UNA MAÑANA DE EMOCIONES
Amanecía. La niebla no era ya oscura, sino blanca, y se aclaraba por momentos. Los cuatro niños corrían hacia los caballos, que piafaban con impaciencia al pie del árbol donde estaban atados. Jorge no podía correr mucho, ya que tenía que transportar a Tim, que pesaba bastante.
De pronto, el perro empezó a moverse. El aire fresco lo había reanimado. Tim quería andar con sus propios pies.
Jorge lo dejó cuidadosamente en el suelo, felicitándose de verse libre de su peso, y Tim empezó a ladrar, desafiando a los gitanos que salían de sus carromatos con sus perros.
Los cuatro niños montaron apresuradamente en los dos caballos, que se sorprendieron al sentir en sus lomos una carga doble. Guillermo hizo dar media vuelta a su caballo y se puso en camino, llevando a sus espaldas a Jorge, Ana iba montada detrás de Enrique, Tim, al parecer mucho mejor, corría tras ellos. Las patas ya no le flaqueaban.
Los gitanos corrían también, gritando y amenazándoles con los puños. El padre del Husmeador estaba aterrado, al ver en libertad a las dos niñas que había dejado atadas, acompañadas por el perro que había enviado a través del páramo para tender una celada a los dos chicos.
El gitano se preguntaba quiénes serían aquellos que habían llegado a caballo y cómo habrían podido encontrar el camino de la colina, y también cómo era posible que las prisioneras hubieran acertado a seguir el camino que conducía a la salida de la cueva.
Los gitanos corrían tras los caballos, pero sus perros se limitaban a ladrar frenéticamente, pues temían a Tim y no se atrevían a perseguirlo.
Los caballos iban tan de prisa como les permitía la niebla, y siguiendo a Tim, que parecía estar mucho mejor, aunque Jorge temía que fuera sólo la excitación lo que le impulsaba. Volvió la cabeza y pudo comprobar que, gracias a Dios, los gitanos ya no lograrían darles alcance.
Aunque no se sabía dónde, el sol brillaba detrás de la niebla, aquella extraña niebla que procedía del mar, y a la que pronto conseguiría disipar el astro del día. Jorge consultó su reloj. Le parecía mentira que fuesen casi las seis de la mañana y que, por lo tanto, fuera ya el día siguiente.
Se preguntaba qué les habría sucedido a Dick y a Julián y pensaba, agradecida, en el Husmeador, ya que sin los mensajes que les había dejado en el interior de la colina, nunca habrían logrado salir de aquella cárcel subterránea. También estaba agradecida a Enrique y a Guillermo, al que abrazó fuertemente por la cintura, por haber ido a salvarlas en plena noche.
—¿Dónde estarán Julián y Dick? —preguntó Jorge a Guillermo—. ¿Crees que seguirán perdidos en el páramo? Deberíamos gritar y buscarlos. ¿No te parece?
—No —respondió Guillermo—. Regresaremos directamente al picadero. ¡Podrán arreglárselas solos!
Julián y Dick ya habían intentado arreglárselas solos aquella noche fría y brumosa; pero no habían tenido éxito. Consultaron sus relojes a la luz de la linterna y vieron que eran las cuatro y cuarto. Estaban ya cansados de permanecer entre los arbustos. ¡Ah, si hubieran sabido que en aquellos momentos Enrique y Guillermo cabalgaban por el páramo, guiados por Tim, y que estaban no muy lejos del lugar donde ellos se hallaban!
Salieron del matorral mojados y entumecidos, se desperezaron y miraron a su alrededor en la noche oscura, aún invadida por la niebla.
—Andemos —dijo Julián—. Estoy harto de permanecer aquí encogido, en medio de la niebla. He traído mi brújula. Si nos dirigimos hacia el Oeste, es seguro que llegaremos al límite del páramo en un punto próximo a Milling Green.
Los dos muchachos emprendieron la marcha, tropezando aquí y allá, pues la luz de la linterna cuyas pilas estaban casi agotadas, era muy débil.
—Pronto no alumbrará —gruñó Dick, sacudiéndola—. ¡Qué mala pata! Apenas da luz y tenemos que consultar continuamente la brújula.
Julián tropezó con algo duro y estuvo a punto de caer.
—¡Dame eso; pronto! —exclamó, arrebatando la linterna a Dick.
Dirigió su luz al suelo para ver con qué había tropezado, y lanzó una exclamación de júbilo.
—¡Mira, es un riel! ¡Hemos encontrado las vías! ¡Vaya suerte!
