«LOS DEL GRANERO» Y CLOPPER
Cuando el granero estuvo lleno de espectadores, la algazara era tremenda. Habían tenido que traer más cajas para sentarse. Todo el mundo hablaba y reía, algunos niños aplaudían impacientes, y los perros de la granja, excitados, ladraban y aullaban con todas sus fuerzas.
Tim estaba también excitado. Recibía a todo el mundo con un ladrido y agitaba la cola vivamente. Guan estaba con él, y Jorge estaba segura de que el chiquillo se imaginaba que Tim le pertenecía. Guan iba limpio porque la señora Pennethlan lo había bañado.
—No verás la función ni tomarás parte en la cena si no te bañas —le había amenazado. Pero él no quería bañarse: le daba «zuto» el baño.
—Me ahogaré —exclamó retrocediendo ante la bañera ya preparada.
—¿Te da «zuto»? —exclamó la señora Pennethlan, ceñuda, mientras lo metía en el agua con ropa y todo—. Pues ahora tendrás más «zuto». ¡Anda, quítate la ropa! La lavaré en la bañera después de lavarte a ti. ¡Eres el niño más sucio que he conocido!
Mientras Guan lanzaba gritos ensordecedores, la señora Pennethlan lo rascaba, enjabonaba y frotaba. El rapaz llegó al extremo de levantar la mano a la granjera, pero ella le dio una sonora bofetada y el chiquillo enmudeció de pronto. Entonces Guan comprendió que estaba a merced del enemigo y decidió resignarse a soportar hasta el fin aquel horrible baño.
La granjera lavó los mugrientos pantalones y la camisa del rapazuelo y los puso a secar. Luego envolvió a Guan en un viejo mantón y le dijo que esperase a que la ropa estuviera seca para vestirse.
—Un día de éstos te haré un trajecito decente. ¡Pareces un mendigo! ¡Oh! ¡Qué delgado estás! Tendré que alimentarte bien.
Guan resplandeció de alegría. ¡Alimentarlo! ¡Esto sí que le gustaba!
Después se fue al granero para ver llegar a los espectadores. Lo acompañaba Tim y se sentía persona importante.
Lanzó un grito de alegría cuando vio acercarse a su anciano bisabuelo.
—Dijizte que vendríaz pero no lo creí. Entra. Te buzcaré una zilla.
—¿Qué pasado te ha? —preguntó el viejo, extrañado—. Pareces distinto. ¿Qué hecho has?
—Me he bañado —respondió Guan con orgullo—. Zí, tomé un baño, abuelo. Lo mizmo deberíaz hacer tú.
El anciano le contestó con una bofetada y saludó con la cabeza a varios conocidos. Llevaba su viejo cayado de pastor, en el que estuvo apoyado incluso después de sentarse.
—¡Hola, abuelo! Hace ya casi veinte años que no te hemos visto por aquí —exclamó un aldeano de cara redonda y colorada—. ¿Qué has hecho durante todo ese tiempo?
—Ocuparme en mis asuntos y en mis ovejas —respondió el viejo con el dulce acento de Cornish—. ¡Ay! Y pueden otros veinte años pasar sin que a verme vuelvas, John Tremayne. Y ahora decirte quiero una cosa: no he venido por la función, sino por la cena.
Todos se echaron a reír, y también lo hizo el viejo, que estaba más contento que unas pascuas. Guan lo miró con orgullo. Su bisabuelo tenía la mar de gracia cuando se ponía a hablar.
—¡Chist, chist! Va a empezar la función —dijo alguien de pronto al ver que se movía la cortina.
Al punto cesaron los rumores y todos los ojos se fijaron en el escenario. Una cortina azul, bastante ajada, hacía de telón.
Un violín empezó a sonar en el proscenio y luego se oyó una alegre cancioncilla. La cortina se descorrió lentamente, encallándose de vez en cuando, y el público lanzó un suspiro de emoción. Habían visto a «Los del granero» muchas veces, pero no se cansaban de verlos.
Todos «Los del granero» estaban en escena. El violinista tocó una conocida melodía que pronto corearon con ardor los aldeanos. El anciano pastor llevaba el compás golpeando el suelo con el cayado.
Todo el público aplaudió calurosamente. Alguien preguntó:
—¿Dónde está Clopper? ¿Cuándo sale?
Y Clopper, el caballo, apareció tímidamente, mirando al público por el rabillo del ojo. Su actitud vergonzosa tenía tanta gracia que el viejo casi se cae de la silla de tanto reírse.
