Capítulo I

EMPIEZAN LAS VACACIONES

—¡Diantre! —exclamó Dick—. ¡Un pinchazo! El neumático de atrás se deshincha. ¡Qué inoportunidad!

Julián se volvió y echó una mirada a la rueda trasera de la bicicleta de Dick. Luego consultó su reloj.

—Tienes el tiempo justo para hincharla —le advirtió—. Dentro de siete minutos sale el tren.

Dick bajó de la bicicleta y echó mano de la bomba. Sus compañeros se apearon también para presenciar la operación. Querían ver si el neumático se hinchaba a pesar del pinchazo.

Se dirigían a la estación de Kirrin para tomar el tren, llevándose las bicicletas. Habían enviado con antelación el equipaje y habían salido con tiempo suficiente para ir a la estación, facturar las bicicletas, cargarlas en el vagón de equipajes y subir al tren sin prisas.

—¡A ver si perdemos el tren! —exclamó Jorge, frunciendo el ceño. Siempre que las cosas salían mal se enojaba.

—No lo perderemos —aseguró Julián, haciendo una mueca ante la cara descompuesta de Jorge—. ¿Verdad que no lo perderemos, Tim?

Tim lanzó un ladrido que evidentemente quería decir que estaba de acuerdo. Lamió la mano de Jorge, y ella (pues, en realidad, era una niña y su nombre Jorgina) lo acarició. Cuando vio que el neumático de Dick se hinchaba, sus facciones se suavizaron. ¡Llegarían a tiempo! Dick colocó de nuevo el tapón de la válvula, comprobó si el neumático estaba bien hinchado y volvió a colocar la bomba en su sitio.

—¡Ha sido un trabajo muy duro! —exclamó mientras montaba en su bicicleta—. Creo que aguantará hasta que lleguemos a la estación. Temía que os fuerais sin mí.

—¡Eso no! —dijo Ana—. Habríamos salido en el tren siguiente. ¡Vamos, Tim!

Los cuatro primos y Tim reanudaron a toda prisa el camino de la estación. Ya pedaleaban por el andén, cuando sonó la señal que indicaba que el tren estaba a punto de salir.

El mozo se acercó a ellos con una sonrisa en su cara roja, grande y redonda.

—Ya he facturado vuestro equipaje —explicó—. Total, sólo lleváis un pequeño baúl.

—No necesitamos más para las vacaciones. ¿Puede facturar nuestras «bicis»? ¡Dése prisa, por favor! El tren está a punto de salir.

El mozo empezó a rotular las cuatro bicicletas. Procedía con calma. No permitiría que saliera el tren antes de terminar su trabajo. ¡De ningún modo! Una vez facturadas las bicicletas, dijo a los muchachos:

—Ya veo que vais a Cornwall, tal vez a Tremannon. ¡Mucho cuidado si os bañáis! Es una costa peligrosa. El mar ruge como una fiera hambrienta.

—Por lo visto, usted no ha estado nunca allí —dijo Ana—. Es un lugar delicioso.

—¿Delicioso? —exclamó el mozo, levantando la voz, porque la locomotora empezaba a hacer ruido—. Yo iba por allí de vez en cuando en el bote de pesca de mi tío, y no creo que se pueda llamar delicioso a un lugar como aquél, tan solitario e inhóspito. No es el más apropiado para unas vacaciones. Ni hay escollera, ni venden helados. No se dan conciertos, no hay un solo cine…

—No importa —dijo Julián—. Podemos pasar sin todo eso. Nos bastará con bañarnos, alquilar un bote para pasear, pescar e ir en bicicleta por los alrededores. ¡Éstas son las vacaciones que a nosotros nos gustan!

—¡Guau! —aprobó Tim, moviendo la cola.

—Ya sé que a ti también te gustan —dijo Jorge acariciándole la cabeza—. ¡Vamos! ¡Subamos ya!

—Voy a llevar vuestras «bicis» al vagón de equipajes —dijo el mozo—. ¡Que paséis unas buenas vacaciones! ¡Y si veis a mi tío, decidle que me conocéis! ¡Se llama como yo: Juan Dostres!

—¡Bien, Juan! —gritó Julián, mientras subía al vagón—. ¡Gracias por todo! ¡Buscaremos a su tío si nos es posible!

Los cuatro se sentaron junto a las ventanillas, y Tim se acercó a la portezuela, levantó las patas delanteras y se asomó por el hueco del cristal. Evidentemente, le gustaba que el viento de la velocidad le acariciara la nariz.

Tim, se te va a meter la carbonilla en los ojos —le advirtió Jorge—. Ya te pasó la última vez, y casi te destrozas un ojo rascándote con la pata.

