Capítulo III

LA PRIMERA TARDE

Después de la exquisita y abundante merienda, los cuatro niños sólo deseaban permanecer sentados y quietos. Dick se dijo que debía arreglar el pinchazo de su bicicleta, pero no estaba seguro de poder hacerlo como era debido.

La señora Pennethlan empezó a apilar los platos para lavarlos. Jorge y Ana le ofrecieron su ayuda.

—Sois muy amables, Ana y Jorgina —dijo la granjera—. Pero estáis demasiado cansadas. Ya me ayudaréis en otras ocasiones. Pero decidme: ¿cuál de vosotras es Ana y cuál Jorgina?

—Yo soy Ana.

—Y yo soy Jorge, no Jorgina. Por favor, no me llame Jorgina. No lo puedo sufrir. Siempre he deseado ser chico. Por eso prefiero que me llamen Jorge.

—Y sólo contesta cuando la llaman Jorge —explicó Ana—. En fin, ya que no nos necesita, nos iremos con los chicos.

Se fueron. Jorge parecía mucho más chico que chica con sus pantalones y su camisa gris, su pelo corto y rizado y su cara pecosa. Introdujo las manos en los bolsillos e imitó el modo de andar de Dick.

Dick localizó pronto el pinchazo y lo reparó. El señor Pennethlan llegó con una carga de paja para la vaca y la ternera recién nacida. Los muchachos lo miraron con temor: él solo tiraba de un carrito no muy pequeño lleno de fardos de paja prensada. ¡Qué fuerza tenía! Los saludó con la cabeza y pasó sin decir palabra.

—¿Por qué no hablará? —preguntó Dick—. Sin duda, sus siete hijos salieron tan habladores como su madre, y nunca tuvo ocasión de pronunciar una sola palabra. Y ahora es ya demasiado tarde, porque se ha olvidado de hablar.

Los dos chicos se echaron a reír.

—¡Es un gigante! —comentó Julián—. Me gustaría llegar a ser tan alto como él.

—Pues a mí no —dijo Dick—. No me gustaría tener que pasar las noches con los pies fuera de la cama. Bueno, ya he terminado de reparar el neumático. Mira, éste es el clavo que lo pinchó. Debí de pasar por encima de él esta mañana cuando íbamos a la estación.

—Fíjate en Tim —dijo Julián—. Está divirtiéndose de lo lindo con estos perros. Se porta como un verdadero cachorrillo.

Allí estaba, correteando de un lado a otro alrededor de los perros, alejándose momentáneamente, saltando sobre ellos por turno y consiguiendo al fin que todos se excitaran. Entonces formaron un movedizo revoltijo, del que el pequeño scottie pugnaba por salir.

Tim lo va a pasar bien en esta granja —afirmó Dick—. Pronto perderá su elegante línea si come tanto como nosotros.

—Lo llevaremos a dar largos paseos cuando salgamos en bicicleta —propuso Julián—. No podrá acumular mucha grasa si le obligamos a correr kilómetros y más kilómetros.

En este momento llegaron las chicas. Detrás de ellas, a escasa distancia, corría un extraño chiquillo, con los pies desnudos, un chichón en la cabeza y cubierto de suciedad.

—¿Quién es ése? —preguntó Dick.

—No lo sé —repuso Jorge—. Apareció detrás de nosotras de pronto y nos viene siguiendo desde entonces. ¡No quiere irse!

El chiquillo llevaba un raído pantalón y una camisa sin mangas ni botones. Tenía los ojos negros y la piel bronceada por el sol.

Se detuvo a corta distancia de ellos y se quedó mirándolos.

—¿Quién eres? —preguntó Dick.

El muchacho retrocedió, atemorizado.

—Te he preguntado quién eres —repitió Dick—. O, si lo prefieres, ¿cómo te llamas?

—Guan —respondió el chico.

—¿Guan? —exclamó Dick—. ¡Qué nombre tan extraño!

—Seguramente quiere decir Juan —opinó Jorge.

—Zí, Guan —asintió el rapaz.

—Supongo que «zí», será «sí» —dijo Ana—. Bien, Juan; puedes marcharte.

—Me quedo —anunció el chiquillo con firmeza.

Y se quedó.

Los seguía a todas partes y miraba todo lo que hacían con viva curiosidad, como si nunca hubiera visto otros niños.

—Es como un mosquito —exclamó Dick—. No cesa de zumbar alrededor de nosotros. Me está hartando. ¡Eh, Guan!

—¿Qué?

