Capítulo VI

UNA EXTRAÑA HISTORIA

Los cuatro niños se estremecieron, a pesar del cálido sol, al escuchar las extrañas palabras del viejo. ¿Sería verdad lo que había dicho? ¿Sería cierto que los «naufragadores» encendían aún luces en la torre, ya en ruinas, las noches de tempestad? ¿Cómo era posible? ¿Acaso quedaban todavía «naufragadores» en aquella solitaria costa rocosa?

Dick expresó en voz alta el pensamiento de todos.

—Pero ahora ya se han acabado los naufragios en esta costa, ¿verdad? ¿Hay un faro que señala a los barcos el buen camino?

El anciano asintió con un movimiento de su nevada cabeza.

—Sí, hay un buen faro y no ha habido ningún naufragio en esta costa desde hace muchísimos años. Pero os repito que esa luz se enciende, como se encendía entonces. ¡Lo he visto con mis propios ojos, y veo perfectamente!

—Yo también la he vizto —intervino Guan de pronto.

El viejo lo miró enojado.

—Tú no te metas en lo que no te importa. Nunca has visto esa luz. Tú como un bebé por la noche duermes.

—La he vizto —repitió Guan, tozudo.

Y se apartó de un salto para evitar el bofetón de su bisabuelo.

Dick cambió de tema.

—Abuelo, ¿sabe usted algo del «Camino de los Naufragadores»? ¿Es algún camino secreto que conduce de la ensenada a tierra firme y que utilizaban los «naufragadores»?

El anciano frunció el ceño.

—Esto secreto es. Mi padre me lo mostró y yo juré nunca decirlo. Todos tuvimos que jurarlo.

—¡Pero si Guan dijo que usted se lo había enseñado! —exclamó Dick.

Guan se levantó de pronto y desapareció tras un grupo de arbustos. Su anciano bisabuelo lo buscó con la mirada.

—¿Guan? ¡Qué embustero! ¡Él nada del «Camino de los Naufragadores» sabe! Nadie sabe eso. Soy el único superviviente que conoce ese camino. Guan no sabe lo que dice. Puede que haya oído hablar del «Camino de los Naufragadores», pero nada más.

—¡Oh! —dijo Dick, decepcionado.

Esperaba que el anciano les enseñara el camino. Así, habrían podido explorarlo. Sin embargo, quizá pudieran hacerlo por su cuenta. Sería divertido intentarlo.

Julián volvió a la cuestión de la luz que se encendía en la vieja torre. Era algo que no comprendía.

—¿Quién puede encender esa luz? —preguntó al anciano—. Usted dijo que la torre está en ruinas. ¿Está seguro de que no fueron relámpagos lo que vio? Siempre que distinguió las luces había tormenta.

—No eran relámpagos —aseguró el viejo—. Primero la luz vi hace noventa años, y os digo que la luz otras tres veces este año he visto; la misma luz, en el mismo sitio y con el mismo tiempo. Y si alguien me dijera que no fue encendida por manos humanas, lo creería.

Tras esta extraordinaria afirmación se hizo un silencio. Ana contempló la lejana torre que sólo se veía entre los dos cerros. El hecho de que sólo desde el lugar en que se hallaban pudiera verse la torre demostraba que los «naufragadores» habían sido muy astutos al elegir aquella construcción para hacer las señales luminosas. Nadie más que el viejo pastor, que andaba por los montes, podría haber visto la luz y deducido lo que se tramaba. Nadie más que él y los propios «naufragadores».

El pastor buceó en los recuerdos almacenados en su mente y relató a los niños historias del pasado, extrañas e increíbles historias. Una de ellas se refería a una mujer a la que se tenía por bruja. ¡Qué cosas hacía!

Los cuatro estaban junto al viejo, maravillados al pensar que, en cierto modo, estaban conectados con las brujas y los «naufragadores» asesinos de muchos años atrás, a través del anciano pastor.

Guan reapareció tan pronto como Julián abrió el paquete de la merienda. Habían regresado a la choza y se sentaron de cara a poniente, rodeados de ovejas que pacían. Dos corderos jóvenes se acercaron. Parecían tener calor con sus trajes lanudos. Oliscaron al pastor y restregaron contra él sus hocicos.

