PREPARATIVOS PARA LA FUNCIÓN
Julián y Dick estuvieron un rato observando la luz y luego emprendieron la vuelta a la granja. El viento era tan frío y soplaba con tal fuerza, que los chicos tiritaban.
—¡Me alegro de que nos hayamos encontrado, Guan! —exclamó Dick rodeando con el brazo los hombros del tembloroso chiquillo—. Gracias por tu ayuda. Vamos a ir a inspeccionar la vieja torre. ¿Querrás ser nuestro guía?
Guan tembló más aún, a causa del miedo, no del frío.
—No, me da «zuto», mucho «zuto» eza torre.
—Supongo que querrás decir «susto», que te asusta esa torre. Bueno, Guan; no hace falta que vengas. Desde luego, es muy raro lo que ocurre. Ya puedes volver a tu cabaña.
Guan desapareció en la oscuridad, corriendo como un conejo perseguido. Los chicos volvieron a la casa sin tomar precauciones: estaban seguros de que no se encontrarían con nadie a aquellas horas. Pero cuando llegaron al patio, vieron algo que los hizo detenerse en seco.
—¡Hay luz en el granero grande! —murmuró Dick—. Ya no. Ahora se ha encendido de nuevo. Alguien está explorando el granero con una linterna. ¿Quién será?
—Quizá sea uno de «Los del granero» —susurró Julián—. Vayamos a verlo. Ya sabes que «Los del granero» duermen esta noche en los cobertizos de la granja.
Se acercaron de puntillas al granero y atisbaron por una rendija. Al principio no vieron nada, pero después se encendió una linterna cuya luz se dirigió a un rincón donde había algunos enseres de «Los del granero»: decorados, vestidos y diversos objetos.
—Hay un hombre registrando los bolsillos de los trajes —exclamó Julián, indignado—. ¡Míralo! ¡Es un ladrón!
—¿Será algún artista de la compañía?
Momentáneamente la linterna iluminó las manos del ladrón y los chicos contuvieron un grito de sorpresa. ¡Conocían aquellas manos cubiertas de un vello negro y tupido!
Dick susurró:
—¡El señor Pennethlan! Sí, es su fornido corpachón. Ahora lo veo bien. Debe de estar loco. Va por los montes de noche, entra furtivamente en los graneros, registra los bolsillos.
Sí, debía de estar loco. ¿Lo sabía la señora Pennethlan? No podía saberlo, pues si lo supiese no sería la mujer alegre y feliz que era.
Julián se sentía violento. No le gustaba espiar a su anfitrión. ¡Qué hombre tan extraño! Decía mentiras, vagaba por el campo de noche, registraba bolsillos. Sí, debía de estar loco. En aquel momento revolvía los cajones de una cómoda que «Los del granero» tenían que utilizar en una de las escenas de su función…
—Vámonos —dijo Julián acercando la boca al oído de Dick—. Va a registrarlo todo. Que me aspen si sé lo que espera encontrar entre esos trastos. Vámonos. No quiero verlo apoderarse de algo. Sería muy desagradable tener que decir que lo hemos visto robar.
Dejaron el granero y volvieron a la casa, en la que entraron por la puerta trasera. Fueron a mirar la puerta principal. Estaba cerrada, pero no con llave. Tampoco estaban echados los cerrojos.
Los chicos subieron a sus habitaciones. Estaban perplejos. Se habían sucedido dos hechos inexplicables: la luz en la torre, el dueño de la granja registrando el granero… Tenían motivo para no saber qué pensar.
—Despertemos a las niñas —dijo Julián—. No puedo esperar a mañana para contarles lo que hemos visto.
Ni Jorge ni Tim dormían. Tim les había oído salir y había permanecido despierto, esperándolos. Con sus gemidos, acababa de despertar a Jorge, que estaba escuchando por si oía algún ruido en la puerta.
—¡Ana! ¡Jorge! Tenemos noticias —murmuró Julián.
Tim lanzó un débil aullido de bienvenida y saltó de la cama. Pronto estuvo Ana despierta, y las niñas escucharon las extraordinarias novedades.
Al saber que el señor Pennethlan estaba en el granero, quedaron tan sorprendidas como al enterarse de que se había encendido la luz en la torre.
—¿Conque lo que dijo el anciano es verdad? —exclamó Ana—. ¿Vuelve a verse la luz en la torre? ¿Para qué la encenderán? ¿Crees que habrá algún naufragio esta noche, Julián? ¡Sería horrible!
