Capítulo IX

LA LUZ EN LA TORRE

Al caer la tarde, el espacioso granero estaba completamente transformado. Habían sacado la paja, los sacos de grano y de abono, las máquinas y todo lo almacenado allí. Parecía mucho mayor aún. «Los del granero» miraban con orgullo aquel «teatro» donde iban a actuar.

—Hemos estado muchas veces aquí —explicaron a los niños—. Es el mejor granero de la comarca. Su único defecto es la escasez de público. Esto es un desierto. Sólo hay dos pueblos lo bastante cerca para que puedan venir sus habitantes. Sin embargo, lo pasamos muy bien aquí. La señora Pennethlan nos da un gran banquete después de la función.

—Eso explica —dijo Dick con un guiño significativo— por qué vienen ustedes a este lugar solitario: lo que les atrae es la comida de la señora Pennethlan. No los critico. Yo también he recorrido una distancia respetable por la misma razón.

Habían montado un escenario con largos tablones tendidos sobre barriles. En el fondo del tablado, cubriendo la pared de madera, se había colgado una decoración que representaba una escena campestre. La había pintado la propia compañía.

—Este trozo lo pinté yo —dijo Sid, mostrando a Dick un caballo que formaba parte de la escena campestre—. Como ves, es Clopper.

«Los del granero» tenían varias decoraciones. Así podían cambiarlas durante la representación. También tenían piezas movibles, construidas igualmente por ellos mismos. Estaban orgullosos de todas, pero especialmente de una que representaba un castillo.

Este castillo tenía una torre que recordó a los niños aquella otra donde, según Guan, había brillado una luz la noche anterior. Se miraron unos a otros con disimulo y se comprendieron. Irían a ver la luz con sus propios ojos, y entonces sabrían si Guan y su bisabuelo decían la verdad.

Julián se preguntó si se encontrarían también con el señor Pennethlan aquella noche. Jenny, el caballo, estaba ya bien, eso suponiendo que hubiera estado enfermo. Lo vieron paciendo por el campo. Así que el señor Pennethlan no tendría ninguna excusa para salir de casa aquella noche.

Los niños no podían imaginarse por qué había salido la noche anterior, con un tiempo tan malo. ¿Habría ido a reunirse con alguien? No había tenido tiempo para ir a ver al pastor. Además, ¿para qué ir a verlo si lo había visto por la mañana?

La señora Pennethlan fue a echar una mirada al granero, que ya estaba casi listo para la función de la noche siguiente.

Estaba congestionada de emoción. Era un gran día para ella. «¡Los del granero» en su granero! Los aldeanos de los alrededores acudirían. Tendría que darles una gran cena. ¡Era en verdad emocionante!

No salía de la cocina, donde trabajaba sin descanso. Su enorme despensa estaba repleta de los más apetitosos pastelillos, tartas y empanadillas. También había jamones y quesos. Los niños fueron contemplándola por turno y aspirando con deleite sus emanaciones. La señora Pennethlan acabó por echarlos, entre alegres risas.

—Mañana tendréis que ayudarme. Desgranaréis guisantes y judías, pelaréis patatas, iréis a buscar grosellas y frambuesas, y también fresas silvestres, pues dan muy buen sabor a la ensalada de frutas. Las encontraréis a centenares en aquel bosquecillo.

—La ayudaremos con mucho gusto —dijo Ana—. Aquí todo nos divierte. Pero no pretenderá usted hacer toda esa cena sola, ¿verdad?

—Entre los aldeanos encontraré un par de ayudantes para servirla —exclamó la rolliza granjera, feliz al parecer ante el exceso de trabajo culinario—. Me levantaré a las cinco de la mañana. Así tendré tiempo para hacerlo todo.

—Entonces, tendrá que acostarse temprano —le dijo Jorge.

—Todos nos iremos a la cama pronto. Como mañana tenemos que madrugar y nos acostaremos tarde, nos conviene descansar esta noche. Al señor Pennethlan será fácil convencerlo de que se acueste temprano. Siempre está dispuesto a hacerlo.

Los niños estaban seguros de que se iría pronto a la cama, ya que la noche anterior había dormido poco. Julián y Dick estaban también bastante cansados, pero firmemente resueltos a ir a las colinas para ver si realmente se encendía la luz.

La comida fue tan suculenta como de costumbre. El señor Pennethlan participó en ella. Comió sin descanso, muy serio y sin despegar los labios. Al fin, dijo algo así como «¡Oh! ¡Aoh! ¡Oah!».

