EL PASADIZO SECRETO
Julián se detuvo en el último escalón y aguzó el oído. No llegaba el rumor más leve de las habitaciones de la casa.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Julián resueltamente—. Sé que hay alguien ahí escondido. Lo acabo de oír.
Nadie le contestó. La cocina estaba llena de cizaña, y la hiedra y el rosal trepador de flores blancas la sumían en la penumbra. Su voz resonó en el silencio, pero no obtuvo respuesta.
Julián entró en la cocina y miró en todas direcciones. Allí no había nadie. La soledad y el silencio eran absolutos. Julián atravesó el umbral y entró en otra habitación. También estaba vacía. La casa sólo tenía cuatro habitaciones, dos de ellas extremadamente pequeñas. Todas estaban vacías. Tim no daba muestras de inquietud. Ni siquiera ladró como habría ladrado si hubiese olido a alguien.
—Sin duda, Tim, ha sido una falsa alarma —dijo Julián, aliviado—. El ruido debe de haberlo hecho un conejo, o un trozo de pared que se ha venido abajo. ¿Qué husmeas, Tim?
El perro olfateaba ávidamente en un rincón próximo al umbral de piedra. De pronto se detuvo y miró a Julián como si quisiera decirle algo. Julián se acercó e inspeccionó el rincón donde Tim olfateaba.
No había nada: sólo algunas matas raquíticas que crecían en el suelo. Julián se preguntaba por qué interesarían a Tim. Pero Tim empezó en seguida a corretear por todas partes. Parecía extrañado de que le hubiesen llevado a una casa tan rara.
—¡Dick! —le llamó Julián—. ¡Baja con las niñas! ¡Aquí no se ve a nadie! El ruido que ha alarmado a Ana debe de haberlo hecho algún animal.
Los de arriba respiraron y bajaron a reunirse con él.
—Siento haberos asustado —se excusó Ana—, pero el ruido ha sido exactamente el de una persona que corría. Claro que esto no es posible, porque Tim habría ladrado, y está tan tranquilo.
—Desde luego, podemos decir que ha sido una falsa alarma —declaró Dick—. Bueno, ¿qué hacemos ahora? ¿Comemos o empezamos a buscar la entrada del pasadizo que conduce a la ensenada?
Julián consultó su reloj.
—En realidad, aún no es hora de almorzar, pero podemos comer si estáis hambrientos.
—Bueno, yo empiezo a tener apetito —dijo Dick—. Pero creo que podré resistir hasta que encontremos el principio de ese camino. ¿Dónde diantre estará?
—He inspeccionado las cuatro habitaciones —repuso Julián—, y sólo he visto maleza. No hay ninguna puerta que dé al exterior, ni ninguna trampa en el suelo. Es un misterio.
—Hagamos una investigación a fondo —dijo Jorge—. Será muy divertido, por lo menos para mí. Y tú, Tim, podrás participar.
Empezaron a explorar las cuatro habitaciones. No podía haber ninguna trampa en el suelo, ya que estaba enteramente cubierto de hierbajos en los que no se veía huella alguna. Si la trampa hubiera existido y la hubiese utilizado el hombre de la lámpara, la maleza no estaría intacta.
—Escuchad —dijo Julián de pronto—. Tengo una idea. Recurramos a Tim para que encuentre la entrada.
—¿Cómo? —preguntó Jorge al instante.
—Haciéndole oler las manchas de aceite de los escalones para que luego siga el rastro por la maleza —explicó Julián—. No es posible que la lámpara derramara aceite sólo en la escalera. Debe de haber un rastro desde la entrada del pasadizo, dondequiera que esté, hasta la cima de la torre. Tim puede seguirlo. Nos conducirá a la entrada que buscamos.
—De acuerdo —repuso Jorge, sujetando a Tim por el collar—. Pero creo que no existe esa entrada. Hemos inspeccionado esta casa palmo a palmo. Ven, Tim, tienes que trabajar de firme.
La nariz de Tim se acercó a la mancha de aceite del primer escalón.
—Huélela bien, Tim, y sigue la pista —le ordenó su dueña.
Tim comprendió perfectamente la orden. Jorge lo tenía bien enseñado. Olfateó detenidamente el aceite y luego subió por la escalera hasta la mancha siguiente. Pero Jorge lo hizo volver.
—No, Tim; por ahí no: por el otro lado. Tiene que haber manchas de aceite en el suelo de la casa.
