Capítulo XIII

EN LA TORRE DE LOS «NAUFRAGADORES»

Dick y Ana se dirigieron a toda prisa a la escalera de piedra cuando oyeron las palabras de Julián y Jorge… ¡Aceite! Esto sólo podía significar una cosa: que se encendía una lámpara en la torre.

Miraron atentamente las grandes manchas de aceite que había en los escalones.

—Subamos —dijo al fin Julián—. Yo iré delante. Llevad cuidado; mirad dónde ponéis los pies porque la torre no está tan firme como parecía.

La torre se alzaba en un ángulo de la casa y sus paredes eran mucho más gruesas que las del resto de la construcción. Su única entrada era un hueco que se abría en el interior de la casa. Dentro de la torre había una escalera de piedra en espiral.

—¡Esto debió de ser la puerta de la torre! —exclamó Dick, golpeando con el pie una gruesa tabla de madera que yacía pudriéndose en el suelo junto al umbral de piedra—. La torre no parece tener habitaciones: sólo la escalera. Debía de utilizarse únicamente para observar.

—O para hacer señales a los barcos a fin de atraerlos a las rocas, —dijo Jorge—. ¡No me empujes, Tim! Casi me haces caer. Estos escalones son demasiado altos…

Como había dicho Dick, lo único que había en el interior de la torre era aquella escalera de caracol estrecha y empinada. Julián fue el primero en llegar a la cima. A sus ojos se ofreció un cuadro maravilloso. Millas y millas de agua de un azul oscuro como el de las gencianas. Cerca de la costa, las olas se cubrían de largos flecos de espuma al chocar con los escollos ocultos que esperaban a los barcos incautos.

Jorge se acercó a Julián y quedó admirada al tender la vista sobre el mar. ¡Qué cuadro tan maravilloso! ¡Agua azul, cielo azul, olas que se estrellan en las rocas y blancas gaviotas planeando en la brisa marina!

Llegó Dick y Julián le advirtió:

—¡Cuidado! No te apoyes en las paredes: están a punto de derrumbarse.

Julián tocó la parte superior del muro y se desprendió un trozo con gran estrépito.

Gruesas piedras habían caído aquí y allá dejando grandes huecos en las paredes. Cuando llegó Ana, Julián la asió del brazo, temeroso de que se apoyara en la resquebrajada pared y se precipitase en el vacío.

Jorge sujetaba a Tim por el collar, para obligarlo a estarse quieto.

—No pongas tus patazas en la pared. ¡Te encontrarías abajo, entre las ortigas, en menos que canta un gallo!

—Desde luego, es un sitio estupendo para encender una luz que haya de verse desde el mar —dijo Dick—. Se distinguiría desde muchas millas de distancia. Antaño, cuando los barcos que navegaban cerca de aquí se veían azotados por una de las tormentas que tan frecuentes son en estas costas, sus tripulantes debían de dar gracias a Dios al ver una luz por la que guiarse.

—Pero era una luz maldita —dijo Julián—, una luz que los atraía hacia esas grandes rocas. Oíd. ¿Esas rocas están cerca de la ensenada en la que estuvimos el otro día?

—Creo que sí —repuso Dick—. Pero hay infinidad de rocas y gran número de ensenadas por estos alrededores, y es difícil asegurar si son las mismas que vimos.

—Los barcos que navegaban hacia la luz debían de chocar con esas rocas que vemos ahí abajo —dijo Julián, señalándolas—. ¿Cómo se las compondrían los «naufragadores» para llegar hasta ellas? Debe de haber un camino en alguna parte.

—El «Camino de los Naufragadores», ¿no? —preguntó Dick.

Julián reflexionó.

—No lo sé. Creo que el «Camino de los Naufragadores» debe de ir desde el mar hasta algún punto de tierra firme. Seguramente era un camino que podían utilizar fácilmente los interesados. Escuchad. Os diré cómo me parece que ocurría todo.

—A ver —dijeron todos.

—En las noches de tormenta, los habitantes de la casa subían a la torre y hacían señales luminosas si veían algún barco navegando por estas aguas. Luego, con el ánimo en tensión, lo veían acercarse, iluminado por la luz de la torre o por la luna.

Todos se imaginaron la escena y Jorge se estremeció. ¡Pobre barco condenado a naufragar!

