LA TERRIBLE NIEBLA
En efecto, los gitanos se acercaban. Se oían los ladridos de sus perros. Los cuatro niños corrieron hacia la cantera, seguidos de Tim, que iba pisándole los talones.
—Tal vez no sepan que estábamos en la mina —dijo Dick, jadeando—. Seguramente vienen a recoger los paquetes. Mientras los buscan podemos alejarnos bastante. ¡Daos prisa!
Cuando llegaron al punto en que terminaban las vías, los perros de los gitanos los oyeron y empezaron a ladrar y a gruñir.
Los gitanos se detuvieron para indagar la razón de aquellos ladridos y entonces distinguieron unas sombras que se movían a lo lejos. Estas sombras eran los cuatro niños que salían sigilosamente de la mina. Uno de los gitanos gritó:
—¡Alto! ¿Quién vive? ¡He dicho que alto!
Pero los chicos no se detuvieron. Avanzaban ya entre los rieles, alumbrándose con las linternas de Jorge y Ana. Los chicos no habían sacado las suyas, porque bastante trabajo les daba el transporte de las pesadas alfombras.
—¡Vayamos más aprisa! —murmuró Ana. Pero era imposible andar con más ligereza por aquel suelo arenoso.
—Me parece que están a punto de alcanzarnos —dijo de pronto Julián—. Mira hacia atrás, Jorge.
Jorge obedeció y al punto dijo:
—No puedo ver a nadie; no puedo ver nada. ¡Qué extraño es todo esto! ¡No sigamos, Julián! Aquí pasa algo raro…
Julián se detuvo y miró en todas direcciones. Hasta aquel momento sólo había mirado hacia el suelo para no tropezar, cosa difícil, pese a que Ana dirigía hacia sus pies el foco de su linterna. Levantó, pues, la mirada al oír el aviso de Jorge, y lanzó una exclamación de sorpresa.
—¡Mirad! ¡La niebla nos ha envuelto de pronto! Ya no se ven las estrellas. No es extraño que haya oscurecido tan de repente.
—¡La niebla! —exclamó Ana, inquieta—. Supongo que no será esa espantosa niebla que a veces se extiende por el páramo… ¿Lo es, Julián?
Julián y Dick miraban, atónitos, la espesa niebla que los rodeaba.
—Viene del mar —dijo Julián—. ¿No percibís el olor del agua salada? Ha llegado tan de improviso como nos dijeron que llega siempre. Y cada vez es más densa.
—¡Qué suerte que hayamos llegado ya a las vías! —exclamó Jorge—. ¿Qué hacemos? ¿Seguimos adelante?
Julián se detuvo un momento, pensativo.
—Los gitanos no nos seguirán con esta niebla —dijo—. Mi opinión es que escondamos este dinero en alguna parte y vayamos a avisar a la policía. Si no salimos de los raíles, no podemos perdernos. Pero hemos de tener mucho cuidado en no apartarnos de ellos, pues en este caso es seguro que nos perderíamos.
—Opino lo mismo que Julián —dijo Dick, fatigado por el excesivo peso que llevaba—. Pero ¿dónde esconderemos esto? En la mina no: nos perderíamos al buscarla a través de esta horrible niebla.
—Tengo pensado un lugar estupendo —dijo Julián, bajando la voz—. ¿Os acordáis de la vieja locomotora volcada? Podríamos introducir estos paquetes en su larga chimenea y acabarla de llenar echando arena sobre los fajos. A nadie se le ocurrirá buscar allí estos paquetes.
—¡Gran idea! —exclamó Dick—. Seguramente los gitanos no nos perseguirán hasta que se den cuenta de que los paquetes han desaparecido. Entonces creerán que nos hemos llevado el dinero, y cuando salgan en nuestra persecución, eso si se atreven a desafiar a la niebla, ya habremos recorrido la mitad del camino.
Ana y Jorge opinaron también que la idea de Julián era estupenda, verdaderamente genial.
—Nunca se me habría ocurrido pensar en la chimenea de la locomotora —dijo Ana.
—Creo que no es necesario que ni vosotras dos ni Tim vengáis con nosotros —dijo Julián—. Os podéis sentar entre los raíles y esperarnos. No tardaremos en volver. Seguiremos las vías hasta la máquina volcada, meteremos los paquetes en la chimenea y en seguida regresaremos.
—Bien —dijo Jorge, dejándose caer en el suelo—. No os olvidéis de traer las alfombras cuando volváis. En medio de esta niebla se siente frío.
