LOS GITANOS NO SON GENTE AMABLE
Julián y Dick se dirigieron al punto desde donde habían acechado la noche anterior, y trataron de recordar el lugar exacto en que habían visto el indefinible resplandor.
—Creo que salía de detrás del campamento de los gitanos, hacia la izquierda —dijo Julián—. ¿No, Dick?
—Sí, allí estaba la luz, poco más o menos —repuso Dick—. ¡Jorge y Ana, nos vamos! —añadió levantando la voz—. ¿Venís? ¡Podemos dejar todo nuestro equipaje escondido en las cuevas! ¡No tardaremos en volver!
—¡Creo que Tim se ha clavado una espina en una pata! —dijo Jorge, también a gritos—. ¡Va cojeando! ¡Ana y yo nos quedaremos para curarlo! ¡Id vosotros dos! ¡Pero no os metáis con los gitanos!
—¡Descuida! —respondió Julián—. ¡Tenemos el mismo derecho que ellos a acampar en el páramo, y ellos lo saben! ¡Bueno, os dejamos aquí con Tim. ¿De veras no nos necesitas para curarlo?
—¡No, gracias! —dijo Jorge—. ¡Lo puedo curar yo sola!
Dick y Julián se alejaron, dejando a las dos niñas enfrascadas en la cura de la pata del perro. Se había metido entre las ramas de una aulaga, persiguiendo a un conejo, y se le había clavado una espina en una pata. La espina se había roto y la punta había quedado dentro. No era extraño que Tim cojeara. Jorge habría de trabajar un buen rato para sacar aquella punta.
Julián y Dick se alejaron por el páramo. Era un día de temperatura estival, impropio del mes de abril. No se veía la más ligera nube en el cielo, un cielo tan azul como las nomeolvides.
Los jerseys daban a los chicos demasiado calor. De buena gana se los hubieran quitado, pero no lo hacían porque entonces habrían tenido que llevarlos al hombro, engorro que habría superado a la molestia del calor.
El campamento de los gitanos no estaba muy lejos, de modo que los muchachos no tardaron en llegar a las cercanías de aquel extraño cerro que se alzaba sobre la llana superficie del páramo. El campamento estaba montado al pie del promontorio. Cuando Julián y Dick se acercaron, vieron un pequeño grupo de hombres que conferenciaban con la mayor seriedad.
—Estoy seguro de que están hablando del avión —dijo Dick—. Y también de que fueron ellos quienes encendieron la luz, o el fuego, o lo que fuera. Era una señal para el piloto. No sé por qué no aterrizó.
Se acercaron al campamento, protegido por los altos arbustos de aulaga. No tenían ningún deseo de que los vieran. Afortunadamente para ellos, los perros, que estaban junto al grupo de hombres, no advirtieron su presencia.
Los dos hermanos se dirigieron al lugar en que creían haber visto el resplandor, o sea un poco a la izquierda y a espaldas del campamento.
—Aquí no hay nada de particular —dijo Julián, deteniéndose y mirando a su alrededor—. Esperaba encontrar restos de fuego.
—¡Mira! Ahí hay un gran hoyo —dijo Dick, señalando una especie de pozo—. Parece una vieja mina de arena, semejante a la que utilizamos como campamento. La única diferencia es que ésta es más estrecha. No me cabe duda de que ahí estaba el fuego.
Se acercaron a la cavidad. Era una mina mucho más profunda que la otra, y, evidentemente, había sido explotada hacía más tiempo. En el centro de la cavidad había un hoyo en cuyo fondo se veía algo extraño. ¿Qué sería aquello?
Los dos muchachos bajaron a la mina y se dirigieron al hoyo. Allí vieron un objeto de gran tamaño que apuntaba al cielo.
—Es una lámpara —dijo Julián—, un proyector de gran potencia, como el que se utiliza en los aeródromos para facilitar el aterrizaje de los aviones. Es extraño que haya aquí uno de esos reflectores.
