Capítulo II

LA GRANJA TREMANNON

El viaje desde el apeadero hasta la granja Tremannon fue verdaderamente magnífico. Las amapolas se mecían a centenares en los bordes del camino, y las madreselvas de los setos los envolvían con su perfume cuando pasaban. El trigo se erguía en los campos, sobre espigas ya doradas, y alternaba con el escarlata de las amapolas.

Al fin llegaron a Tremannon. En realidad, el pueblo era sólo una sinuosa calle formada por unas cuantas tiendas y casas de vecinos, y otras casas dispersas a lo lejos. Más lejos aún, en las colinas, había algunas granjas, cuyas paredes de piedra gris brillaban al sol.

Los cuatro niños entraron en una de esas grandes tiendas de pueblo donde se vende de todo.

—¿Tienen helados? —preguntó Julián, esperanzado.

No tuvo suerte, pues no había, pero sí naranjada y limonada, que estaban en el sótano de la tienda y, por lo tanto, frías.

—Vosotros debéis de ser los huéspedes que espera la señora Pennethlan —dijo la tendera—. Sois extranjeros, ¿verdad?

—No del todo —repuso Julián, recordando que para la mayoría de los habitantes de Cornish, cualquiera era extranjero si no residía en Cornwall—. Mi madre tenía una tía que pasó en Cornwall toda su vida. Así que no somos completamente extranjeros, ¿no le parece?

—Sí que lo sois —dijo la menuda y encorvada tendera mirando a Julián con sus ojos de pájaro—. Vuestro lenguaje es extraño, como el de aquel hombre que tuvo hace algún tiempo en su casa la señora Pennethlan. Nos preguntábamos si estaría loco…, aunque era amable y sencillo.

—¡Ah! ¿Sí? —inquirió Julián, sirviéndose la tercera limonada—. Tenga en cuenta que era un científico, y para ser un buen científico hay que estar un poco loco. Por lo menos, así me lo han dicho. Esta limonada es excelente. Otra botella, por favor.

La viejecita se echó a reír de pronto y su risa sonó como el cacareo de una gallina.

—Oíd: Marty Pennethlan os ha preparado una comida estupenda, pero me parece que no podréis dar ni un bocado con el torrente de limonada que corre por vuestras tripas.

—No me diga que la oye correr —exclamó Julián, poniéndose serio—. En ese caso podría usted decir que tenemos una educación tan mala como la que suelen tener los extranjeros. Bien, ¿cuánto le debemos? Su limonada es superior.

Pagó y los cuatro montaron en sus bicicletas una vez más, después de recibir detalladas explicaciones sobre el camino que debían seguir para llegar a la granja. Tim salió tras ellos. Ya no tenía tanto calor, pues había estado bebiendo durante cuatro minutos sin parar.

—Creo que has bebido tanta agua como puede caber en un abrevadero de caballos, Tim —le dijo Julián. Luego hizo este comentario—: Si el tiempo se mantiene así, vamos a parecer pieles rojas.

Tuvieran que ir cuesta arriba hasta la granja Tremannon, pero al fin llegaron. Tan pronto como cruzaron el abierto portillo los saludó un concierto de ladridos, y cuatro perros enormes salieron a su encuentro a toda velocidad. Tim alzó al punto sus orejas y lanzó un gruñido que era una advertencia. Se había afirmado sobre sus patas y miraba fijamente a los cuatro perros.

Detrás de los perros salió una mujer. Una amplia sonrisa animaba su rostro.

—¡Ben, Bouncar, Nellie, Willy! ¡Un poco de calma! No temáis, muchachos; es su modo de decir: «Bienvenidos a la granja Tremannon».

Los perros rodeaban a los niños, con la lengua fuera y moviendo enérgicamente los rabos. Los cuatro (tres collies y un scottie negro) eran hermosos. Tim los miró, uno por uno. Jorge lo sujetaba por el collar, temiendo que se sintiera batallador y creyera poder acabar con los cuatro en un periquete.

Pero no los atacó. Se comportó como un perfecto caballero. Movió la cola cortésmente y bajó las orejas. El pequeño scottie se acercó a él y le olfateó la nariz. Tim le devolvió el olfateo y empezó a mover vivamente el rabo.

Entonces, los tres perros pastores, los tres hermosos collies de cola lanosa, se acercaron también, y los cuatro niños respiraron, satisfechos, al ver que los perros de la granja no consideraban a Tim como un extranjero.

—Todo irá bien entre ellos —afirmó la señora Pennethlan—. Se han presentado mutuamente. Ahora venid conmigo. Vais sucios y debéis de estar cansados, hambrientos y sedientos. Os he preparado una merienda que os vais a chupar los dedos.