—A estos corderos los crié con biberón —explicó el viejo—. Siempre lo recordarán. Márchate ya, Menudo. El pastel no se ha hecho para vosotros.

Guan se zampó casi la mitad de la merienda. Dirigió a Ana una rápida sonrisa de satisfacción que formó en su cara dos hoyuelos. Ella le sonrió también. Le era simpático el rapaz y lo compadecía. Estaba segura de que su bisabuelo no le daba comida suficiente.

Las campanas de la iglesia sonaron. El sol se ponía.

—Hay que volver a casa —anunció Julián con un dejo de pesar—. El camino no es corto. Gracias por su buena acogida, abuelo. Supongo que se alegrará de verse libre de nosotros y poder fumar sus pipas en paz rodeado de sus corderos.

—¡Oh, sí! —suspiró el abuelo sinceramente—. Acostumbrado estoy a estar solo conmigo mismo, y pensar me gusta. Mis pensamientos tienen cerca de cien años. Si hablar quiero, hablo a mis ovejas. ¡Si vierais cómo escuchan!

Los niños se echaron a reír, pero el anciano hablaba en serio, meditando cada palabra. Recogieron el cesto y se despidieron del viejo pastor.

—¿Qué os parece eso de la luz que aún se enciende en la antigua torre? —preguntó Dick cuando volvían a la granja a través del campo—. ¡Qué cosa tan extraordinaria! ¿Creéis que es verdad lo que el viejo ha dicho?

—Sólo hay un modo de averiguarlo —dijo Jorge con un brillo de emoción en los ojos—: Esperar a que una noche haya tormenta e ir a verlo.

—Pero ¿y nuestro pacto? —recordó Julián—. Si sucede algo que anuncie una aventura, debemos volverle la espalda. Así lo decidimos, ¿recordáis?

—¡Bah! —exclamó Jorge.

—Deberíamos respetar el acuerdo —dijo Ana sin convicción, pues sabía muy bien que sus compañeros no lo harían.

—¡Mirad! ¿Quiénes son ésos? —dijo Dick de pronto, en el momento en que estaban pasando a otro campo por un portillo.

Se sentaron en el suelo y observaron a los que pasaban. Era una caravana de viejos carros descubiertos, los carromatos más antiguos que los niños habían visto jamás. Parecían casas ambulantes de los gitanos.

Diez o doce personas, unas a caballo y otras a pie, iban junto a los carromatos, vestidas con trajes de época. Unas tenían ya cierta edad; otras eran jóvenes, pero todos eran alegres y vestían trajes vistosos.

Los niños los contemplaron. Después de las historias antiguas del anciano, aquella extraña gente no parecía fuera de lugar. Por unos momentos, Ana se sintió trasladada a la época en que el viejo pastor era un muchacho. ¡Debía de haber visto mucha gente vestida como aquélla!

—¿Quiénes son? —preguntó.

Y entonces vieron este letrero rojo pintado en el carro más grande: «LOS DEL GRANERO».

—¡Oh, son «Los del granero»! —exclamó Ana—. ¿No os acordáis? La señora Pennethlan nos habló de ellos. Es esa compañía ambulante que actúa en los graneros de toda la comarca.

«Los del granero» repararon en los asombrados niños. Un artista que llevaba un traje de terciopelo y encajes, una espada en la cintura y una peluca de pelo rizado les lanzó unas hojas. Los cuatro las leyeron con vivo interés:

¡LLEGAN «LOS DEL GRANERO»!

Cantarán, bailarán, tocarán el violín;

darán representaciones de todas clases.

Edith Wells, la cantante ruiseñor;

Bonnie Carter, bailarín clásico;

Janie Coster, el gran violinista;

John Walters, el mejor tenor del mundo;

Georgie Roth, el mago de la risa.

Y otros.

También presentamos a Clopper, el graciosísimo caballo.

¡LLEGAN «LOS DEL GRANERO»!

—¡Estupendo! —exclamó Jorge. Y preguntó, dirigiéndose a los carros—: ¿Trabajarán en la granja Tremannon?

—Sí —repuso un artista de ojos alegres y brillantes—. Siempre actuamos allí. ¿Estáis en la granja?

—Sí —asintió Jorge—. Les esperamos. ¿Dónde van ahora?

—A la granja Poltelles. Trabajamos allí esta noche —explicó el artista—. Estaremos pronto en Tremannon.

