EN LA ENSENADA
Los tres primeros días que pasaron en la granja Tremannon fueron de inactividad. No hubo acontecimientos, pero sí mucho sol, buena comida, los perros y… ¡Guan!
El rapaz era un verdadero estorbo. Los cuatro niños parecían ejercer sobre él una irresistible fascinación y los seguía a todas partes con sus pies descalzos. Se encontraban con él detrás de los setos, en los caminos, en los lugares adonde iban de excursión, siempre mirándolos intensamente con sus negros ojos.
—¿Cómo conseguiremos ahuyentarlo? —gimió Julián—. Desaparece tras un seto y aparece en el siguiente. Debería de estar harto de ser nuestra sombra. ¿Qué atractivo tendrá para él esta persecución?
—Ninguno —respondió Jorge—. Lo hace sólo por curiosidad. Lo que no comprendo es la conducta de Tim con él. Le ladra, le gruñe, pero acepta sus bromas y sus juegos.
—Bueno, iré a ver a ese anciano mañana y le pediré que retenga a Guan —decidió Julián—. Este chico me trastorna. A veces lo aplastaría como a un mosquito, que es lo que parece, zumbando siempre a nuestro alrededor. ¡Miradlo! ¡Ahí está otra vez!
Sí, allí estaba. Un par de ojos oscuros los observaban desde un escondite formado por el tronco de un árbol y un montón de hojarasca. Tim saltó sobre él alegremente, y entre los dos armaron tal alboroto, que Jorge acabó por enfadarse.
—¡Tim, ven aquí en seguida! ¿No comprendes que no debes jugar con Guan? Así lo animas a seguirnos. ¡Estoy avergonzada de ti!
Tim escondió el rabo entre las patas traseras, se acercó a Jorge y se sentó junto a ella. Dick se echó a reír.
—¡Está enfurruñado! No te quiere mirar. Por eso ha bajado la cabeza y no la levanta.
Julián persiguió a Guan, amenazándolo con toda clase de torturas si lo atrapaba. Pero el niño corría como una liebre, y, de pronto, pareció esfumarse. Parecía poseer el don mágico de desvanecerse y la facultad no menos mágica de reaparecer.
—No me gusta ese chiquillo —dijo Julián—. Siento una extraña inquietud cada vez que veo de pronto sus ojos que nos acechan.
—Sin embargo, no debe de ser un mal chico, ya que a Tim le es simpático —opinó Ana, que tenía una fe ciega en los juicios del perro—. A Tim no le gustan las malas personas.
—Bueno, pues esta vez se ha equivocado —replicó Jorge, que seguía enfadada con Tim—. Se está portando como un necio. ¡Me tienes muy disgustada, Tim!
—Vamos a la playa a bañarnos —propuso Dick—. Iremos en bicicleta. Así Guan no podrá seguirnos.
Montaron en las bicicletas y se dirigieron a la costa. La señora Pennethlan les había preparado bocadillos y un pastel de frutas, a lo que añadió algunas bebidas para acompañarlos. Cuando emprendieron la marcha, vieron que Guan los observaba desde detrás de un seto.
Tomaron el camino de la playa, un estrecho sendero, serpenteante como un riachuelo, cuyos giros y recodos obligaban a ir a velocidad moderada.
—¡Ya se ve el mar! —gritó Dick al salir del último recodo.
El camino discurría entre dos altos muros rocosos y al final se abría una ensenada cerrada por formidables rompientes, donde las olas lanzaban al aire cortinas de espuma.
Dejaron las bicicletas en lo alto de la ensenada y se refugiaron entre las rocas para ponerse los trajes de baño. Luego, Julián observó el mar. Estaba en calma más allá de las rocas, pero entre ellas rugía con violencia, de modo que era imposible zambullirse en el lugar donde se hallaban.
Anduvieron un buen trecho y llegaron a una gran laguna formada por un círculo de rocas.
—¡Exactamente lo que necesitamos! —exclamó Jorge. Y se tiró de cabeza—. ¡Porras, qué fría está!
Debería estar caldeada por el sol, pero a cada momento entraba en la laguna una ola enorme que la enfriaba. La irrupción de estas olas era un espectáculo imponente. Los cuatro nadaron hasta hartarse. Tim no disfrutó menos.
Comieron en las rocas, rodeados de espuma, y luego exploraron el pie de aquel trozo de costa bravía.
—¡Es emocionante! —exclamó Jorge—. ¡Cavernas y más cavernas! Y todas rivalizan en belleza. Cuando sube la marea, el agua debe de llegar en esas grutas a la altura de mis hombros.
