Estimados hermanos, como ya sabréis, actualmente vivo retirado, he dejado en alquiler el taller de plata y azabache además de la tienda a mi empleado Serafín, y moro en una aldea rodeado de viejos. Y aunque la aldea no esté muy lejos de Santiago de Compostela, vivo de espaldas a ella y encuentro un gran conforto en estas horas rústicas. Quiero decir que estoy apartado de la ciudad y ni siquiera cuando tengo que ir a las semanales sesiones de diálisis entro en ella, pues voy en un taxi al hospital y vuelvo. Ésa es mi situación actual. Vivo en la aldea gracias a la gentileza de mi nueva amiga, Celia, que me ha cedido la casa familiar que posee en este lugar y que ella mantenía cerrada desde hacía años. Si Celia ha sido pecadora antes, hoy es una madre virtuosa y renacida, como una Magdalena penitente. No pierdo la esperanza de que atienda mis ruegos y bautice a la criatura que ha dado a luz.
Yo, por mi parte, en caso de ser readmitido con todos los derechos, muy concretamente el derecho a ser enterrado en la tierra sagrada del cementerio de nuestros cofrades, donde descansan mi padre y mi hermano, dejaré la propiedad de mi tienda a la Cofradía, con la única condición de que se mantenga el puesto de mi empleado Serafín hasta su jubilación.
La propiedad de mi casa y la cantidad que tenga en el banco cuando yo muera pasarán a manos de la antedicha Celia para que pueda criar con tranquilidad a su hijita, que nació en un día infausto, como si los estigmas estuviesen en su destino, pero que es inocente de los pecados que hayan cometido sus padres, que la concibieron imprudentemente; pues los niños no heredan más pecado que el original, que borra el bautismo. Y cada uno trae consigo el derecho a ser salvado y libre. Así lo dijo Cristo: «Dejad que los niños se acerquen a mí».
Así pues, si solicito que se revise mi expulsión, no es con ánimo alguno de volver a las reuniones, aunque mi devoción me lleva, cuando pienso en vosotros, en esta querida Cofradía, a imaginar que organizo nuevas actividades de esta apostólica hermandad. Mi atribulada cabeza no puede dejar de pensar en nuevas formas de promover la devoción a nuestro santuario, no obstante, os pido que no consideréis mis ideas y sugerencias, que brindo gratuitamente por si quieren ser atendidas, como una intención seria mía de llevarlas a cabo. Debéis imaginar que este hombre, ya definitivamente viejo, además de enfermo del cuerpo, y también con el alma lacerada por las heridas del combate espiritual al que me he expuesto, este hombre, digo, sabe que no volverá a llevar la vida de antes. Realmente siento que ya he cumplido con lo que se me tenía reservado y que he concluido mi camino.
Este retiro mío, entre el ruido del viento que pasa rumbo a la ciudad y el cacareo de las gallinas de mis vecinos, es el umbral para lo que viene a continuación. A veces noto en falta poder rezar en las noches de insomnio al Cordero Místico del ábside de Santa María de Salomé que yo veía desde mi casa. A veces echo en falta las voces que subían desde la Calderería, por aquellas paredes de calleja estrecha, que son también un poco asfixiantes, hay que decirlo. Y oía: los niños a la escuela, las mujeres al mercado, turistas, coches de reparto. Y por las noches, desgraciadamente, también las voces de tantos jóvenes borrachos. Eso sí que no lo echo de menos. Y qué bien se duerme en la aldea, es como si por primera vez estuviese a solas conmigo mismo. Cuesta acostumbrarse, sin embargo es muy útil para hacer examen de conciencia. Vivir en un lugar apartado como éste, tan dejado de la mano del ayuntamiento, es como vivir en oración continua. Entiéndase que es un modo de expresar esta paz.
En la parte antigua de la ciudad yo era ya como un resto de otro tiempo, se han ido muriendo casi todos mis vecinos, o se han marchado a vivir a las casas de las afueras con hijos que los cuidan. Las viviendas están vacías y en otras mis nuevos vecinos eran estudiantes de pensión. Cada día me sentía un poco más apartado de allí y como expulsado de mi mundo. Mi Santiago ha muerto. En esta aldea, por el contrario, están tan faltos de novedades que a los viejos aún les alegra acoger a un forastero; aunque sea otro viejo, como muchos de ellos.
