Capítulo XII

EL PEQUEÑO FERROCARRIL

El día era caluroso. Los chicos habían almorzado antes de salir, pues la señora de Johnson opinaba que era más fácil llevar la comida dentro que afuera.

Incluso Tim transportaba algo. Jorge dijo que el perro debía participar de las obligaciones del grupo, y le habían atado sobre el lomo un paquetito de sus galletas preferidas.

—Es lo justo, Tim —le dijo—. Ahora tú también llevas tu carga. Pero no vayas olfateando tus galletas por el camino. No se puede andar con la cabeza vuelta. Deberías estar acostumbrado al olor de las galletas.

Los cinco se dirigieron a las vías del ferrocarril, o, por lo menos, hacia donde suponían que estaban. No les fue fácil descubrirlas bajo los brezos; pero, al fin, lo lograron.

Julián se alegró. No le seducía tener que ir a la ciudad para encontrar el principio y entonces volver a internarse en el páramo siguiendo los raíles.

Fue Ana quien los descubrió, al pisarlos inesperadamente.

—¡Venid! —exclamó—. ¡Aquí están! He tropezado con la vía, mirad. Apenas se ve.

—Bien —dijo Julián.

Y, desde este momento, el grupo conducido por Julián avanzó entre las dos vías viejas y oxidadas. En algunos puntos faltaban trozos de vía; en otros, los brezos las habían cubierto de tal modo, que si el grupo no hubiera sabido que tenía que avanzar en línea recta, se habría perdido. A veces los raíles desaparecían, y entonces los chicos se veían obligados a escarbar en el suelo para encontrarlos.

Hacía mucho calor. Las mochilas resultaban una carga demasiado pesada. El paquete de galletas que llevaba Tim empezó a resbalar de su lomo y, al fin, le quedó colgando entre las patas. Esto le molestaba. Jorge le sorprendió sentado y tratando de abrir el paquete con los dientes. Y la niña afirmó nuevamente el paquete en el lomo de Tim.

—Si no fueras siempre persiguiendo a los conejos, el paquete no bailaría ni resbalaría. Ahora lo tienes bien puesto, Tim. Anda como es debido y no se te volverá a resbalar.

Siguieron avanzando durante largo rato entre los rieles, que a veces describían grandes curvas para esquivar algún peñasco. Después el suelo apareció más arenoso y los brezos menos tupidos. Era más fácil ver las vías, aunque la arena las cubría a trechos.

—Necesito descansar —dijo Ana, dejándose caer en los brezos—. Si no descanso, pronto empezaré a jadear y a sacar la lengua como Tim.

—Estas vías parecen no tener fin —dijo Dick—. El suelo es tan arenoso, que lo natural sería que estuviéramos cerca de la mina de arena.

Todos se habían dejado caer sobre los brezos. Estaban cansados y tenían sueño. Julián bostezó y se irguió en seguida.

—Esto no puede seguir así —dijo—. Si nos quedamos dormidos, por nada del mundo nos volveremos a poner en marcha con nuestras pesadas mochilas. ¡Levantaos, perezosos!

Todos se pusieron inmediatamente en pie. El paquete de galletas que llevaba Tim en el lomo había vuelto a resbalar hasta colgar entre sus patas, y Jorge tuvo que ponérselo de nuevo en su sitio. Tim no se movió. Jadeaba y tenía la lengua colgando. Se decía que las galletas eran un estorbo y que lo mejor habría sido comérselas.

La arena era cada vez más abundante, y pronto encontraron los niños grandes trechos arenosos sin brezos ni ninguna clase de hierba. El viento levantaba la arena, y los cinco se veían obligados a cerrar los ojos.

—¡Mirad! Los carriles acaban aquí —dijo Julián, deteniéndose de pronto—. Están partidos. La máquina no puede estar lejos.

—Tal vez vuelvan a aparecer cerca de aquí —dijo Dick, empezando a buscar por los alrededores.

Pero no encontró la continuación y volvió al lugar donde terminaban los raíles.

