SE ACLARA EL MISTERIO
La señora de Johnson se mostró intranquila al enterarse de que la policía se llevaba a Julián y a Dick al páramo.
—Estos chicos están en ayunas. Han de tomar algo. ¿No pueden esperarse?
—No conviene —dijo el sargento—. No se preocupe, señora. Estos muchachos son fuertes.
—Les advierto —dijo Julián— que no creo que los gitanos sean capaces de encontrar los paquetes. De modo que no importa que esperen hasta que hayamos comido algo. Estoy hambriento.
—Bien —dijo el sargento, guardándose el cuaderno de notas—. Tomen algo y después nos marcharemos.
Naturalmente, cuando Jorge, Ana y Enrique se enteraron de la nueva expedición al páramo, dijeron que ellas también querían ir.
—¿Cómo se entiende? ¿Dejarnos a nosotras fuera? —exclamó Jorge, indignada—. ¡Ni pensarlo! Ana también quiere ir.
—Y Enrique lo mismo —dijo Ana, mirando a Jorge—, aunque no estaba allí y no pudo ayudarnos a buscar los paquetes que tiraba el avión.
—¡Claro que también ha de venir Enrique —dijo en seguida Jorge, con gran satisfacción de Enrique.
La valentía de Enriqueta al ir a libertarlas con Guillermo había impresionado a Jorge, y más aún cuando vio que no se vanagloriaba de su hazaña. Y es que Enrique había comprendido que era Guillermo el verdadero héroe de la aventura, y —cosa inesperada— se había mostrado modesta.
Tras un buen almuerzo, se puso en camino una expedición numerosa. La señora de Johnson se había apresurado a preparar buenos platos de huevos fritos con bacon. Entre tanto, y de vez en cuando, lanzaba exclamaciones al pensar en lo que había sucedido en el páramo.
—¡Esos gitanos!… ¡Y ese avión que vuela bajo y arroja grandes cantidades de dinero!… ¡Y esas pobres niñas atadas en una cueva!… ¡En mi vida había oído nada semejante!…
El capitán Johnson tomó también parte en la expedición. Apenas podía dar crédito al extraordinario relato de los cuatro, mejor dicho, de los cinco, incluyendo al buen Tim.
El perro llevaba un gran parche en la cabeza y lo exhibía con arrogancia de héroe. ¡Cuando lo viera Liz!…
Los expedicionarios eran diez, incluyendo a Tim, pues Guillermo se incorporó también al grupo. Éste había intentado averiguar dónde había escondido Julián los paquetes, pero no lo consiguió. Julián no quiso decírselo a nadie: deseaba que el escondite fuese para todos una verdadera sorpresa.
Al fin llegaron a la mina. No se habían separado de las viejas vías en ningún momento. Julián se detuvo en el borde de la mina y señaló el campamento de los gitanos.
—Mirad. Se preparan para ponerse en camino. Estoy seguro de que la fuga de las niñas los tiene atemorizados. Sospechan, y con razón, que ahora se descubrirá todo.
La caravana se puso en marcha lentamente.
—Wilkins, apenas regrese disponga que se vigile a todos los gitanos que se alejen de sus carromatos —dijo el sargento—. Seguramente, alguno de ellos se dirigirá a un lugar determinado para hacer entrega de los paquetes arrojados desde el avión. Si no perdemos de vista los carromatos ni a los que viajan en ellos, pronto descubriremos a la banda que hace circular los billetes falsos.
—Estoy seguro de que las entregas las hace el padre del Husmeador —dijo Dick—. Por lo menos, él es el cabecilla.
Todos siguieron con la vista a la caravana que se iba alejando. Ana se preguntaba qué le habrían hecho al Husmeador, y Jorge pensaba también en él. Recordaba la promesa que había hecho al muchacho a cambio de su ayuda. Le había prometido que tendría una bicicleta y una casa desde la que podría ir en la bicicleta al colegio. Tal vez no volviera a ver jamás al pobre y sucio gitanillo; pero si lo veía, cumpliría su palabra.