Los carromatos se alejaron y la abigarrada comitiva de actores extrañamente vestidos desapareció al fin.

—Bueno —exclamó Dick—. Su espectáculo podrá no ser de primera calidad, pero seguro que será divertido. Es una compañía muy alegre.

—Hay una excepción: el hombre que conduce el primer carro —dijo Ana—. ¿Os habéis fijado en él? Tiene cara de pocos amigos.

Pero los demás no lo habían notado.

—Seguramente es el empresario —opinó Dick—, de modo que toda la organización pesa sobre, él. Bien, vamos. ¿Dónde está Tim?

Miraron a su alrededor y Jorge frunció el ceño. Guan los había seguido, como de costumbre, y Tim estaba jugando con él.

¡Qué pesado era aquel chiquillo! ¿Tendrían que soportarlo siempre y hora tras hora?

Volvieron a la apacible granja. Las gallinas estaban aún picoteando por todas partes y los patos graznaban. Un caballo pateó cerca de ellos, y los cerdos llenaban el recinto de la granja con sus gritos.

Se oyeron pasos en el patio y apareció el señor Pennethlan. Tras dirigirles un gruñido, entró en el granero.

Ana dijo casi en un susurro:

—Así debieron de ser los «naufragadores». Cada vez que veo a este hombre, tengo esta idea.

—Ya sé por qué lo dices —manifestó Dick—: Porque es un hombre fuerte y rudo, un hombre… ¿Cuál es la palabra? ¡Ah, sí!: cruel. Estoy seguro de que sería un buen «naufragador».

—¿Creéis que hay «naufragadores» todavía y que la luz se enciende en la torre para atraer a los barcos hacia las rocas?

—No, no creo que queden «naufragadores» en este país. Nadie toleraría semejante salvajada. Sin embargo, si la luz se enciende, por algo será.

—El anciano ha dicho que no se han producido naufragios desde hace años —intervino Julián—. Sin duda, eso de la luz es una alucinación del viejo.

—Pero Guan dice que también él la ha visto —recordó Ana.

—No estoy seguro de que Guan sea sincero —replicó Julián.

—¿Por qué diría el anciano pastor que la luz no la encendían manos humanas? —preguntó Jorge—. No comprendo qué otra clase de manos pueden encender luces. ¿Creerá que lo hace todavía su padre?

Hubo un silencio.

—Podríamos averiguar algo si fuéramos a inspeccionar la torre —sugirió Dick.

Nuevo silencio.

—Nos comprometimos a no descifrar ningún misterio —advirtió Ana.

—En realidad, esto no es un misterio —arguyó Dick—, sino sólo una historia referida por un viejo. Además, no creo que se encienda la luz en las noches tormentosas. El anciano debió de ver relámpagos o algo parecido. ¿Por qué no decidimos ir a explorar la casa y la torre y dejamos para entonces la solución del problema?

—Yo quiero ir —anunció Jorge con firmeza—. Nunca me ha parecido buena idea huir de los casos que se nos presentan de improviso. Nos llevaremos a Tim, aunque no creo que corramos ningún peligro.

—Bien, accedo —suspiró Ana—. Iremos, ya que todos lo deseáis.

—Eres una buena chica, Ana —sonrió Dick, dando a su hermana una palmada cariñosa en la espalda—. Pero no hace falta que vengas. Te puedes quedar. Ya te lo contaremos todo cuando volvamos.

—¡De ningún modo! —replicó Ana, enojada—. Tal vez no tenga tantas ganas de ir como vosotros, pero no consentiré que me dejéis a un lado. ¡Eso ni pensarlo!

—Muy bien. Está decidido —dijo Julián—. Iremos tan pronto como podamos. Mañana quizá.

La señora Pennethlan abrió la puerta y los llamó.

—El té está preparado. Debéis de tener apetito. ¡Adentro, pues!

El sol desapareció de pronto. Julián alzó los ojos al cielo, sorprendido.

—¡Eh! Mirad esos nubarrones —exclamó—. Se avecina una tempestad. Ya se veía venir. Hoy ha hecho un calor bochornoso.

—¡Una tempestad! —repitió Jorge—. La luz se enciende en las noches tempestuosas. ¡Oh, Julián! ¿Crees que se encenderá esta noche? ¡Vayamos a verlo!