Viviendo entre ellos cavilo, viendo su paganismo envuelto en cristianismo, que, siendo ellos también católicos romanos, es como si fuésemos de religiones distintas, pues no los imagino en diálogo interior con Nuestro Señor. Sin querer ser malinterpretado, se puede decir que ellos creen en la magia y yo en la oración. Mas nuestra Iglesia debe dar cabida por igual a esos fieles y a fieles como nosotros, hermanos.
Como la aldea está en el Camino de Santiago, prácticamente cada día veo pasar a algún peregrino que se dirige a la ciudad procedente de muy lejos, aun en un mes tan duro como éste. Gentes que hablan otros idiomas y que cuando llegan aquí están muy baldados. He puesto una concha de vieira en la vieja puerta y procuro dejarla siempre abierta para darles a estas gentes un saludo, un vaso de agua o cualquier cosa que necesiten. Me dan envidia, pues yo he servido al Apóstol al pie de su tumba pero me ha sido privado el venir de lejos, ganando ese Camino y ganando la contemplación de su tumba. Quisiera no haber nacido santiagués y ser de un lugar lejano para poder haber llegado aquí como peregrino. Alabado sea nuestro Patrón, guía luminoso, antorcha que alumbra desde esta Jerusalén de Occidente.
Y como en lo que piensa mi mente es en esa hora final que sé que está cerca, nada me entristece tanto como saber que mis restos van a reposar fuera del lugar que les corresponde a los cofrades, lejos de los hermanos que se fueron antes que nosotros. Si solicito la readmisión es porque, como creo que demostraré con mi narración de los hechos que provocaron la expulsión, estimo que fue injusta. Y si me he atrevido a hacer esta confesión, que es pliego de descargo y solicitud de clemencia, ha sido porque confío en que la justicia y la caridad viven en el corazón de mis hermanos cofrades.
Antes de leer o escuchar este pliego de descargo les pido a mis hermanos que reflexionen sobre la dureza con la que ha sido tratado este hermano que les escribe, dureza que supongo tiene que estar alimentada por algún enemigo mío de corazón duro que bien podría ser visto como el zorro en el gallinero. Y que comparen el trato que me han dado a mí con la ligereza con la que fue tratado en su día el caso del tal Xacobe, que como pienso demostrar no poseía las condiciones espirituales mínimas exigidas. Espero hacerles ver a mis hermanos que su entrada suponía la ruina de la Cofradía y del santuario. Les pido que mediten después de atender a mis explicaciones y les suplico que tengan misericordia.
Después de la tempestad viene la calma y después de aquella temporada, que no sólo fue de fuertes temporales y lluvia que se abatieron sobre nuestra ciudad, sino también de perturbaciones para nuestra Fe, llega el momento de recordar lo ocurrido. Comprendo que mis actos durante esos meses pasados fueron malinterpretados y usados en mi contra. Demostraré que he obrado movido por la Fe y en defensa de ella en circunstancias tremendamente adversas. Quiero demostrar que, en la medida de mis escasas fuerzas, he actuado como un verdadero cruzado en defensa de nuestro santuario.
Sé que hay miembros de esta Santa Cofradía que siempre han desconfiado de mi salud mental, que nadie sonría al leer esto pues no es una conclusión precipitada, ya que en el curso de los treinta y tres años que llevo en ella bajo la presidencia de don Manuel Hermida Pena primero, de don Acisclo Rama García después y ahora de don Antonio Pereira Hermo siempre he sentido que era escuchado con condescendencia cada vez que exponía mis preocupaciones por la seguridad del santuario ante las amenazas que estaban profetizadas y los embates del Mal que residía en la ciudad apostólica.
No sólo he recibido la ofensa de ser mirado con displicencia, sino que precisamente mi celo por proteger el Sepulcro Apostólico de seguras asechanzas me ha valido ser desechado como candidato cada vez que, por ser llamados por Nuestro Señor, ha quedado vacante el lugar de presidente, o siquiera de secretario, de esta querida Cofradía a la que he destinado todos mis esfuerzos y puedo decir, sin caer en la exageración, que entregado mi vida entera.