Tim no le hizo caso. ¡Qué le importaba la carbonilla! Se sentía feliz. Estaba de vacaciones una vez más y acompañado de aquellos chicos a los que tanto quería. Habría conejos para cazar. Tim no había conseguido jamás dar caza a un conejo, pero no perdía la esperanza.

—¡Estamos de nuevo en marcha! —exclamó Julián, recostándose en su rincón—. ¡Me encantan los preparativos de las vacaciones: consultar mapas, trazar itinerarios para llegar al sitio elegido y, por fin, ponerse en marcha!

—¡Y más en un día tan magnífico como el de hoy! —añadió Ana—. Oye, Jorge: ¿cómo se supo lo de la granja Tremannon?

—Todo se debe a mi padre —explicó Jorge—. Como sabéis, papá tiene muchos amigos entre los hombres de ciencia y éstos desean ir a lugares solitarios para trabajar con tranquilidad. Uno de estos científicos fue a la granja Tremannon porque le habían dicho que era uno de los lugares más solitarios del país. Papá dijo que su amigo estaba en los huesos cuando fue a la granja y que volvió tan gordo como un pavo de Navidad. Y entonces mamá opinó que éste era el lugar apropiado para que pasáramos nosotros las vacaciones.

—Es verdad —dijo Dick—, pues también yo estoy en los huesos, tras los meses de esclavitud en el colegio. ¡Tengo que cebarme!

Todos se echaron a reír. Julián aclaró:

—Tú eres muy dueño de creer que estás en los huesos, pero la verdad es que no lo parece. Por el contrario, necesitas ejercicio para rebajar la grasa. Afortunadamente, ejercicio no nos faltará. Andaremos, pedalearemos, nadaremos y treparemos…

—Y comeremos —añadió Jorge—. Oye, Tim: tendrás que ser cortés con los perros de la granja. De lo contrario, lo pasarás muy mal.

—Y no olvides —intervino Dick— que cuando salgas a pasear tienes que pedir permiso a los otros perros si quieres dedicarte a cazar sus conejos.

Tim azotó con su cola las rodillas de Dick y abrió la boca. La lengua le colgaba. Parecía exactamente que se estuviera riendo.

—Gracias por reírte cuando digo un chiste, Tim. Y te aseguro que me encanta que vengas con nosotros.

—En todos los viajes de vacaciones nos ha acompañado —dijo Jorge—. Y no ha faltado en ninguna de nuestras aventuras.

—¡Nuestro buen camarada Tim! —exclamó Julián—. A lo mejor, está a punto de participar en una nueva aventura. Nunca se sabe lo que puede suceder.

—Esta vez no quiero aventuras —anunció Ana con firmeza—. Me conformo con unas buenas vacaciones. Mi deseo es que tengamos un tiempo alegre y soleado y que no vayamos en busca de nada extraño, misterioso, extraordinario…

—De acuerdo —convino Julián—. Esta vez no habrá aventuras. Quedan totalmente descartadas. Y si se nos presenta algún asunto que esté fuera de lo corriente, huiremos de él. ¿Conformes?

—Sí —dijo Ana.

—Bien —exclamó Jorge, no muy convencida.

—De acuerdo —aceptó Dick.

Julián comentó:

—Hay que reconocer que formáis un conjunto fuerte y unido. Por eso, aun en contra de mi voluntad, me pongo a vuestro lado. Incluso si nos vemos de improviso en medio de una aventura, diremos: «No, gracias», y nos apartaremos. Quedamos así, ¿no?

—Bueno —empezó a decir Jorge—, yo no estoy segura de que…

Pero nadie pudo saber de qué no estaba segura, pues Tim eligió ese momento para que se le introdujera un granito de carbonilla en un ojo. Gruñó, se sentó en el suelo y empezó a rascarse el ojo con una pata.

—¿Lo estás viendo? —exclamó Jorge—. Ya te lo advertí. Ven; voy a sacarte la carbonilla con la punta del pañuelo. Siéntate. Julián, sujétalo, ¿quieres?

El granito de carbonilla fue extraído, y Tim volvió inmediatamente a su puesto en la ventanilla, sacando la cabeza y manteniéndola erguida, como de costumbre.

—Tendremos que sujetarlo y cerrar todas las ventanas —dijo Jorge.

—No —protestó enérgicamente Julián—; no estoy dispuesto a asarme lentamente en este vagón supercaldeado, sólo porque Tim sea un testarudo. Si no logras que te obedezca, allá él: que se le meta otra carbonilla en el otro ojo.

Pero el problema se resolvió en un instante. El tren lanzó un agudo silbido y desapareció en la oscuridad. Tim, sorprendido y aterrado, dejó la ventanilla y trató de subirse al regazo de Jorge.

—¡No seas tonto, Tim! —exclamó la niña—. ¡Es sólo un túnel! Julián, dale un tirón. Hace demasiado calor para llevar encima a un perro tan pesado como Tim. ¡Quieto, Tim! Ya te he dicho que es sólo un túnel.

