Capítulo VIII

LLEGAN «LOS DEL GRANERO»

Los dos chicos miraron con curiosidad al señor Pennethlan cuando se encontraron con él a la mañana siguiente. Era chocante la aventura que la noche anterior habían corrido con él. El granjero no sabía que los perseguidores a quienes había intentado capturar eran ellos. Tosió una vez más con su tos seca y breve y Julián le dio un codazo significativo a Dick.

La señora Pennethlan estaba a la cabecera de la mesa donde tomaban el desayuno, radiante y parlanchina como de costumbre:

—¿Habéis dormido bien? —preguntó—. La tormenta terminó pronto, ¿verdad?

El señor Pennethlan se levantó diciendo «¡Ah! ¡Oh! ¡Uf!» o algo parecido, y se marchó.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Ana.

No se explicaba cómo podía haber alguien que comprendiera el extraordinario lenguaje del señor Pennethlan. Julián había dicho que hablaba en abreviatura.

—Ha dicho que quizá no vuelva a la hora de comer —aclaró la señora Pennethlan—. Tomará algo en alguna parte. Se ha desayunado hace ya un buen rato: a las seis y media. Me alegro de que haya venido a tomarse una taza de té. El pobre ha pasado en vela casi toda la noche.

Los dos chicos se miraron.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Julián.

—Que ha tenido que estar dos horas con el pobre Jenny —explicó la granjera—. Me desperté cuando se levantó. Afortunadamente, Benny no ladró. Mi marido tardó dos horas en volver. Por eso sé el tiempo que pasó junto al caballo.

Julián y Dick no lo compadecían. Sabían muy bien que el señor Pennethlan no había estado con el caballo durante su ausencia. Jenny estaba perfectamente cuando lo vieron al salir de la granja.

Estaban perplejos. ¿Por qué mentiría el señor Pennethlan a su mujer? ¿Qué había estado haciendo que no quería que ni ella lo supiese?

Después del desayuno, cuando fueron a recoger grosellas, frambuesas y ciruelas para la ensalada de frutas, lo explicaron todo a las niñas. Ana y Jorge escucharon el relato boquiabiertas.

—Os fuisteis sin avisarnos —les reprochó Jorge—. Me habría gustado acompañaros.

—El señor Pennethlan siempre me ha parecido un hombre extraño y siniestro —dijo Ana—. Estoy segura de que es una mala persona. Su esposa, en cambio, es la mujer más agradable que he conocido.

Recogieron gran cantidad de grosellas rojas. Ana tuvo la sensación de que alguien estaba oculto cerca de ellos, y miró, inquieta, en todas direcciones. Sí, alguien había en aquellas altas matas de frambuesa. Estaba segura. Miró con atención y descubrió al que acechaba.

Era Guan, ¿cómo no? Debió de suponerlo. Le dirigió una sonrisa y el chiquillo se acercó. Sentía por Ana una simpatía especial. Tendió la mano.

—No tengo caramelos —dijo Ana—. ¿Qué te pareció la tormenta de anoche? ¿Estabas asustado?

Guan negó con un movimiento de cabeza. Después se acercó más a la niña y le dijo en voz baja:

—He vizto la luz ezta noche.

Ana lo miró atónita.

—¿Te refieres a la luz que se enciende en la vieja torre?

Guan asintió. Ana corrió hacia el sitio donde Julián y Dick cogían grosellas, de las que comían tantas como echaban al cesto.

—¡Julián, Dick! Guan dice que anoche vio luz en la torre.

—¡Ah! ¿Sí? —exclamaron los dos chicos a la vez.

Y Julián preguntó a Guan, que estaba detrás de Ana:

—¿De modo que viste la luz?

—¿En la torre? —añadió Dick.

Guan asintió de nuevo.

—¿La vio tu bisabuelo?

Guan repuso:

—Zí, él también la vio.

—¿De veras? —preguntó Julián, dudando de las palabras de Guan.

Guan volvió a asentir.

—¿A qué hora fue? —dijo Dick.

Pero a esto no le pudo responder Guan. No tenía reloj. Además, aunque lo hubiera tenido, no habría sabido ver la hora que señalaba.

—¡Diantre! —dijo Julián a Dick—. Nos equivocamos. Si Guan dice la verdad, anoche deberíamos haber visto la luz.

—Iremos esta noche a verla —exclamó Dick resueltamente—. El cielo está cubierto de nubes negras y sopla el viento. La luz se enciende en la torre en días como éste. Por lo tanto, hoy podremos verla. Pero que me aspen si entiendo por qué se enciende todavía esa luz. Ningún barco hará caso de ella, teniendo la guía segura de un faro.