—¡Desde luego! —dijo Dick, y lanzó un suspiro de alivio—. La pila se está acabando. Por lo que más quieras, procura no apartarte de los raíles. Párate apenas no los notes bajo tus pies.
—¡Y pensar que estábamos tan cerca de estas vías y no lo sabíamos! —gruñó Julián—. Hace horas que podríamos estar ya en el picadero. Confío en que las chicas hayan regresado sin ningún contratiempo y no hayan dado la voz de alarma por nuestra ausencia. Habrán supuesto que volveríamos al amanecer, cuando pudiéramos encontrar las vías.
Eran las seis cuando llegaron, a trompicones y extenuados, al picadero. Se dijeron que nadie se habría levantado aún. Encontraron la puerta del jardín entornada, tal como la habían dejado Guillermo y Enrique. Inmediatamente se dirigieron al dormitorio de las chicas, creyendo que estarían acostadas.
Pero hallaron las camas vacías. Fueron entonces al cuarto de Enrique, para preguntarle si sabía algo de Ana y Jorge, y vieron que la cama estaba vacía también, aunque se observaba que alguien había dormido en ella.
Atravesaron el rellano y entraron en la habitación de Guillermo.
—¡También se ha ido! —exclamó Dick, sorprendido—. ¿Dónde estarán?
—Despertemos al capitán Johnson —dijo Julián, ignorando que estaba ausente aquella noche.
En vista de ello, despertaron a su esposa, que se sobresaltó al verlos, pues creía que estaban muy lejos, acampados en el páramo.
Y todavía se asustó más cuando oyó las explicaciones de los chicos y supo que Jorge y Ana no habían vuelto aún.
—¿Dónde estarán? —exclamó, poniéndose precipitadamente una bata—. Esto me inquieta, Julián. Pueden haberse perdido en el páramo, o haber caído en poder de los gitanos. Voy a telefonear a mi marido, y también a la policía. ¡Señor! ¡Nunca debí permitir que fuerais al páramo!
Ya había telefoneado, con una expresión de ansiedad y teniendo a los dos muchachos a su espalda, cuando oyeron en el patio el ruido de los cascos de los caballos.
—¡Dios mío! —exclamó la señora de Johnson—. ¿Quién sale a caballo a estas horas?
Todos corrieron a la ventana para ver quién había en el patio. Dick empezó a gritar de tal modo, que hizo dar un tremendo salto a la esposa del capitán.
—¡Ana! ¡Jorge! ¡Son ellos! ¡Y Tim!… ¡Y Enrique! ¡Y Guillermo! ¿Qué significa esto?
Ana oyó los gritos y miró hacia arriba. Aunque estaba rendida, saludó alegremente con la mano. Jorge empezó a dar voces.
—¡Julián! ¡Dick! ¡Sabíamos que estaríais ya aquí! Cuando nos dejasteis, seguimos las vías en dirección contraria y llegamos de nuevo a la mina.
—¡Y los gitanos nos capturaron! —gritó Ana.
—Pero… ¿qué tienen que ver Enrique y Guillermo con todo esto? —preguntó la señora de Johnson, diciéndose que quizá estaba aún dormida—. Pero ¿qué le pasa a Tim.
El perro se había dejado caer de pronto en el suelo. Todo había pasado; ya estaban en casa. Al fin podía colocar su dolorida cabeza entre las patas y tratar de dormir.
Jorge saltó inmediatamente del caballo.
—¡Tim! ¡Mi querido Tim. ¡Mi valiente Tim. ¡Ayúdame, Guillermo! Lo llevaré a mi cuarto y le miraré la herida.
Entre tanto, los demás niños se habían despertado y se había armado tal algarabía, que la señora de Johnson no lograba que la escuchasen.
Niños con bata y niños sin bata habían acudido al patio, y allí gritaban y preguntaban todos a la vez. Guillermo intentaba tranquilizar a los caballos, excitados por aquella gritería. Y todos los gallos de los alrededores lanzaban sus agudos cantos con las cabezas erguidas. La algazara era de las que hacen época.
De repente el sol brilló esplendoroso y dispersó los últimos jirones de niebla.
—¡Hurra! ¡La niebla ha desaparecido! —exclamó Jorge—. ¡Y ha salido el sol! ¡Alégrate, Tim. ¡Ahora nos pasarán todos los males!
Tim fue en parte transportado y en parte arrastrado por las escaleras, por Guillermo y Jorge. Ésta y la señora de Johnson le examinaron atentamente la herida. Luego se la limpiaron.