—¿De dónde lo habrán sacado los gitanos? —preguntó Dick—. ¿Y por qué le harían señales al avión? El aparato no llegó a aterrizar, aunque, al parecer, quería hacerlo, ya que estuvo un rato dando vueltas.
—Los gitanos debieron de indicarle que no aterrizara, por algún motivo —dijo Julián—. A lo mejor, no tenían preparado algo que habían de entregarle.
—Eso es un enigma —dijo Dick—. No sé qué será, pero aquí ocurre algo extraño. Vamos a investigar por los alrededores.
Lo único que descubrieron fue un camino que conducía al reflector y continuaba hasta un poco más allá. Cuando lo estaban examinando oyeron un grito. Dieron media vuelta y vieron la figura de un gitano en el borde de la cavidad.
—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó en son de amenaza.
Acudieron varios gitanos más, y todos miraron a los chicos en actitud amenazadora.
Julián decidió ser sincero.
—Hemos acampado en el páramo para una o dos noches —dijo—. Vimos volar muy bajo un avión que describía círculos. También vimos una luz que parecía hacerle señales y hemos venido a indagar. ¿Vieron ustedes el avión?
—Quizás sí, quizás no —repuso el gitano que estaba más cerca y que era el padre del Husmeador—. ¿Qué importancia tiene eso? Todos los días vuelan aviones sobre el páramo.
—Allí hay una potente lámpara —dijo Dick, señalándola—. ¿Saben algo de ella?
—No —dijo el gitano, frunciendo las cejas—. No he visto ninguna lámpara.
—Pues nada le impide ir a echarle una mirada —dijo Julián—. Vaya a verla. Pero, francamente, me extraña que no vieran anoche su resplandor. Desde luego, el sitio es estupendo para ocultar cualquier aparato de señales.
—No sabemos nada de lámparas ni de aparatos —dijo otro gitano, el viejo de cabello gris—. Aquí acampamos siempre. No nos metemos en nada ni con nadie. Pero si alguien se mete con nosotros, procuramos que no le queden ganas de volver a hacerlo.
A la mente de los dos muchachos acudió inmediatamente el recuerdo del antiguo misterio de la desaparición de los Bartle, y experimentaron cierta intranquilidad.
—Bueno, no se preocupen, que ya nos vamos —dijo Julián—. Como les he dicho, sólo pensamos pasar aquí un par de noches. Si tanto les molesta nuestra presencia, no volverán a vernos.
En este momento, Julián vio al Husmeador, que atravesaba el grupo de hombres. Lo seguía Liz, que, por alguna razón que sólo ella conocía, andaba sobre sus patas traseras. El Husmeador enlazó con su mano el brazo de su padre.
—Estos chicos son buenos —dijo—. Ya sabes que Clip se curó de la pata gracias a ellos.
Pero la única respuesta que obtuvo fue un golpe brutal que lo derribó. Liz se puso sobre sus cuatro patas, corrió hacia su amito y empezó a lamerlo.
—¡Déjelo en paz! —exclamó Julián, indignado—. ¡No tienen ningún derecho a maltratarlo de ese modo!
El Husmeador había lanzado un grito tan agudo que varias mujeres salieron de los carromatos, que no estaban lejos de allí, y llegaron corriendo para ver qué sucedía. Se produjo una violenta disputa entre los hombres y las mujeres. Todas estaban indignadas. Una de ellas se había arrodillado junto al pobre Husmeador y le pasaba un trapo húmedo por la cabeza.
—Vámonos. Creo que es lo mejor que podemos hacer —dijo Julián a Dick—. ¡Qué gente tan huraña! Sólo el pobre Husmeador es una buena persona. Ha salido en nuestra defensa.
Los dos muchachos emprendieron inmediatamente el regreso. Se felicitaban de poder alejarse de los gitanos y de sus perros. Varias cosas les habían llamado la atención. Aquellos hombres habían dicho que no sabían nada de la lámpara, pero era evidente que mentían: nadie más que ellos podían haberla encendido aquella noche.
