Capítulo V

GUAN Y SU BISABUELO

El día siguiente era domingo. Pero los Pennethlan se levantaron a la hora acostumbrada. La señora Pennethlan decía que las vacas, los caballos, las gallinas y los patos se rebelaban si los domingos se les servía el desayuno más tarde: querían desayunarse a la misma hora que todos los días.

—¿Vais a ir a la iglesia? —preguntó la señora Pennethlan—. El camino que conduce a ella a través del campo es precioso. Además, os será simpático el reverendo Parson. Es un buen hombre.

—Sí, iremos —asintió Julián—. Ataremos a Tim a la puerta de la iglesia. Ya está acostumbrado. Y esta tarde pensamos ir a visitar a su anciano pastor, señora Pennethlan, para que nos cuente algunas de sus historias.

—Guan os indicará el camino —dijo la granjera, que trabajaba afanosamente en la cocina—. Os prepararé una estupenda comida de día de fiesta. ¿Os gusta la ensalada de frutas con crema?

—¡Mucho! —gritaron todos.

—¿Podemos ayudarla en algo? —se ofreció Ana—. Acabo de ver los guisantes que tiene que desgranar. ¡Un montón enorme! También podemos ayudarla a limpiar esas grosellas. ¡Me encanta arrancarles los tallos con el tenedor!

—Bueno; como os sobra tiempo para ir a la iglesia —dijo la señora Pennethlan, complacida—, acepto vuestra ayuda. Pero los chicos no hacen falta.

—¡Ah!, ¿sí? —exclamó Jorge, indignada—. ¡Eso no es justo! ¿Por qué no han de ayudar? ¿Sólo porque son chicos?

—No te acalores, Jorge —le dijo Dick—. Trabajaremos como tú, pues también nos gusta el budín de guisantes y no permitiremos que te lo comas tú solita.

Dick tenía una especial habilidad para calmar a Jorge cuando la niña se enfurecía. Jorge sonrió de mala gana. Siempre sentía celos de los chicos porque a ella le hubiera gustado serlo. Se sujetó los pantalones y fue por una cesta de guisantes para desgranar.

Pronto se oyó el crujido de las vainas al partirse, un crujido que a Ana le pareció sumamente agradable. Los cuatro estaban sentados al sol, en los escalones de la gran cocina. Tim, que los acompañaba, los observaba interesado. Pero no estuvo con ellos mucho tiempo.

En esto llegaron sus cuatro amigos. El pequeño scottie trotaba valientemente para que sus compañeros de las largas patas no lo dejaran atrás.

—¡Guau! —ladró el collie de mayor tamaño.

Tim balanceó la cola cortésmente, pero no se movió.

—¡Guau! —repitió el collie, dando vueltas ante él en señal de invitación.

Tim, te está preguntando: «¿Quieres venir a jugar?» —le explicó Jorge—. Puedes ir si quieres. Respirando junto a mi cuello no nos ayudas a pelar guisantes.

Tim dio un lengüetazo a Jorge y saltó del escalón alegremente. Se echó sobre el scottie y rodó por el suelo con él. Después se lanzó contra los tres collies. Estos perros eran grandes y fuertes, pero semejantes detalles no importaban a Tim.

—¡Miradlo! —exclamó Jorge, orgullosa—. ¡Puede dominarlos a todos con una sola mano!

—¡Con una sola pata! —corrigió Dick—. Es más rápido que el mayor de los collies y más fuerte que los tres. Tim es un buen amigo. Nos ha acompañado alegremente en todas nuestras aventuras.

—Y nos volverá a acompañar en la próxima —afirmó Julián—. Tim vale más que dos perros policías.

—¡Qué tonto se pondría si comprendiera nuestras alabanzas! —dijo Ana—. ¡Oh, lo siento, Dick! Hay guisantes que saltan de la vaina por sí mismos.

—Es la segunda vez que me bombardeas con guisantes —exclamó Dick buscando debajo de su camisa—. Tengo que encontrar el grano que se me ha metido por aquí. De lo contrario, no podré estarme quieto en la iglesia.