—¡Desaparece! ¿Entiendes? ¡Lárgate, emigra, vete, esfúmate! —le gritó Dick con cara seria. Guan lo miró fijamente.

La señora Pennethlan, que estaba fuera de la casa, oyó estas voces.

—¿Ya estás molestando, Juan? —le reprendió—. Es más curioso que un gato. ¡Vete a casa, Juan! Toma, llévale esto a tu bisabuelo. Y esto para ti.

Juan se acercó al punto y tomó el paquete de comida y el trozo de pastel que la señora Pennethlan le ofrecía. Luego echó a correr sin decir palabra, sin hacer ningún ruido con sus pies descalzos.

—¿Quién es? —preguntó Jorge—. ¡Qué criatura tan rara!

—Es un pobre huerfanito —explicó la granjera—. No tiene más parientes ni amigos que su anciano bisabuelo. El viejo le lleva más de ochenta años. Y es nuestro pastor. ¿Veis aquella colina de la derecha? Pues en su falda tiene su choza el anciano. Allí pasa el invierno y el verano, y esta pobre criatura vive con él.

—Supongo que irá al colegio —dijo Julián.

—Sí —repuso la señora Pennethlan—, pero hace novillos casi todos los días. ¿Por qué no vais a hablar con su bisabuelo? Su padre perteneció al grupo de «naufragadores» que hubo en esta costa y puede contaros interesantes aventuras de aquellos días terribles.

—Sí, iremos a hablar con él —afirmó Dick—. Me había olvidado de que la costa de Cornish fue la guarida de los llamados «naufragadores». Encendían hogueras y con ellas daban falsas señales que atraían los barcos a puntos de la costa donde se estrellaban contra las rocas. ¿No es así?

—Sí, y entonces saqueaban el barco destruido —explicó la señora Pennethlan—. Y se dice que tampoco ayudaban a los pasajeros que se ahogaban. En aquellos tiempos la vida era muy difícil.

—¿Cuánto se tarda en ir hasta el mar en bicicleta? —preguntó Jorge—. Desde mi ventana se ve.

—¡Bah! No tardaréis más de diez minutos —repuso la granjera—. Debéis dejarlo para mañana. Ahora estáis muy cansados. ¿Por qué no dais una vuelta y luego os vais a la cama? Os tendré preparado un piscolabis cuando volváis.

—¡Oh, no! ¡No podemos comer nada más esta noche! Gracias, de todos modos —se apresuró Dick a responder—. Pero lo del paseo es una buena idea. Pasaremos un buen rato explorando los alrededores de la granja.

La señora Pennethlan se marchó.

—¡Un piscolabis! —exclamó Dick—. Nunca hubiera creído que esta palabra pudiera horrorizarme. Apuesto doble contra sencillo a que el señor Pennethlan se come un respetable piscolabis cuando vuelva. Vayamos hasta aquellos cobertizos.

Echaron a andar en grupo. Tim iba detrás de los cuatro perros de la granja, moviendo la cola alegremente. La tarde era magnífica. De las colinas bajaba una brisa fresca que era para ellos una caricia. Los niños deambularon, recreándose en la contemplación de las escenas cotidianas de la granja: los patos que nadaban en la alberca, las gallinas que iban y venían cacareando, las blancas manchas de los corderos en las montañas… Las vacas pacían con indolencia. Un viejo caballo de tiro se acercó al portillo para observarlos.

Le acariciaron el aterciopelado hocico, y el caballo se inclinó para oliscar a Tim, al que no conocía. Tim le husmeó a su vez, ceremoniosamente.

Entraron en los graneros y los exploraron. Eran espaciosos, oscuros y olían a humedad; en ellos se almacenaban los objetos más diversos. Dick estaba seguro de que el mayor debía de ser el que utilizaban «Los del granero» para sus actuaciones.

—Debe de ser una vida magnífica y divertida a la vez recorrer el país con un reducido equipaje y deleitar a los habitantes con cantos, bailes y toda clase de representaciones. Os advierto que yo como prestidigitador me defiendo.

—Es verdad —dijo Ana—. Escuchad, ¿no os parece que sería divertido que organizáramos una modesta representación nosotros y trabajáramos con «Los del granero», si ellos nos lo permiten, aunque sólo fuera por una tarde?

—No nos lo permitirán: somos «extranjeros» —dijo Dick con sorna—. Oye, ¿qué es aquello que asoma por detrás de aquel saco?

Tim fue en seguida a verlo. Al llegar se detuvo y empezó a ladrar. Los niños se acercaron.

