PRISIONERAS
Las dos niñas y Tim avanzaban con precaución en busca de los raíles que conducían a la mina. La suerte las acompañó y llegaron al punto en que los gitanos habían arrancado las vías hacía muchos años, y después al sitio donde los raíles empezaban de nuevo para terminar en la mina.
—¡Aquí están las vías! —exclamó Jorge—. Éste es el buen camino. Ahora nos bastará seguir los raíles para llegar a la mina. Allí estaremos más abrigadas que aquí. Esta niebla es fría y húmeda hasta lo insoportable.
—Y llegó tan de improviso —dijo Ana, dirigiendo al suelo la luz de su linterna—. No podía dar crédito a mis ojos cuando vi que la niebla nos envolvía. Yo…
Se detuvo de pronto, al oír un sordo gruñido de Tim.
—¿Qué pasa, Tim —le preguntó en voz baja.
El perro estaba inmóvil, con las orejas levantadas y la cola rígida, mirando fijamente a través de la oscuridad.
—¿Qué ocurrirá? —murmuró Ana—. Yo no oigo nada, ¿y tú?
Las dos permanecieron unos instantes a la escucha. No oyeron nada. Entonces continuaron su camino hacia la mina, diciéndose que Tim debía de haber oído pasar algún conejo o algún erizo y que por eso se había puesto a gruñir, como solía hacer en tales casos.
Tim oyó un ruido y se dirigió hacia él, perdiéndose inmediatamente en la niebla. De pronto, lanzó un agudo ladrido. Luego se oyó un golpe sordo, y Tim ya no pudo oír nada más.
—¡Tim! ¿Qué ha sucedido? ¡Tim, ven aquí! —gritó Jorge con todas sus fuerzas.
Pero Tim no volvió. Las niñas oyeron arrastrar algo pesado. Jorge corrió hacia el lugar de donde procedía el ruido.
—¡Tim! ¡Tim!, ¿qué ha pasado? —gritó—. ¿Dónde estás? ¿Estás herido?
La niebla la envolvía, y la niña, furiosa al no poder ver nada, la golpeaba con los puños.
—¡Tim, Tim!
Entonces unas manos le sujetaron los brazos por detrás y una voz le dijo:
—Ven conmigo. Ya os advertimos que no queríamos chicos curiosos en el páramo.
Jorge se defendía desesperadamente, menos preocupada por ella misma que por Tim.
—¿Dónde está mi perro? —gritó—. ¿Qué le han hecho?
—Le he dado un golpe en la cabeza —respondió la voz, que por cierto se parecía mucho a la del padre del Husmeador—. Está bien, pero tardará un poco en recobrarse. Volverás a tenerlo si eres razonable.
Pero Jorge no era razonable. Se defendía a puntapiés y puñetazos, luchaba y se retorcía como un gusano. Todo fue inútil. Las manos que la sujetaban parecían de hierro. En esto oyó gritar a Ana y comprendió que también la habían apresado.
Cuando Jorge estaba ya harta de luchar, la sacaron de la mina, en compañía de Ana.
—¿Dónde está mi perro? —preguntó Jorge llorando—. ¿Qué le han hecho?
—Tu perro está bien —repuso el gitano que la conducía—. Pero si sigues armando escándalo, le daré otro golpe en la cabeza. De modo que ¡a callar!
Jorge no volvió a rechistar. La condujeron con Ana a través del páramo. El recorrido les pareció muy largo, pero, en realidad, sólo tuvieron que ir de la mina al campamento de los gitanos, que estaba bastante cerca.
—¿Traen también a mi perro? —preguntó Jorge que no podía dejar de pensar en Tim.
—Sí, lo traemos —repuso el raptor—. Lo volverás a tener, sano y salvo, si haces lo que te ordenamos.
Jorge tuvo que contentarse con esta promesa. Fue una noche horrible. Los chicos se habían marchado, Tim estaba herido, y Ana y ella habían caído en poder de los gitanos. Además, ¡aquella implacable niebla que las envolvía! …
En las cercanías del campamento de los gitanos la niebla aparecía un poco más clara. Las montañas que estaban detrás del campamento no la dejaban avanzar. Las cautivas vieron el resplandor de un fuego y la luz de algunas linternas aquí y allá. Vieron también un grupo de hombres que, sin duda, esperaba a los secuestradores, y Ana creyó divisar al Husmeador y a Liz en último término. Pero no estaba segura de ello.