—Yo también iré —dijo Guan, que había escuchado en silencio.

—No, tú no vendrás —replicó Julián—. Te quedarás con tu bisabuelo. Si notara tu ausencia, se asustaría.

Empezó a llover.

—¡Oh! —exclamó Jorge—. Quiera Dios que no cambie el tiempo. ¡Ha sido tan bueno hasta ayer! Hoy hace fresco con este vientecillo. Vámonos, Ana. Hemos recogido fruta suficiente para alimentar a un ejército.

Todos volvieron a la casa. La lluvia arreciaba. La señora Pennethlan los recibió con una gran noticia.

—¡«Los del granero» han pedido el nuestro para mañana por la noche! —exclamó—. Darán en él su primera representación y después se irán a otra parte. ¿Queréis ayudarme a limpiarlo?

—¿Cómo no? —dijo Julián—. Empezaremos ahora mismo. Hay que sacar muchos trastos. ¿Dónde los ponemos? ¿En el otro granero?

«Los del granero» se presentaron veinte minutos después y se fueron directamente al granero que les habían cedido otras muchas veces para sus representaciones. Quedaron encantados al ver a los niños y muy agradecidos por su ayuda.

No llevaban los trajes de época con que los habían visto los niños el domingo por la tarde, sino simples guardapolvos. Las mujeres se dedicaron también al duro trabajo de limpiar el granero, donde después tendrían que montar un sencillo escenario con sus bastidores.

Julián vio la cabeza de un caballo. La transportaba un hombrecillo vivaracho que la exhibía con cómico orgullo.

—¿Qué es eso? ¡Ah, sí! Es la cabeza de Clopper, el caballo que se sienta y cruza las piernas, ¿no?

—Exacto —dijo el hombrecillo—. Soy el encargado de la custodia de su cabeza. ¡No puedo perderla de vista! Son órdenes del jefe.

—¿Quién es el jefe? ¿Aquel tipo que está allí?

Y señalaba a un hombre malcarado que vigilaba la colocación de algunas balas de paja.

—Sí —repuso el hombrecillo, haciendo una mueca—. ¡Es muy poderoso! ¿Qué piensas de mi caballo, muchacho?

Julián contempló la cabeza del animal. Estaba perfectamente reproducida y tenía una mirada muy cómica. Tanto su boca como sus grandes ojos podían abrirse y cerrarse.

—Yo sólo soy las patas traseras —dijo el hombrecillo, apenado—. Pero me cuido de la cola también. El señor Binks, aquél que está allí, se encarga de las patas delanteras y de la cabeza. Te gustaría ver al viejo Clopper en escena. No hay otro caballo como él en todo el mundo, puedo afirmarlo. Sabe hacerlo todo.

—¿Dónde están sus patas y su cuerpo? —inquirió Dick, que acababa de llegar y miraba con gran interés la cabeza del caballo.

—Allí —repuso el hombrecillo extendiendo el brazo—. Bueno, yo me llamo Sid. ¿Quiénes sois vosotros y qué hacéis aquí?

Julián se presentó a sí mismo y presentó a Dick. Luego explicó que estaban limpiando el granero porque se hospedaban en la granja. Y como aún no había hecho nada, decidió llevarse una bala de paja.

—¿Quiere echarme una mano? —preguntó al hombrecillo.

Sid negó con la cabeza.

—Lo siento, pero órdenes son órdenes y no puedo dejar la cabeza de Clopper en ninguna parte. Adonde vaya yo, ha de ir ella conmigo. Podría decirse que Clopper y yo dependemos el uno del otro.

—¿Por qué? —preguntó Dick—. ¿Tanto valor tiene esa figura de caballo?

—No es eso —repuso Sid—. Lo que vale de Clopper es su popularidad. Sólo os diré que cuando vemos que la función decae, sacamos a Clopper. Inmediatamente oímos risas y aplausos: el público se pone de buen humor. ¡Oh! Clopper ha salvado nuestras representaciones muchas veces. Clopper es una gran atracción.

Se acercó el señor Binks. Era un hombre atlético y bastante más alto que Sid. Hizo un guiño a los chicos.

—Admirando al viejo Clopper, ¿eh? ¿Os ha hablado Sid de aquella vez que la cabeza de Clopper cayó del carro, y no lo advertimos hasta que habíamos recorrido muchos kilómetros? ¡Cómo se puso el jefe! Dijo que no podíamos actuar sin Clopper, por poco nos despide a todos.

