MUCHO DESPUÉS DE MEDIANOCHE
De pronto saltó una rata desde un rincón del cobertizo y se arrojó al sótano. Tim corrió tras ella ladrando, y se detuvo en el preciso momento en que iba a caerse de cabeza por la abertura: patinó con las cuatro patas y logró pararse cuando estuvo en el mismo borde.
Se quedó mirando el agujero con la cabeza ladeada.
—¡Mirad! Está escuchando —dijo Ana—. Alguien se acerca. Quizá son los contrabandistas.
—No; si está tan atento es porque oye a la rata —aseguró Julián.
—¿Sabéis lo que debemos hacer? —dijo Jorge—. ¡Cerrar la trampa y poner los sacos encima! Así, cuando esos hombres vuelvan, no podrán salir. Si avisamos a la policía a tiempo los capturarían fácilmente.
—¡Bien pensado! —aprobó Dick—. ¡Una idea cañón! Se volverán locos cuando lleguen y vean que la trampa está cerrada. No pueden salir por el otro lado a causa de la pleamar.
—Me gustaría ver la cara del señor Pennethlan cuando vea la trampa cerrada y advierta que no la puede abrir —dijo Julián—. Emitirá uno de sus peculiares sonidos.
—¡Ooc, ac, ooc! —articuló Dick—. Ven, Julián. Ayúdame a cerrar la trampa; pesa demasiado.
Cerraron la gran trampa y amontonaron sobre ella sacos, cajas y algunos pesados utensilios de labranza. Indudablemente, nadie podría abrir aquella trampa desde abajo.
Cuando terminaron, estaban sudorosos, sucios y rendidos de cansancio.
—¡Uf! —exclamó Dick—. ¡Gracias a Dios que hemos terminado! Ahora vamos a la granja. Tenemos que presentarnos a la señora Pennethlan.
—¡Oh! —exclamó Ana—. Va a ser difícil decirle que su marido está mezclado en este vergonzoso asunto. Lo siento sobre todo por ella. Debe de estar preocupada por nosotros.
—Sí, será un poco difícil decírselo —admitió Julián gravemente—. Dejadme llevar a mí la voz cantante. Bueno, vamos. Procurad no hacer ruido. Hay que evitar que los perros ladren. Por cierto que me sorprende que no hayan ladrado.
Ciertamente, era extraño. Generalmente, los perros de la granja despertaban a todo el mundo apenas oían un ruido desacostumbrado. Los cinco niños y Tim salieron del cobertizo y cruzaron el patio. Jorge asió del brazo a Julián.
—Mira —le dijo en voz baja—. Hay luces en las colinas. ¿Qué significarán?
Julián miró y vio que, en efecto, varios puntos luminosos iban y venían por las lejanas laderas. Tras unos instantes de perplejidad, dedujo:
—Eso es que la señora Pennethlan ha enviado a un grupo de hombres, todos provistos de linternas, a buscarnos… ¡Quién sabe si nuestros buscadores serán «Los del granero»!
Atravesaron el patio sin hacer el menor ruido. El local que «Los del granero» utilizaban para sus funciones estaba sumido en la oscuridad. Julián supuso que estaba lleno de bancos, después de la función de la noche. De pronto, acudió a su imaginación el recuerdo del señor Pennethlan registrando los bolsillos de la ropa colgada y los cajones de la cómoda que usaban «Los del granero» en sus representaciones.
En esto oyeron una llamada a media voz. Todos se detuvieron y Jorge apretó con su mano el cuello de Tim para que no ladrase ni gruñera. ¿Quién sería?
La voz susurrante no tardó en oírse de nuevo.
—¡Aquí! ¡Estoy aquí!
Nadie se movió; nadie dijo nada. Todos estaban confundidos. ¿Quién esperaba en la sombra y a quién? La voz volvió a oírse, un poco más allá:
—¡Aquí! ¡Aquí estoy!
Y entonces, como impulsado por la impaciencia, el misterioso individuo avanzó por el patio. No pudiendo verle la cara en la oscuridad, Julián encendió la linterna y lo enfocó.
¡Era el director de la compañía, aquel hombre antipático y malcarado! Éste, tras un momento de vacilación, retrocedió unos pasos y desapareció. Tim lanzó un gruñido.
—¡Otro que se dedica a vagar en la oscuridad! —murmuró Dick—. Era el director. ¿Qué haría en el patio a estas horas?
—No quiero romperme la cabeza —dijo Julián—. Estoy demasiado cansado para pensar claramente. No me sorprendería ver a Clopper atisbando por una esquina y diciendo: «¡Hola, amigos!».
Todos se echaron a reír. Era exactamente lo que diría Clopper si de pronto apareciera.