Si no he llegado a ofrecer mi vida en sacrificio, como hace treinta y tres años la ofreció heroicamente mi hermano Rafael, que quiso detener la profanación de las campanas y lo pagó con su vida, ha sido porque el Señor, ayudado por nuestro santo patrón, no ha querido ese fin para mí. Ha querido que esta vez el Mal no consiguiese sus fines, que no pudiese doblegar a nuestra campana Berenguela obligándola a tañer la decimotercera campanada, la perversa. Y asimismo ha perdonado la vida de este devoto siervo que guarda la memoria de su hermano, al que cada año sigo ofreciendo por mi cuenta una misa en la iglesia de San Fiz de Solovio; este año no, pues está cerrada con motivo de su restauración. (Queridos hermanos, nuestra ciudad está cada día más restaurada y repintada, pero yo me pregunto si esa fachada blanqueada no ocultará que cada vez está más muerta. Dejo aquí esta modesta reflexión que no viene al caso del relato de los hechos acaecidos).
Volviendo al caso de mi difunto hermano, si esta exposición convenciese al fin a mis hermanos de la existencia de la amenaza del Mal, pido que se reconozca con carácter retroactivo que la horrible muerte de mi hermano Rafael fue debida también al mismo Enemigo al que yo he combatido. Y que las misas en su memoria sean costeadas por ésta (Cofradía, que tiene la economía saneada, y que se hagan en una capilla de nuestra santa Catedral, como a él le hubiera gustado. Pues la Catedral y sobre todo sus tejados y torres fueron su hogar desde chiquillo, cuando ambos fuimos escolarizados en la Escolanía. Su dedicación al cuidado del reloj de la torre y de las campanas fue su vocación aérea, si se me permite el adjetivo, ya que había en él mucho de ángel, o de arcángel. También su muerte fue aérea y murió como un ángel que cae de la torre a las duras losas de nuestra Quintana de Vivos. Quisiera dedicar este relato a la memoria de mi hermano gemelo Rafael, tan espantosamente muerto en el cumplimiento de su deber.
Mis hermanos cofrades saben que siempre he actuado con total desinterés y que incluso he ofrecido gratis mi trabajo, que es mi único sustento, cuando ha sido preciso, por el bien de la Cofradía. Como, a modo de ejemplo, cuando celebramos el sexto centenario de su fundación y labré en mi taller las treinta insignias en azabache con el escudo de la vieja orden de los Caballeros Cambiadores, orden que se transformó posteriormente en la nuestra, con el nombre actual. Se las ofrecí a la Cofradía a un precio más que módico, de forma que cada miembro tuviese que pagar únicamente el valor del material empleado, la plata y el azabache.
El mismo escepticismo y reticencia he percibido hacia mi labor como Archivero Mayor de la Cofradía, como si la conservación y estudio de la historia de la hermandad no fuese una fuente de experiencia y de lecciones para el futuro.
Espero que los hechos ocurridos sirvan al menos para corregir esa actitud equivocada, y que tanto el puesto de archivero como los medios destinados a su labor tengan ahora la consideración que siempre merecieron. Sé que es un atrevimiento por mi parte hacer sugerencias hallándome en la circunstancia en la que se me ha colocado al haber sido expulsado, pero en este campo de archivar nuestros documentos sería preciso considerar la compra de un moderno y potente ordenador, además de buscar la colaboración de una persona versada en esas técnicas, ya que los servicios de la informática e incluso de la conexión a Internet serán imprescindibles en el futuro, no sólo como ayuda en la catalogación y consulta de los archivos, sino también como herramienta contra las nuevas formas de ataque del Mal. Durante años he tenido la impresión de que mis informes, detallados y extensos, eran dejados de lado e ignorados, ojalá éste sea el inicio de una nueva época.
Y ya que hago memoria y confesión, aprovecho también este memorándum para manifestar, si se me permite, que he tenido que vivir estos años en la decepción por lo que podríamos llamar Descreimiento, Escepticismo secular, en el que ha vivido esta Cofradía nuestra respecto a sí misma, pues ha olvidado su origen. Claro que, del mismo modo, todo nuestro mundo, e incluso a veces parece que también la propia Iglesia Católica, ha olvidado que el Diablo existe. Queridos cofrades y hermanos en la Fe de Cristo Nuestro Señor, cada vez que yo recordaba sobre esa mesa en la que os reunís, testigo de otras reuniones de tantos hermanos cofrades antes que nosotros, que éramos guerreros destinados a vigilar y proteger el Sepulcro Apostólico del Hijo del Trueno, como nos recordaba una y otra vez la historia de nuestra hermandad, yo veía asomar una sonrisa irónica en más de una cara.
