Capítulo VII

SALIDA NOCTURNA

Antes de que los niños terminaran de tomar el té, la espaciosa cocina estaba casi a oscuras. Negras nubes que llegaban del oeste se amontonaban silenciosas, ceñudas y amenazadoras. Muy lejos aún, retumbó el primer trueno.

El pequeño scottie irrumpió en la cocina y corrió a refugiarse bajo las faldas de la señora Pennethlan. Temía a las tormentas. La granjera lo consoló, y su corpulento marido se echó a reír inesperadamente y dijo algo así como «ton».

—No, no es asustadizo como un ratón —protestó la granjera, cuya capacidad de interpretar los sonidos que emitía su marido era realmente asombrosa—. Es sencillamente que no le gustan los truenos. Nunca le han gustado. Esta noche dormirá con nosotros.

El señor Pennethlan lanzó entonces por su boca una serie de sonidos que su mujer escuchó ansiosamente.

—Bien —repuso ésta—. Si tienes que levantarte para echar una mirada a Jenny, el caballo, procuraré que Benny no eche la casa abajo con sus ladridos.

Se volvió hacia los niños.

—No os preocupéis si la oís ladrar. Será sólo que el señor Pennethlan baja a ver al caballo.

Tras un nuevo relámpago se oyó un segundo trueno, éste un poco más cerca. Empezó a llover. Pronto cayó el agua a cántaros, en gruesas gotas que golpeaban el tejado y azotaban el suelo con un fragoroso rumor.

Los cuatro niños sacaron las cartas y se pusieron a jugar a la luz de un quinqué, pues no había electricidad en Tremannon. Tim se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en las rodillas de Jorge. No temía a los truenos, pero tampoco le gustaban.

—Me parece que lo mejor será que nos vayamos a la cama —dijo Julián.

Sabía que los Pennethlan no querían acostarse tarde, porque se levantaban muy temprano, y que no se irían a dormir hasta que ellos lo hicieran.

Dieron las buenas noches al matrimonio y subieron a sus minúsculas habitaciones. Las ventanas estaban aún abiertas, y sus pequeñas cortinas, descorridas. Se asomaron y vieron claramente las colinas a la luz de los relámpagos. Les encantaba la tempestad, especialmente a Dick. Había algo majestuoso en aquella tormenta que galopaba sobre las montañas y el mar, retumbando en torno de ellos y rasgando el cielo con el fulgurante serpenteo de los relámpagos.

—Julián, ¿quieres que vayamos a la torre de las colinas para ver si se enciende la luz esta noche? —preguntó Jorge—. Cuando te lo he preguntado antes, en vez de contestarme te has echado a reír.

—Y ahora vuelvo a reírme —respondió Julián—. Desde luego, no iremos. Nos pondríamos como una sopa. Además, no me seduce ir bajo los rayos por esos montes.

—Bien —aceptó Jorge—. La verdad es que tampoco a mí me atrae demasiado hacer una excursión en una noche tan terrible y oscura como ésta.

—Entonces, adiós. Vamos a la cama, Dick.

Durante un buen rato la tempestad siguió rugiendo en los montes como si estuviera encerrada en ellos. Las niñas se durmieron en seguida, pero los chicos estaban desvelados por el calor pegajoso.

—Dick —dijo Julián de pronto—, vámonos. Ya no llueve. Vayamos a ver si hay luz en la torre. La noche es a propósito para que se encienda, según nos ha explicado el pastor.

—De acuerdo —repuso Dick, y añadió mientras empezaba a vestirse—: No puedo dormir, a pesar del sueño que tenía cuando me he acostado.

Se pusieron poca ropa porque la noche seguía siendo calurosa. Julián echó mano de su linterna y Dick buscó la suya.

—Ya la tengo. ¿Listo, Julián? Pues vamos. Procuremos no hacer ruido al pasar junto a la habitación de los Pennethlan; no hay que despertar al pequeño scottie que duerme con ellos esta noche.

Se deslizaron por el pasillo, pasaron ante la alcoba de los Pennethlan y bajaron la escalera. Un escalón crujió ruidosamente, y se detuvieron alarmados, conteniendo la respiración. Temían que Benny, el scottie, empezara a ladrar furiosamente.

Pero no ladró. Fue una suerte. Siguieron bajando con las linternas encendidas y llegaron a la planta baja.

—¿Salimos por la puerta principal o por la trasera? —preguntó Dick.