—No lo entiendo —declaró Dick—. Aquí no hay ninguna mina de arena. Lo lógico es que el ferrocarril llegara hasta la misma mina, ya que los vagones se llenaban aquí para transportar la arena a Milling Green. ¿Dónde está la mina? ¿Por qué terminan aquí los raíles?

—Desde luego, la mina debería estar cerca de aquí —dijo Julián—. A lo mejor hay otras vías en alguna parte que conducen a la mina. Busquemos la mina primero. Aunque me extraña no haberla descubierto ya.

En verdad, no era fácil descubrirla, pues estaba oculta por una gran masa de altos y frondosos arbustos de aulaga. Tras ellos había un enorme pozo, que era, evidentemente, una mina de arena.

—¡Aquí está! —gritó Dick—. ¡Mirad! No cabe duda de que aquí había una mina de arena. Deben de haber sacado cientos de toneladas.

Todos se acercaron y lo contemplaron con asombro.

Era un pozo enorme, ancho y profundo. Los chicos se despojaron de sus mochilas y se lanzaron hacia el fondo. Sus pies se hundieron en la fina arena.

—Las paredes están llenas de agujeros —dijo Dick—. En mayo deben de anidar aquí centenares de parejas de vencejos.

—También hay cuevas —dijo Jorge, asombrada—. Si llueve podremos refugiarnos en ellas. Algunas parecen muy profundas.

—Pues yo no estaría tranquila dentro de una de esas cuevas —declaró Ana—. Temería quedar sepultada por un desprendimiento. Es una arena muy floja. Mira.

Y rascó la arena con la mano, lo que bastó para que se desmoronase.

—¡He encontrado las vías! —gritó Julián—. ¡Mirad! ¡Están aquí!… Están casi cubiertas de arena. He tropezado casualmente con un riel y está tan oxidado que poco ha faltado para que se rompiera.

Todos se acercaron a Julián, incluso Tim. Estaba encantado en el arenal. ¡Cuántas madrigueras de conejo habría por allí! Iba a divertirse como nunca.

—Sigamos estas vías —dijo Julián.

Todos echaron a andar apartando con los pies la arena que cubría a trechos los raíles, y los fueron siguiendo paso a paso, desde la mina hacia el punto donde terminaban los que venían en dirección opuesta.

Cuando estaban cerca de estos últimos, vieron que los que iban siguiendo estaban cortados también. Algunos de los trozos de vía arrancados, se veían, oxidados, entre los brezos próximos.

Los niños observaban todo esto con vivo interés.

—Estoy seguro de que estos destrozos los hicieron los gitanos en tiempos de los Bartle —dijo Dick—. Tal vez el día en que los atacaron. ¡Mirad! ¿Qué es esa masa informe que se ve ahí, medio oculta por los brezos?

Los niños se acercaron a aquello. Tim hizo lo mismo.

La extraña masa no debió de gustarle, pues empezó a gruñir.

Julián levantó un pequeño trozo de vía y apartó los arbustos de aulaga que habían crecido alrededor de aquella forma oscura hasta casi ocultarla.

—¿Sabéis lo que es esto? —exclamó, sorprendido.

Sus compañeros se acercaron más para verlo mejor.

—¡La locomotora! La pequeña máquina de que nos habló Ben, el herrero —dijo Dick—. Al salirse de las vías rotas, vino a volcar aquí. Y, año tras año, han ido creciendo estos arbustos de aulaga y la han ocultado casi enteramente. ¡Pobre locomotora!

Julián siguió apartando arbustos.

—¡Qué máquina tan vieja y tan extraña! —comentó—. ¡Mirad qué chimenea! ¡Y fijaos en la caldera, pequeña y redonda! Esto es la garita del maquinista. Esta maquinita no debía de tener mucha fuerza, sólo la necesaria para arrastrar algunos pequeños vagones.

—¿Qué habrá sido de ellos? —preguntó Ana.

