EL «CAMINO DE LOS NAUFRAGADORES»
Julián empujó la puerta y, cuando ésta se abrió, Tim salió delante de todos. Al ver a Guan, empezó a lanzar alegres ladridos, a saltar sobre él y a lamerle, mientras el chiquillo reía.
—¡Vámonos en seguida! —dijo Dick—. Ese hombre puede venir en cualquier momento, y hay que evitar que nos encuentre.
—Bien, dejemos los comentarios para después —dijo Julián.
Los hizo salir a todos y salió él con la llave en la mano y cerró la puerta. Metió la llave en la cerradura y le dio la vuelta. Luego echó el picaporte y sacó la llave. Mientras se la guardaba en el bolsillo, guiñó un ojo a Dick.
—Así, si ese tipo se acerca a ver cómo estamos, ni siquiera se enterará de que hemos huido, ya que no podrá entrar.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Ana, que tenía la sensación de estar soñando.
Julián se detuvo a reflexionar.
—Sería una locura volver por el pasadizo a la casa en ruinas. Si hay alguien en la torre haciendo señales, y yo juraría que así es, nos podrían capturar de nuevo. ¿Quién nos asegura que no haríamos ruido al llegar a la chimenea?
—Bueno; volvamos atrás y sigamos el otro ramal que vimos: el de la derecha —dijo Jorge—. Mirad, ahí está —añadió, enfocándolo con la linterna—. ¿Adónde conducirá?
—A la orilla del mar. He bajado por él buzcándooz, pero no eztabaiz. Entoncez he ido por ezte camino y he encontrado la puerta. En la playa no hay nadie.
—Bueno, bajemos por aquí —decidió Dick—. Cuando estemos fuera de peligro podremos planear lo que debemos hacer.
Se internaron en un pasadizo y avanzaron alumbrándose con la linterna. El túnel descendía en viva pendiente y resultaba difícil andar por él. Ana estrechó la mano a Guan.
—Gracias por habernos sacado de la cueva.
Guan le dirigió una sonrisa, pero Ana no pudo verla en la oscuridad.
Oyeron el rumor de las olas, y al fin salieron del túnel. Soplaba un fuerte viento, pero las estrellas brillaban en el cielo, enviándoles un tenue resplandor que les pareció más intenso por contraste con la negrura del pasadizo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Dick, mirando en todas direcciones.
En seguida vieron que se hallaban en la misma playa en que habían estado hacía unos días, aunque en el otro extremo.
—¿Podemos volver a la granja desde aquí? —preguntó Julián, tratando de averiguar su situación exacta—. ¡Mirad! La marea está subiendo. Tenemos que darnos prisa si no queremos que el agua nos rodee.
Avanzando por la arena, una ola llegó hasta muy cerca de sus pies. Julián echó una rápida mirada al acantilado que tenía a sus espaldas. Era un paredón casi vertical. ¡Imposible trepar por él en la oscuridad! ¿Tendrían tiempo para encontrar una caverna donde poder esperar a que la marea bajase?
Llegó otra ola y Julián notó que le mojaba los pies.
—¡Esto se pone feo! La próxima gran ola nos derribará. ¡Ojalá saliera la luna! Las estrellas dan muy poca luz.
—Guan, ¿hay por aquí alguna cueva donde podamos refugiarnos? —preguntó Jorge ansiosamente.
—Oz llevaré a caza por el «Camino de loz Naufragadorez» —anunció Guan sorprendiéndolos a todos—. Zí, venid conmigo.
—¡Ahora recuerdo que dijiste que conocías ese camino! —exclamó Julián—. Sería una suerte que estuviera cerca. Llévanos, Guan. ¡Eres una joya! Pero date prisa: ya tenemos los pies mojados y en cualquier momento puede llegar otra ola gigante.
Guan los condujo de cala en cala y llegaron a una mayor que las demás. Entonces, el chiquillo los llevó tierra adentro por un camino rocoso.
Guan se detuvo ante una gran roca. La rodeó hasta llegar al otro lado y los demás lo siguieron, uno tras otro. Nadie podía sospechar que había un camino detrás de aquella roca.
—Eztamoz en el «Camino de loz Naufragadorez» —dijo Guan, con énfasis. Y siguió adelante. Pero de pronto se detuvo, dando lugar a que sus seguidores chocaran el de atrás con el de delante.
Tim lanzó un breve ladrido de advertencia y Jorge lo sujetó por el collar.
—¡Alguien viene! —susurró Guan.
Y los empujó hacia atrás. Se oía a lo lejos un rumor inconfundible de voces. Dieron media vuelta y echaron a correr. ¡No querían complicaciones!