—Por la trasera —susurró Julián—. La principal es muy pesada y cuesta mucho abrirla.

Siguieron avanzando por el pasillo y no se detuvieron hasta llegar a la puerta trasera, que estaba en la cocina. La habían cerrado con llave y habían echado el cerrojo, pero los dos muchachos lograron abrirla sin hacer demasiado ruido.

Salieron a la oscuridad. La lluvia había cesado, pero el cielo estaba cubierto de nubes. Los truenos se oían ya muy lejanos. Se había levantado una fresca brisa y los chicos la sintieron en sus rostros.

—¡Qué vientecito tan agradable! —murmuró Dick—. Ahora atravesemos el patio. Supongo que éste será el camino más corto para llegar al portillo que da al campo…

—Lo mismo creo —respondió Julián.

Cruzaron el entonces silencioso patio y que de día era una baraúnda de cacareos, gruñidos, pateos y toda clase de ruidos y voces.

En aquel momento estaba desierto y oscuro. Pasaron junto al granero y los establos. Percibieron un ligero resoplido.

—Es el caballo Jenny. Debe de sentirse mal —dijo Julián, deteniéndose—. Vamos a echarle una mirada. La última vez que lo vi estaba echado y ponía una cara que daba pena.

Dirigieron el foco de sus linternas por encima de la media puerta del establo y miraron hacia el interior.

Jenny estaba en pie, comiendo. Ya le había pasado todo. Miró a los niños mientras resollaba.

Continuaron la marcha. Al llegar al portillo lo saltaron. Empezó a llover de nuevo. De no llevar sus linternas, Dick y Julián no habrían podido ver nada, tan oscura era la noche.

—Julián, ¿has oído? —preguntó Dick deteniéndose de pronto.

—No. ¿Qué ha sido? —preguntó Julián.

—Parecía un estornudo —repuso Dick.

—Entonces ha sido un cordero —dijo Julián—. Una vez oí estornudar a uno. Lo hacía exactamente igual que el tío Quintín. Es un estornudo lúgubre y profundo.

—No, no ha sido un cordero —replicó Dick—. Además, no hay corderos por aquí.

—Entonces, te ha engañado el oído. Estoy seguro de que no hay nadie, aparte nosotros, para salir de casa en una noche como ésta.

Siguieron avanzando cautelosamente. Los truenos volvían a oírse bastante cerca. Dick se detuvo de nuevo, asiendo el brazo de Julián.

—Alguien va delante de nosotros a corta distancia; lo he visto un instante, a la luz de un relámpago. Estaba saltando aquel portillo, el que vamos a cruzar nosotros. ¿Quién será?

—Si, como parece, lleva el mismo camino que nosotros, lo más probable es que nos haya visto.

—No creo que se le haya ocurrido mirar hacia atrás. Vamos, averigüemos adónde va.

Siguieron andando hacia el portillo cautelosamente. Lo saltaron. Y entonces, de pronto, una mano sujetó a Dick por el hombro.

Dick se sobresaltó. La mano lo sujetaba con fuerza brutal. Dick profirió un grito y trató de desprenderse de aquella garra.

Julián notó también que una mano intentaba apresarlo, pero la esquivó y se ocultó en el seto. Apagó inmediatamente su linterna y permaneció inmóvil, sintiendo que el corazón le latía con violencia.

—¡Déjeme! —gritó Dick retorciéndose como una anguila.

A consecuencia de la lucha, su camisa se rasgó. De pronto, Dick dio un fuerte puntapié al desconocido en una pierna, y éste lo soltó. Cuando trató de asirlo de nuevo, era ya demasiado tarde: Dick se había alejado a todo correr, dejando un jirón de su camisa en manos del enemigo.

Corrió por la senda que partía del portillo y se dejó caer bajo un arbusto. Pronto oyó que el hombre se acercaba gruñendo, y se pegó aún más al suelo bajo el arbusto. La luz de una linterna se paseó en torno de él, pero el desconocido no lo descubrió.

Dick esperó hasta que los pasos dejaron de oírse a lo lejos, y salió a rastras de su escondite. Avanzó en silencio por el camino.

—¡Julián! —susurró.

Y dio un salto cuando le respondió una voz muy próxima a su cabeza.

—Estoy aquí. ¿Estás bien?

Dick vio vagamente que estaba debajo de un árbol, pero no pudo distinguir nada más.

—Se me ha caído la linterna no sé dónde. ¿Estás en el árbol, Julián?