—Espantoso —convino Jorge mientras oía rugir el viento—. ¡Estrellarse contras las rocas en una noche como ésta! Yo creo que debemos acercarnos a la costa. Tal vez podamos salvar alguna vida.
—No opino lo mismo —intervino Dick—. No creo que pudiéramos acercarnos a la ensenada esta noche. Las olas deben haber cortado el camino que baja hasta las rocas.
La charla se prolongó hasta que Jorge lanzó un bostezo y dijo:
—Tendremos que dormir si queremos madrugar. Mañana no podremos ir a explorar la torre, Julián. Recuerda que hemos prometido ayudar a la señora Pennethlan a preparar el festín que ha de dar a «Los del granero».
—Lo dejaremos para pasado mañana, pero iremos. Guan no quiere ser nuestro guía. Dice que le da «zuto» la torre.
—Lo mismo me pasa a mí —afirmó Jorge, metiéndose en la cama—. Me habría llevado un gran susto si hubiera visto la luz en la torre.
Los chicos volvieron a su habitación. Pronto estuvieron acostados y durmiendo. El viento seguía rugiendo en torno de la granja, pero nada podía despertar a aquellos dos muchachos agotados por su paseo nocturno.
Al día siguiente estuvieron todos tan ocupados, que apenas tuvieron tiempo para recordar los acontecimientos de la noche pasada. Sin embargo, ocurrió algo que les refrescó la memoria.
La señora Pennethlan vigilaba el desayuno y animaba la conversación como de costumbre. Nunca le faltaban palabras: se pasaba el día charlando con los niños y con los perros.
—¿Habéis podido dormir esta noche a pesar de los rugidos del viento? —preguntó—. Yo he dormido la mar de bien. Y también el señor Pennethlan. Me ha dicho que no se ha movido en toda la noche. ¡Estaba tan cansado!
Los niños se tocaron con el pie por debajo de la mesa, pero ninguno dijo palabra. Estaban más enterados que ella de lo que su marido hacía por las noches.
Después ya no tuvieron tiempo para pensar en nada, pues hubieron de dedicarse a recoger fruta, pelar guisantes e ir de un lado a otro, llevando cosas a «Los del granero», a los que, además, ayudaron a colocar bancos, barriles, cajas y sillas para el público. Incluso remendaron la ropa de escena. Ana se ofreció a coser un botón y al instante recibió una lluvia de peticiones. Le rogaban que cosiera esto, aquello y lo de más allá.
Fue un día de trabajo agotador. Guan apareció, como de costumbre, y fue saludado por Tim calurosamente. Todos los perros lo querían, pero especialmente Tim, cuyo cariño rayaba en la adoración. La señora Pennethlan le hizo infinidad de encargos, que él cumplió con presteza.
—Es un poco simple, pero hace con rapidez lo que se le pide, cuando espera conseguir alguna golosina —explicó.
Y no cesaba de ordenar:
—¡Trae eso, Guan! ¡Haz aquello!
«Los del granero» trabajaron también de firme. Hicieron un pequeño ensayo y todo les salió mal. El director se enfureció, rugió y pataleó, hasta el punto de que Ana se preguntó por qué no se marcharían todos, dejándolo plantado.
Primero hubo una especie de concierto como los que ofrecen los payasos en las playas. Luego se representó una obrita de tipo melodramático, con villanos y héroes, amén de una heroína que sufría grandes calamidades. Pero al fin todo se arreglaba, cosa que alivió a Ana en gran manera.
Clopper, el caballo, no desempeñaba papel definido. Su misión consistía en pasearse por el escenario para llenar los espacios vacíos divirtiendo al púbico. No había duda de que su trabajo sería perfecto.
Julián y Dick vieron al señor Binks y a Sid cuando ensayaban su número en un rincón del patio. ¡Qué bien coordinaban los movimientos de las patas delanteras con los de las traseras! ¡Cómo saltaba, bailaba y trotaba el gracioso caballo! ¡Cómo galopaba, caía, se le trababan las patas, se sentaba, se levantaba, se acostaba y hacía todo cuanto Sid y el señor Binks querían que hiciese! Era realmente divertido.
—Déjeme un momento la cabeza, señor Binks —suplicó Julián—. Quiero probármela para ver cómo me sienta.
Pero no se la dejaron. Sid se negó y el señor Binks guardó silencio.
—Órdenes son órdenes —repuso Sid, apoderándose de la cabeza tan pronto como el señor Binks se desprendió de ella. Y añadió—: No quiero perder mi empleo. El jefe me dijo que si la cabeza de caballo se perdía, me perdería yo también. ¡Conque apartaos de Clopper!