El violín atacó otra melodía y Clopper echó a andar. Luego aceleró el paso hasta correr, y finalmente empezó a galopar y se cayó del escenario.
—¡Jo, jo, jo! —rugió, más que se rió, alguien—. ¡Jo, jo, jo, jo, jo, jo, jo!
Su risa era tan estrepitosa, que todos se volvieron. Era el señor Pennethlan, que se retorcía y se agitaba en su asiento como si le hubiera dado un ataque. Pero sólo se reía de Clopper.
Clopper oyó reír al gigante y se puso un casco detrás de la oreja para escucharlo. Esta vez el anciano se rió tan a gusto, que se cayó de la silla. A Clopper se le enredaron las patas traseras con las delanteras y se cayó también. Fue tal la algarabía de gritos, aullidos y bramidos que se produjo entre el público, que el granero se venía abajo.
—Sal ya del escenario —dijo una voz enérgica desde un lado del escenario.
Julián trató de ver quién era, mientras Clopper, obediente, se marchaba, sacudiendo una de las patas traseras, lo que motivó nuevas risas de los aldeanos. La orden la había dado el director, que estaba en un lugar desde donde podía ver con todo detalle lo que ocurría en escena. Estaba muy serio ¡a pesar de los trucos de Clopper!
La función fue un éxito, pese a su baja calidad. Los chistes fueron viejos; la comedia más vieja todavía. Los cantantes dejaron mucho que desear, y más aún los bailarines. Pero fue todo tan alegre e ingenuo que el público aplaudió desde el principio hasta el fin.
Clopper tuvo una gran noche. Cada vez que su cabezota aparecía en el escenario, en el público estallaba un coro de risas. Sin duda, habría bastado un actor para asegurar el éxito, y ese actor era, naturalmente, Clopper. Julián y Dick presenciaron su actuación fascinados. ¡Cómo les habría gustado ponerse las patas y la cabeza y hacer el papel de Clopper!
—Sid y Binks son formidables —comentó Dick—. ¡Ah, si nos dejaran esas patas y esa cabeza y pudiéramos representar el número de Clopper en el festival del colegio! Tendríamos un exitazo. Preguntémosle a Sid si podemos ensayar.
—No nos dejará la cabeza, pero podríamos hacer el número sin ella: sólo con las patas. Estoy seguro de que se nos ocurrirían algunos nuevos trucos.
Cuando se corrió la cortina todo el mundo lo lamentó. El violín tocó la marcha final. El público, puesto en pie, la cantó.
—¡Tres «hurras» para «Los del granero»! —exclamó un niño.
Y el «¡hip, hip, hurra!» salió perfecto. El pastor agitó su bastón tan impetuosamente, que dio un golpe en la nuca a un granjero de alta estatura.
—¡Oiga, abuelo! —exclamó el granjero frotándose la parte posterior del cuello—. Si pretende que nos peguemos debo decirle que no quiero pelearme con usted. Me derribaría fácilmente si acertara a atraparme un tobillo con el puño de su cayado.
El anciano se sentía feliz. ¡No había pasado un rato como aquél desde hacía cuarenta años! ¡Quizá cincuenta! Y, terminada la función, la cena. Esto era lo que le había decidido a acudir. ¡Iba a enseñar a comer a los «jovencitos» de sesenta años!
Los aldeanos atravesaron el patio y regresaron al pueblo charlando y riendo. Se quedaron dos mujeres para ayudar. «Los del granero» no se quitaron los trajes de escena. Aparecieron en la cocina tal como iban, incluso con el maquillaje, que les caía en churretes por las mejillas, derretido por el calor. El granero se había caldeado excesivamente debido a la abundancia del público.
Los niños estaban encantados. Habían reído tanto con Clopper que les dolían los costados. La comedia les había gustado también, con su profusión de suspiros, gemidos, amenazas y lágrimas. En aquel momento esperaban la cena con ansiedad.
«Los del granero» revoloteaban alrededor de la repleta mesa, felicitando a la señora Pennethlan, dando palmadas amistosas a los invitados en la espalda y comportándose, en general, como un grupo de escolares alocados a la hora del recreo. Julián los observaba. ¡Qué gente tan divertida! Buscó al director con la mirada, seguro de que, por excepción, estaría sonriente y contento.
Pero no estaba allí. Julián miró por todas partes y no lo vio.
—¿Dónde está su jefe? —preguntó a Sid, que estaba a su lado.
—En el granero, a solas consigo mismo —respondió Sid, mientras se disponía a dar cuenta de un enorme trozo de pastel de carne coronado de huevos duros—. Nunca come con nosotros, ni siquiera después de las funciones. Le gusta estar sin compañía. Comerá solo. Yo me alegro, porque nunca he hecho buenas migas con él.