—Nunca lo estás —dijo Ana—. ¡Mirad! ¿No es Guan ese que llega?

Lo era. Se acercaba poco a poco, tan sucio como siempre.

Al llegar, les dedicó una rápida sonrisa que por segunda vez iluminó su carita mugrienta. Tendió su mano abierta y murmuró algo.

—¿Qué dice? —preguntó Dick—. ¡Ah! Pide un caramelo.

—No se lo deis —se apresuró a decir Julián—. No lo convirtáis en un mendigo. Hagámosle trabajar para conseguir el caramelo… Oye, Guan, si quieres un caramelo, ayúdanos a desgranar guisantes.

La señora Pennethlan apareció inmediatamente.

—Pero que antes se lave las manos —dijo. Y desapareció de nuevo.

Guan se miró las manos y en seguida se las escondió debajo de los brazos.

—Ve a lavártelas —dijo Julián. Pero Guan movió la cabeza y se sentó no lejos de ellos.

—Allá tú —dijo Jorge—. Como no quieres lavarte las manos, no desgranarás guisantes, pero tampoco tendrás caramelo.

Guan miró a Jorge enfurruñado. Al parecer, le gustaba tan poco como él a ella. Esperó hasta que algunos guisantes saltaron al suelo en vez de caer en el plato. Entonces se arrojó a ellos y se los comió. Obró con la rapidez de un gato.

—Mi bizabuelo dice que vayáiz a verle —dijo Guan—. Oz llevaré.

—Bueno —aceptó Julián—. Iremos esta tarde. Le pediremos a la señora Pennethlan que nos prepare un cesto de comida y merendaremos en la colina. Si te lavas las manos y la cara merendarás con nosotros.

—Creo que no se las ha lavado en su vida —opinó Jorge—. Mirad, ya vuelve Tim. No quiero que se acerque a ese chiquillo tan sucio. ¡Aquí, Tim!

Pero Tim se lanzó sobre Guan con gran alegría y le invitó una y otra vez a jugar. Al fin, los dos empezaron a revolcarse por el suelo como dos cachorros.

—Si tenéis que ir a la iglesia, debéis empezar a prepararos —les advirtió la señora Pennethlan apareciendo de nuevo, esta vez con los brazos enharinados hasta el codo—. ¡Caramba! ¡Cuántos guisantes me habéis desgranado!

—¡Ojalá hubiéramos tenido tiempo para limpiar las grosellas! —se lamentó Ana—. Menos mal que le hemos desgranado casi todos los guisantes, señora Pennethlan. ¡Aquí debe de haber miles de guisantes!

—¡Oh! Al señor Pennethlan le gustan mucho. Se come una gran fuente de ellos de una sentada.

Se marchó y los niños fueron a arreglarse. Al fin salieron de la granja. El camino era verdaderamente encantador. Discurría a través del campo, inundado de madreselvas. Las chicas se pusieron ramitos en los gorros.

—Así perfumaremos la iglesia —dijo Ana.

La iglesia, de estilo antiguo, era pequeña pero preciosa. Guan los siguió hasta la misma puerta. Cuando vio que Jorge ataba a Tim a la puerta, se sentó al lado del perro. Pero esto no gustó a Jorge. Le desagradaba que Guan y Tim estuvieran juntos todo el tiempo que ella pasara en la iglesia.

Ésta era fría y oscura. No había más luz que la que entraba por tres bellas ventanas con vidrieras de colores, que brillaban al ser batidas por el sol.

El reverendo Parson era tan agradable como la señora Pennethlan les había dicho; un hombre sencillo y simpático, cuyas palabras obtuvieron la atención de todos, desde una viejecita encorvada que lo escuchaba desde un rincón, hasta un niño de cinco años, asido a la mano de su madre, que fijaba en él sus ojos con grave expresión.