—Me alegro de que te guste el pastel, «señor» Pennethlan —respondió su esposa—. Aunque parezca inmodestia, reconozco que está riquísimo.

Era increíble la facilidad con que interpretaba los sonidos ininteligibles que emitía su esposo. No era menos sorprendente que se mostrara tan ceremoniosa con su marido y lo llamara «señor». Ana se preguntó si también lo llamaría señor Pennethlan cuando estaban solos. La niña observó atentamente al gigante moreno. ¡Cómo comía!

Él alzó los ojos y, al ver que Ana lo observaba, le dijo:

—¡Ah! ¡Oooh! ¡Ock! ¡Ack!

Ana se quedó boquiabierta, sin saber qué decir. ¿Sería algún idioma extranjero?

—Señor Pennethlan, no atormentes a esa criatura —saltó su mujer—. No sabe qué contestarte. ¿Verdad, Ana?

—Pues… es que… no he entendido lo que ha dicho —repuso Ana, sonrojándose.

—Señor Pennethlan, ¿te has convencido de que sin la dentadura hablas muy mal? —lo reprendió la granjera—. Ya te he dicho que debes ponértela cuando quieras hablar. Yo te entiendo perfectamente, pero los demás no. Sólo oyen un murmullo inarticulado.

El señor Pennethlan frunció el ceño y lanzó un gruñido. Los niños lo miraron confundidos al enterarse de que no tenía dientes. ¡Era extraordinario! ¿Cómo se las arreglaría para comer con tanta facilidad? El granjero mascaba, partía, trituraba… ¡Todo sin dientes!

«Por eso habla de un modo tan raro —pensó Dick, divertido—. Si come tanto sin dientes, ¿cómo comería si los tuviera?».

La señora Pennethlan cambió de conversación al advertir que su esposo estaba enojado. Empezó a hablar alegremente de «Los del granero».

—¡Ese Clopper es graciosísimo! La caída que hace después de pasearse contoneándose por el escenario es algo digno de verse. El señor Pennethlan se ríe tanto, que no sé cómo puede mantenerse en su asiento. Está enamorado de ese caballo. Lo ha visto docenas de veces y siempre que lo vuelve a ver se muere de risa.

—Es un número divertidísimo —dijo Julián—. Me gustaría representarlo en la fiesta de fin de curso del colegio. Dick y yo lo podríamos hacer. ¡Si el señor Binks y Sid nos permitieran ensayarlo!

Terminó la comida. La mayor parte de las fuentes estaban vacías y la señora Pennethlan resplandecía de gozo.

—Lo habéis hecho muy bien. Así me gusta; hay que comerse todo lo que se pone en la mesa.

—Eso es fácil cuando lo que se pone en la mesa está hecho por usted —dijo Jorge—. ¿Verdad, Tim? No me cabe duda de que a Tim le gustaría quedarse aquí para siempre. Estoy segura de que envidia a los perros de la granja.

Después de lavar los platos, tarea en la que todos ayudaron, excepto el señor Pennethlan, se sentaron un rato a leer. Pero el granjero empezó a bostezar de tal modo, que no tardó en contagiar a los demás. La señora Pennethlan se echó a reír.

—¡Vamos! ¡Todos a la cama! En mi vida había oído tantos bostezos a la vez. ¡Pobre señor Pennethlan! Se comprende que tenga sueño después de haber pasado anoche tantas horas junto a Jenny.

Los niños se miraron. Sabían muy bien dónde había pasado el granjero aquellas horas.

Todos subieron a acostarse. Los niños se echaron a reír al oír que el señor Pennethlan seguía bostezando ruidosamente en su habitación. Julián miró por la ventana. La noche era profundamente oscura. La lluvia caía en repentinas ráfagas. El viento aullaba, y Julián creyó oír el fragor de las olas que se estrellaban contra las rocas en la ensenada. Con aquel viento, las olas debían de ser enormes.

—Una noche ideal para los «naufragadores», si los hay todavía —dijo a Dick—. No habría salvación para el barco que navegara por la ensenada esta noche. ¡Se hallaría entre las rocas, hecho pedazos, cuando menos lo esperase! Y mañana la playa estaría sembrada de sus despojos.

—Esperemos un poco para salir. Es muy temprano. En un día despejado, aún habría luz en las colinas. Un atardecer tormentoso es tan oscuro como la noche más negra. Encendamos las velas y leamos.

