Capítulo XVIII

DICK TIENE UNA IDEA

Con los nervios en tensión, los cinco niños siguieron al señor Pennethlan. Guan había salido de debajo de la mesa, dispuesto a no perder detalle del espectáculo que se avecinaba. Pero cuando ya estaban en la puerta, el granjero se volvió.

—Las chicas no pueden venir —dispuso—. Y Guan tampoco.

—Las chicas se quedarán conmigo —dijo la señora Pennethlan, que, en su excitación, se había olvidado por completo de su enojo y de sus lágrimas—. ¡Guan, ven aquí!

Pero Guan había salido corriendo y estaba ya con los otros chicos. ¡Nada en el mundo podría privarle de ver lo que iba a ocurrir! Tim iba también con el grupo —¿cómo no?— y estaba tan nervioso como los demás.

—¡Estas cosas no debían pasar a altas horas de la madrugada! —comentó la señora Pennethlan—. Es la primera vez que oigo decir a mi marido que anda buscando a los contrabandistas. Yo sabía que rondaban por aquí, pero jamás me había dicho que trataba de desenmascararlos.

Julián y Dick se habían olvidado por completo de su cansancio. Atravesaron rápidamente el patio, siguiendo al señor Pennethlan, Guan detrás de ellos y Tim correteando a su alrededor como un loco. Llegaron al cobertizo y entraron.

—Hemos amontonado… —empezó a decir Julián, y enmudeció de pronto.

La potente linterna del señor Pennethlan iluminaba el rincón donde se hallaba la trampa.

¡Estaba abierta! ¡Era increíble, pero estaba abierta! Los sacos y cajas que los niños habían acumulado sobre ella aparecían esparcidos por el suelo.

—¡Mirad! —exclamó Julián—. ¿Quién la habrá abierto? Señor, los contrabandistas han logrado escapar con su botín. ¡Nos han derrotado!

El señor Pennethlan profirió una exclamación de contrariedad y cerró la trampa de un manotazo. ¡Poom! Iba a decir algo, cuando se oyeron voces no muy lejos. Eran «Los del granero», que volvían de buscar a los niños.

Al ver luz en el cobertizo, asomaron la cabeza. Y cuando vieron a Julián y a Dick gritaron alegremente:

—¿Dónde estabais? ¡Os hemos buscado por todas partes!

Julián y Dick estaban tan descorazonados por su fracaso, que apenas pudieron responder al gozoso saludo de «Los del granero». Volvían a sentir el cansancio. En cuanto al señor Pennethlan, estaba de pésimo humor. Correspondió al saludo de los titiriteros y les dijo que ya hablarían al día siguiente, pues estaba deseando irse a la cama.

«Los del granero» se alejaron charlando. El señor Pennethlan se dirigió a la granja. Lo seguían Julián y Dick casi corriendo. Guan había desaparecido como una sombra. Julián, al ver que no estaba en la casa cuando el desalentado grupo entró en la cocina, supuso que habría regresado a las colinas para reunirse con su bisabuelo.

—Son las tres y cinco de la madrugada —dijo el granjero consultando su reloj—. Dormiré aquí mismo un par de horas y luego iré a ordeñar las vacas… Envía a esos niños a la cama. Ya no tengo fuerzas ni para hablar. ¡Buenas noches!

Dicho esto, se llevó la mano a la boca, se quitó la dentadura postiza y la introdujo en un vaso de agua que colocó en la mesa.

—¡Au, ou, oc! —dijo a su esposa, mientras se quitaba la empapada chaqueta.

La señora Pennethlan envió a Julián y a los demás niños escaleras arriba. Se caían de sueño y cansancio. Las niñas lograron desnudarse, pero los niños se echaron en la cama tal como estaban y se durmieron en medio segundo.

No se despertaron cuando cantaron los gallos y mugieron las vacas, y tampoco cuando las carretas de «Los del granero» entraron traqueteando en el patio para cargar sus enseres. Tenían que actuar en otro granero aquella noche.

Julián se despertó al fin. Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba completamente vestido. Permaneció tendido en la cama, pensando, y de nuevo experimentó una profunda decepción al recordar el fracaso en que habían desembocado todas sus esperanzas y actividades del día anterior.

¡Si al menos supieran quién había abierto la trampa! ¿Quién podía ser?

De pronto, un relámpago de lucidez cruzó su mente, y Julián lo comprendió todo. No se había acordado de explicar al señor Pennethlan que el director estaba en un oscuro rincón del patio, diciendo en voz baja: «Estoy aquí». ¡Lamentable olvido!

Sin duda, estaba esperando a los contrabandistas. Seguramente contrataba a pescadores de la localidad para poder llegar entre los escollos a la lancha que navegaba por la costa de Cornish. Y como aquellos hombres iban y venían por el «Camino de los Naufragadores», nadie podía verlos ni enterarse de sus actividades.

«Los del granero» daban a menudo funciones en la granja Tremannon. Nada, pues, más fácil para el director que arreglar las cosas de modo que el contrabando llegara cuando él estuviera allí. Esto suponía una facilidad para los contrabandistas, ya que la entrada del «Camino de los Naufragadores» estaba en el cobertizo próximo al granero. Y si el contrabando llegaba en una noche de tormenta, ¡mejor que mejor! En este caso nadie rondaba por aquellos parajes y él podía ir tranquilamente a las colinas y esperar la señal de la torre, que le anunciaba la llegada de la lancha.

