EL BUEN TIM
Enrique roncaba, profundamente dormida, y se despertó sobresaltada al notar la pata de Tim sobre su brazo y oír sus agudos ladridos.
—¿Qué pasa? —exclamó, sentándose de un salto en la cama y buscando, presa de pánico, su linterna. La encendió con dedos temblorosos y entonces vio a Tim, que le miraba suplicante, con sus grandes ojos castaños.
—¡Pero si es Tim —dijo, sorprendida— ¡Tim! ¿Qué haces aquí? ¿Han vuelto los cuatro? No, no deben de haber vuelto. Es de noche. ¿Por qué has venido tú, Tim.
—¡Guau! —respondió Tim, intentando hacerle comprender que le traía un mensaje.
Enrique alargó la mano para acariciarlo y entonces tocó el papel que llevaba atado en el collar.
—¿Qué es esto, Tim. ¡Ah, ya veo que es un papel! Y está atado. Debe de ser un mensaje.
Desató el papel, lo desplegó y leyó:
Estamos prisioneras. Seguid a Tim. Os traerá al sitio en que estamos y nos podréis salvar.
Jorgina.
Enrique se quedó atónito. Miró a Tim y él le devolvió la mirada, moviendo la cola. Luego, impaciente, le puso la pata sobre el brazo.
Enrique volvió a leer la nota y se pellizcó para cerciorarse de que no estaba soñando.
—¡Ay! —gritó a consecuencia del pellizco—. Evidentemente, estoy bien despierta. Tim, ¿dice la verdad esta nota? ¿Están prisioneras? ¿Y los chicos? ¿Están también prisioneros? Tim, quisiera que pudieses hablar.
El pobre Tim deseaba lo mismo. Golpeó a Enrique enérgicamente con la pata.
La niña se dio cuenta de pronto de que el perro tenía una herida en la cabeza y se horrorizó.
—¡Estás herido, Tim. ¡Pobrecito! ¿Quién te ha hecho este corte? ¡Hay que curarte!
Ciertamente, a Tim le dolía mucho la herida de la cabeza, pero no podía entretenerse en pensar en ello. Lanzando un breve gemido, corrió hacia la puerta y luego volvió al lado de la niña.
—Comprendido: quieres que te siga —dijo Enrique—. Pero he de pensarlo. Si el capitán Johnson estuviera en el picadero, iría a buscarlo. Pero esta noche no está. Y si voy a despertar a la señora Johnson, recibiría el mayor susto de su vida. Francamente, no sé qué hacer.
—¡Guau! —exclamó Tim en un tono de evidente desprecio.
—Es muy fácil ladrar desdeñosamente —le dijo Enrique—, pero yo no soy tan valiente como tú. Aparento serlo, Tim, pero no lo soy. No me atrevo a seguirte. Me da miedo ir en busca de nuestros amigos, por si me apresan a mí también. Además, Tim, ya sabes que hay una niebla espantosa.
Enrique saltó de la cama y Tim la miró esperanzado. A lo mejor, aquella chiquilla estúpida se decidiría, al fin, a exponerse por sus compañeros.
—Tim —dijo Enrique—, esta noche sólo hay una persona mayor en la casa: la señora Johnson, y no puedo despertarla. Ha tenido un día de trabajo agotador. Me vestiré e iré a buscar a Guillermo. Ya sé que sólo tiene once años, pero es muy juicioso. Además, es un chico, y sabrá lo que conviene hacer. Yo no soy un chico: sólo deseo serlo.
Se vistió rápidamente, poniéndose el traje de montar, y fue a la habitación de Guillermo. Éste dormía solo, en un aposento del otro lado del rellano de la escalera. Enrique penetró en la habitación y encendió su linterna.
Guillermo se despertó inmediatamente.
—¿Quién es? —preguntó, incorporándose al punto—. ¿Qué quiere el que sea?
—Soy yo: Enrique —repuso la niña—. Ha ocurrido algo extraordinario, Guillermo. Tim ha entrado en mi habitación con esta nota atada en el collar. Toma; léela.
Guillermo tomó el papel y lo leyó, quedando tan pasmado como antes había quedado Enriqueta.
—¡Mira! —exclamó—. Jorge ha firmado con su verdadero nombre: Jorgina. Esto demuestra que se trata de algo muy urgente. Ya sabes que no quiere que la llamen Jorgina. Debemos salir con Tim, y cuanto antes.
—Pero… yo no puedo andar kilómetros y kilómetros por el páramo bajo la niebla —dijo Enrique, muerta de miedo.