Guan pasó delante y los condujo de nuevo a la gran roca. Estaba temblando. Seguido por los demás, Guan siguió avanzando por el acantilado. Así llegaron a una pequeña cueva formada por una grieta bajo un saliente rocoso.
—¡Chist! —advirtió Guan, como imitando a una serpiente.
Se sentaron y esperaron. Dos hombres salieron de detrás de la roca, uno de aventajada estatura y el otro más bajo. No podían verlos bien, pero Julián musitó al oído de Dick:
—Estoy seguro de que es el señor Pennethlan. Observa su talla.
Dick asintió. No le extrañaba lo más mínimo que el fornido granjero estuviera mezclado en aquel asunto. Los cinco niños contuvieron la respiración y observaron.
Guan dio un codazo a Dick y señaló hacia el mar.
—Mira, viene una barca.
Al principio, Dick no vio ni oyó nada. Pero poco después oyó algo: ¡el zumbido de una canoa-automóvil! ¡Qué oído tan fino tenía Guan! Los demás oyeron también el ruido del motor por encima del fragor de las olas.
—No lleva luz —observó Guan cuando la canoa se acercó.
—Se estrellará contra las rocas —dijo Dick.
Pero antes de que la barca llegara a los escollos pararon el motor. Los niños podían ver ya la ligera embarcación sacudida por las olas junto a la barrera de rocas. Era evidente que ya no podía acercarse más.
Los muchachos oyeron voces de nuevo. Los dos hombres que habían llegado por el «Camino de los Naufragadores» discutían al pie de la gran roca. Uno de ellos se fue y el otro se quedó solo donde estaba.
—El que se ha marchado ha sido el más alto —murmuró Julián—. ¿Adónde habrá ido? ¡Ah! Allí está. ¿Lo veis allá abajo, entre las rocas? ¿Qué hace?
—¡Ha zubido a un bote! —musitó Guan—. Ez un bote ezcondido entre laz rocaz de modo que laz olaz no lo alcanzan. Ahora va hacia la canoa.
Los niños forzaron la vista. El cielo estaba despejado, pero no tenían más luz que la de las estrellas y sólo podían ver vagas formas que se movían.
Llegó hasta ellos el ruido de unos remos que golpeaban el agua, y en seguida vieron la oscura silueta de un bote con un tripulante deslizándose por el mar.
—Va entre los escollos —dijo Dick—. Ha de conocer muy bien esta costa para atreverse a navegar entre rocas con la marea alta y en plena noche.
—¿Por qué lo hará? —preguntó Ana.
—Sin duda va a recoger el contrabando de la canoa —dedujo Julián—. ¡Vaya! ¡Ya lo he perdido de vista!
En el mismo caso estaban los demás. Y también dejaron de oír los remos poco después. El estruendo de las olas al estrellarse contra los rompientes ahogaba todos los demás ruidos.
Más allá de las rocas estaba la lancha de motor, pero sólo la penetrante vista de Guan la percibía, desdibujada, a la luz de las estrellas. Hubo un momento en que el oleaje enmudeció, y entonces los niños oyeron un cambio de palabras en el mar.
—Ya ha llegado a la canoa —dedujo Dick—. Volverá dentro de unos minutos.
—¡Mirad! —dijo Julián—. El otro hombre va hacia la ensenada, sin duda para ayudar a atracar a su compañero… Bueno, ahora tenemos ocasión de huir por el «Camino de los Naufragadores». ¿Queréis que la aprovechemos?
—¡Buena idea! —aprobó Jorge, levantándose—. Nos vamos a casa, Tim.
Se dirigieron a la gran roca y entraron de nuevo en el «Camino de los Naufragadores». Guan iba delante. Alumbrándose con la linterna, subieron por el pasadizo secreto.
—¿Dónde desemboca el «Camino de los Naufragadores»? —preguntó Ana a Guan.
—En un cobertizo de la granja Tremannon —respondió el chiquillo, ante el asombro de todos.
—Desde luego —dijo Jorge—, para el señor Pennethlan es fácil venir aquí. El camino no es difícil ni largo. Me pregunto cuántas veces habrá ido a las colinas por la noche y cuántas le habrá advertido la luz de la torre que tenía que bajar por el «Camino de los Naufragadores» para recoger el contrabando de alguna lancha. La organización me parece perfecta y difícil de descubrir.
—Sin embargo —replicó Dick con cierta jactancia—, nosotros lo hemos descubierto todo fácilmente. Hemos averiguado muchas cosas importantes acerca del señor Pennethlan.
Seguían avanzando. El pasadizo era estrecho y recto. Seguramente había sido en otro tiempo el lecho de una corriente subterránea. Era bastante liso.