Tim volvió atrás dócilmente. En seguida encontró un charco de aceite entre las hierbas que cubrían el suelo. Lo olió y avanzó de nuevo, siguiendo el rastro.
—¡No hay otro como Tim! —exclamó Jorge, satisfecha—. ¿Verdad que es muy listo, Julián? Va siguiendo la pista del hombre que llevaba la lámpara. ¡Adelante, Tim! ¿Dónde está la siguiente mancha?
El rastro despedía un fuerte olor y era muy fácil de seguir para Tim. Siguiéndolo, salió de la habitación y entró en otra más pequeña. Luego en una más espaciosa, que debía de haber sido el salón, pues tenía una enorme chimenea. Tim se dirigió a la chimenea con la nariz pegada al suelo. Entró en el hogar y se detuvo. Miró a Jorge y empezó a ladrar.
—Dice que el rastro termina aquí —interpretó Jorge, excitada—. De modo que la entrada del pasadizo debe de estar en esta gran chimenea.
Todos se apiñaron ante el hogar. Julián encendió su linterna y enfocó el tiro de la chimenea, enorme cavidad cuya parte alta se había desprendido.
—Aquí no hay nada… Pero ¿qué es esto?
Dirigía la luz a uno de los lados de la chimenea. Había allí un oscuro orificio del tamaño justo para que pudiera pasar el cuerpo de un hombre.
—¡Mirad! Creo que hemos encontrado lo que buscábamos. ¿Veis ese agujero? Estoy seguro de que es la entrada del pasadizo secreto. ¡Adelante, Tim!
—¡Nos vamos a poner tan sucios como mendigos! —exclamó Ana.
—Es una preocupación muy propia de ti —dijo Jorge, en son de censura—. ¿Qué importa que nos ensuciemos? Esto puede ser importantísimo. ¿Verdad, Julián?
—Desde luego. Si esto es la entrada de un paso secreto y lo utiliza una banda de contrabandistas, vamos a hacer algo muy importante. ¿Qué hacemos primero: comer o explorar?
—Explorar, desde luego —dijo Dick—. ¿Hacemos pasar a Tim delante? Yo así lo haría.
Tim se introdujo de un salto en el negro orificio y desapareció al punto. Estaba entusiasmado… ¿Conejos? ¿Ratas? ¿Por qué entrarían los niños detrás de él?… ¡Qué juego tan divertido!
—Ahora yo —decidió Julián, y añadió—: Es un poco difícil entrar por aquí. Dick, ayuda a Ana y a Jorge y, cuando estén dentro, ponte detrás de mí.
Dicho esto, se internó en el pasadizo. Los demás fueron entrando y siguiéndolo. Ana se lamentó de no llevar pantalones como Jorge. Incluso su corta faldita era entonces un engorro para ella.
El corredor que empezaba en la chimenea terminaba en seguida sobre un espacio más ancho. Julián saltó a esta especie de habitación subterránea y se preguntó si no estaría en un simple escondite en vez de hallarse en el pasadizo que buscaban. Pero en esto vio junto a sus pies un segundo agujero que era la boca de un oscuro pozo.
Dirigió hacia el fondo la luz de su linterna y vio una serie de abrazaderas de hierro a un lado. Al punto se volvió para comunicar a los demás su descubrimiento. Acto seguido empezó a bajar por el pozo, utilizando las abrazaderas para apoyar los pies y asirse con las manos.
Al llegar al fondo del pozo, Julián se encontró de pie sobre un duro suelo, y dio una vuelta proyectando su linterna en todas direcciones.
Allí, ante él, estaba el pasadizo. Sin duda, era el que conducía a la ensenada, el que el hombre que cuidaba la luz hacía mucho tiempo utilizaba para ir a echar una mirada codiciosa a los barcos que se estrellaban contra las rocas.
Oyó a los demás, que bajaban rápidamente. De pronto pensó en Tim. ¿Dónde estaría? ¿Se habría caído en el pozo? ¡Pobre Tim! Se preguntaba si estaría herido. Después cayó en la cuenta de que no había ladrado, y supuso que habría caído de pie como los gatos.
—He encontrado el pasadizo —dijo a los que bajaban—. Empieza aquí, en el fondo del pozo. Recorreré un trecho y os esperaré. Luego seguiremos todos en fila india.
Pronto estuvieron todos en el fondo del pozo.
Jorge estaba preocupada. Ya sabía que Tim había desaparecido.
—¡Debe de haberse herido al caer! Este pozo es muy alto… ¿Dónde estará, Dios mío?