El viaje les pareció interminable. En el vagón hacía un calor insufrible y el tren paraba en infinidad de estaciones y apeaderos. Algunas paradas eran de diez minutos. Tuvieron que hacer transbordo dos veces, lo que significaba esperar en estaciones batidas por el sol a que llegase el tren que debían tomar. Tim jadeaba con la lengua fuera. Jorge pidió agua a los mozos en las dos estaciones de transbordo.

Llevaban comida, pero no tenían apetito. Cada vez estaban más sucios y tenían más sed, pues se habían bebido toda la naranjada que les habían preparado para el camino.

—¡Uf! —exclamó Julián, abanicándose con una revista—. ¡Lo que daría yo por un baño!… ¡Tim, no resoples sobre mí! ¡Ya tengo bastante calor!

—¿A qué hora llegaremos? —preguntó Ana.

—Tenemos que apearnos en Polwilley Halt —respondió Julián—. Es el lugar más cercano a la granja Tremannon, adonde iremos en «bici». Si tenemos suerte, estaremos en la granja a la hora de la merienda.

—Debimos comprar muchas más bebidas —gimió Dick—. Tengo la sensación de haber estado perdido en el desierto, abrasado por el sol, durante varias semanas.

Todos se alegraron al llegar a Polwilley Halt. Al principio creyeron que no se hallaban en una estación, pero se equivocaron. Sólo había un pequeño andén de madera junto a los raíles. El tren se detuvo y exhaló un profundo suspiro como si estuviera rendido de fatiga. Los niños no se levantaron. No habían visto ni el pequeño andén de madera ni el minúsculo rótulo que decía: Polwilley Halt.

Se oyeron unos pasos rápidos por el andén. La cara sudorosa del revisor apareció en la ventanilla.

—¿No teníais que bajar aquí? ¡Pues daos prisa!

—Pero ¿esto es Polwilley? —preguntó Julián, levantándose de un salto—. Perdone; no sabíamos que esto fuera un apeadero. En seguida bajamos.

El tren volvió a ponerse en marcha apenas cerraron la portezuela. Se quedaron en el pintoresco y reducido andén completamente solos con sus bicicletas, que se veían no lejos de ellos, apoyadas en la pared. El apeadero era una construcción solitaria en medio de florecientes campos y colinas de cima redondeada. No había ni un solo edificio en todo lo que alcanzaba la vista.

Pero no muy lejos, hacia el oeste, la aguda mirada de Jorge descubrió algo magnífico. Asió el brazo de Julián.

—¡Mira, el mar! ¡Allí, entre las colinas! ¿No lo ves? Estoy segura de que es el mar. ¡Qué azul tan brillante tiene!

—Siempre es de un azul brillante en la costa de Cornish —dijo Dick—. ¡Ah! Me siento mejor cuando veo estas cosas. Vamos por las bicicletas y busquemos el camino de la granja Tremannon. Si no bebo pronto algo, acabaré con la lengua colgando, como Tim.

Fueron a recoger las bicicletas. Dick tocó su neumático trasero. Había perdido algo, pero no mucho. Le sería fácil volver a hincharlo.

—¿Está muy lejos la granja Tremannon? —preguntó.

Julián consultó su cuaderno.

—«Bajad en Polwilley Halt. Desde aquí habéis de recorrer seis kilómetros y medio por caminos estrechos para llegar a la granja. El pueblo de Tremannon está kilómetro y medio antes…». No está mal. Podremos tomar una limonada o un helado en el pueblo.

—¡Guau, guau! —asintió Tim, que conocía perfectamente la palabra «helado».

—¡Pobre Tim! —exclamó Ana—. Va a pasar mucho calor corriendo detrás de las bicicletas… Vayamos despacio.

—Nunca había pensado lanzarme a una loca carrera —advirtió Dick—. Iré tan despacio como quieras, Ana.

Partieron, con Tim detrás, por un estrecho camino encajonado entre altos setos. Iban despacio para no fatigar al perro, que corría, jadeante pero con resolución. ¡Qué leal era aquel Tim! Nunca dejaba de acompañar a los cuatro niños, por muy lejos que fueran.

Eran las cinco, y la tarde, magnífica. No se encontraron con nadie, ni siquiera con un granjero en su lento carro. Hacía demasiado calor, incluso para los pájaros, que no cantaban. El aire estaba en calma. Todo era silencio y soledad en torno de los viajeros.

Julián se volvió y dijo a sus tres compañeros:

—¡Aventura a la vista! Lo siento, pero vamos hacia una aventura. Bueno, ¡qué importa! Le volveremos la espalda y diremos: ¡Vete! ¡Es lo pactado!