«Si pudiera hablar con el Husmeador —pensó—. Por él sabría inmediatamente si Tim está verdaderamente herido. ¡Por favor, Husmeador acércate!».
Los raptores llevaron a las niñas junto a una hoguera y las obligaron a sentarse. Un gitano exclamó, sorprendido:
—¡Pero si no son aquellos dos chicos! Habéis traído un chico y una chica. Aquéllos eran más altos.
—Las dos somos chicas —dijo Ana, pensando que tal vez aquellos hombres tratarían a Jorge menos rudamente si sabían que no era un chico—. Mi amiga es tan chica como yo.
Ana recibió un codazo de Jorge, pero no hizo caso. El momento no era oportuno para mentir. Aquellos gitanos eran muy salvajes y estaban furiosos. Juzgaban que aquellos dos chicos (Julián y Dick) les habían desbaratado los planes. Por lo tanto, si sabían que ellas dos eran chicas, tal vez las dejaran en libertad.
Empezaron a interrogarlas.
—¿Dónde están los chicos?
—No lo sabemos —repuso Ana—. Se perdieron en la niebla. Decidimos regresar y nos separamos por el camino. Jorge, digo Jorgina, y yo volvimos atrás y nos refugiamos de nuevo en la mina.
—¿Habéis oído el avión?
—Sí, claro.
—¿Habéis oído o visto caer algo?
—Verlo no, pero lo oímos —repuso Ana.
Jorge le dirigió una mirada furibunda. ¿Por qué contestaba a todo? A lo mejor lo hacía por creer que le devolverían a Tim si les decía toda la verdad. Y Jorge cambió en seguida de opinión: dejó de pensar que Ana charlaba demasiado. ¿Qué habría sido de Tim.
—¿Habéis recogido lo que tiraba el avión?
El gitano hizo esta pregunta tan de improviso, que Ana no supo qué decir. Al fin, contestó maquinalmente:
—Sí, hemos recogido algunos paquetes. Su forma era muy rara. ¿Qué había dentro?
—Eso no os importa —dijo el gitano—. ¿Qué hicisteis con los paquetes?
Jorge miró fijamente a Ana, preguntándose qué contestaría. ¿Sería capaz de revelar el secreto?
—Yo no hice nada con los paquetes —repuso Ana con el acento más cándido—. Los chicos dijeron que los esconderían y se alejaron bajo la niebla. Ya no volvieron. Entonces Jorgina y yo emprendimos el regreso a la mina. Y por el camino nos apresaron ustedes.
Los gitanos conferenciaron en voz baja. Después el padre del Husmeador habló de nuevo a las niñas.
—¿Dónde escondieron los paquetes los chicos?
—¿Cómo puedo saberlo? —exclamó Ana—. Yo no iba con ellos.
—¿Crees que todavía los llevarán consigo? —preguntó el gitano.
—¡Qué sé yo! —dijo Ana—. Eso sólo ellos lo pueden decir. Búsquelos y, cuando los encuentre, se lo pregunta. Yo no los he vuelto a ver desde que nos separamos en medio de la niebla. No sé qué ha sido de ellos ni de los paquetes.
—Seguramente se habrán perdido en el páramo —dijo el gitano de cabellos grises—. ¡Con los paquetes! Mañana saldremos en su busca y los encontraremos. No les permitiremos que se vayan a casa con… su equipaje. Mañana los tendremos aquí.
—No vendrán —dijo Jorge—. Cuando los vean, echarán a correr y ustedes no podrán alcanzarlos.
—Llevaos a estas chicas —dijo el viejo, como si de pronto se sintiera harto de ellas—. Atadlas y dejadlas en la cueva de la colina.
—¿Dónde está mi perro? —preguntó Jorge, de pronto—. ¡Quiero que me traigan a mi perro!
—No habéis querido ayudarnos —dijo el gitano de cabello gris—. Mañana os volveremos a interrogar. Y si vuestras respuestas son más satisfactorias, os devolveremos el perro.
Dos gitanos se llevaron a las niñas. Iban camino del cerro, donde se abría una gran cueva. Uno de los gitanos iba delante con una linterna; Ana y Jorge lo seguían, y el otro gitano iba detrás.
