LA VISITA A LA TORRE
—¡Diantre de cremallera! —rezongó Julián, desesperado—. ¡Está atrancada! ¡Es muy difícil que podamos hacerla correr desde aquí dentro! ¡No puedo soportar esta cabeza! ¡Tengo que quitármela!
La empujó hacia arriba, pero nada consiguió. Luego empezó a tirar hacia abajo de la suya, pero tampoco logró sacarla de la de Clopper.
El caballo se sentó, exhausto. Su aspecto no podía ser más grotesco. Julián apoyó la cabeza en la pared, jadeando.
—¡Qué calor tengo! —gimió—. Dick, por lo que más quieras, piensa algo. Necesitamos ayuda. No me atrevo a volver al granero, ya que allí está el director, y tampoco podemos aparecer así en la cocina. El estupor sería general, y Sid y el señor Binks se pondrían furiosos.
—Hemos sido unos estúpidos. ¡Ponernos esto estando solos! —exclamó Dick, tratando también de descorrer la cremallera—. ¡Uf! ¡Me gustaría saber para qué sirven las cremalleras! ¡Qué incómodo estoy! ¿Puedes cambiar de postura, Julián? Se me va la cabeza de tenerla tanto tiempo agachada.
—Vayamos a explorar los alrededores de la cocina —propuso Julián, intentando levantarse.
Dick también lo intentó, pero los dos cayeron, uno sobre otro. Repitieron el intento, esta vez con más suerte.
—No es tan fácil como parece formar parte de un caballo de dos piezas —opinó Julián—. ¡Si pudiera mantener los agujeros de los ojos en su sitio! ¡Estoy completamente ciego!
Logró al fin colocar los boquetes ante sus ojos, y los dos chicos salieron del establo cautelosamente. Atravesaron el patio con el mayor sigilo. Julián iba marcando el paso: «uno, dos; uno, dos», y su marcha estaba perfectamente sincronizada a la de Dick.
Se dirigieron a la puerta de la cocina y allí decidieron probar a llamar la atención de algún invitado sin entrar. Cerca vieron una gran ventana, abierta a causa del calor que reinaba en la cocina. Julián decidió mirar por ella para ver si Jorge o Ana andaban por allí. De ser así, las llamarían.
Pero no contó con que llevaba una cabeza mucho mayor que la suya y, al acercarse, la cabeza de Clopper tropezó con la ventana. Todos se volvieron, y se oyeron voces.
—¡Un caballo! ¡Eh, Pennethlan, uno de sus caballos anda suelto! —gritó uno de los aldeanos que habían ayudado a servir la cena—. Está mirando por la ventana.
El granjero salió inmediatamente. Julián y Dick retrocedieron a toda prisa y trotaron con perfecto estilo a través del patio. ¿Adónde irían? El granjero vio la silueta del caballo en la oscuridad y corrió tras él.
Clopper trotó desesperadamente y acabó galopando. Pero esto acabó muy pronto, pues las patas traseras no se movían de acuerdo con las delanteras, y se enredaron, haciendo caer a nuestros dos amigos. El granjero corrió hacia ellos alarmado, creyendo que era uno de sus animales el que se había caído.
—Saca tu rodilla de mi boca —susurró una voz enojada.
El granjero se quedó de piedra al oír que salía del caballo una voz humana. Pero en seguida se dio cuenta de lo que pasaba. El caballo era una simple funda y dentro había dos personas. A juzgar por el sonido de la voz, debían de ser Julián y Dick. Dio un leve puntapié al supuesto animal.
—¡No, por favor! —suplicó la voz de Dick—. ¡No sé quién es usted, pero le suplico que descorra la cremallera! ¡Nos estamos ahogando!
El granjero emitió un terrible resoplido. Se inclinó y buscó la cremallera. Tras un enérgico tirón funcionó la dichosa cremallera y la piel del caballo se abrió.
Los chicos salieron a gatas. Estaban agradecidos a su salvador.
—¡Oh, gracias, señor Pennethlan! —dijo Julián, turbado—. Nosotros… nosotros sólo hemos ido a dar una vuelta.
El señor Pennethlan emitió un extraño sonido y se dirigió a la cocina para seguir cenando. Dick y Julián lanzaron un suspiro de alivio. Se encaminaron cautelosamente al granero cargados con las patas y la cabeza del caballo. Atisbaron por la ventana. Allí estaba el director paseando con cara de mal humor.
Julián esperó a que estuviera lejos de la ventana y entonces dejó las patas y la cabeza en el interior del granero silenciosa y rápidamente. Cuando el director dio media vuelta continuando su nervioso paseo, lo primero que vio fue el desarticulado cuerpo de Clopper. Corrió hacia la ventana y miró al exterior.