Y digo aquí que la ironía es uno de los estigmas que delata la derrota de la Fe en un corazón, pues no cabe reserva ni duda ni cálculo en el camino de la Fe, que es ciega y sin embargo es el camino seguro de la luz. Pues ahora repito que la nuestra es una hermandad de guerreros de la Fe y debemos estar alerta y dispuestos al enfrentamiento con las mil caras del Mal, pues el Demonio más que nunca ha penetrado en el Reino de los Hombres y sus intenciones se propagan en todas direcciones.
Incluso entre nosotros, hermanos, ¿cuántos forman parte de la Cofradía y sin embargo no son verdaderos cofrades? Pues la nuestra es una hermandad que imprime carácter, no en vano yo abandoné mis estudios sacerdotales tras la muerte de mi hermano gemelo Rafael para trabajar en el taller paterno como azabachero, y para dedicarme, con un voto de entrega en cuerpo y alma, a la defensa del Sepulcro Apostólico desde esta nuestra santa organización. Y ahora, desde aquí lejos y fuera, miro con la imaginación alrededor de mí como si continuase estando entre vosotros y veo a hermanos que Están pero no Son; veo a hermanos que entraron por mera tradición familiar o para desfilar por las calles de la ciudad los días señalados con la capa bendita de nuestra hermandad. ¿Y acaso no hay también quien apenas asiste a las reuniones e incluso ha entrado porque le beneficiaba en su carrera la cercanía de los hermanos cofrades que disfrutan de buena posición social? También en nuestra sagrada hermandad penetran los aires pestíferos y malditos de Satán y de sus representantes, como aquel Hermógenes a quien derrotó nuestro Glorioso Apóstol en Jerusalén. También hoy en esta Jerusalén de Occidente hay Hermógenes a quienes destruir. Quién sabe si no tenemos ya dentro la garra del Mal.
Ya que renuncié a todo lo que no fuese vigilancia y entrega y a cambio recibí desprecios, aquí estoy para relatar el fruto de mis desvelos, los hechos demoníacos que he desvelado y, en la medida de mis escasas fuerzas, ya que no he contado apenas con apoyo, ayudado a frustrar.
Hasta aquel día en que pasó ante mí en el Hospital Clínico, llevando una muestra de su orina en la mano, yo nunca había visto antes a Xacobe. O por lo menos no recordaba haberlo visto, ya que Santiago es una ciudad pequeña y es perfectamente posible que nos hubiésemos cruzado muchas veces. No obstante, éramos de edades y de ambientes muy distintos, y he observado que la gente que por el motivo que sea no es de nuestro ambiente o no nos interesa, se hace invisible para nosotros. Sabía únicamente su nombre y apellidos, Xacobe Casavella Mateo, llevaba semanas dándole vueltas a aquel nombre, y cuando lo escuché pronunciar por megafonía en el pasillo del hospital convocándolo a la sección de análisis, me sorprendí e incluso me asusté.
Me santigüé de modo instintivo y una mujer que esperaba a mi lado su turno de diálisis me miró asustada, debió de ver el miedo en mi cara. Era una señora conocida, no diré su nombre, y que padece la misma enfermedad que yo; ya había coincidido con ella otras veces, pues hacemos la diálisis el mismo día de la semana. Ella trabajaba en un comercio de ropa propiedad suya y de su marido, que era presidente de la Asociación de Comerciantes del Casco Antiguo, y solíamos intercambiar algunas palabras sobre el tiempo o sobre alguna incidencia de nuestra salud. Pero yo me levanté tan súbitamente que ella me miró y dijo: «Parece que acabas de ver al demonio». Me marché de allí sin dar explicaciones, ese tipo de reacciones hace que a veces la gente vulgar crea que uno está algo mal de la cabeza, y me fui a toda prisa hacia la sección de análisis. Quería ver a aquel hombre, quería ver a la persona a quien precisamente estaba buscando y que representaba aquella amenaza.