—Lo mejor habría sido darle un punto —dijo la señora de Johnson—. En fin, ya se va curando. ¡Qué malvados! ¡Maltratar a un perro de este modo!
Pronto volvió a oírse ruido de cascos en el patio. Era el capitán Johnson, que llegaba visiblemente inquieto. Momentos después cruzaba la verja un coche de la policía, con dos agentes que venían a investigar el caso de las niñas desaparecidas. La señora de Johnson se había olvidado de volver a telefonear diciendo que las niñas ya habían vuelto.
—Siento mucho haberles molestado —dijo la señora de Johnson al sargento—. Las niñas acaban de llegar, pero todavía no sé bien lo que ha sucedido. Sin embargo, como están perfectamente, no queremos molestarlos más.
—¡Espere! —dijo Julián, que estaba presente—. Creo que debe intervenir la policía. En el páramo ha ocurrido algo muy extraño.
—¿Ah, sí? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó el sargento, sacando su cuaderno de notas.
—Desde nuestro campamento en el páramo —respondió Julián— vimos un avión que volaba a muy poca altura, guiado por una lámpara colocada por los gitanos en un pozo de arena.
—¿Una lámpara colocada por los gitanos? —exclamó sorprendido, el sargento—. ¿Con qué fin guiarían a ese avión? Supongo que aterrizaría.
—No, no aterrizó —dijo Julián—. Y a la noche siguiente volvió y voló también muy bajo, describiendo círculos… Pero esta vez arrojó unos paquetes.
—¿Paquetes? —exclamó el sargento, vivamente interesado—. Seguramente iban destinados a los gitanos…
—Sí —afirmó Julián—. Pero no demostraron tener buena puntería. Los paquetes cayeron a nuestro alrededor, tan cerca, que echamos a correr, temiendo que fuera algo explosivo.
—¿Tenéis alguno de esos paquetes? —preguntó el sargento.
Julián repuso:
—Sí, reunimos muchos. Y uno lo abrí.
—¿Qué había dentro?
—Billetes de banco. Dólares. En un solo paquete había varios fajos de veinte billetes de cien dólares… ¡Cayeron miles de dólares a nuestro alrededor!
El sargento miró a su compañero.
—¡Al fin se ha aclarado el enigma! Esto explica algo que no comprendíamos y nos llevaba de cabeza. ¿Verdad, Wilkins?
Wilkins, el agente, asintió.
—Desde luego. Esto lo explica todo. La banda que tiene la imprenta en el norte de Francia, trae aquí los billetes en avión.
—Pero ¿por qué han de arrojar los paquetes a los gitanos? —preguntó Julián—. ¿Por qué precisamente a esa gentuza? Además, pueden traerlos a la vista de todos. Traer dólares aquí no es ningún contrabando.
—Pero no se pueden traer billetes falsos, amiguito —dijo el sargento—. Estoy seguro de que esos billetes son falsos. Los falsificadores tienen su cuartel general cerca de Londres, y apenas reciben los paquetes que les entregan los gitanos, empiezan a hacerlos circular como si fueran buenos, pagando facturas de hotel y comprando toda clase de mercancías.
—¡Claro, claro! —exclamó Julián—. No se me había ocurrido que los billetes pudieran ser falsos.
—Hace tiempo —dijo el sargento— que estábamos enterados de la existencia de esa banda, pero todo lo que sabíamos de ella era que imprimían billetes falsos en el norte de Francia, y que otros gangsters que residían cerca de Londres los ponían en circulación. Pero ignorábamos cómo los traían aquí y quién los llevaba a Londres.
—Y ahora ya lo sabemos todo —dijo Wilkins—. Ha sido una buena noticia, sargento. Os habéis portado muy bien, muchachos. Habéis descubierto lo que nosotros llevábamos meses tratando de descubrir.
—¿Dónde están esos paquetes? —preguntó el sargento—. ¿Los habéis escondido o los tienen los gitanos?
—Los hemos escondido —dijo Julián—. Pero supongo que los gitanos los estarán buscando por todas partes. De modo que lo mejor sería que fuéramos ahora mismo al páramo.
—¿Dónde los habéis escondido? —preguntó el sargento—. ¿Están en lugar seguro?
—¡Oh, sí, muy seguro! —respondió Julián—. Voy a llamar a mi hermano, pues ha de venir con nosotros. ¡Oye, Dick! Ven. Te voy a dar una noticia muy interesante.