Una especie de corredor conducía al interior de la colina. El suelo estaba cubierto de arena; las paredes eran igualmente arenosas. La colina estaba surcada en todas direcciones por pasadizos que se entrecruzaban y ramificaban como las madrigueras de los conejos. Ana se preguntaba cómo era posible que los gitanos no se perdieran en aquel laberinto.
Al fin llegaron a una especie de cámara que debía de hallarse en el corazón de la colina. En el centro, profundamente clavado en el suelo cubierto de arena, había un poste, del que colgaban unas cuerdas. Las niñas las miraron atemorizadas.
¿Serían capaces de atarlas como si fueran presos peligrosos?
Fueron capaces. Les rodearon fuertemente con las cuerdas la cintura y luego las ataron al poste con sólidos nudos de gitano. Las niñas habrían tardado horas en deshacerlos si hubieran podido alcanzar los nudos con las manos.
—Aquí os quedáis —dijo uno de los gitanos mirando con sorna a las indignadas cautivas—. Tal vez mañana recordéis dónde están escondidos los paquetes.
—¡Tráiganme mi perro! —digo Jorge con voz firme.
Pero los gitanos se echaron a reír ruidosamente y salieron de la cámara subterránea.
El calor era allí sofocante. Jorge se sentía profundamente inquieta. No cesaba de pensar en Tim. Ana, en cambio, estaba demasiado rendida para preocuparse por nada, y pronto se durmió, a pesar de la posición incómoda en que estaba sentada y de que las cuerdas le apretaban la cintura y los nudos se le clavaban en la espalda.
Jorge permaneció despierta, pensando en Tim y preguntándose si sus heridas serían graves. Se sentía demasiado desgraciada para poder dormir. Se le ocurrió probar a deshacer los nudos que sentía en la espalda, pero ni siquiera pudo alcanzarlos.
De pronto creyó oír un leve rumor, semejante al que produciría un cuerpo que se deslizara por el corredor que conducía a la cámara. Jorge se asustó.
¡Si al menos estuviera Tim con ellas!
En esto oyó otro ruido: el que produce una persona al aspirar el aire por la nariz.
«¡Debe de ser el Husmeador!», pensó Jorge, dando gracias a Dios y sintiendo un profundo afecto por el sucio gitanillo.
—¡Husmeador! —le llamó a media voz, mientras encendía su linterna.
Al punto vio aparecer la cabeza del chiquillo y luego su cuerpo. Deslizándose furtivamente, a gatas, el Husmeador llegó a la cámara y miró asombrado a Jorge y a su compañera, que seguía durmiendo.
—A mí también me han atado aquí más de una vez —dijo.
—Oye, Husmeador, ¿cómo está Tim —preguntó ansiosamente Jorge—. ¡Dime! ¿Cómo está?
—Bien —repuso el Husmeador—. Sólo tenía un corte en la cabeza y se lo he lavado. Está atado también y esto lo tiene loco.
—Husmeador, escúchame —dijo Jorge balbuceando de emoción—. Ve a buscar a Tim y tráemelo. Tráeme también un cuchillo para cortar estas cuerdas. ¿Podrás hacerlo?
—¡Oh, no! ¡De ningún modo! —dijo el chiquillo, atemorizado—. Mi padre me mataría de una paliza.
—Husmeador, ¿hay algo que desees, que siempre hayas deseado? —preguntó Jorge—. Pues yo te lo daré si tú haces esto por mí. ¡Palabra!
La respuesta del Husmeador fue sorprendente.
—Quiero una bicicleta —dijo—, vivir en una casa y montar en la bicicleta para ir al colegio.
—Procuraré que se cumplan tus deseos —dijo vivamente Jorge—. Pero si tú haces lo que te he pedido: tráeme un cuchillo y a Tim. Sal de aquí sin que te vean. Estoy segura de que podrás volver sin que te pase nada, trayéndome a Tim. Piensa en la bicicleta.
El Husmeador pensó en la bicicleta, asintió con un movimiento de cabeza y se marchó tan silenciosamente como había llegado.
Jorge quedó pensativa, esperando… ¿Conseguiría el gitanillo traerle a su querido Tim o lo descubrirían al intentar hacerlo?