El viento arreció y bramó furiosamente. Sus roncos e hirientes rugidos resonaban alrededor de la granja. ¡No era la noche más indicada para ir a recorrer las colinas!

—Vamos ya —dijo Julián al fin—. Ha cerrado la noche. La oscuridad es completa.

No se habían desnudado. Así que al punto bajaron la escalera y salieron por la puerta de atrás, que cerraron silenciosamente tras ellos. Atravesaron el patio sin encender las linternas. No las encendieron hasta que estuvieron lejos de la casa.

Al pasar por el vestíbulo habían dirigido una rápida mirada a la puerta principal. Estaba cerrada con llave y cerrojo. Era evidente que el señor Pennethlan no había salido aquella noche.

Caminaron resueltamente, azotados por el vendaval. Cuando iban en contra del viento, resoplaban. Llevaban gruesos jerseys, pues hacía bastante frío, con aquel viento que soplaba continuamente.

Cruzaron campos de cultivo. Saltaron seto tras seto. Cruzaron más campos. Se detuvieron un par de veces para asegurarse de que avanzaban hacia su objetivo. Y respiraron satisfechos cuando se encontraron con un gran rebaño de ovejas, lo que les indicó que se hallaban cerca de la choza del viejo pastor.

—Ahí está la cabaña —susurró Julián—. ¿La ves perfilándose en la oscuridad? Debemos pasar sin que nos puedan oír.

Se deslizaron junto a la choza. No se oía ningún ruido en el interior ni salía luz por las rendijas. El anciano debía de estar profundamente dormido. Julián se imaginó a Guan enroscado junto a él en su lecho de pieles de oveja.

Los muchachos siguieron avanzando en silencio. Iban en busca del sitio desde donde podían ver la torre en ruinas. Tenían que encontrar el punto exacto, ya que la torre no se veía desde ninguna otra parte.

No daban con el sitio. También podía ser que lo hubieran encontrado y la oscuridad les impidiera ver la torre.

—Si no se enciende la luz, no sabremos si tenemos la torre a la vista o no —exclamó Julián—. No la hemos visto nunca de noche. ¡No haber pensado en ello antes! ¡Haber creído que veríamos la torre tanto con luz como sin ella!… ¡Qué tontos hemos sido!

Estuvieran charlando un rato sin moverse de donde estaban y sin cesar de mirar hacia donde suponían que estaba la torre. Pero no veían nada. ¡Qué modo de perder el tiempo!

De pronto, Julián lanzó un grito.

—¿Quién es?… ¡Te he visto! ¿Quién eres?

Dick se sobresaltó. ¿Qué ocurría? Alguien se acercó a ellos y una voz dijo tímidamente:

—Zoy yo, Guan.

—¡Diantre! ¡Estás en todas partes! —exclamó Julián—. Estabas esperándonos, ¿verdad?

—Zí. Venid conmigo.

Y el chiquillo tiró del brazo de Julián. Recorrieron un corto trecho y treparon por una ladera. Guan se detuvo.

Los chicos vieron la lejana luz al instante. No era una alucinación. El haz luminoso giraba como el de un faro. Sus destellos permitían a los muchachos ver la oscura silueta de la torre.

—Parecen señales —dijo Julián—. Un destello, luego tres seguidos, después dos, y finalmente uno. ¿Quién hará estas señales y por qué? Ya no hay «naufragadores», ¿verdad?

—Mi bizabuelo dice que laz hace zu padre —murmuró Guan con voz asustada.

Julián se echó a reír.

—¡Qué tontería! Sin embargo, esto es un misterio, ¿verdad, Dick? Esas señales podrían atraer a un barco. Las grandes olas lo arrojarían contra las rocas, donde se haría añicos.

—En fin, mañana sabremos si ha habido algún naufragio esta noche —dijo Dick—. ¡Quiera Dios que no lo haya! La sola idea de una desgracia semejante me horroriza. Estoy seguro de que ya no hay «naufragadores».

—Si los hay, deben de deslizarse furtivamente por el «Camino de los Naufragadores», dondequiera que éste se halle, y luego esperarán a que el barco se haga pedazos. Después irán a recoger el botín, lo pondrán en sacos y, cargados con ellos, emprenderán la vuelta.

Dick se estremeció, horrorizado.

—¡Calla, Julián! Dejemos eso. Ahora decidamos algo sobre la luz.

—Ya está decidido. Tan pronto como podamos, tal vez mañana, visitaremos la torre. Sólo así podremos averiguar algo.