No hablaba con el acento de Cornish. Su afectuoso recibimiento era sincero. Los llevó al piso de arriba, donde había un lavabo rústico pero grande. Sólo tenía un grifo, y de agua fría. Además, salía muy poco a poco.

Pero estaba fría y era sumamente agradable lavarse con ella. Los fatigados niños se lavaron y peinaron.

Tenían destinados dos aposentos, uno para las chicas y otro para los chicos. Ambos eran pequeños, y sus ventanas no pasaban de ser ventanillos. Tan poca luz entraba por ellas, que las habitaciones parecían oscuras incluso aquella tarde de sol resplandeciente.

Los dos dormitorios estaban sencillamente amueblados, con dos camas cada uno, un armario, dos taburetes, una cómoda y una silla. Pero ¡qué paisaje tan hermoso se divisaba desde sus ventanillos!

Kilómetros y kilómetros de campiña, salpicada de campos de cereales, terrenos de pastos, altos setos y blancos y sinuosos senderos. Los brezos cubrían algunas colinas, que resplandecían al sol con tonos purpúreos, y, a lo lejos, relampagueaba el azul oscuro del mar de Cornish.

—Iremos al mar en bicicleta tan pronto como podamos —decidió Dick, mientras trataba de aplastar unos cuantos pelos que se erguían en su coronilla—. En la costa hay cavernas. Las exploraremos. Si la señora Pennethlan pudiese prepararnos comidas para nuestras excursiones, podríamos salir para todo el día siempre que nos parezca bien.

—Seguro que nos las preparará —dijo Julián—. Esa mujer es una santa. Nunca me han recibido tan bien como aquí. ¿Todos listos? Bajemos, pues. Siento un horrible vacío en el estómago.

La merienda que les esperaba era realmente magnífica. Los chicos vieron un descomunal jamón tan sonrosado como la lengua de Tim y una ensalada digna de un rey. Mejor dicho, como apuntó Dick, digna de varios reyes, por lo abundante que era. Tenía todo lo que el más exigente pudiera desear.

—¡Lechuga, tomates, cebollas, rábanos, mostaza, zanahorias ralladas!… Son zanahorias, ¿verdad, señora Pennethlan? —exclamó Dick—. ¡Y huevo hilado!

Había también una gran fuente de patatas rociadas con mantequilla batida y cubiertas de perejil picado. Y un gran tarro de crema salada de fabricación casera.

—¡Mirad la crema de queso! —exclamó Dick, subyugado—. ¡Y el pastel de fruta! Esto son pastas secas, ¿no? Supongo que podemos probarlo todo, ¿verdad, señora Pennethlan?

—¡Claro! —dijo la rolliza señora, sonriendo, para satisfacción de Dick—. Y aquí tenéis un pastel de cerezas. Tanto la crema como las cerezas son productos de esta casa. Ya sé que los niños sois buenos comedores. He tenido siete hijos. Todos están casados y tienen sus casas. Así que he de atender a otros chicos siempre que tengo ocasión.

—Me alegro de que esta ocasión la haya tenido con nosotros —anunció Dick, empezando a comer jamón y ensalada—. Le daremos trabajo, señora Pennethlan. ¡Todos tenemos buen apetito!

—¡Todavía no he encontrado ningún chico que coma como comían los míos! —exclamó la señora Pennethlan, sinceramente apenada—. Y tampoco he conocido a ningún hombre que pueda comer tanto como mi marido. No tardará en llegar.

—No sé si quedará bastante para él —murmuró Ana mirando el jamón y la fuente, ya medio vacía, de la ensalada—. ¡Ah! ¿Qué me dice, señora Pennethlan, del amigo de mi tío, aquel señor que estuvo hospedado aquí y se marchó hecho un rollo de mantequilla?

—¡Oh! El pobre hombre —exclamó la anfitriona, mientras llenaba los vasos de rica y cremosa leche— estaba tan delgado como el rastrillo de mi marido; era un crujiente manojo de huesos. Rechazaba todo lo que le servía. Al fin decidí no hacerle caso. Si no comía, le retiraba la bandeja, y a los diez minutos se la volvía a presentar, diciendo: «La comida, señor. Seguramente tendrá apetito». Y él la rechazaba de nuevo. Pero al fin se rendía.

—¿Y no se daba cuenta de que era la segunda vez que le servían la comida? —preguntó Julián, atónito—. ¡Cielos! ¡Debe de ser un soñador!

—En cierta ocasión le llevé la bandeja tres veces —prosiguió la señora Pennethlan—. Procurad que no tenga que hacer lo mismo con vosotros.

—¡Eso sería magnífico! —bromeó Julián—. ¡Tres veces jamón y ensalada!