—Cuando la embarcación —continuó Julián— se estrellaba contra las rocas, los de la torre hacían una señal diferente, destinada a un observador situado en las colinas… —y señalaba hacia atrás—, a un observador situado en el único lugar desde donde puede verse la luz. Seguramente la luz lanzaba los habituales destellos para atraer al barco, y luego hacía señales en clave al observador de las colinas diciéndole: «El barco se ha estrellado contra las rocas. Dilo a los demás y venid a recoger el botín».

—¡Es horrible! —exclamó Ana—. Me cuesta creerlo.

—Ciertamente, es difícil creer que alguien pueda ser tan inhumano —convino Julián—. Pero me parece que así ocurrían las cosas. Luego, los habitantes de esta casa bajaban a la costa y esperaban a sus amigos, que llegaban por el «Camino de los Naufragadores», dondequiera que éste se halle.

—Sin duda —opinó Dick—, es un camino secreto que sólo conocían los «naufragadores». Hay que tener en cuenta que hacer naufragar a un barco era un acto que iba contra la ley. Así, pues, todo lo relacionado con este acto ilegal debía mantenerse en secreto. Ya oísteis lo que dijo el viejo pastor: los «naufragadores» que conocían ese camino tenían que prometer solemnemente no revelar el secreto a nadie.

—El padre del viejo pastor vivía probablemente en esta casa y subía por la escalera de caracol en las noches de temporal para encender la luz que enviaba al mar sus destellos —coligió Julián.

—Por eso a Guan le daba «zuto» la torre —intervino Jorge—. Cree que el padre de su bisabuelo enciende todavía la luz. En fin, lo cierto es que alguien la enciende…, alguien que no puede proponerse nada bueno, desde luego.

—Y alguien, no lo olvidemos, que puede estar rondando por aquí —recordó Julián, hablando en voz baja de pronto.

—¡Es verdad! —exclamó Dick, recorriendo con la mirada la reducida pieza, como si temiera descubrir a alguien escuchándolos—. ¿Dónde guardará ese hombre la lámpara? Aquí no está.

—Hay manchas de aceite en casi todos los escalones —dijo Ana—. Lo he visto al subir. Debe de ser una lámpara de gran tamaño, ya que su luz ha de llegar muy lejos.

—¡Mirad! —dijo Dick—. Allí, junto a la pared, el suelo está manchado de aceite. De modo que la lámpara ha estado aquí.

Miraron las oscuras manchas. Dick se agachó y las olió. Desde luego eran de aceite.

Jorge, que observaba la pared en otro lado, llamó a los demás.

—También hay manchas aquí. Ahora lo comprendo todo. Cuando la luz había atraído al barco y éste estaba hecho pedazos entre las rocas, el que hacía las señales traía la lámpara a este lado para comunicar al observador de las colinas el resultado de la operación.

—Así debía de ocurrir entonces —asintió Ana—. Pero ahora ¿quién será el que enciende la luz? Estoy segura de que aquí no vive nadie; esta casa está en ruinas y expuesta al viento y la lluvia. Alguien que conoce el camino que conduce aquí tiene una lámpara y hace las señales: no me cabe duda.

Hubo una pausa. Dick miró a Julián. La misma idea los asaltó a los dos. Habían visto a un hombre vagando de noche bajo la tormenta; lo habían visto dos veces.

—Acaso sea el señor Pennethlan el que hace las señales —dijo Dick—. No acertábamos a comprender por qué estaba fuera de la granja, a pesar de la tempestad, la primera noche.

—No, no es el hombre que enciende la luz —replicó Julián—. Es «el observador de las colinas». Si sale a pasear en noches tormentosas es para ver si le dicen desde la torre, por medio de señales, que un barco se acerca.

Nuevo y largo silencio. La idea de la complicidad del granjero los entristecía a todos.

—Sabemos que dice mentiras, lo vimos registrando bolsillos —continuó Julián—, lo que demuestra que es capaz de todo. Sin duda, es el hombre que va a las colinas, a ese único punto desde donde se ve la luz.

—Pero ¿para qué? —preguntó Ana—. Dicen que no hay naufragios en estas costas desde que pusieron el potente faro. ¿Qué pretenderá esta gente que no provoca naufragios?

—¡Contrabando! —exclamó al punto Julián—. A eso se dedican. Seguramente utilizan una barca. En las noches de tempestad y viento en que no se les puede ver ni oír, se hacen a la mar y esperan a que la luz les indique que todo va bien. Entonces entran en la ensenada.