Una mano se posó en su cabeza.

—Estoy aquí, en la primera rama. Me he escondido primero en el seto y luego me he subido a este árbol. No me atrevo a encender la linterna por si ese tipo ronda por aquí y ve la luz.

—Se ha ido por el sendero. Por poco me arranca el hombro. Se ha llevado la mitad de mi camisa. ¿Quién es? ¿Lo has visto?

—No —respondió Julián mientras bajaba del árbol—. Vamos a buscar tu linterna. No podemos renunciar a una linterna tan excelente. Debe de estar cerca del portillo.

Fueron a buscarla. Julián no quiso encender la suya. De modo que tuvieron que buscar a tientas. Dick la pisó de pronto y la recogió, dando gracias a Dios.

—Escucha, ahí viene ese tipo otra vez. ¡Estoy seguro! —exclamó Dick—. He oído su tosecilla seca. ¿Qué hacemos?

—Oye, yo no iría a las colinas para ver si han encendido la luz. Mi opinión es que nos escondamos y sigamos a ese sujeto para averiguar adónde va. No creo que una persona que vaga por el campo a estas horas de la noche busque nada bueno.

—Tienes razón. Escondámonos en el seto. ¡Diantre! ¡Esto está lleno de ortigas! Tenemos el santo de espaldas.

Los pasos se acercaron y la tos se oyó de nuevo.

—Creo que conozco esa tos —susurró Dick.

—¡Silencio! —musitó Julián.

El desconocido se acercó al portillo y lo saltó. Los chicos lo oyeron y, poco después, lo seguían sigilosamente. No podían oír sus pasos, pues los amortiguaba la hierba, pero el cielo se había aclarado un poco y veían la sombra que avanzaba ante ellos.

Le siguieron a una prudente distancia. Contenían la respiración cuando tropezaban con una piedra o hacían crujir una ramita con sus pies. De vez en cuando oían toser al perseguido.

—Se dirige a la granja —murmuró Julián, al ver la silueta de los enormes graneros—. ¿Será algún trabajador de los Pennethlan? Tienen sus casitas alrededor de la granja.

El desconocido llegó al patio y lo cruzó, procurando no hacer ruido. Dick y Julián continuaban la persecución. El perseguido rodeó los graneros y atravesó el jardincito que cuidaba la señora Pennethlan. Los chicos no lo perdían de vista.

Se dirigió a la puerta principal. Los muchachos lo observaban sin respirar. ¿Sería un ladrón?

Se acercaron de puntillas. Oyeron un leve «clic» y un ruido de cerrojos que se corren. Después volvió a reinar el silencio.

—¡Ha entrado! —exclamó Julián, atónito.

—Pero ¿no sabes quién es? ¿Es posible que no lo hayas deducido? Debimos sospecharlo cuando oímos la tos. ¡Es el señor Pennethlan! No me sorprende que casi me dislocara el hombro con su manaza.

—¡El señor Pennethlan! ¡Pues claro! ¡Tienes razón! —dijo Julián, tan sorprendido, que se olvidó de hablar en voz baja—. No hemos notado que la puerta principal estaba abierta porque hemos salido por la trasera. ¿Adónde habrá ido? Desde luego, no le preocupaba el caballo, que, como has visto, ya está bien.

—Quizá le guste pasear de noche —apuntó Dick—. En fin, entremos. Tengo frío. Voy con media camisa.

Se dirigieron a la puerta trasera. Aún estaba entreabierta, afortunadamente. Entraron, cerraron y echaron la llave. Luego subieron la escalera de puntillas. Lanzaron un suspiro de alivio cuando se encontraron en su habitación.

—Enciende tu linterna, Julián, y mira mi hombro. Me duele. Debo de tenerlo amoratado.

Julián enfocó con su linterna el hombro de Dick y emitió un suave silbido.

—Tienes un gran morado. Te lo debió de estrujar brutalmente.

—Sí, fue un apretón brutal —murmuró Dick—. Bueno, lo cierto es que hemos perdido el tiempo. Hemos seguido a nuestro anfitrión y el granjero nos ha atrapado y, siguiéndolo de nuevo, nos hemos encontrado aquí. Nos hemos portado como dos tontos.

—Olvídalo —repuso Julián metiéndose en la cama—. De todos modos, estoy seguro de que esta noche no se ha encendido la luz en la torre. No hemos perdido nada con no ir a comprobarlo.