantó: «La espada de Damocles pendiente sobre ella. Oh, Dios, Dios mío. Oh, Dios. ¿Y cómo pude ofenderte? Envuélveme en un tierno abrazo». Conducía dentro de un vídeo-clip melancólico de tonos grises, entre un tráfico brutal por vías violentas. Aquél era el lado de la ciudad que más odiaba, sabía que era necesario, era el tráfico del trabajo, de las mercancías, sin embargo ella amaba el ritmo pausado que podía disfrutar viviendo en la parte vieja. Los tumultos de turistas y de las noches de movida no llegaban a su ático, desde el que veía tejados y nubes. Ella sabía que en cierta forma huía de su época, que aquel fragor del tráfico era la verdad de la ciudad y del tiempo.
El recuerdo de lo que acababa de ocurrir volvía inevitablemente. Se compadeció a sí misma; ella no había querido ser ofensiva ni cruel, solamente había intentado plantarle cara a aquel tipo que le impedía progresar en su trabajo, y había acabado por hacer el ridículo. Además, a él, cuando le pasase el disgusto o la preocupación, o lo que fuese, cuando recordase la situación, no iba a hacerle ninguna gracia volverla a ver. Se sentiría incómodo sólo de pensar en ella, recordando que ella había sido testigo de aquel momento. A nadie le gusta que lo vean cuando está caído. No nos gusta caer, sobre todo para que no nos vean los otros. De manera que aquello que él le había dicho a la secretaria en aquel momento de debilidad —que le pasase el dossier del argumento de ella—, era ya un cuento viejo, en cuanto lo viese en su mesa lo arrojaría a la papelera con desagrado. Qué mala suerte tenía, todo le pasaba a ella, siempre acababa poniéndose en evidencia.
Vio una plaza de aparcamiento en la calle y se apuró a ocupar el sitio, aparcar era un problema. Se sentía fatigada, como si llevase toda la mañana trabajando o como si no hubiera tomado suficiente café al desayuno. Caminó despacio por las calles de la ciudad vieja hacia su apartamento. Quién sabe, tal vez leería el dossier y le gustaría el proyecto, tal vez la película al final saldría adelante, pero era mejor no fantasear aún sobre la idea de una película con argumento y guión suyo. Su vida cambiaría. Además, mañana sería otro día y seguramente aquel tipo preferiría olvidar todo lo vivido aquella mañana.
Pasó por delante de una casa que estaban reformando y vio por el portal abierto que habían hecho excavación arqueológica, seguramente habría aparecido algo al obrar. Se asomó y preguntó a un operario con su mono azul manchado y una gorra de trapo rojo gastada:
—¿Y qué va a ser? Lo de siempre, ruinas viejas. Cada vez que se hacen obras en una casa de la parte vieja aparecen restos. Ya ha estado aquí la arqueóloga municipal.
—¿Qué había entonces, restos de una casa antigua?
—Parece que hay tumbas… Un pedazo de estatua también. Por lo visto hubo aquí un cementerio o algo así. Y ahora se va a retrasar la obra porque van a hacer una excavación.
—¿Puedo pasar a ver?
—Ca. No deja el encargado. Allí viene.
Efectivamente, un hombre con ropa de diario y un casco amarillo se acercaba a ellos con semblante serio. Era igual, podía averiguarlo a través de la arqueóloga municipal, que había sido compañera suya en el colegio. Aquello le podía ser útil para introducir en su historia.
Se fue de allí y sacó su libreta, anotó ideas sueltas: «Una casa construida sobre un enterramiento…». «Estatuas, tumbas». «Lo que hay enterrado en las tumbas sale afuera y contamina el presente, interviene en la vida de los vivos…». Debería buscar el modo de añadir esas ideas, dándole un nuevo giro al argumento de la película. Aunque éstas le recordaban algo al comienzo de El exorcista. Pero en fin, las historias de misterio siempre se parecían algo.
Ella era como la urraca ladrona que robaba cualquier cosa que brillara ante sus ojos, la atrapaba y se escapaba a su nido con ella, anécdotas cotidianas, trocitos de vida para fabricar historias. Cerró la libreta y la guardó con gestos de codicia, aquella libreta llena de apuntes en letra pequeña era su tesoro, que no se perdiese, que no se mojase el papel con las gotas que caían de aquella gárgola recortada allá arriba contra el cielo.