—¿Dónde está Clopper…, bueno, su cabeza? —preguntó Julián, al no verla junto a Sid—. ¿Está debajo de la mesa?
—No. La tiene el jefe. Me ha dicho que se me podría caer, o que sería fácil que la manchara de comida —explicó Sid, sirviéndose seis grandes cebollas aderezadas—. ¡La señora Pennethlan es una maravilla! ¡Ah, si me pudiera casar con una mujer como ella! ¡Entonces no adelgazaría como ahora en las patas traseras de Clopper!
Julián se echó a reír. Luego se preguntó quién llevaría la cena al director. Al ver que la señora Pennethlan estaba preparando una bandeja de comida se acercó a ella.
—¿Es para el director?… ¿Quiere que se la lleve?
—Sí, Julián —dijo, agradecida, la granjera—. Aquí la tienes. Y pídele a Dick que le lleve una botella y un vaso, ¿quieres? No caben en la bandeja.
Julián y Dick fueron al granero, cargados con la comida y el vino.
Aún soplaba un fuerte viento, y empezó a llover nuevamente.
—No hay nadie —dijo Julián, extrañado.
Dejó la bandeja y vio una nota prendida en la cortina. La leyó. «Vuelvo dentro de una hora. He ido a dar un paseo. El Director».
—Bueno, le dejaremos la bandeja aquí —decidió Julián.
Pero, ya iban a salir, cuando algo les llamó la atención: ¡las patas y el cuerpo de Clopper!
—Todo el mundo está en la mesa. El director estará ausente una hora. ¡Nadie se enterará si nos ponemos las patas!
Se miraron y se adivinaron mutuamente el pensamiento. Ensayarían el número del caballo.
—Tú serás las patas traseras y yo las delanteras —dijo Julián—. ¡Hala! ¡De prisa!
Se pusieron las patas apresuradamente y Julián cerró como pudo la cremallera. Pero no quedaba bien sin la cabeza. ¿Se habría llevado el director esta parte de Clopper? No, estaba en el granero.
—¡Mírala! —exclamó Dick—. ¡Está en aquella silla, cubierta con una manta!
Julián se abalanzó sobre ella. Era bastante más pesada de lo que había supuesto. Recorrió con la vista su interior, preguntándose dónde tendría que colocar su propia cabeza y cómo movería los ojos y la boca de Clopper.
Introdujo una mano y tanteó. Entonces se abrió una cajita que había en el cuello y cayeron varios cigarrillos, que se esparcieron por el suelo.
—¡Córcholis! —exclamó Julián—. No sabía que el señor Binks guardase los cigarrillos en el cuello de Clopper. Dámelos, Dick; los volveré a poner en la cajita. Gracias.
Puso los cigarrillos en la cajita y la cerró. Se colocó la cabeza con todo cuidado.
—En el cuello hay agujeros para los ojos, Dick. Así puede ver el señor Binks por dónde va. Me extrañaba que no diera más tropezones de los que ha dado… Bueno, ya estoy listo. La cabeza se sostiene firmemente sobre mis hombros. Yo iré diciendo «uno, dos; uno, dos», y procuraremos concertar nuestros pasos. No empezaremos a ensayar trucos hasta que nos acostumbremos a ser Clopper. ¿Cómo suena mi voz cuando hablo desde aquí dentro?
—Del modo más raro que te puedas imaginar —repuso Dick, que estaba encorvado para formar con su espalda el lomo del caballo y abrazado a la cintura de Julián—. Oye, ¿qué ruido es ése?
—Alguien llega. ¡Es el director que vuelve! —exclamó Julián, alarmado—. ¡Corramos hacia la puerta antes de que nos pille!
Y, ante el estupor del jefe de la compañía, Clopper galopó sin ningún garbo hacia la puerta del granero cuando él entraba. El caballo casi tropezó con él al salir. Al principio no advirtió que se trataba de Clopper, pero luego profirió un rugido y se lanzó en pos del caballo.
—No veo nada —dijo, jadeante, Julián—. ¿Hacia dónde hemos ido? ¡Oh, estamos en una cuadra vacía! ¡He de descorrer la cremallera y quitarme la cabeza de Clopper! ¡Ayúdame!
Pero ¡qué desgracia! La cremallera se había atascado. Los chicos forcejearon, pero fue inútil. Por lo visto, tendrían que pasar dentro de Clopper el resto de la noche.