—Y, sin duda, alguien que ha bajado a la cala por el «Camino de los Naufragadores» y está escondido en ella recoge las mercancías de contrabando —añadió Dick, acalorado—. De esto se encargarán tres o cuatro personas si la carga es excesiva. ¡Eureka! ¡Hemos descifrado el misterio!

—Y el observador que está en las colinas —agregó Julián— da la noticia a sus amigos y bajan todos a la cala. ¡Es un plan ingenioso! Nadie ve la luz de la torre excepto los de la barca que espera, y nadie ve desde el interior las señales, excepto el observador de las colinas. ¡La cosa no puede estar más clara!

—Desde luego, hemos tenido suerte y hemos aclarado muchas cosas —dijo Dick—. Pero quedan otras por aclarar. Por ejemplo, estoy seguro de que el hombre que enciende la luz no viene por donde hemos venido nosotros, ya que no hemos visto hierbas aplastadas ni ningún otro rastro de su paso.

—Cierto: ni siquiera nos hemos tropezado con un cardo roto —convino Ana—. Debe de haber otro camino para venir aquí.

—¡Claro que lo hay! Ya hemos dicho que tiene que haber un camino por el que el hombre de la luz pueda ir a la cala desde aquí —exclamó Jorge—. Bien, pues éste es el que utiliza para venir a la torre. Primero va a la ensenada, y desde ella viene aquí. ¡Qué tontos hemos sido!

Esta idea los enardeció a todos. ¿Dónde estaría aquel paso? No se lo podían imaginar. Desde luego, no partía de la torre, ya que en ella sólo había espacio para la escalera de caracol.

—Bajemos —propuso Ana, empezando a hacerlo.

De pronto, un ligero ruido que llegó a ella desde abajo la detuvo.

—Sigue —la apremió Jorge, que iba detrás de ella.

Ana volvió su carita, transfigurada por el miedo, y susurró:

—He oído un ruido abajo.

Jorge se volvió a Julián.

—Ana cree que hay alguien abajo.

—Ven, Ana —le ordenó Julián al instante.

Ana volvió a subir, todavía asustada.

—¿Será el hombre de la lámpara? —musitó—. Ten cuidado, Julián. No sería nada agradable que te encontraras con él.

—¡Claro que no sería agradable! —exclamó Jorge—. ¡Seria terrible!

—Si vas a bajar, Julián, ¡mucho ojo!

Julián miró hacia abajo por el hueco de la escalera. No tenía más remedio que bajar para ver si había alguien allí. No podían estar en lo alto de la torre todo el día, esperando a que se marchara el misterioso visitante.

—¿Cómo era el ruido que oíste? —preguntó a Ana.

—El ruido de alguien que corre —repuso la niña—. Claro que pudo haber sido una rata o un conejo. Sólo fue un rumor. Algo que se movió… ¡o alguien!

—Sentémonos un momento, y escuchemos a ver si oímos algo más —propuso Dick.

Se sentaron y permanecieron en silencio. Jorge sujetaba a Tim por el collar. Escucharon atentamente. Oían al viento que soplaba en torno a la torre. Oían el grito lejano de las gaviotas: «¡Ioo, ioo, ioo!». Oían, allá abajo, al pie de la torre, el rumor que producían los espinosos cardos al rozar unos con otros.

Pero no oyeron nada en la cocina ni al pie de la escalera. Julián miró a Ana.

—No se oye nada. Debe de haber sido un conejo.

—Quizá —admitió la niña, un poco avergonzada—. ¿Qué hacemos? ¿Bajamos?

—Sí. Yo iré delante con Tim —dijo Julián—. Si alguien nos acecha odiará a Tim cuando lo vea. ¡Y Tim se enfurecerá al verlo a él!

Cuando Julián inició el descenso, se oyó claramente un ruido abajo. Era, como había dicho Ana, el rumor de una carrera. Después se hizo el silencio.

—¡Ahora lo he oído! —dijo Julián.

Siguió bajando. Los demás lo miraban, conteniendo la respiración. Tim iba con Julián, tratando de adelantarlo. No parecía asustado, lo que hacía pensar que el ruido podía proceder de un ratón o un conejo.

Julián siguió bajando lentamente. ¿Con quién se iba a encontrar: con un enemigo o con un amigo? ¡Cuidado, Julián! ¡Piensa que puede haber alguien esperándote!