Los cuatro quedaron deslumbrados al salir de nuevo al sol desde la fría oscuridad de la iglesia. Tim ladró, dándoles la bienvenida. Guan estaba aún sentado en el suelo con el brazo alrededor del cuello de Tim. Les dirigió su rápida sonrisa y desató al perro, el cual, alborozado, empezó a correr por el patio de la iglesia. Siempre le ocurría lo mismo: cuando estaba atado y lo soltaban se volvía loco de alegría.

—Venid a ver a mi bizabuelo —dijo Guan a Dick, tirándole del brazo.

—Esta tarde —le aseguró Dick—. Tú nos guiarás. Ven después de comer.

Así que, después de una comida compuesta de carne fría con zanahorias, un budín de patatas nuevas con guisantes, todo ello seguido de una espléndida ensalada de frutas con crema, apareció Guan para llevarlos a la choza de su bisabuelo.

—¿Os habéis fijado en la enorme cantidad de guisantes que se ha comido el señor Pennethlan? —exclamó Ana—. Debe de haberse tragado una fuente entera él solito. Es un fastidio que sólo diga «¡Ah!», «¡Eh!» y esos otros sonidos raros que emite. Hablar con él es sumamente difícil.

—¿De modo que va a llevaros Guan a la choza del viejo? —dijo la señora Pennethlan—. Entonces pondré en el cesto algunas pastas para él y también para el anciano pastor.

—No nos prepare demasiadas cosas —dijo Dick—. Sólo una merienda ligera.

Pero, pese a esta advertencia, la cesta pesaba bastante cuando la señora Pennethlan acabó de cargarla.

El camino que a través del campo conducía a la cabaña del pastor era largo. Guan los guiaba con orgullo. Cruzaron tierras de cultivo, saltaron setos y recorrieron senderos de cabras. Al fin, llegaron a una ladera donde pacían las ovejas. Los corderos jóvenes, con sus abrigos lanudos, que contrastaban con la piel desnuda de las esquiladas ovejas, saltaban y correteaban; pero de pronto, como si se acordasen de que eran animales adultos, se detenían y empezaban a andar de nuevo comedidamente.

El anciano pastor estaba sentado a la puerta de su choza, fumando en una pipa de arcilla. No era muy alto y estaba arrugado como una manzana guardada demasiado tiempo. Pero tenía una expresión de dulzura que a los niños les gustó desde el primer momento. Su repentina sonrisa, semejante a la de Guan, iluminaba sus azules ojos, de un azul parecido al del cielo estival que los cubría.

Las mil arrugas de su rostro se entremezclaban cuando sonreía. Sus espesas cejas, su pelo y su rizada barba eran tan blancos como la lana de los corderos con los que había pasado su vida entera.

—Bienvenidos —les dijo con el suave acento de Cornish—. Guan de vosotros hablado me había.

—Hemos traído merienda para nosotros y para usted —explicó Dick—. Pero ahora charlaremos un poco. ¿Es verdad que su padre fue uno de los famosos «naufragadores»?

El anciano asintió con un movimiento de cabeza. Julián sacó una bolsa de pastitas secas y se las ofreció al viejo. Éste la tomó sin vacilar. Guan acudió al instante y recibió una golosina.

A juzgar por el ruido que producía al comer, el anciano debía de conservar toda su dentadura. Cuando dio fin a la pastita, empezó a hablar. Hablaba lentamente, y con tanta sencillez como Guan. A veces se detenía para buscar las palabras.

«Habiendo pasado la vida entre corderos, no debe de serle fácil hablar —pensó Julián, al que interesaba aquel anciano de ojos graves y penetrantes—. No cabe duda de que está mucho más a gusto entre ovejas que entre seres humanos».

«Desde luego —se dijo Ana—, este viejecito tiene cosas interesantes que contar».

—Visto habéis las rocas en la costa de Tremannon —empezó a decir el anciano—, rocas malvadas, hambrientas de barcos y hombres. ¡Allí muchos barcos naufragaron! Los hicieron naufragar. Podéis poner cara de incrédulos, pero verdad es.