Además, el hombre de la torre daría, por medio de señales, la noticia de que el director estaba en Tremannon. ¿Quién hacía las señales? Probablemente algún pescador que descendía de los antiguos «naufragadores», al que atraía la emoción de aquel trabajo… y el dinero.

Todo quedaba lógicamente enlazado y ajustado como las piezas de un rompecabezas. Julián lo vio todo con absoluta claridad.

¿Quién podía imaginarse que el director y propietario de «Los del granero» estaba complicado en un asunto de contrabando? Los contrabandistas eran gente astuta, pero el director los aventajaba a todos.

Como oyera fuertes ruidos procedentes del exterior, Julián se levantó para ver qué ocurría. Miró por la ventana y vio que «Los del granero» estaban cargando sus trastos en los carromatos. Entonces despertó a Dick dando grandes voces y echó a correr escaleras abajo. ¡Tenía que explicar al señor Pennethlan lo del director! ¡Debía detenerlo! Seguramente se llevaba las mercancías de contrabando en una de las cajas. ¡Buen sistema para largarse sin despertar sospechas! Evidentemente, el director era un portento de sagacidad.

Llevando al sorprendido Dick pegado a sus talones, Julián corrió en busca del señor Pennethlan. Estaba junto a los carros, viendo trabajar a toda la compañía. El mal humor nublaba su semblante. Julián corrió hacia él.

—¡Señor Pennethlan, me acabo de acordar de algo muy importante! ¿Puedo hablar con usted?

Se apartaron de los carros y Julián le explicó que sospechaba del director de la compañía.

—Anoche estaba esperando a los contrabandistas en la oscuridad, no cabe duda. Al oírnos llegar debió de creer que eran ellos. Y, seguramente, fue él quien abrió la trampa cuando la encontró cerrada y cubierta de cajas y sacos. Después de abrirla, esperó a que llegaran los contrabandistas y le entregaran las mercancías. ¡Ahora debe de haberlas escondido en algún carromato!

—¿Por qué no me lo dijiste anoche? —exclamó el señor Pennethlan—. ¡Acaso sea ya demasiado tarde! Llamaré a la policía para que registren los carros; pero, si intento detener a «Los del granero», el culpable sospechará y huirá inmediatamente.

Julián se tranquilizó al ver que el señor Pennethlan llevaba puesta la dentadura y podía hablar claramente. El granjero se atusó la barba y frunció el ceño.

—He registrado muchas veces las ropas y cajas de «Los del granero» en busca de contrabando. Cada vez que han estado aquí lo he hecho, pero no he encontrado nada.

—¿Sabe qué es lo que pasan? —preguntó Julián.

El granjero asintió.

—Sí, drogas; drogas que venden a precios exorbitantes en el mercado negro. Los paquetes serán pequeños. Sospechaba que alguno de los titiriteros recogería y guardaría el contrabando, pero, por mucho que he buscado, no he encontrado nada.

—Si el paquete es pequeño, se puede ocultar fácilmente —intervino Dick, pensativo—. Pero es peligroso llevarlo encima. ¿Cree que lo puede llevar el director?

—¡Oh, no! No viviría tranquilo pensando que lo registraran —aseguró el señor Pennethlan—. En fin, no tengo más remedio que dejar que se vayan y advertir a la policía, por si quiere registrar los carromatos en la carretera. No me es posible hacerla venir antes de que parta la caravana. En la granja no tenemos teléfono.

El señor Binks llegó en aquel momento con las patas de Clopper. Les hizo un guiño a los muchachos.

—Anoche nos hicisteis andar mucho. ¿Qué pasó?

—Sí —añadió Sid apareciendo con la ridícula cabeza de Clopper debajo del brazo, como de costumbre—. Clopper estaba muy preocupado por vosotros.

—Supongo que no llevaría anoche la cabeza de Clopper por las colinas, ¿verdad? —preguntó Dick.

—No. Se la dejé al director. A su cuidado estuvo la cabeza de su querido Clopper mientras yo iba haciendo el tonto por las colinas en busca de un grupo de niños que se pintan solos para fastidiar al prójimo.

Dick miró fijamente la cabeza del caballo, cuyos ojos redondos tenían el don de hacer reír. La estuvo mirando unos momentos y, de pronto, hizo algo extraño, verdaderamente extraño: se apoderó de la cabeza ante el estupor de Sid y echó a correr por el patio. Julián lo siguió con la vista, sorprendido.

Sid lanzó un grito de furor.

—¡Oye! ¿Qué haces? ¡Trae eso inmediatamente!

Pero Dick no le hizo caso. Siguió corriendo y pronto desapareció. Sid se lanzó en pos de él, y todos los demás corrieron con Sid.

El director cruzó el patio a toda velocidad. Estaba furioso. Gritaba y blandía el puño en son de amenaza. Pero cuando llegó con Sid a la esquina por donde Dick había desaparecido, ya no vieron ni rastro de él.

—¿Qué le ha dado? —preguntó el señor Pennethlan—. ¿Por qué habrá echado a correr con la cabeza de Clopper? Ese chico debe de estar un poco chiflado.

Julián lo comprendió todo de pronto. Ya sabía por qué Dick se había apoderado de la cabeza de Clopper. ¡Sí, lo sabía!

—¡Señor Pennethlan! ¿Por qué el director no permite que se abandone la cabeza de Clopper? Quizás oculta en ella algo que no quiere que nadie pueda encontrar. ¡Vayamos a comprobarlo! ¡De prisa!