Pero Julián y Dick habían desaparecido. Ya los vería al día siguiente cuando la paz hubiera renacido en la granja.
Se deslizaron en silencio en la cocina. Estaban sucios y acalorados. Procuraron pasar inadvertidos.
Jorge y Ana los vieron en seguida. Jorge se acercó a ellos.
—¿Dónde habéis estado? Hace más de una hora que os fuisteis. ¿Queréis algo de comer antes de que se acabe todo?
—Después te lo contaremos —repuso Julián—. Ahora danos algo de comer. Mi estómago lo reclama. Estoy desfallecido.
El señor Pennethlan había vuelto a sentarse y no daba descanso a su boca. Señaló a los chicos con su cuchillo, que se encogieron en sus asientos.
—Oc, oc, ac —dijo echándose a reír. Y añadió otros sonidos incomprensibles.
—¿De modo que te han ayudado a coger el caballo que miraba por la ventana? —tradujo la señora Pennethlan—. ¿Qué caballo era?
—¡Clopper! —dijo el granjero con toda claridad.
Seguidamente lanzó un fuerte resoplido. Pero como nadie lo entendió, no se habló más del asunto. Jorge y Ana adivinaron lo ocurrido y guiñaron el ojo a los muchachos.
Fue una velada deliciosa, una reunión tan agradable, que todos sintieron que terminara. Las aldeanas y las dos chicas recogieron los platos sucios y los muchachos los llevaron al fregadero para lavarlos.
«Los del granero» echaron también una mano, de modo que la gran cocina rebosaba de charlas y risas. Una fiesta inolvidable en todos los aspectos.
Pero, al fin, la cocina quedó desierta y la lámpara se apagó. Las mujeres del pueblo tomaron el camino de sus casas. «Los del granero» se marcharon. El viejo pastor asió a Guan de la mano y emprendió la vuelta a su choza, diciendo tristemente:
—He demasiado comido y seré de pegar los ojos incapaz en la noche toda.
—Eso no tiene importancia. ¡Valía la pena! —replicó la señora Pennethlan mientras cerraba con llave la puerta de la cocina.
Miró a su alrededor. Estaba cansada, pero se sentía feliz. No había nada que le gustara tanto como dedicar horas y horas a preparar deliciosos platos y luego ver que la gente los consumía en unos minutos. Los niños se dijeron que aquella pasión de la buena mujer era verdaderamente maravillosa.
Pronto estuvieron los cuatro acostados y durmiendo. También dormían los Pennethlan. Sólo la gata estaba despierta en la cocina, al acecho de los ratones. No le gustaba la multitud. ¡Quería la cocina para ella sola!
El día siguiente fue despejado y cálido, aunque soplaba aún una fuerte brisa.
La señora Pennethlan dijo a los cuatro niños a la hora del desayuno:
—Estaré ocupada todo el día poniendo todo esto en orden. ¿Queréis que os prepare una comida con los restos de la cena y os vais a pasar fuera todo el día? Hace un día estupendo y lo pasaréis bien.
La idea les pareció excelente. Julián había proyectado ir a explorar la vieja torre de los «naufragadores». Yéndose a comer fuera, tendrían todo el día para hacerlo.
—¡Oh, sí, señora Pennethlan; nos encantará! Deje que las niñas preparen la comida. Usted tiene demasiado trabajo.
Pero la señora Pennethlan no aceptó; no podía consentir que nadie más que ella preparase la comida. Cuando la envolvió, el paquete era tan grande, que Julián se dijo que en él debía de haber comida suficiente para doce personas por lo menos.
Salieron los cuatro alegremente de la granja, con Tim pegado a sus talones. Los perros de la granja los acompañaron un trecho alborotando delante y detrás de los niños y tratando de animar a Tim. Pero Tim permanecía inalterable y continuaba su camino con toda seriedad, como diciendo: «Llevo a estos niños de paseo, y no puedo jugar con vosotros. ¡Sólo sois perros de granja!».
—¿Dejaremos que Guan venga con nosotros si cambia de opinión? —preguntó Jorge—. ¿Es conveniente que se entere de lo que vamos a hacer?
Julián reflexionó.
—No, no debe venir. Quizá veamos algo que no queramos que él sepa. Después iría contándolo por todas partes.
—Yo opino lo mismo —asintió Jorge—. De modo que si viene le dices que se vaya. Estoy harta de él. Menos mal que ahora va un poco más limpio.