—Hemos andado ya más de un kilómetro —refunfuñó Dick—. ¿Falta mucho todavía, Guan?
—No —respondió el chiquillo.
Ana pensó de pronto que no sabían cómo se las había arreglado Guan para encontrarlos en plena noche, y se lo preguntó:
—Guan, ¿cómo has podido encontrarnos esta noche? Cuando nos hemos despertado y te hemos oído detrás de la puerta, nos ha parecido un milagro.
—Ha zido muy fácil. Me dijizteiz: «Vete; hoy no puedez venir con nozotroz». Y yo me aparté, me ezcondí, volví luego y fui detráz de vozotroz a la vieja caza aunque tenía zuto.
—Comprendo que tuvieras «zuto» —dijo Dick—. Bueno, sigue.
—Me ezcondí otra vez. Eztuvizteiz en la torre mucho rato. Entré en la caza y…
—¿De modo que fue a ti a quién oímos desde arriba? —exclamó Ana—. Nos preguntamos quién podría ser.
—Zí, era yo. Me zenté entre laz hierbaz, en un rincón, y ezperé a que bajaraiz. Entoncez me volví a ezconder y oz miraba por un agujero dezde fuera. Oz vi entrar en la chimenea. Y de pronto, ya no eztabaiz allí. Yo tenía zuto.
—¡Qué bien suena eso de «zuto»! —exclamó Dick, irónico—. Ahora comprendo que Tim olfateara esos hierbajos: percibía tu olor. Bien, ¿qué hiciste después?
—Iba a zeguiroz; pero el agujero eztaba tan ozcuro que me quedé en la chimenea y allí eztuve mucho rato ezperando a que volvieraiz.
—¿Qué más? —le apremió Dick.
—Oí vocez. Creí que eraiz vozotroz que volvíaiz. Pero no. Eran unoz hombrez. Azi que corrí a ezconderme en laz ortigaz.
—¡Pues sí que buscaste un buen escondite! —exclamó Jorge.
—Como tenía hambre, volví a la cabaña. Mi bizabuelo me riñó por haberlo dejado zolo y me hizo eztar trabajando todo el día. Eztaba muy enfadado conmigo.
—¡Ah! ¿Sí? ¿De modo que pasaste el día en las colinas, aun sabiendo que nosotros estábamos en el pasadizo? —exclamó Julián—. ¿Qué hiciste después?
—Al ozcurecer, fui a la granja Tremannon para ver zi habíaiz vuelto. Pero no eztabaiz. Sólo eztaban «Loz del granero» dando otra función. Tampoco vi al zeñor ni a la zeñora Pennethlan. Entoncez me di cuenta de que aún debíaiz de eztar en el ozcuro agujero. Temí que loz hombrez oz hubieran hecho algo.
—¿Así que volviste aquí ya de noche? —exclamó Julián, asombrado—. ¡Bravo! ¡Eres un valiente!
—Tenía mucho zuto, me temblaban laz piernaz como a mi bizabuelo; pero me metí en el agujero y al fin oz encontré.
—¡Y eso que no llevabas linterna! —dijo Dick, dándole una palmada en la espalda—. ¡Eres un verdadero amigo, Guan! Tim percibió tu olor cuando llegaste a la puerta, puesto que no ladró. Sabía perfectamente que eras tú.
—Yo quería zalvar a Tim. Tim ez mi mejor amigo.
Jorge no dijo nada. Estaba pensando, no sin cierto pesar, que Guan era un chico valeroso y de buen corazón, y que había sido una tonta al molestarse porque a Tim le hubiera sido simpático. Precisamente esta simpatía había sido la salvación de los cinco.
Guan se detuvo de pronto.
—Ya eztamoz —anunció—. Mirad el techo.
Julián dirigió la luz de la linterna hacia arriba. Había una trampa abierta sobre sus cabezas.
—Esa trampa está abierta. Alguien ha bajado por ella esta noche.
—Sí —dijo Dick—. Han bajado dos personas: el señor Pennethlan y su compañero. ¿Adónde da la trampa, Guan?
—A un rincón del cobertizo donde guardan laz herramientaz. Cuando la trampa eztá cerrada, la cubren con cebollaz y zacoz de grano. Ezto lo quitan zólo cuando la tienen que abrir.
Treparon hasta la trampa y salieron al cobertizo. Julián encendió la linterna. En efecto, por todas partes se veían herramientas y útiles de labranza. ¿Cómo podían imaginarse días atrás, cuando estuvieron en aquel cobertizo, que aquellos sacos ocultaban la entrada del «Camino de los Naufragadores»?