—¡Seguro! —asintió Julián, que había calculado la altura aproximada de la marea—. Y buena parte de ellas quedarán completamente inundadas. No me extraña que la señora Pennethlan nos previniera de lo peligrosas que son las mareas aquí. ¡No quisiera tener que tratar de escalar estos muros de rocas si nos quedásemos aislados!
Ana alzó la vista y se estremeció. ¡Qué altos y escarpados eran! Parecían mirarla con el ceño fruncido, como si dijeran: «No soportamos molestias de nadie; así que, ¡mucho cuidado!».
—¡Válgame Dios! Mirad allí. ¿No es aquél el fastidioso Guan? —exclamó Dick de pronto.
Señalaba unas rocas cubiertas de algas. ¡Sí, desde ellas los observaba Guan!
—Debe de haber venido corriendo para no perdernos de vista —gruñó Julián—. Bueno, que se quede ahí. Es hora de volver. Nos encontrará en marcha cuando se acerque. ¡Debe de estar loco!
—¿Crees que sabe lo de la marea? —preguntó Ana, inquieta—. ¿Sabrá que ahora está subiendo y puede cercarlo?
—¡Claro que sí! —aseguró Julián—. Sin embargo, si queréis, podemos esperar un poco tomando el té en lo alto de la ensenada. Habrá de seguirnos si quiere escapar de la marea, a menos que esté dispuesto a trepar por las rocas. Pero sólo un loco podría intentar semejante disparate.
Habían apartado medio pastel y galletas para el té, y para tomarlo encontraron un buen sitio, que estaba cerca de donde habían dejado las bicicletas. Se sentaron y dieron fin al sabroso pastel de fruta que les había hecho la señora Pennethlan. Decididamente, era una cocinera formidable.
La marea fue subiendo rápidamente. El rumor de las grandes olas que se estrellaban contra las rocas era cada vez más profundo.
—Guan no aparece —dijo Ana—. ¿Le habrá pasado algo?
—Debe de estar calado hasta los huesos si no se ha movido de donde estaba —dijo Dick—. Vayamos a echar una mirada. Por mucho que lo deteste, no quisiera que se ahogase.
Los dos chicos bajaron tanto como pudieron y buscaron con la mirada el sitio donde habían visto a Guan. Pero ¡qué diferente estaba todo!
—¡Oh! ¡La playa ha desaparecido! —exclamó Julián, asombrado—. Ahora comprendo lo fácil que es quedar atrapado por la marea. ¿Has visto esa última ola? Ha entrado en la caverna que hemos explorado hace unos momentos.
—¿Qué le habrá pasado a Guan? —preguntó Dick—. No se le ve por ninguna parte. Que no ha subido es seguro, pues no nos hemos movido de donde estábamos, y lo habríamos visto. ¿Dónde estará?
La intranquilidad de Dick era evidente. Julián empezó a sentirse inquieto también. Vacilaba. ¿Debía seguir explorando aquel laberinto de rocas? La ola que llegó entonces lo disuadió. ¡Sería una locura intentarlo! Otra ola como aquélla, y Dick y él saldrían despedidos de la roca donde estaban.
—¡Mira! ¡Viene otra ola mayor todavía! —gritó Julián.
Inmediatamente saltaron de la roca y corrieron hacia la cima de la ensenada. Aun así, la ola les mojó los pies.
Volvieron junto a las niñas.
—No lo hemos visto por ninguna parte —dijo Julián, tratando de expresarse con una calma que estaba muy lejos de poseer—. Toda la playa está cubierta por el mar, y las cavernas bajas, inundadas.
—No se habrá ahogado, ¿verdad? —preguntó Ana, amedrentada.
—¡Oh, no! Sin duda, sabe valerse por sí solo —dijo Julián—. Conoce bien esta costa. Bueno, vámonos. Ya es tarde.
Emprendieron la marcha. Tim corría junto a las ruedas. Nadie hablaba. Estaban preocupados por la desaparición de Guan. ¿Qué le habría ocurrido?
Llegaron a la granja. Después de guardar las bicicletas, fueron en busca de la señora Pennethlan. Le explicaron la desaparición de Guan.
—Me pregunto si se habrá caído de la roca y se habrá ahogado —dijo Ana.
La señora Pennethlan se echó a reír.
—¡Eso ni pensarlo! Ese niño conoce los caminos y la costa como nadie. Es más listo de lo que creéis. Es un infeliz, pero sabe guardarse perfectamente de todos los peligros.
Estas palabras los tranquilizaron. Todos confiaron en que Guan volviera para mirarlos fijamente, sin parpadear, con sus negros ojos.
Se fueron a pasear por los caminos impregnados del aroma de la madreselva, acompañados por los cinco perros. Dick los obsequió con terrones de azúcar cuando los cuatro se sentaron a descansar en el portillo de la granja.