—¿Cómo los hacían naufragar? —indagó Dick—. ¿Eran atraídos con luces o algo semejante?

El viejo bajó la voz como si temiera que lo oyesen.

—En esta costa, más de cien años hace, una luz había para guiar a los barcos que por aquí navegaban —contó el viejo—. Tenían que dirigirse a la luz y luego costear, evitando los arrecifes que sobresalen del agua. Entonces quedaban a salvo. Pero en las noches tormentosas se colocaba una luz tres kilómetros más allá para engañar a los barcos y arrastrarlos a las rocas.

—¡Qué crueldad! —exclamaron Ana y Jorge—. ¿Cómo podía haber hombres capaces de obrar así?

—Sí, es increíble lo que pueden los hombres hacer —dijo el viejo moviendo la cabeza—. Mi padre era un hombre amable que a la iglesia iba y me llevaba con él. Pero siempre se encargaba de poner la luz engañadora, y enviaban un hombre para el barco ver chocar contra las rocas y hacerse pedazos.

—¿Usted ha visto alguna vez un barco estrellarse contra las rocas? —preguntó Dick, imaginándose los chasquidos de las maderas y los gritos de los hombres arrojados al encrespado mar.

—Sí, por desgracia —respondió el anciano con los ojos inmóviles—. Enviado fui a la ensenada con otros hombres para agitar una linterna y engañar otra vez al barco que a los escollos llegaba. Se quejó como si tuviera vida cuando chocó con las rocas y se partió. Y al siguiente día, a la ensenada fui para ayudar a recoger el botín que estaba esparcido entre los escollos. Hubo muchos ahogados aquella noche y…

—No nos describa el cuadro —rogó Dick, sintiendo vértigos—. ¿Dónde encendía su padre la luz? ¿En las colinas o en el acantilado?

—Os mostraré el lugar donde la encendía —dijo el viejo levantándose lentamente—. Sólo hay un lugar en las colinas desde el cual se podía ver la luz. Los «naufragadores» hallaron un buen sitio para la traidora luz. No podía verse desde el interior, lo que les libraba de la intervención de la policía, pero la veían perfectamente los barcos que cerca de la costa navegaban.

Contorneó la colina conduciendo a los muchachos y les señaló un punto de la costa. Entre dos cerros se veía el tejado de una casa y una torre que se elevaba junto a él y que sólo podía verse desde donde ellos estaban. Dick anduvo unos pasos hacia ambos lados, y la casa desapareció en seguida tras un cerro u otro.

—Soy el único que sabe que la luz engañadora puede verse desde tierra —explicó el viejo señalando con su pipa la lejana torre—. Una noche estaba aquí con las ovejas y vi resplandecer una luz. Y que un barco había naufragado en Tremannon oí decir después. Así que deduje que los «naufragadores» eran los que habían encendido la luz.

—¿Vio usted otras veces la luz cuando vigilaba a las ovejas? —inquirió Jorge.

—Sí, varias veces —repuso el pastor—. Y siempre en noches de tormenta, cuando los barcos estaban en apuros y buscaban alguna luz que los orientara. Entonces una luz se encendía allí y yo me decía: «Ahora el buen Dios ayude a esos navegantes, pues nadie más los podrá ayudar».

—¡Qué espanto! —exclamó Jorge, horrorizada ante tanta maldad—. Debe de estar usted satisfecho de no ver ya la terrible luz brillando en las noches tempestuosas.

El anciano miró a Jorge. En sus ojos había un extraño brillo de terror. Bajó la voz y dijo a Jorge, tomándola por un chico.

—Muchacho, esa luz aún brilla en la oscuridad de las noches tormentosas. La torre está en ruinas y habitada por los grajos. Pero tres veces este año la luz he visto. Cuando se acerca una noche de temporal sé que la luz brillará otra vez. Lo siento en los huesos, muchacho; lo siento en los huesos.