—Debió de ser fácil levantarlos, colocarlos en las vías y llevarlos a la ciudad —dijo Dick—. Pero para levantar la locomotora hacían falta grúas. Ni una docena de hombres es suficiente para llevarla desde aquí a las vías.

—Los gitanos debieron de atacar a los Bartle bajo la niebla, después de cortar las vías para que la locomotora volcara —dijo Julián—. Tal vez usaron los trozos de vía como armas. Lo cierto es que la batalla la ganaron ellos, ya que ni uno solo de los Bartle volvió del páramo.

—Sin duda, algunos vecinos del pueblo vinieron a indagar, con el deseo de saber lo sucedido —dijo Jorge, tratando de reconstruir con la imaginación los dramáticos sucesos de aquellos días ya lejanos—. Seguramente encontraron los vagones y los llevaron a Milling Green empujándolos. Pero no pudieron llevarse la locomotora.

—Lo mismo creo yo —dijo Julián—. ¡Qué susto debieron de llevarse los Bartle cuando vieron aparecer a los gitanos como fantasmas entre la niebla!

—¡Quiera Dios que no lo soñemos esta noche! —dijo Ana.

Volvieron a la mina. Dick propuso:

—¿No os parece que podríamos acampar aquí? La arena es seca y blanda. Podríamos improvisarnos unas camas estupendas. Ni siquiera necesitaremos las tiendas: las paredes de la mina nos protegerán del viento.

—Es verdad; acampemos aquí —dijo Ana, entusiasmada—. Tenemos incluso unos bonitos agujeros para guardar las cosas.

—¿Y el agua? —preguntó Jorge—. Necesitamos tener agua cerca. ¡Tim, ve a buscar agua! ¡Bebe, Tim, bebe! ¿No tienes sed? Me parece que sí: llevas la lengua colgando como una bandera.

Tim ladeó la cabeza al oír lo que Jorge le decía. ¿Agua? ¿Beber? Sabía perfectamente lo que significaban estas palabras y echó a correr, olfateando el aire, seguido por la mirada de Jorge.

El perro desapareció detrás de unos arbustos y no tardó más de medio minuto en volver. Jorge lanzó un grito de alegría al verlo.

—¡Ha encontrado agua! ¡Mirad, tiene la boca chorreando! ¿Dónde está el agua, Tim.

El perro agitó la cola vivamente, feliz de que su ama estuviera satisfecha de él, y volvió a internarse en los arbustos seguido por los muchachos.

Tim condujo a sus dueños a una pequeña zona donde las plantas eran verdes. Allí brotaba un manantial que espejeaba bajo el sol. El agua caía en un pequeño canal que la fuente misma había abierto en la arena, corría por la superficie un corto trecho y luego volvía a desaparecer bajo tierra.

—Gracias, Tim —dijo Jorge—. Julián, el agua de aquí ¿es buena para beber?

—Estoy seguro de que ésta lo es —respondió Julián. Y añadió, señalando hacia la derecha—: Los Bartle debieron de instalar una cañería en aquel banco de arena para recoger el agua de otra fuente mayor. Esto salta a la vista. Fue una idea que nos vendrá estupendamente.

—¡Y tanto! —exclamó Ana—. Está muy cerca de la mina, y tan fría como el hielo. Probadla y veréis.

Todos la probaron, bebiendo en el hueco de la mano. Era un agua pura y fresquísima. El páramo debía de estar lleno de fuentecillas que fluían como aquélla por debajo de la arena. Esto explicaba las alegres zonas verdes que aparecían aquí y allá.

—Ahora sentémonos a merendar —dijo Ana, abriendo su mochila—. Aunque hace demasiado calor para tener apetito.

—No generalices, Ana —protestó Dick—. Yo tengo un apetito excelente a pesar del calor.

Todos se sentaron en la soleada mina, sobre la caldeada arena.

—¡Qué soledad tan magnífica! —exclamó alegremente Ana—. ¡No hay un alma en varios kilómetros a la redonda!

Pero se equivocaba. Había alguien, y mucho más cerca de lo que ella creía.