—¿Duerme usted con esa cabeza? —preguntó Dick con curiosidad—. Ir siempre cargado con la cabeza de caballo debe de ser muy incómodo.
—Uno acaba por acostumbrarse. Sí, duermo con Clopper. Su cabeza y la mía se apoyan en la misma almohada. ¡Tiene un sueño muy profundo!
Julián comentó:
—Es lo mejor de la función. ¡El granero se vendrá abajo esta noche con la actuación de Clopper!
—Siempre tenemos éxito —dijo el señor Binks—. Clopper es el elemento más importante de la compañía, aunque el peor pagado. ¡Es una vergüenza!
—Sí. Tanto las patas traseras como las delanteras están muy mal pagadas —confirmó Sid—. Nos consideran como un solo actor, de modo que sólo recibimos media paga cada uno. Pero aun así, nos gusta esta vida, y aquí estamos.
Se marcharon juntos. Como siempre, Sid llevaba la cabeza de caballo bajo el brazo. Era un hombrecillo poco inteligente, pero alegre y divertido.
Durante el almuerzo, Julián se acordó de algo de pronto.
—Señora Pennethlan —dijo—, supongo que la galerna no habrá producido ningún naufragio, ¿verdad?
La granjera se mostró sorprendida:
—¡Claro que no! Ahora los barcos pasan tranquilamente junto a las rocas. Los faros les señalan el camino. Los pescadores conocen los arrecifes tan bien como la palma de su mano, y a veces navegan entre las rocas. Pero sólo ellos se atreven a hacerlo.
Todos exhalaron un suspiro de alivio. ¡La luz no había producido ningún naufragio! ¡Qué alegría! Continuó el almuerzo. El señor Pennethlan estaba en la mesa, comiendo como siempre, sin decir palabra. Sus mandíbulas se abrían y cerraban con fuerza. Parecía mentira que no tuviera dientes. Julián miró aquellas manos cubiertas de vello negro. ¡No cabía duda: eran las mismas que había visto la noche anterior! Entonces no sostenían un cuchillo y un tenedor, sino que registraban bolsillos.
Llegó la tarde. Todos estaban preparados. En la cocina se había montado una gran mesa con largas tablas y caballetes. La señora Pennethlan mostró a las niñas el gran mantel blanco con que la iba a cubrir. ¡Era el mayor mantel que habían visto en su vida!
—Lo saco en la época de la cosecha —explicó la granjera con orgullo—. Damos una cena para celebrarla. Entonces montamos esta misma mesa en el granero grande, pues aquí no hay espacio para todos los jornaleros. Luego quitamos la mesa y bailamos.
—¡Qué divertido! —exclamó Ana—. Los que viven en el campo son más felices que los habitantes de las ciudades. Aquí ocurren cosas interesantes.
—La gente de la ciudad no opina lo mismo. Creen que en el campo reina un tedio de muerte. Sin embargo, hay más vida en una granja que en cualquier otra parte del mundo, ¡no me cabe duda! La vida aquí es la verdadera vida: siempre lo he dicho.
—¡Es verdad! —asintieron Ana y Jorge a la vez.
Habían puesto el mantel. Era blanco como la nieve y resplandecía de limpieza.
—Este mantel es una joya —dijo la señora Pennethlan—. Perteneció a mis tatarabuelos; tiene cerca de doscientos años. ¡Está tan blanco como siempre y no tiene un solo zurcido! Ha servido para más cenas de cosecha que ningún otro mantel.
Ya estaba puesta la mesa. Había en ella platos, cubiertos, vinagreras y vasos. Todos «Los del granero» estaban invitados al festín, y también los niños, por supuesto. Dos aldeanos ayudarían a servir. ¡Sería una fiesta estupenda!
La despensa estaba tan repleta de comida, que era imposible entrar en ella. Pasteles de carne y de fruta, jamones, lengua, embutidos, tartas, compotas, estofado, fruta fresca, membrillo, un gran merengue, crema y otras muchas cosas elaboradas por la señora Pennethlan, la cual se echó a reír cuando vio a los niños contemplar boquiabiertos tantas maravillas.
—Hoy no merendaréis. Así tendréis más apetito a la noche y cenaréis más a gusto.
Con semejante cena en perspectiva, nadie echó de menos la merienda.
—Ya llegan los primeros del pueblo —exclamó Julián, que estaba a la puerta del granero para vender entradas—. ¡Hurra! ¡Pronto empezará la función! ¡Dense prisa! ¡El mejor espectáculo del mundo! ¡Vengan todos! ¡Pasen!