Cuando se reunieron con las chicas, les contaron lo ocurrido.
—Debemos regresar —dijo Ana—. Aquí sucede algo raro. Sin saber cómo, nos vamos a ver enzarzados en una aventura.
—Nos quedaremos una noche más —decidió Julián—. Quiero ver si vuelve el avión. Los gitanos no saben dónde hemos acampado. El único que está enterado es el Husmeador, pero estoy seguro de que no lo dirá. Ha demostrado ser un valiente al defendernos estando delante su padre.
—Bien, nos quedaremos —dijo Jorge—. No quiero que Tim ande demasiado hoy. Creo que le he sacado la espina de la pata, pero todavía no puede apoyarla en el suelo.
—Pero hay que ver cómo corre con tres patas —dijo Dick, mirando a Tim, que correteaba por la mina en persecución de los conejos, como era su costumbre.
—La cantidad de arena que ha removido es enorme —dijo Julián, observando los numerosos agujeros que había abierto en las bocas de las madrigueras—. Habría sido una gran ayuda para los Bartle cuando cavaban para sacar arena. ¡Pobre Tim. Con su pata enferma, no caza ni un conejo.
Pero Tim seguía corriendo con tres patas. Le encantaba que todos estuvieran pendientes de él cuando le sucedía algo, y hacía todo lo posible por sacar el máximo partido de su cojera.
Aquel día lo dedicaron al descanso, pues hacía demasiado calor para trabajar. Fueron a la fuente, se sentaron, y sumergieron los pies en el riachuelo, deliciosamente fresco, que el manantial había formado. Después dedicaron un rato a examinar de nuevo la vieja locomotora, volcada y medio enterrada.
Dick empezó a quitar la arena que cubría la caseta del maquinista, trabajo al que contribuyeron todos en seguida. Poco después habían dejado al descubierto las palancas e intentaron moverlas. Naturalmente, no lo consiguieron.
—Pasemos al otro lado del macizo de aulagas —dijo Dick—. Así podremos ver la chimenea de la locomotora. Pero, ante todo, apartemos estas matas espinosas que me están acribillando. Se comprende que el pobre Tim no se atreva a acercarse.
Para ver bien la máquina, tuvieron que cortar algunas aulagas que la cubrían.
Todos se asombraron al ver la chimenea, tan larga como todas las de las primeras locomotoras que se construyeron.
—Está llena de arena —dijo Dick, empezando a escarbar para extraerla.
Al no estar muy apretada la arena, pronto pudo verse el interior de la chimenea.
—Es increíble que pudiera salir humo de esta extraña y vieja chimenea —continuó Dick—. ¡Pobre cacharro! Hace años y años que está aquí, y ya nadie se acuerda de él. Es raro que no hayan intentado rescatarla.
—Recuerda lo que nos dijo el herrero —intervino Jorge—. La hermana de los Bartle no quiso saber nada de las vías ni del tren que venía a recoger la arena. Desde luego no hay que pensar en que una persona sola pueda mover este trasto tan grande.
—A lo mejor —dijo Ana—, somos nosotros los únicos que sabemos dónde está esta vieja locomotora. Está tan escondida que sólo se la puede descubrir por casualidad.
—De repente, se me ha abierto el apetito —dijo Dick, dejando de sacar arena de la chimenea—. ¿Y si comiéramos algo?
—Nos queda comida para un día o dos —advirtió Ana—. Luego tendremos que ir al picadero, para traer más provisiones o para quedarnos.
—Quiero pasar otra noche aquí —declaró Julián— para ver si vuelve el avión.
—Nos quedaremos —dijo Jorge—. Y esta noche vigilaremos todos. Será divertido. Ahora vayamos a comer algo. ¿No te parece, Tim.
Tim demostró que le parecía bien. Seguía andando sólo con tres patas, aunque ya no le dolía la que le había curado Jorge. Era un farsante.