—No iremos a pie. Ensillaremos los caballos y cabalgaremos —dijo Guillermo, empezando a vestirse resueltamente—. Tim nos conducirá. Ve a buscar los caballos. Has de portarte como un hombre, Enrique. Nuestros compañeros pueden estar en peligro. Estás demostrando que eres Enriqueta.
Esto molestó a Enrique, que dejó al punto la habitación y salió al patio. ¡Lástima que precisamente aquella noche no estuviera en casa el capitán Johnson! En seguida habría decidido lo que se debía hacer.
Al ir a buscar las monturas, Enrique se animó. Los caballos parecieron sorprendidos, pero inmediatamente se mostraron dispuestos a salir aun siendo de noche y a pesar de la niebla. Guillermo llegó un momento después, seguido de cerca por Tim. El perro estaba encantado de ir con Guillermo, pues le era simpático. En cambio, por Enrique no sentía la menor simpatía.
Tim salió corriendo delante de los caballos y éstos le siguieron. Tanto Guillermo como Enrique llevaban potentes linternas, cuya luz dirigían hacia abajo para no perder de vista a Tim. Éste desapareció un par de veces, pero apenas oía que los caballos se paraban, volvía junto a ellos.
Cabalgaban por el páramo, sin seguir los raíles, naturalmente. Tim no los necesitaba para nada: conocía perfectamente el camino.
Una vez se detuvo, olfateando el aire. ¿Qué olor habría percibido? Enrique y Guillermo lo ignoraban, pero era evidente que a Tim le habría llamado la atención algún olor que el aire húmedo había llevado a su hocico.
¿Sería el olor de Julián y Dick? El aire se lo había traído fugazmente, y Tim sintió el deseo de ir a comprobar si se equivocaba o no. Pero se acordó de Jorge y Ana, y conservó resueltamente la dirección que lo llevaría, bajo la envolvente niebla, al punto donde se hallaban las niñas.
En efecto, los chicos no estaban muy lejos cuando Tim percibió su olor. Aún dormían al abrigo del follaje que los protegía del frío. ¡Si hubieran sabido que Tim estaba tan cerca con Guillermo y Enrique!… Pero no se enteraron.
Tim abría el camino sin titubear y pronto llegaron a la mina. Pero no la vieron, a causa de la niebla. La sortearon dando un rodeo, conducidos por Tim, y se dirigieron al campamento de los gitanos. Tim empezó a andar más despacio. Guillermo comprendió por qué lo hacía.
—Está cerca del sitio al que quiere llevarnos —murmuró—. ¿No te parece que sería mejor que siguiéramos a pie? Podríamos atar aquí los caballos. El ruido de sus cascos puede denunciar nuestra aproximación.
—Desde luego, Guillermo —convino Enrique, mientras se decía que Guillermo era muy inteligente. Los dos echaron pie a tierra y ataron las cabalgaduras a un árbol.
Estaban ya muy cerca de la colina a cuyo pie habían acampado los gitanos. La niebla no era allí tan densa. Los dos niños distinguieron de pronto un oscuro carromato junto a un fuego encendido todavía.
—Ahora no hagamos ruido —murmuró Guillermo—. Tim nos ha traído al campamento de los gitanos. Te aseguro que me lo imaginaba. Nuestros amigos deben de estar prisioneros cerca de aquí. ¡Mucho silencio!
Cuando los niños desmontaron, Tim los observó jadeando y con la cola caída. La herida de la cabeza le dolía mucho y se sentía raro y mareado. ¡Pero tenía que llegar junto a Jorge. ¡Por encima de todo!
Siguió su camino y entró en la cueva que se abría en la falda de la colina. Guillermo y Enrique lo siguieron a través de aquel dédalo de pasadizos, asombrados de que pasara de uno a otro con tanta seguridad. Tim no se desorientaba nunca. Le bastaba ir una vez a un sitio para no olvidar el camino jamás.
Andaba muy despacio y las patas le temblaban. Habría dado cualquier cosa por poder echarse y dejar caer su dolorida cabeza entre las patas. Pero no podía: tenía que llegar hasta Jorge. ¡Tenía que llegar por encima de todo!
Jorgina y Ana seguían durmiendo en la cámara subterránea. No estaban muy cómodas. Además, el calor era allí sofocante. De aquí que su sueño fuera intranquilo y se despertaran a cada momento. Sin embargo, estaban dormidas cuando Tim se acercó a ellas lentamente y se dejó caer a los pies de su ama.
Jorge se despertó cuando oyó los pasos de Guillermo y Enrique. Creyendo que sería el padre del Husmeador, se apresuró a rodearse la cintura con las cuerdas para parecer que seguía atada. Luego oyó jadear a Tim y encendió su linterna.