Se oyeron unos pasos en el zaguán, se abrió la puerta y apareció el granjero. Los niños lo miraron con cierto temor.

Era una extraña pero magnífica figura de hombre. Un metro ochenta aproximadamente, recia constitución, y tan moreno, que se diría que era español. Su espesa pelambrera era negra y rizada, y sus ojos, tan negros como su cabello.

—Aquí tenéis al señor Pennethlan —dijo su esposa.

Los niños se levantaron, atemorizados todavía, para estrechar la mano de aquel gigante moreno.

El granjero dio la mano a los niños con ligeras inclinaciones de cabeza. Su mano era enorme y estaba cubierta de un vello negro y tan espeso que parecía crin. Ana se dijo que sería tan mullido y agradable al tacto como el lomo de un gato.

Sin decir palabra, se sentó y esperó a que su mujer preguntara.

—Bueno, Pennethlan —dijo ésta—, ¿cómo le ha ido a la vaca?

—¡Ah! —repuso el granjero, llenándose el plato de jamón.

Los niños estaban asombrados: se sirvió siete u ocho lonchas.

—¡Oh! Me alegro de que esté bien —comentó la señora Pennethlan amontonando los platos sucios—. La ternerita debe de ser preciosa. ¿De qué color es?

—¡Ah! —dijo el señor Pennethlan moviendo la cabeza.

—¿Roja y blanca como su madre? Ha sido una suerte, ¿no? —exclamó la buena mujer, que parecía tener el portentoso sentido de interpretar los «¡Ah!» de su esposo—. ¿Cómo la llamaremos?

Todos esperaban que dijese «¡Ah!», pero el señor Pennethlan no lo dijo. Lo que dijo esta vez fue algo así como «eco».

—Eso es; la llamaremos Tacita de Manteca —asintió la granjera—. ¡Qué ideas tan felices tienes, Pennethlan!

Resultaba raro oírle llamar a su esposo por el apellido. Los niños no podían imaginarse al gigante como un compañero ni aunque llevase un nombre tan corriente como Pedro o Juan. Siguieron saboreando su comida y observando cómo el señor Pennethlan consumía la suya, a enormes bocados y vaciando los platos rápidamente. La señora Pennethlan también lo miraba.

—Es un gran comedor, ¿verdad? —dijo orgullosamente—. También lo eran mis niños. Cuando estaban en casa tenía que trabajar de firme, pero ahora que sólo tengo que alimentar a Pennethlan me siento como desorientada. Por eso me gusta tener huéspedes. Si no tenéis suficiente comida, me lo diréis, ¿verdad?

Todos rieron y Tim ladró. Éste había paladeado también una suculenta comida: los restos de un gran caldero preparado por la señora Pennethlan, que tenían un sabor exquisito. Además, le habían obsequiado con el hueso más grande que había visto en su vida. Lo único que turbaba su felicidad en aquellos momentos era el problema de poner el hueso fuera del alcance de los perros de la granja.

De pronto, el señor Pennethlan empezó a rebuscar en los bolsillos traseros de su pantalón.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo. Y sacó un papel doblado y sucio. Lo tendió a su mujer, y ésta lo desplegó y lo leyó. Luego miró a los niños sonriente.

—¡Bien! —exclamó—. Esto se va a animar un poco. «Los del granero» llegarán esta semana. Veréis como os son simpáticos.

—¿Quiénes son «Los del granero»? —preguntó Jorge, extrañada de la evidente complacencia y excitación de la señora Pennethlan.

—Una compañía de actores ambulantes que recorren la comarca y actúan en nuestros grandes graneros —explicó la señora Pennethlan—. Ya sabéis que no hay cines en muchos kilómetros a la redonda. Por eso «Los del granero» son siempre bien recibidos.

—Comprendido —dijo Ana—. Les llaman «Los del granero» porque usan los graneros para sus representaciones. Desde luego, nos encantará verlos, señora Pennethlan. ¿Actuarán en su granero?

—Sí; cuando lleguen, todo el pueblo se reunirá aquí —respondió la señora Pennethlan, enrojeciendo de alegría—. Y quizá venga gente de Taolin. Por supuesto, vosotros estáis invitados.

—¡Ah! —comentó el señor Pennethlan, moviendo su gran cabeza.

Evidentemente, también le gustaban «Los del granero», pues de pronto se echó a reír y dijo algo muy breve e incomprensible.

—Dice que sois como el caballo Clopper —aclaró su esposa riendo—. ¡Ya veréis cómo se sienta y cruza las patas! ¡Es un caballo maravilloso!

¡Qué cosa tan rara! ¡Un caballo que se sentaba y cruzaba las patas! Julián le guiñó el ojo a Dick. Lo creerían cuando lo vieran.