—Pronto lo alcanzaremos —dijo Julián para tranquilizarla—. Ahora no debemos separarnos. El pasadizo va hacia abajo, y la pendiente, como era de esperar, es muy viva.
Efectivamente, la pendiente era tal, que en algunos sitios los niños resbalaban. De pronto, Julián vio algunas abrazaderas de hierro colocadas aquí y allá en los trechos más difíciles. Gracias a ellas, los niños se ahorraron más de una caída.
—Estas abrazaderas deben de ser especialmente útiles para los que suban —comentó Julián—. Sería casi imposible trepar por aquí sin poder apoyar los pies en ninguna parte. Mirad. Ahora viene un trozo más llano.
Aquel trozo se fue ensanchando y, de pronto, los niños se encontraron en una gruta. Los cuatro entraron en ella, sorprendidos. Era baja de techo y las paredes, de piedra negra, relucían a la luz de la linterna.
—¿Dónde estará Tim? —repitió Jorge, inquieta—. Ni siquiera se le oye.
—Sigamos hasta la ensenada —dijo Julián—. Este pasadizo debe de conducir a la orilla del mar, seguramente a las rocas donde se estrellaban los barcos. Hemos llegado a la salida de la gruta.
Salieron y se encontraron en un paso formado por las rocas. A veces, las paredes estaban tan juntas que era difícil pasar entre ellas. De pronto, el pasadizo se dividió en dos. Uno de los ramales se dirigía serpenteando hacia el mar; el otro, tierra adentro.
—Sigamos el ramal de la derecha, el que conduce al mar —decidió Julián.
Todos iban a internarse en este paso, cuando Jorge se detuvo, asiendo a Julián del brazo.
—¡Escucha! Oigo a Tim.
Todos se detuvieron y escucharon. Jorge tenía un oído muy fino y oía los ladridos de Tim. Momentos después, todos los oyeron. «¡Guau-guau-guau-guau!». Sí, era Tim; no cabía duda.
—¡Tim! —gritó de pronto Jorge, haciéndoles dar un salto a todos—. ¡¡¡Tim!!!
—¡Qué susto nos has dado! —exclamó Dick—. ¿No comprendes que no puede oírte desde tan lejos? Sigamos el ramal de la izquierda. Los ladridos de Tim venían de esa parte.
—Sí —afirmó Julián—. Vayamos a buscarlo y luego volveremos para seguir el otro ramal. Estoy seguro de que conduce al mar.
Avanzaron por el de la izquierda. Fue cosa fácil, pues era mucho más ancho que el pasadizo que acababan de dejar. Los ladridos de Tim se oían cada vez más cerca. Jorge lanzó un agudo silbido y esperó ver aparecer a Tim corriendo hacia ella. Pero no apareció.
—Es extraño que no acuda —dijo, preocupada—. Debe de estar herido… ¡¡¡Tim!!!
Un recodo, y luego, el paso volvía a dividirse en dos. Los niños, sorprendidos, vieron una tosca puerta empotrada en la pared rocosa del ramal de la izquierda. ¡Una puerta! ¡Qué cosa tan extraordinaria!
—Mirad, ¡una puerta! —exclamó Dick, asombrado—. ¡Y qué recia es!
—¡Tim está detrás de esa puerta! —aseguró Jorge—. Sin duda entró ahí, y la puerta se cerró sola. ¡Tim! ¡Estamos aquí! ¡En seguida entramos!
Empujó la puerta, pero ésta no se abrió. Entonces vio un picaporte, lo levantó y la puerta se abrió fácilmente, dando paso a una cueva en la que entraron los cuatro niños. Era una extraña caverna de techo bajo.
Tim se lanzó sobre ellos apenas los vio. No estaba herido. Se alegró tanto al verlos que la caverna se venía abajo con sus ladridos.
—¡Guau! ¡¡¡Guau!!!
—¡Oh, Tim! ¿Cómo has entrado aquí? —le preguntó Jorge acariciándolo—. Se cerró la puerta detrás de ti, ¿verdad? ¡Oh! ¡Qué extraño es todo esto! Es un almacén. Mirad esas cajas, esos cestos, esos paquetes…
Mientras inspeccionaban la caverna, se oyó un ligero clic. Pensando en el picaporte, Julián corrió a la puerta y trató de abrirla.
—¡Está cerrada! Alguien ha echado el picaporte. Lo he oído. ¡Dejadnos salir! ¡¡¡Dejadnos salir!!!