Guan apareció, desde luego. Se acercó sin hacer el menor ruido con sus pies desnudos. Nadie se hubiese dado cuenta de que les seguía de no ser por Tim, que dejó repentinamente a Jorge y fue a dar los buenos días a Guan, saltando alegremente.
Jorge se volvió, buscando al perro con la mirada, y vio a Guan.
—Julián, ahí está ese chiquillo.
—¡Hola, Guan! —lo saludó Julián—. No vengas; tenemos que ir solos a un sitio.
—Yo quiero ir —dijo Guan, todavía orgulloso de su limpieza.
—Pues hoy no vienes —replicó Julián—. Lárgate, ¿oyes? Te repito que hoy no queremos que vengas.
La cara de Guan se nubló. Se volvió hacia Ana, suplicante.
—¿Puedo ir?
Ana movió la cabeza:
—No, hoy no —repuso—. Otro día vendrás. Toma este caramelo y vete.
Guan tomó el caramelo y dio media vuelta, malhumorado. Se fue a campo traviesa y pronto lo perdieron de vista los niños.
Los cuatro y Tim siguieron adelante, y se felicitaron de haberse puesto los jerseys cuando el viento empezó a soplar con más fuerza. Julián suspiró de pronto:
—¡Qué ganas tengo de que comamos! La mochila pesa tanto, que me está haciendo polvo los hombros.
—Cuando lleguemos a la torre nos quitaremos las mochilas —dijo Dick para consolarlo—. Podemos investigar un poco antes de comer. Por lo visto, la señora Pennethlan quiere que comamos, merendemos y cenemos fuera; sólo así se comprende que nos haya puesto esta barbaridad de comida.
Sin duda, iban en la debida dirección. En el mapa habían visto varios itinerarios que conducían a la torre y habían deliberado sobre cuál sería el mejor.
Julián llevaba la brújula y se guiaba por ella, conduciendo al grupo por caminos o a través del campo. A veces bordeaban senderos y a veces perdían de vista todos los caminos. Pero estaba seguro de seguir la dirección conveniente: no le cabía duda de que llegarían a la costa.
—Mirad esos dos cerros juntos —dijo Ana—. ¿O son acantilados? Me parece que entre ellos está el sitio desde donde se ve la torre.
—Lo mismo creo yo —convino Dick—. Ya estamos muy cerca. Me pregunto cómo podría venir aquí la gente cuando la torre y la casa estaban habitadas. No hay caminos de ninguna clase.
A través de un fragoso campo llegaron a un sendero hundido entre exuberantes setos que casi lo cubrían.
—¡Un túnel verde! —exclamó Ana, entusiasmada—. Mira esas enormes ortigas, Julián.
Al final del sendero había un paso que subía casi en línea recta y en él, no muy lejos, estaba la torre. Se detuvieron y la contemplaron. En aquella torre era donde, hacía cien años, se encendía la luz que conducía a los barcos a su perdición, y en las noches últimas la luz había vuelto a encenderse.
—Esa torre se está cayendo a pedazos —comentó Dick—. Ya se han desprendido grandes trozos. Sin duda, la casa también está desmoronándose. Desde aquí sólo puede verse parte del tejado. Vamos. Esto promete ser divertido.
La torre no aparecía en aquel momento tan terrorífica como cuando los chicos la vieron bajo la tormenta y coronada por la misteriosa luz. Su aspecto era el lamentable de una construcción en ruinas. Siguieron adelante entre altos cardos, ortigas y toda clase de matojos.
—Cualquiera diría que nadie ha venido por aquí desde hace muchos años —dijo Julián, sorprendido—. ¡Lástima que no tengamos una guadaña para segar toda esta maleza! Apenas podemos dar un paso. Además, las ortigas me están acribillando.
Llegaron al fin a la casa. También estaba en ruinas y ofrecía un triste aspecto. Las puertas se habían caído, las ventanas estaban desvencijadas y no tenían un solo cristal; el tejado estaba lleno de agujeros. Un enorme rosal trepador se encaramaba por todas partes. Su ramaje y sus infinitas rosas blancas cubrían las paredes y el tejado ocultando la fealdad de las ruinas.
La torre parecía estar firme aún. Sólo la parte más alta, donde faltaban trozos de pared, se hallaba en mal estado. Julián se abrió paso a través de las matas que obstruían la puerta y entró en la casa. La cizaña cubría el suelo.
—¡Hay una escalera de piedra que sube a la torre!… ¡Mirad! Hay unas manchas en todos los escalones. ¿De qué serán?
—De aceite —repuso Jorge—. Alguien ha subido aceite en un bidón o en una lámpara que goteaban. Julián, llevemos cuidado. ¡Puede rondar alguien por aquí!