—A ver. ¿Dónde está ese misterioso escondite? —preguntó el sargento cuando Julián dejó de seguir con la mirada los carromatos.
Julián había intentado distinguir al Husmeador y a Liz, pero no le había sido posible: la caravana estaba demasiado lejos.
—Vengan —dijo Julián.
Y se dirigió al sitio donde los raíles aparecían cortados. Allí estaba la frondosa aulaga y, casi oculta bajo el arbusto, la vieja locomotora.
—¿Qué es eso? —preguntó el sargento, extrañado.
—La máquina que arrastraba los vagones cargados de arena de la mina —repuso Dick—. Por lo visto, hace muchos años, se enemistaron los dueños de la mina con los gitanos, y éstos arrancaron los rieles, lo que motivó el descarrilamiento de la máquina, que debe de estar aquí desde entonces.
Julián pasó al otro lado de la aulaga, se acercó a la chimenea y apartó la rama que la cubría. El sargento observaba sus manipulaciones con visible interés. Dick extrajo la arena de la chimenea y sacó un paquete. Hasta este momento no había cesado de temer que hubieran desaparecido.
—¡Aquí tiene uno! —exclamó, entregando el paquete al sargento—. Hay muchos más. Ahora buscaré el que abrí. ¡Mire, aquí está!
El sargento y Wilkins miraban, atónitos, cómo sacaba Julián los paquetes de aquel extraño escondite. Comprendían que los gitanos no hubieran logrado descubrirlo. A nadie se le ocurriría mirar en el interior de la chimenea de la vieja locomotora, aunque hubieran dado con ella a pesar de lo escondida que estaba.
El sargento echó una mirada a los billetes de cien dólares del paquete abierto y lanzó un silbido.
—¡Éstos son! Ya habíamos visto algunos de estos billetes tan perfectamente falsificados. Si la banda hubiera recibido estos paquetes, los perjuicios de tener un dinero que no vale nada habrían alcanzado a muchos. ¿Cuántos paquetes había?
—Varias docenas —repuso Dick, y sacó algunos paquetes más de la chimenea—. ¡Vaya! No llego a los del fondo.
—No te preocupes —dijo el sargento—. Cúbrelos con arena y mandaré a un hombre para que los saque con un palo. Los gitanos son los únicos que podrían buscarlos, y se han ido. ¡Esto ha sido estupendo! Gracias a vosotros, muchachos, se ha descubierto algo muy importante.
—Lo celebro —dijo Julián—. Oigan —añadió—, permítannos ir a recoger lo que nos dejamos ayer aquí. Nos tuvimos que ir precipitadamente, sargento, y nuestro equipaje se quedó en la mina.
Jorge y Julián se dirigieron a la mina y Tim los siguió.
De pronto, el perro lanzó un gruñido y Jorge se detuvo, con la mano en el collar de Tim.
—¿Qué pasa, Tim. Debe de haber alguien por aquí, Julián. A lo mejor, es algún gitano.
Pero Tim dejó de gruñir y empezó a mover la cola. De pronto, se libertó de la mano de Jorge y echó a correr hacia una de las cuevas que se abrían en los costados arenosos de la mina. Estaba grotesco con su parche en la cabeza.
Entonces salió Liz de la cueva, y apenas vio a Tim, empezó a dar volteretas tan rápidamente como podía. Tim la miraba atónito. ¡Qué perro tan raro! ¿Cómo podía hacer aquello?
—¡Husmeador! —gritó Jorge—. ¡Sal! Sé que estás ahí dentro.
En la boca de la cueva apareció un rostro pálido y apenado y luego un cuerpecillo flacucho. El gitanillo estaba en pie en la mina con un gesto de temor.
—Me escapé —dijo, señalando con la cabeza el lugar donde habían acampado los gitanos.
Luego se acercó a Jorge.
—Me prometió comprarme una bicicleta —le recordó.
—Ya lo sé —dijo Jorge—. Y la tendrás, Husmeador. Si no nos hubieras dejado mensajes, nunca habríamos podido salir de la colina.