Se dirigieron a la casa. Había luces encendidas, tanto en el piso como en la planta baja. Las cortinas no estaban echadas en la ventana de la cocina, y los niños miraron a través de los cristales. La señora Pennethlan estaba allí, sentada, retorciéndose las manos. Parecía muy preocupada.
Abrieron la puerta y entraron en tropel. Guan los acompañaba. La señora Pennethlan se levantó de un salto y corrió hacia ellos. Acarició a Ana y a Jorge y empezó a hablar atropelladamente. Los niños vieron que estaba llorando.
—¿Dónde habéis estado? —exclamó mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas—. Han salido varios hombres a buscaros. Se han llevado los perros. Y «Los del granero» se han unido a ellos. Ya llevan muchas horas recorriendo los alrededores. El señor Pennethlan tampoco está en casa. No sé adónde ha ido. ¡Señor, qué noche tan horrible! Pero, gracias a Dios, habéis vuelto sanos y salvos.
Julián advirtió que estaba profundamente trastornada. La asió del brazo afectuosamente y la condujo a un sillón.
—No se preocupe. Ya ve que no nos ha pasado nada. Sentimos mucho haberla asustado.
—Pero ¿dónde habéis estado? —preguntó la señora Pennethlan entre sollozos—. Temía que os hubierais ahogado, perdido por el monte o caído en algún barranco… ¡Oh! ¿Dónde estará el señor Pennethlan? Se ha marchado a las siete y aún no ha dado señales de vida.
Los niños no sabían qué decir. Sabían muy bien dónde estaba el señor Pennethlan: recogiendo el contrabando de la barca y trayéndolo a la granja con su compañero por el «Camino de los Naufragadores».
—Quiero que me expliquéis detalladamente lo que habéis hecho —exigió la señora Pennethlan secándose los ojos y en un tono terminante que extrañó a los niños—. ¡Nos habéis hecho pasar un mal rato!
—Bueno —empezó a decir Julián—. Es una larga historia, pero trataré de acortarla. Han ocurrido cosas muy extrañas, señora Pennethlan.
Lo contó todo. Habló de la torre en ruinas, de las explicaciones del anciano pastor sobre la luz, de su visita de exploración a la torre, del pasadizo secreto que conducía a la caverna. Y después de explicar que los habían capturado, pero que habían conseguido evadirse, Julián se detuvo.
¿Cómo decir a la señora Pennethlan que uno de los contrabandistas era su marido? Miró a sus compañeros como pidiéndoles ayuda. Ana se echó a llorar y Jorge estaba a punto de acompañarla. Guan dijo de pronto, muy satisfecho de poder meter baza:
—¡Hemoz vizto al zeñor Pennethlan! ¡Zí, lo hemoz vizto!
La señora Pennethlan miró a Guan y luego paseó la vista por los rostros turbados y ansiosos de los demás niños.
—¿Decís que lo habéis visto?… Lo dudo. ¿Qué hacía?
—Pues… pues… —balbuceó Julián— nos pareció verlo en un bote, remando hacia una lancha que estaba al otro lado de las rocas. Esto parece indicar que pertenece a la banda de contrabandistas. Si así fuera, podría verse en un atolladero. Porque…
No pudo continuar, pues la señora Pennethlan, levantándose de un salto de su silla, se arrojó sobre él y le dio una sonora bofetada. Julián no tuvo tiempo de esquivarla: estaba paralizado por la sorpresa.
—¡Infame! —exclamó, jadeando, la señora Pennethlan—. ¡Sólo un malvado como tú puede insultar de ese modo al señor Pennethlan, que es un ejemplo de rectitud, honradez y nobleza de corazón! ¡Él un contrabandista! ¡Él mezclado con esos rufianes! ¡No pararé de tirarte de las orejas hasta que te comas lo que has dicho!
Julián la esquivó. Estaba asombrado del cambio que se había producido en la alegre granjera. Tenía el rostro congestionado, sus ojos echaban fuego, e incluso parecía haber crecido. ¡Nunca había visto a una persona tan indignada! Guan se escondió rápidamente debajo de la mesa.
Tim gruñó. La señora Pennethlan le era simpática, pero no podía permitirle que maltratara a sus amigos. La granjera volvió a encararse con Julián, temblando de cólera.
—Ahora pídeme perdón si no quieres que te dé una paliza que nunca podrás olvidar. Y prepárate para cuando llegue el señor Pennethlan y se entere de lo que has dicho de él.
Julián era demasiado alto y fuerte para que una mujer pudiera darle una paliza si él decidía no dejársela dar, pero estaba seguro de que lo intentaría si no se excusaba. ¡Qué tigresa!
Puso su mano en el brazo de la granjera.
—No se enfade. Siento haberla molestado.
La señora Pennethlan se desprendió de la mano de Julián.
—¿Cómo no he de enfadarme al oír decir esas cosas del señor Pennethlan? ¡No era él quien estaba en la cueva de los «naufragadores»! ¡Estoy segura!… Pero no sé dónde está, y esto es para mí insoportable.