—¡Somos verdaderamente importantes! —exclamó Sid, golpeándose el pecho e iniciando una cómica danza con la cabeza del caballo ante sí—. ¡Binks, Clopper y yo! No hay función sin nosotros.

—No dejes la cabeza de Clopper en el suelo —le advirtió Binks—. El jefe no te quita ojo. Mira, te está llamando.

Sid se acercó al jefe, un tanto alarmado. Llevaba la cabeza del caballo bien sujeta debajo del brazo.

El hombre malcarado le dijo algo con el ceño fruncido y Sid asintió. Julián se acercó a él cuando volvió.

—Tengo curiosidad por saber cuánto pesa esa cabeza. Déjamela un momento.

Sid se la pasó inmediatamente al otro brazo, a la vez que dirigía una rápida mirada al jefe, preguntándose si habría oído al muchacho. Luego miró a Julián.

—¿Cómo te atreves a pedirme eso, después de haberte dicho que tengo prohibido separarme de esta cabeza? Además, el jefe me acaba de decir: «Aléjate de esos chicos. Ya conoces sus trucos. Se llevarán la cabeza apenas te descuides». ¿Quieres que pierda el empleo?

Julián se echó a reír.

—¡Bah! No perderá su empleo por tan poca cosa. ¿Cuándo van a ensayar usted y el señor Binks? ¡Nos gustaría ver lo que hacen!

—Bien, eso es fácil —dijo Sid, calmándose—. ¡Eh, Binks! Estos chicos quieren vernos ensayar. Ponte las patas.

Binks y Sid se dirigieron a un espacio libre del gran granero y se dispusieron a ponerse la piel de cañamazo y las patas del caballo. Sid mostró a los niños cómo movía la cola con la mano cuando quería.

Binks se colocó la cabeza y las patas delanteras. Su propia cabeza no pasaba del cuello del caballo. Podía hacer uso de las manos para tirar de los cordeles que abrían la boca del caballo y hacían mover sus redondos ojos.

Sid introdujo sus piernas en las patas traseras, dobló el cuerpo hacia adelante, apoyó la cabeza y las manos en Binks y formó de este modo la mitad posterior del caballo. Alguien se acercó y unió las dos partes del animal.

—¡Oh! ¡Qué caballo tan gracioso! —exclamó Dick.

Tenía una apariencia algo grotesca y era extremadamente ágil y flexible. Los dos hombres que se habían introducido en él empezaron a obligarle a hacer toda clase de cómicos movimientos. Primero avanzó haciendo eses. Después se detuvo y pataleó con las patas delanteras, imitando el taconazo de las bailarinas. A continuación hizo lo mismo con las patas traseras. Éstas se enredaron y el animal cayó sentado en el suelo. Entonces la cabeza empezó a mirar sorprendida en todas direcciones.

Los cuatro niños y Guan, que acechaba desde la puerta, presenciaban el espectáculo desternillándose de risa ante las extravagancias del caballo.

Se mordió la cola, empezó a girar como un trompo, se levantó, manteniéndose sobre sus patas traseras únicamente, saltó como un canguro y su boca emitió toda clase de sonidos. Toda la compañía lo observaba, e incluso el malcarado jefe esbozó una sonrisa.

Finalmente, el caballo se sentó sobre sus patas traseras, cruzó las delanteras en el aire, mirando cómicamente a su alrededor, y lanzó un descomunal bostezo que dejó al descubierto su enorme dentadura.

—¡No hagan nada más! —suplicó Ana, agotada por la risa—. ¡Oh, Clopper! Comprendo que seas imprescindible. Aquí serás la mejor atracción del espectáculo.

Fue una mañana agitada y divertida. «Los del granero» la llenaron de charlas, bromas y risas. Sid y Binks se quitaron sus disfraces de caballo. Aquél se apoderó inmediatamente de la cabeza del animal y se la puso debajo del brazo mientras le dedicaba una cómica mueca.

La señora Pennethlan llamó a los niños a la hora del almuerzo. Guan corrió hacia Julián y lo sujetó por el brazo.

—Anoche vi la luz —dijo con vehemencia—. Venid a verla esta noche. No dejéis de venir.

Julián se había olvidado del chiquillo, a causa de la agitación de la mañana. Le respondió, con un guiño amistoso:

—Bien; iremos esta noche. Pero tú no vendrás, Guan. De modo que no te hagas ilusiones. Ahora toma este pastelito y esfúmate.