—¡Mirad! —gritó Jorge—. ¿Veis aquello? Allí.
Señalaba un roble cercano. Todos dirigieron al árbol sus miradas.
Dos ojos negros los fiscalizaban. ¡Era Guan! Los había seguido, como de costumbre, y se había escondido para observarlos. Ana se sintió tan aliviada al verlo, que lo llamó y le dijo amablemente:
—¿Quieres un caramelo, Guan?
Guan dejó su escondite y corrió hacia los chicos. Cuando llegó, tendió la mano para recibir el caramelo. Por primera vez sonrió, y entonces su rostro sucio y áspero cobró una expresión cautivadora. Ana lo observó atentamente y calificó aquella carita de agradable. Sus ojos centelleaban y se le formaba un hoyuelo en cada mejilla al sonreír.
—Ya que estás aquí, te daremos un par de caramelos —le dijo Dick, que no podía ocultar su alegría al ver que el chiquillo no se había ahogado.
Guan se apoderó de ellos ávidamente. No cabía duda de que para él eran una excepción las golosinas. Como de costumbre, Tim empezó a jugar ruidosamente con él. El perro se echó sobre el lomo y rodó hasta los pies de Guan. Le lamió las desnudas rodillas y los brazos y saltó sobre él. Guan se vio y se deseó para no perder el equilibrio, pero acto seguido se arrojó sobre Tim y los dos rodaron por el suelo. Dick y Ana presenciaban el espectáculo riendo alegremente.
Pero Jorge estaba muy seria. Tim era su perro y no le gustaba que jugase con personas que no le eran simpáticas. Se alegraba de que Guan estuviera a salvo, pero seguía mirándole con cierta aversión. Frunció el ceño y Julián dio un codazo a Dick para que lo advirtiera. Jorge se dio cuenta de ello y se puso más ceñuda todavía.
—Os arrepentiréis de haberle dado los caramelos —les dijo—. Ahora no nos lo quitaremos de encima.
Guan se levantó momentos después. Tenía los dos caramelos en la boca, con lo que su carrillo derecho aparecía considerablemente abultado.
—Venid a ver a mi bizabuelo —dijo, hablando aún peor que de costumbre por culpa de los caramelos—. Le hablé de vosotroz. Oz contará muchaz cozas. A mi bizabuelo le guztan los dulcez —añadió muy serio—. Zí, zí, le guztan.
—Bueno, iremos a verlo mañana por la tarde —dijo Dick sin poder contener la risa—. Ahora lárgate, o no te daremos ningún caramelo más. ¿Entendido?
—Zí —asintió Guan.
Se sacó los caramelos de la boca para ver cuánto habían disminuido y se los volvió a meter.
—Bueno, vete ya —le dijo Julián—. Pero oye: ¿por dónde te has ido esta tarde? ¿Has trepado por las rocas?
—No —respondió Guan, trasladando los caramelos al otro carrillo—. Vine por el «Camino de los Naufragadorez». Mi bizabuelo me lo enzeñó.
Y se marchó antes de que pudiesen hacerle preguntas. Los cuatro se miraron.
—¿Habéis oído? —dijo Julián—. Ha ido por el «Camino de los Naufragadores». ¿Qué camino será ése? ¿Se os ocurre algo sobre esto? Sin duda, hemos estado en una de las playas que los «naufragadores» utilizaron hace ya mucho tiempo.
—Sí. ¿Pero cómo ha podido salir de la playa sano y salvo? —preguntó Dick—. Me gustaría saber algo más del «Camino de los Naufragadores». Creo que debemos visitar mañana mismo al bisabuelo de ese muchacho. Seguramente sabe cosas muy interesantes.
—De acuerdo: vayamos a verlo mañana —dijo Jorge, levantándose—. Pero acordaos de lo que os he dicho. Guan nos importunará ahora más que nunca; lo hemos alentado con los caramelos.
—¡Pero no parece mal chico, al fin y al cabo! —replicó Dick, recordando su espontánea sonrisa y su vehemente aceptación de los caramelos—. Y si convence a su bisabuelo de que nos explique el secreto de los «naufragadores» lo pasaremos muy bien explorando el campo de sus hazañas. ¿No lo crees así, Julián?
—Sí. E incluso creo que eso podría llevarnos a una aventura —respondió Julián, echándose a reír al ver la cara que ponía Ana—. Tranquilízate, Ana. No hay el menor atisbo de aventura en Tremannon. Ha sido una broma.
—Creo que te equivocas —dijo Ana—. Si tú no ves ni sombra de aventura en Tremannon, yo sí que la veo; no me gusta, pero la veo.