Julián y Dick se alejaron, llevándose la linterna de bolsillo de Ana. Jorge se quedó con la suya, y Tim se apretujó contra ella, atemorizado por la densa nube que los había envuelto de pronto.
—Así, Tim —dijo Jorge—. Bien pegadito a nosotras. Nos darás un poco de calor. Esta niebla es muy húmeda y cada vez siento más frío.
Julián tropezó. Entonces se detuvo y miró en todas direcciones, tratando de descubrir a los gitanos. Naturalmente, no los vio: aunque hubieran estado a sólo unos metros de distancia no los habría podido ver, ya que la niebla se espesaba por momentos.
—Ahora comprendo por qué dijo Ben que la niebla tenía dedos —manifestó Julián, notando en su rostro, en sus manos y en sus piernas furtivos contactos, como si le rozaran unos dedos húmedos.
Dick asintió.
—¡Mira! —dijo dando con el codo a Julián—. Aquí está el corte de las vías. La máquina ha de estar cerca, a sólo unos metros.
Salieron con cuidado de las vías. No era posible ver el arbusto de aulaga, pero sí notar su contacto. Julián sintió en las piernas los pinchazos de las espinas. Por eso supo que estaba junto a la aulaga.
—Enciende la linterna, Dick —murmuró—. Así. ¿Ves la caseta del maquinista? Ahora pasemos al otro lado de la aulaga y encontraremos la chimenea.
—¡Aquí está! —dijo Dick segundos después—. Mírala. Ahora, a trabajar un poco. Echemos dentro los paquetes. ¡Cuántos hay! ¿Cabrán todos?
Estuvieron diez minutos introduciendo paquetes en la chimenea. Los primeros cayeron en el fondo. Uno a uno, los introdujeron todos. Entonces los apretaron con las manos.
—¡Ya están todos! —exclamó Dick, satisfecho—. Ahora echemos un poco de arena. ¡Uf, cuántas espinas tiene este arbusto! Desde luego, no se le puede calificar de acogedor.
—Los paquetes han llenado la chimenea casi por completo —dijo Julián—. Apenas queda sitio para la arena. Pero podremos echar la suficiente para que el dinero quede completamente oculto. Bueno, ya está. Ahora pon esta rama de aulaga encima. En verdad, nunca había visto un arbusto que pinchara tanto. Estoy materialmente acribillado.
—¿Oyes a los gitanos? —preguntó Dick en voz baja, cuando se disponían a volver a los raíles.
Los dos aguzaron el oído y prestaron atención.
—No oigo absolutamente nada —dijo Julián—. Sin duda, la niebla los ha asustado y habrán decidido esperar a que se disperse.
—Tal vez estén en la mina —dijo Dick—. Allí pueden esperar tranquilamente. ¡Bueno, cuanto más tiempo estén en la mina, mejor! Ahora ya no encontrarán el dinero.
—¡En marcha! —decidió Julián, dando la vuelta al arbusto—. Creo que hemos salido de las vías por aquí. Dame el brazo; no debemos separarnos. ¿Habías visto alguna vez una niebla tan espesa? Yo no. Ni siquiera me veo los pies, a pesar de la luz de la linterna.
Después de dar unos pasos, empezaron a buscar los raíles. Pero no los encontraron.
—Avancemos un poco más —dijo Julián. Y poco después cambió de rumbo.
Pero las vías no aparecían por ninguna parte. ¿Dónde estarían aquellos malditos raíles? Julián empezó a sentirse inquieto. ¿Qué harían, adónde irían si no encontraban los rieles? Era incomprensible que hubieran perdido la orientación.
Los dos muchachos iban a gatas, buscando los trozos de vía arrancados.
—¡Ya he encontrado uno! —exclamó Dick. Pero en seguida rectificó—: No, no es un trozo de vía; es un madero o algo parecido. ¡Por favor, Ju, no te apartes de mí!
Tras diez minutos de busca infructuosa, los dos hermanos se sentaron en el suelo y pusieron la linterna entre uno y otro.
—Nos hemos desviado al volver de la aulaga a los raíles, a pesar de lo cerca que los teníamos —dijo Julián—. Ahora lo único que podemos hacer es esperar a que se disipe la niebla.
—¿Qué será de Ana y Jorge —preguntó Dick, inquieto—. Busquemos un poco más. Parece ser que la niebla se va aclarando. Volvamos atrás y a ver si tenemos la suerte de tropezar con los raíles. Si la atmósfera se aclara, en seguida nos orientaremos.