—Y también me dijo que viviría en una casa desde la que podría ir en bicicleta al colegio —dijo el Husmeador, con vehemencia—. No puedo volver al lado de mi padre. Me mataría de una paliza. Vio los patrins que dejé en la colina y me persiguió un buen rato por el páramo. Pero no pudo dar conmigo porque me escondí.
—Haremos todo lo que podamos por ti —le aseguró Julián, compadecido de aquella pobre criatura abandonada.
Husmeador aspiró por la nariz.
—¿Dónde tienes el pañuelo? —preguntó Jorge.
El gitanillo lo sacó del bolsillo, limpio y bien doblado como de costumbre, y lo mostró a Jorge, dirigiéndole una mirada radiante.
—Siempre serás el mismo —dijo la niña—. Oye, si quieres ir al colegio, has de dejar de hacer ese ruido tan feo con la nariz y usar el pañuelo. ¿Entendido?
El Husmeador asintió, pero volvió a guardarse cuidadosamente el pañuelo bien doblado en el bolsillo. En esto, el sargento entró en la mina y el gitanillo echó a correr inmediatamente.
—Es un chiquillo muy gracioso —dijo Julián—. Bueno, como supongo que su padre irá a la cárcel por su intervención en este asunto, el Husmeador podrá dejar su vida de gitano y habitar en una casa. Creo que podremos encontrarle alguna vivienda donde esté bien.
—Y yo cumpliré mi palabra y le compraré una bicicleta con mi dinero —dijo Jorge—. ¡Se la merece! Fíjate en Liz. Está embelesada ante Tim y su parche. No te des tanta importancia por tu herida, Tim.
—¡Husmeador! —le llamó Julián—. ¡Ven aquí! No temas a este policía. Es amigo nuestro y nos ayudará a escoger tu bicicleta.
El sargento se sorprendió al oír lo que decía Julián, pero lo importante es que el Husmeador volvió inmediatamente.
—Bueno, ya nos podemos ir —dijo el sargento—. Tenemos lo que queríamos y Wilkins ha ido a avisar que se vigile a los gitanos. Cuando hayamos aclarado todos los detalles de este asunto de falsificación de billetes respiraremos a nuestras anchas.
—Supongo que Wilkins habrá seguido las vías del ferrocarril —dijo Julián—. Es muy fácil perderse en el páramo.
—Sí —repuso el sargento—. Como sabía que vosotros os habíais perdido, ha adoptado la precaución de seguir los raíles. Y añadió que el páramo era un lugar magnífico por la paz que reinaba en él.
—En verdad —dijo Dick—, parece imposible que este lugar haya sido ni pueda ser escenario de acontecimientos misteriosos… Sin embargo, me satisface haberme visto mezclado en este enigma de los billetes falsos. Ha sido una aventura emocionante.
Regresaron todos juntos al picadero, adonde llegaron a la hora de comer, y con el apetito suficiente para hacer honor a la abundante comida que había preparado la señora de Johnson. Las chicas subieron a sus habitaciones para lavarse, y Jorgina entró en la de Enriqueta.
—Enrique —le dijo—, te agradezco mucho lo que has hecho por nosotras. Te has portado tan bien como un chico.
—Gracias, Jorge —respondió Enriqueta, sorprendida—. Tú eres todavía mejor que un chico.
Dick, que pasaba en aquel momento por el corredor, las oyó, se echó a reír y asomó la cabeza por la puerta.
—¡Eh! Guardad para mí alguno de esos piropos. Decidme, por ejemplo, que valgo tanto como una chica…
La respuesta que recibió fue un cepillo y un zapato lanzados con admirable puntería, por lo que echó a correr, riendo.
Desde la ventana de su dormitorio, Ana contemplaba el páramo. ¡Qué apacible aparecía bajo el cielo de abril! Nadie hubiera creído que existiera en él el misterio.
—Sin embargo, este nombre es muy apropiado para ti —dijo Ana—. Estás colmado de misterios y aventuras. Tu última aventura la reservabas para nosotros. La llamaré «Los Cinco en el Páramo Misterioso».
Es un bonito nombre, Ana. También nosotros la llamaremos así.
F I N