—¡Otra vez ese chiquillo, ese Guan! —exclamó Julián, contrariado, mientras sacaba al rapaz de su escondite de un empujón—. ¿Por qué nos sigues por todas partes, estúpido? —le preguntó—. Eso no nos gusta, ¿sabes? Vete ya a casa. Si no, cuando llegues, te habrás zampado toda la comida que te ha dado la señora Pennethlan para tu bisabuelo.

Echó al niño del granero y lo vio marcharse a través del campo.

—¡Ya estamos libres de él! —exclamó—. Creo que es un poco tonto. Algún día iremos a visitar a su bisabuelo y veremos si realmente tiene algo interesante que contar sobre los antiguos «naufragadores».

—Ahora, a casa —propuso Dick, lanzando un bostezo—. He visto lo suficiente para saber que este lugar me va a gustar mucho. ¡Qué a gusto voy a dormir esta noche! ¿Vamos, Julián?

Todos estaban como Dick. El bostezo se les contagió y pensaron con avidez en sus camas. Volvieron a la granja con Tim pegado a sus talones y los perros siguiéndoles a una prudente distancia.

Dieron las buenas noches a los Pennethlan, que estaban tranquilamente sentados escuchando la radio. La señora Pennethlan se dispuso a acompañarlos al piso, pero ellos no aceptaron.

En respuesta a sus buenas noches, el granjero gruñó: «Ah», sin ni siquiera mirarlos, y siguió escuchando la radio. Subieron la escalera y desaparecieron en sus habitaciones.

Cuando estaba ya casi dormido, Julián oyó un ligero ruido bajo su ventana. Entreabrió los ojos y prestó atención, con el deseo de que no fueran ratas. Si lo eran, Ana se asustaría al oírlas, y Tim, que las descubriría con toda seguridad, echaría la casa abajo con sus ladridos.

El rumor se oyó de nuevo. Julián dijo en voz baja a Dick:

—Dick, ¿estás despierto? ¿Has oído un ruido en la ventana?

No recibió respuesta. Dick estaba profundamente dormido, soñando que había sufrido un pinchazo en un pie y que no podía andar hasta que lo reparase. Julián siguió escuchando. Una vez más oyó el ligero ruido. Era como si alguien tratara de atisbar por la ventana.

Se tiró de la cama y se acercó al ventanillo. Una espesa hiedra llegaba hasta él, trepando por el muro. Era evidente que alguien se ocultaba en ella, pues Julián vio que las ramas se movían.

De improviso, se asomó a la ventana y se encontró ante un rostro aterrado que lo miraba desde muy cerca.

—¡Guan! ¿Qué diantre haces aquí? —exclamó Julián, indignado—. Te acordarás de mí si sigues espiándonos. ¿Ves acaso algo raro en nosotros?

Guan estaba sobrecogido. De pronto, bajó por la hiedra como un gato, saltó al suelo produciendo un leve ruido y echó a correr velozmente a la incierta luz del crepúsculo.

«Confío en que no volverá a molestarnos —pensó Julián, metiéndose de nuevo en la cama—. Le daré una lección si lo hace. Ahora no me podré dormir. Este chiquillo me ha desvelado».

Pero pronto estuvo Julián tan profundamente dormido como Dick. Ni uno ni otro se movieron hasta que un gallo cantó bajo la ventana; decidió que ya era hora de que todo el mundo se despertase y lanzó con toda la potencia de su garganta su «quiquiriquí».

Los chicos se incorporaron de un salto. El sol naciente entraba en la habitación y Julián consultó su reloj. Era muy temprano todavía. Sin embargo, pronto oyó pasos en la planta baja. Esto le indicó que la señora Pennethlan y su gigantesco marido estaban levantados.

Se durmió de nuevo y lo volvieron a despertar de un fuerte golpe en la puerta y la voz de la señora Pennethlan:

—¡Son las siete y media y el desayuno estará preparado a las ocho! ¡Arriba!

¡Era maravilloso despertar en un lugar distinto, en el comienzo de las vacaciones, pensando sólo en bañarse, pasear, ir de excursión, comer y beber, y sin acordarse de exámenes ni deberes! Los cuatro niños se desperezaron y se asomaron a la ventana. ¡Qué mañana tan hermosa!

Abajo los esperaba el desayuno.

—¡Oh! —exclamó Dick echando una ojeada a los huevos con jamón, al jamón dulce, a la compota casera y a la mermelada…

—Señora Pennethlan, sus siete hijos deben de haber sentido casarse y salir de casa. Si yo hubiera sido uno de ellos, me habría quedado con usted para toda la vida.