—Eztá en el «Camino de los Naufragadorez» —afirmó Guan desde su ventajosa posición, pues continuaba debajo de la mesa—. Cerramoz la trampa enzima de él.
—¿En el «Camino de los Naufragadores»? —exclamó la granjera.
Y, para alivio de los niños, se dejó caer de nuevo en el sillón. Se volvió a Julián y le dirigió una mirada interrogadora.
Éste asintió.
—Sí, hemos venido por ese camino desde la playa. Guan lo conoce. Va a parar a un rincón del cobertizo de las herramientas al que se sale por una trampa que hay en el suelo. Nosotros…, bueno, nosotros hemos cerrado la trampa y amontonado sobre ella sacos y otras cosas pesadas. Me parece…, bueno, me parece que el señor Pennethlan no podrá salir.
A la señora Pennethlan se le salían los ojos de las órbitas. Con el deseo de hablar, abrió y cerró la boca varias veces, como un pez fuera del agua, pero no pudo decir palabra. Los niños la compadecieron.
—¡No lo creo! —dijo al fin—. Todo eso es falso como una pesadilla. El señor Pennethlan llegará en cualquier momento; sí, en cualquier momento; os lo aseguro. No está en el «Camino de los Naufragadores». Es un hombre honrado. Pronto estará aquí, ya lo veréis.
Hubo un silencio. Y entonces se oyó el ruido de unas grandes botas que atravesaban el patio. «Clop, clop, clop».
—¡Tengo zuto! —gritó de pronto Guan haciéndoles dar un salto a todos. Los pasos se deslizaron alrededor de la cocina y se acercaron a la puerta.
—¡Sé muy bien quién es! —exclamó la señora Pennethlan—. ¡Conozco esos pasos!
La puerta se abrió y alguien entró en la cocina. ¡Era el señor Pennethlan!
Su mujer corrió a él y le echó los brazos al cuello.
—¡Cuánto me alegro de que hayas llegado! He dicho que vendrías y has venido.
El señor Pennethlan parecía cansado. Los niños, mudos de estupor, vieron que estaba empapado de pies a cabeza. El granjero los miró sorprendido.
—¿Por qué están levantados estos niños? —preguntó.
Los muchachos se quedaron boquiabiertos. ¡Hablaba claramente! Su pronunciación era correcta. Su único defecto era que la letra ese salía de sus labios acompañada de un leve silbido.
—¡Oh, señor Pennethlan! Si supieras lo que esos chicos han contado de ti… —sollozó su mujer—. Han dicho que eras un contrabandista, que te han visto en la ensenada de los «naufragadores», yendo en un bote hacia una lancha de motor para recoger mercancías de contrabando. Y estaban seguros de haberte atrapado en el «Camino de los Naufragadores», cerrando la trampa que…
El señor Pennethlan apartó a su mujer y fijó su mirada en los asombrados niños, que se preguntaban, atemorizados, cómo habría podido salir del «Camino de los Naufragadores». ¿Habría logrado levantar la trampa con su enorme fuerza a pesar del gran peso acumulado encima? ¡Qué imponente era aquel gigante con su espeso pelo negro, sus pobladas cejas que enmarcaban unos ojos profundos y su recia y oscura barba!
—¿Qué significa todo eso? —les preguntó, dejándolos otra vez boquiabiertos.
Estaban tan acostumbrados a oír sus expresiones inarticuladas, que se resistían a admitir que pudiera hablar correctamente.
—Pues verá, señor —dijo Julián, balbuceando—. Nosotros…, sí, nosotros hemos inspeccionado la torre y… hemos encontrado una pista de los contrabandistas… Y…, pues sí, nos ha parecido verlo en la bahía de los «naufragadores», y creíamos que los habíamos atrapado a usted y a sus amigos, al cerrar la trampa que…
—Eso es muy importante —le interrumpió el señor Pennethlan, impaciente—. Yo no soy un contrabandista, no lo olvidéis. Por el contrario, trabajo para la policía. No ha sido a mí a quien habéis visto en la bahía. He estado en la costa, empapándome, como podéis ver, pero observando, aunque no he conseguido descubrir nada. ¿Qué sabéis vosotros? ¿Qué es eso de la trampa? ¿La habéis cerrado, atrapando a esa gentuza?
Todo esto era tan asombroso, que por un momento nadie pudo decir palabra. Al fin, habló Julián.
—Sí, señor. Hemos cerrado la trampa, y si quiere que apresemos a esos tipos para entregarlos a la policía, podemos hacerlo. No tenemos más que esperar junto a la trampa hasta que salgan.
—¡De acuerdo! —aprobó el señor Pennethlan—. ¡Vamos! ¡No perdamos tiempo!