MUCHO MÁS SOBRE CLOPPER
En aquel momento Dick apareció por otra esquina, cargado aún con la cabeza de Clopper. Sid y el director estaban a punto de alcanzarlo. No había podido esconderse en ninguna parte. Cuando estuvo jadeante, cerca del señor Pennethlan, le tiró la cabeza.
—Tome y no la suelte. Tengo la seguridad de que la mercancía está dentro.
Llegaron Sid y el director presas de cólera. El director trató de arrebatar la cabeza de Clopper al granjero. Pero su talla era escasa y el señor Pennethlan era alto y fuerte. Con toda calma mantuvo la cabeza de caballo fuera del alcance de su dueño, levantándola con una mano, y contuvo al director con la otra.
Todo el mundo se acercó a ellos. «Los del granero» los rodearon llenos de curiosidad y pronto se sumaron a los espectadores dos labriegos. La señora Pennethlan y las niñas, que ya estaban levantadas, oyeron el bullicio y bajaron también. Las gallinas se dispersaron cloqueando y Tim y los cuatro perros de la granja atronaron el espacio con sus ladridos.
El director estaba fuera de sí. Empezó a golpear al granjero, pero fue inmediatamente apartado por el señor Binks.
Uno de los labradores se abrió paso entre la agitada multitud y apoyó su manaza en el hombro del director, que sintió como si una garra de hierro lo inmovilizara.
—No lo deje marcharse —le ordenó el señor Pennethlan.
Bajó la cabeza de Clopper y miró a los asombrados espectadores.
—Trae ese barril —dijo a Julián.
El chico obedeció inmediatamente y colocó el barril ante el granjero, al que el director miraba mientras su rostro perdía el color.
—¡Déme eso! ¡Es mío! ¡No sé lo que pretende!
—¿De modo que esta cabeza es suya? —preguntó el granjero—. Pero dígame: ¿es suyo también lo que hay dentro?
El director no contestó. Su inquietud era evidente. El señor Pennethlan volvió la cabeza hacia abajo y miró el interior. Introdujo la mano y buscó a tientas. Pronto encontró un pequeño escondite. Lo abrió y cayeron en el barril una docena de cigarrillos.
—Son míos —aclaró el señor Binks—. Los guardo ahí. ¿Hay algo malo en ello? El director hizo poner ahí esa cajita para mis cigarrillos.
—No hay nada malo en ello, señor Binks —lo tranquilizó el granjero.
Volvió a introducir la mano y siguió explorando con los dedos el interior de la cajita. El director lo observaba conteniendo la respiración.
—He encontrado algo, señor director —exclamó el señor Pennethlan, que no le quitaba ojo—. Esta cajita tiene doble fondo. ¿Cómo se abre? Si no me lo dice, tendré que destrozar la cabeza de Clopper para averiguarlo.
—¡No, no la rompa! —exclamaron Sid y el señor Binks a un tiempo.
Y añadieron, dirigiéndose al director en son de reproche, que no sabían que hubiera un secreto en Clopper.
—No lo hay —negó obstinadamente el director.
—¡Ah! ¡Ya lo he encontrado! —exclamó de pronto el granjero—. Ya lo tengo.
Abrió el doble fondo y sacó un paquetito hecho con papel blanco, un paquete diminuto, pero que valía cientos de libras.
—¿Qué es esto, señor director? —preguntó el granjero al pálido contrabandista—. Yo se lo diré. Es uno de los muchos paquetitos de drogas que ha recibido de sus compinches. Por algo había prohibido usted a Sid que se separase de la cabeza de Clopper. Si me lo permite, abriré este paquete y todos veremos lo que hay dentro.
Se oyó un murmullo en el grupo formado por «Los del granero». Un murmullo de horror. Todos miraron indignados al director. Sid le dijo, irritado:
—¡Lo que usted me hacía vigilar eran sus malditas drogas, no a Clopper! ¡Pensar que he estado ayudando, día tras día, a un hombre que debería estar en la cárcel…! Jamás volveré a hacer el número de Clopper. ¡Jamás!
A punto de echarse a llorar, el pobre Sid se abrió paso entre sus estupefactos compañeros y se alejó. Poco después le siguió el señor Binks.
El señor Pennethlan se guardó el paquetito blanco en un bolsillo y ordenó:
—Encerrad a ese hombre en el granero pequeño. Y tú, Dan, toma tu bicicleta y ve a avisar a la policía. A vosotros —añadió, dirigiéndose a «Los del granero»— sólo puedo deciros que habéis perdido a vuestro jefe, mejor dicho, que os habéis librado de él.
«Los del granero» miraron a su director mientras dos aldeanos lo conducían a su encierro provisional.
—Nunca nos fue simpático —dijo uno de los cómicos—. Pero tenía dinero y nos hacía préstamos en las malas temporadas. ¡Un dinero ganado con el criminal contrabando de drogas! Nos utilizaba como pantalla para sus sucios manejos. Tiene usted razón: nos hemos librado de él.
—¡Ya nos las compondremos para seguir adelante! —dijo otro—. ¡En, Sid, vuelve! ¡Alégrate, que todo se arreglará!
Sid y el señor Binks reaparecieron con grave semblante.