Volvieron sobre sus pasos, esperanzados al ver que la niebla parecía disiparse, ya que la linterna alumbraba a mayor distancia. De vez en cuando tropezaban con algún objeto duro y al punto creían haber dado con los rieles. Pero se equivocaban. No los pudieron encontrar por mucho que buscaron.
—Gritemos —dijo Julián.
Y los dos gritaron con todas sus fuerzas:
—¡Ana! ¡Jorge! ¿Nos oís?
Se detuvieron a escuchar, pero no recibieron respuesta.
—¡JORGE! —gritó Dick—. ¡TIM!
Les pareció oír un ladrido lejano.
—Es Tim —dijo Julián—. Está por allí.
Avanzaron un poco, a tropezones, y volvieron a gritar. Pero no se oía absolutamente nada en aquella espantosa niebla que de nuevo los envolvía.
—Nos exponemos a estar andando toda la noche inútilmente —dijo Julián, descorazonado—. ¿Por qué habremos dejado a las chicas? ¿Qué haremos si mañana continúa la niebla? A veces dura varios días.
—Desecha esas horribles ideas —dijo Dick, fingiendo una resolución que estaba muy lejos de sentir—. No debemos preocuparnos por las chicas. Tim está con ellas y las puede llevar fácilmente al picadero. Para los perros no es obstáculo la niebla.
Julián se tranquilizó; no había pensado en la ayuda de Tim.
—Es verdad; me había olvidado del viejo Tim —dijo—. Bueno, ya que podemos estar tranquilos, porque sabemos que las chicas tienen un guía excelente, sentémonos a descansar. Estoy rendido.
—Aquí hay un frondoso arbusto —dijo Dick—. Sentémonos entre el ramaje, si podemos, y, por lo menos, estaremos resguardados de la niebla. Afortunadamente, este arbusto no es una aulaga.
—Ojalá —dijo Julián— hayan tenido las chicas el suficiente sentido común para no esperarnos e intentar volver al picadero siguiendo las vías. ¿Dónde estarán en este momento?
Ana y Jorge no estaban ya donde los chicos las habían dejado. He aquí lo ocurrido. Intranquilas por la larga espera, Jorge dijo a Ana:
—Debe de haberles pasado algo. ¿Y si fuéramos a pedir ayuda? Es muy fácil seguir las vías hasta el sitio en que tenemos que dejarlas para dirigirnos al picadero. Además, Tim nos guiará. ¿No te parece que debemos ir en busca de ayuda?
—Sí —dijo Ana, poniéndose en pie—. Vamos, Jorge. ¡Maldita niebla! ¡No se ve nada! Tendremos que llevar mucho cuidado para no salimos de las vías. Incluso a Tim le sería difícil orientarse en medio de esta niebla.
Los tres se pusieron en marcha. Ana seguía a Jorge y Tim seguía a Ana. El pobre animal estaba confundido: no comprendía aquel vagabundeo nocturno.
Las dos niñas avanzaban entre los raíles, despacio, dirigiendo al suelo la luz de la linterna y mirando dónde ponían los pies.
Al cabo de un rato Jorge se detuvo, sorprendida.
—¡Las vías están cortadas! —exclamó—. No lo comprendo. Recuerdo que vi su término, pero un término normal, no esta interrupción por rotura.
—¡Oh, Jorge —dijo Ana, inclinándose para examinar los raíles—. ¿Sabes lo que hemos hecho? Hemos seguido las vías hacia arriba, en vez de bajar en dirección al picadero. No sé cómo hemos podido despistarnos de este modo. Mira, aquí es donde están las vías cortadas. Por lo tanto, estamos muy cerca de la locomotora volcada y de la mina.
—¡Qué necias hemos sido! —exclamó Jorge—. Ya ves lo fácil que es perder el sentido de la orientación cuando la niebla nos envuelve.
—No tenemos la menor idea de dónde estarán los chicos —dijo Ana, atemorizada—. Lo mejor será que nos vayamos a la mina y esperemos allí hasta que amanezca. Estoy cansada y tengo frío. Nos podemos refugiar en una de esas cuevas de arena donde hay un calorcito tan agradable.
—Es lo mejor —dijo Jorge que también se sentía acobardada—. Sigamos hacia la mina. Tendremos que llevar mucho cuidado para no perdernos por el camino.