Entonces vio a Tim, a Enrique y a Guillermo. Enrique se asustó al ver a las dos niñas con las cuerdas alrededor de la cintura y se quedó mirándolas boquiabierta.
—Ah, mi querido Tim. ¡Has ido a buscar ayuda! —exclamó Jorge, abrazándolo—. ¡Cuánto me alegro de que hayáis venido, Enrique! —añadió dirigiéndose a los niños—. ¿Pero por qué no os habéis traído al capitán Johnson?
—No estaba en el picadero —repuso Enrique—. Pero he podido traer a Guillermo. Hemos venido a caballo, guiados por Tim. ¿Qué ha pasado, Jorge.
Ana despertó en este momento y se quedó atónita al ver a los visitantes. Todos empezaron a hablar precipitadamente, y sólo callaron cuando Guillermo tomó la palabra enérgicamente.
—Si queréis huir, debéis hacerlo ahora que todo el mundo duerme en el campamento de los gitanos. Tim nos guiará por esta especie de madriguera de conejos. Nosotros solos no hallaríamos nunca el camino de la salida.
—¡Vamos, Tim —dijo Jorge, sacudiéndolo cariñosamente.
Pero el pobre Tim no se sentía bien. No veía con claridad las cosas, y la voz de su ama llegaba a sus oídos confusamente. La cabeza le pesaba como si fuera de plomo y sus patas no podían sostenerle.
Eran los efectos del golpe en la cabeza. Su rápida marcha de ida y vuelta a través del páramo había dado lugar a que se sintiera peor.
—¡Está enfermo! —exclamó Jorge, alarmada—. Ni siquiera puede levantarse. ¿Qué te pasa, Tim.
—Está así por la herida de la cabeza —dijo Guillermo—. Es muy honda. Además, está agotado por las dos caminatas que ha hecho a través del páramo. No nos podrá guiar, Jorge. Nos las tendremos que componer nosotros solos.
—¡Pobre Tim —exclamó Ana, apenada, al ver al animalito echado en el suelo y sin fuerzas para moverse—. ¿Podrás llevarlo, Jorge.
—Creo que sí —repuso Jorge, levantándolo y llevándolo en brazos—. Pesa mucho, pero creo que podré hacerlo. Tal vez se reanime cuando salgamos al aire fresco.
—Pero ¿cómo podremos salir de aquí, Jorge —preguntó Ana, atemorizada—. Si Tim no puede guiarnos, estamos perdidos. Por muchas vueltas que demos por el interior de esta colina, nunca podremos salir.
—Tenemos que intentarlo —dijo Guillermo—. Vámonos. Yo iré delante. Hemos de irnos. ¡Ni más ni menos!
Salió de la cámara al corredor, y sus compañeros le siguieron. Jorge llevaba en brazos al perro. Pero pronto se detuvo Guillermo al ver que el corredor se dividía en dos.
—¿Qué ramal debemos seguir, el de la derecha o el de la izquierda? —preguntó.
Nadie lo sabía. Jorge encendió su linterna y la proyectó en todas direcciones, mientras trataba de recordar. El cono luminoso le permitió ver algo que había ante ella, en el suelo.
¡Eran dos palos, uno largo y otro corto, en forma de cruz! Jorge lanzó una exclamación.
—¡Mirad!… ¡Un patrin! Lo ha dejado el Husmeador para indicarnos el camino de la salida. Seguramente nos habrá dejado otros en todos los recodos y bifurcaciones.
Tomaron el corredor de la derecha con sus linternas encendidas. En todos los puntos dudosos veían un patrin que les señalaba el buen camino.
—¡Otra cruz! ¡Vayamos por aquí! —decía Ana.
—¡Otro mensaje! ¡Sigamos este corredor! —exclamaba Jorge.
Y, siguiendo estas señales, llegaron sanos y salvos a la boca de la cueva. Al ver la niebla incluso se alegraron. Al menos significaba que estaban al aire libre.
—Vamos por los caballos —dijo Guillermo—. Ahora cada animal tendrá que llevar dos personas.
En el preciso momento en que llegaban al sitio en que habían dejado los caballos, los perros de los gitanos empezaron a ladrar.
—¡Nos han descubierto! —exclamó Guillermo, desesperado—. ¡Corred! Si no nos marchamos en seguida, nos alcanzarán.
Aún no había terminado de hablar el muchacho, cuando oyeron una voz que les gritaba:
—¡Alto! ¡Os estoy viendo! ¡Y también a vuestras linternas! ¡He dicho que alto!