Llegué casi corriendo a tiempo de ver a unos cinco metros de mí a un hombre alto y joven, muy bien arreglado él con un traje que lo vestía con pulcritud y elegancia, y, aunque sé que los lujos y las apariencias no son el mejor camino para la Fe, admiré en él aquella apariencia tan apuesta que lo hacía parecer salido de un anuncio de ropa. Y pensé de qué modo tan distinto trata la naturaleza a unos, dándoles apostura, y a otros, dándoles enfermedades. Pero ésa es la voluntad divina. Y, de todas formas, en aquel momento comprendí que aquel hombre también tenía algún problema serio que lo llevaba allí a hacerse análisis. Los guapos también sufren.
En su rostro había un ligero rictus de disgusto, propio de quien se siente molesto en una situación. Se dirigía a la puerta del laboratorio portando una gabardina doblada en un brazo y un frasquito con un líquido amarillo o dorado, orina sin duda, en el otro. Cambió el frasco de mano para poder abrir el pomo de la puerta, asiéndola casi con las puntas de los dedos, con reparo, y asomó la cabeza; después entró y lo perdí de vista.
Y allí me quedé de pie, delante de la gente que esperaba sentada su turno para entregar su orina y su sangre, considerando aquella puerta blanca, cerrada, una puerta anodina de sección hospitalaria. En aquel ambiente de desgracias comunes, de tristezas vulgares, que para mí era tan familiar, se me había mostrado la amenaza más impía y monstruosa. Con el aspecto de un hombre joven, bien situado y atractivo que por algún motivo necesitaba unos análisis, como cualquier otro, un joven que probablemente entendía como algo natural tener salud y consideraba aquella situación en la que se veía como un contratiempo impropio y vulgar. Aquél era el hombre. O, más bien, aquello era la cosa encarnada, la cosa demoníaca que acechaba y que en cualquier momento aparecería de nuevo, y yo sabía que al fin había reaparecido.
Lo que me dejó sorprendido, contemplando aquella puerta blanca cerrada por la que había entrado, era que nada en él irradiaba perversidad, o algún magnetismo, alguna fuerza especial. Por lo menos desde la distancia a la que yo lo había visto no había notado nada en él, en aquella sala de espera no se había percibido ninguna presencia fuera de lo común, fuera de lo humano. Aunque yo lo había mirado de lado, no le había visto bien el rostro de frente, y en el rostro, saliendo de los ojos e iluminando toda la cara, es donde se manifiesta el alma de la gente. Es una gran verdad que la cara es el espejo del alma. Y los ojos son las puertas para entrar en ella. Y las puertas por donde sale también la maldad, si la hay dentro. Tenía que verle los ojos a aquel hombre. Siempre pensé que cuando tuviese ante mí al Enemigo, lo reconocería en los ojos.
Ése fue el día que lo vi por primera vez, pero yo llevaba ya días detrás de él, desde que presentara su solicitud de ingreso en nuestra Cofradía.
Más tarde, cuando me llegó el turno me acosté en mi camilla de hospital, conectado por tubos a mi querida máquina de diálisis. Para mí es como si fuese un ángel de la guarda mecánico que purifica mi sangre para que pueda seguir. Allí estaba yo, dándole vueltas en mi cabeza a aquel hombre que acababa de ver por primera vez, cavilando en el modo de acercarme a él. Su presencia estaría grabada seguramente en las cámaras de vídeo que registran lo que ocurre en todos los pasillos, pues hoy nuestra vida está siendo a cada momento grabada y vigilada en todas partes. ¿Captarían las cámaras aquella figura? Desde luego que sí, no era ningún fantasma, parecía un hombre completamente normal. ¿Habría alguna luz o sombra en él que no captaba el ojo humano y la cámara sí?
Me tocó estar acostado junto a un chaval de doce años llamado Iván, que padece la misma enfermedad que yo y espera un trasplante. Como me ocurre tantas veces en esa situación —máxime cuando me toca hacer la sesión con alguien tan joven— estuve pensando en el dolor que nos envía el cielo —especialmente cuando le llegaba a un niño como aquél, que no comprende por qué le ocurre algo que no ha merecido— y que nuestros esfuerzos por servir a Dios no valen para aliviar los padecimientos corporales del género humano. Cuánta Fe no nos pide Nuestro Señor para que sigamos adelante, confiando en la Divina Providencia. Únicamente la oración sirve de alivio momentáneo a nuestras penas.