—Nunca volveremos a hacer el número de Clopper —anunció Sid—. Nos ha dado mala suerte. Compraremos un burro y haremos con él cosas nuevas. El señor Binks dice que no quiere oír hablar de Clopper y yo pienso como él.
—Bien —respondió el granjero, sin soltar la cabeza de Clopper—. Traigan las patas. Me quedo con él. Siempre me ha hecho gracia, y a mí no me ha traído mala suerte.
Viendo que ya no tenían nada que hacer en la granja, «Los del granero» se despidieron. Sid y el señor Binks, serios y corteses, dieron la mano a los niños. Sid dirigió una última mirada a Clopper y se alejó del grupo.
—Nos vamos —dijo el señor Binks—. Gracias por todo, señor Pennethlan, y ¡hasta pronto!
—¡Hasta pronto! —exclamó el granjero—. Mi granero está siempre a la disposición de ustedes.
El director estaba ya encerrado y en espera de que llegara la policía.
El señor Pennethlan recogió los trozos de Clopper y miró a los niños, que eran cinco entonces, ya que Guan estaba con ellos.
Les sonrió. Parecía otro hombre.
—Bueno, todo ha terminado, Dick. Me he preguntado si te habrías vuelto loco cuando te he visto salir disparado con la cabeza de Clopper.
—Ha sido un momento de inspiración —repuso Dick con modestia—. Se me ha ocurrido de pronto. Y oportunamente, porque «Los del granero» estaban a punto de ponerse en camino.
Se dirigieron a la casa. La señora Pennethlan había echado a correr. Y las niñas adivinaron el motivo.
—¡Voy a prepararos algo de comer! —gritó mientras entraba en la cocina—. ¡Pobrecitos! ¡Ni siquiera os habéis desayunado! ¡Venid a ayudarme! Podéis vaciar la despensa si queréis.
¡Poco faltó para que lo hicieran! Sacaron jamón, lengua, guisantes… Ana lavó lechugas rizadas. Julián llenó de tomates una fuente. Jorge coció una docena de huevos en un cazo. Como por arte de magia, aparecieron un pastel de guindas y otro de compota. Además, se sirvieron dos grandes jarros de crema de leche, que se colocaron uno en cada extremo de la mesa.
Guan revoloteaba por la cocina haciendo tropezar a todo el mundo, con los ojos desorbitados ante tantos y tan variados manjares. La señora Pennethlan se echó a reír.
—¡Déjame pasar, Cara Sucia! Quieres comer con nosotros, ¿verdad?
—Zí —repuso Guan con ojos centelleantes—. ¡Claro que quiero!
—Entonces sube a lavarte esas manos.
Y, cosa inaudita, Guan obedeció, manso como un cordero. Cuando bajó, tenía las manos casi limpias.
Se sentaron. Julián puso una silla junto a él y colocó la cabeza de Clopper de modo que parecía que estuviera sentado. Ana se echó a reír.
—¡Oh, Clopper! ¡Pareces un caballo vivo! Señor Pennethlan, ¿qué va a hacer con él?
—Regalarlo a unos amigos —repuso el granjero masticando tan enérgicamente con dentadura como sin ella.
—¡Vaya suerte la de esos amigos! —suspiró Dick sirviéndose un huevo y ensalada—. ¿Saben hacer el número de Clopper?
—Sí, y lo saben hacer muy bien. Saben dar vida al gracioso Clopper. Sólo les falta aprender una cosa. ¡Ja, ja, ja!
Los niños se miraron asombrados. ¿A qué venían aquellas carcajadas?
El señor Pennethlan se atragantó y su mujer le dio unos golpecitos en la espalda.
—¡Cuidado, señor Pennethlan! Clopper te está mirando.
El granjero volvió a echarse a reír. Al fin, continuó, dirigiéndose a los niños:
—Os decía que sólo hay una cosa que esos amigos míos no saben.
—¿Qué cosa? —preguntó Jorge.
—Pues… ¡descorrer la cremallera! —y por tercera vez se echó a reír hasta que le saltaron las lágrimas—. No saben… ¡ja, ja, ja!… descorrer la cremallera.
—¡Señor Pennethlan, basta ya de risas! ¿Por qué no dices de una vez que vas a regalar a Clopper a Julián y a Dick, en vez de armar tanto escándalo?
—¡Oh! ¿De veras? —exclamó Dick, emocionado—. ¡Gracias, señor Pennethlan, mil veces gracias!
—Si vosotros me habéis dado lo que yo quería, justo es que yo os dé a vosotros lo que deseáis —dijo el granjero, volviendo a llenarse el plato de jamón—. Clopper estará muy bien contigo y con tu hermano. ¿Nos daréis una funcioncita antes de marcharos? ¡Ja, ja, ja! ¡Clopper es un tunante! ¡Nos está mirando!
—¡Y nos hace guiños! —exclamó Jorge con estupor, mientras Tim salía de debajo de la mesa para mirar a Clopper—. ¡Estoy segura de haberlo visto guiñar el ojo!
En verdad, no habría sido extraño que hiciera toda clase de guiños tras aquellos agitados días de cuyas emociones le había correspondido la parte principal.
F I N