Capítulo X

LOS MENSAJES DEL HUSMEADOR

Los niños se divirtieron en la herrería haciendo funcionar los fuelles, viendo llamear el fuego y observando cómo tomaban forma las herraduras al rojo vivo. Jim era listo y rápido. Daba gusto verlo trabajar.

—Ya sé que habéis estado escuchando las viejas historias de mi abuelo —dijo—. Es todo lo que hace ahora: recordar. Pero si quiere, puede hacer una herradura tan bien como yo… Voy a herrar el último… ¡Quieto, Sultán!… ¡Ya está!

Los cinco niños emprendieron el regreso. La mañana era espléndida. El camino estaba bordeado de celidonias que emitían destellos dorados.

—Todas brillan como el oro —dijo Ana, poniéndose dos o tres en el ojal. Y, en verdad, se diría que las habían bruñido pétalo por pétalo, pues relucían como el esmalte.

—¡Qué historia tan impresionante nos ha contado Ben! —dijo Julián—. ¡Y qué bien la ha relatado!

—Tan bien, que ya no me atrevo a volver al páramo —dijo Ana.

—No seas miedosa —le reprochó Jorge—. Eso ocurrió hace muchos años. Me gustaría saber si los gitanos de ahora conocen esta historia. A lo mejor fueron sus abuelos los que pelearon con los Bartle bajo la niebla.

—Desde luego, el padre del Husmeador tiene aspecto de ser capaz de llevar a cabo un plan semejante —dijo Enrique—. ¿Por qué no seguimos el camino que ellos tomaron? Así podremos ver si sabemos descifrar los mensajes que el Husmeador dijo a Jorge que dejaría.

—Buena idea —aprobó Julián—. Iremos esta tarde. Me parece que ya ha pasado la hora de la comida. Todos consultaron su reloj.

—Sí, llegaremos tarde —dijo Jorge—. Pero esto les pasa a todos cuando van a la herrería. No os preocupéis. Estoy segura de que la señora Johnson nos habrá preparado alguna comida especial.

En efecto, así era. Había un gran plato de estofado para cada uno, diversas y apetitosas hortalizas, y un budín de dátiles para postre. ¡Qué buena era la señora de Johnson!

—Las tres chicas tendréis que lavar los platos —dijo la señora—. Hoy tengo mucho trabajo.

—¿Por qué no nos ayudan los chicos? —preguntó Jorge en el acto.

—Lo haré yo sola —dijo Ana, haciendo una mueca—. Los cuatro chicos os podéis ir a las caballerizas.

Dick le dio un empujón amistoso.

—Bien sabes que te ayudaremos por mal que lo hagamos. Yo prefiero secar. Sólo de ver esos residuos de comida que flotan en el agua, me dan náuseas.

—¿Podremos ir al páramo esta tarde? —preguntó Jorge.

—Sí, desde luego —le contestó la señora de Johnson—. Pero si queréis llevaros merienda, os la tendréis que empaquetar vosotros mismos. He de llevar a los pequeños a montar, y todavía hay uno al que hay que llevarle el caballo de la brida.

A las tres todos estaban preparados para partir, con la merienda empaquetada. Montaron en los caballos que se paseaban por el campo y emprendieron la marcha alegremente.

—Ahora veremos si somos tan listos como creemos para descifrar los mensajes de los gitanos —dijo Jorge—. Tim, si continúas persiguiendo a todos los conejos que ves, te dejaremos atrás.

Se internaron en el páramo, después de pasar por lo que había sido el campamento de los gitanos. Sabían la dirección que llevaban los carromatos por las señales que habían dejado las ruedas. Era sumamente fácil seguir a la caravana: cinco pesados carros dejan claras huellas en el camino.

—Aquí hicieron su primer alto —dijo Julián, dirigiéndose a un lugar donde la tierra ennegrecida demostraba que se había encendido fuego—. Cerca de aquí debe haber algún mensaje.

Lo buscaron. Jorge lo encontró.

—¡Aquí está —gritó—, detrás de este árbol, bien resguardado del viento!

Todos echaron pie a tierra y acudieron al lado de la niña. En el suelo había un patrin en forma de cruz, con su palo largo señalando la dirección seguida por el Husmeador. Cerca se veían los palitos indicadores de que había pasado un carromato, y ante los palitos, la hoja grande y la hoja pequeña, con piedras encima para que no se las llevara el viento.

—¿Qué significan esas hojas? —preguntó Dick—. ¡Ah, sí! El Husmeador y su perro. Los palitos nos demuestran que vamos por buen camino. Aunque eso ya lo sabíamos por el fuego.

Los niños montaron de nuevo en sus caballos y continuaron la marcha.

Les fue sumamente fácil encontrar e interpretar los mensajes. Sólo una vez se detuvieron, perplejos. Esto ocurrió al llegar a un punto donde había dos árboles y no se veía entre los brezos ningún indicio de que la caravana hubiera acampado allí.

—Estos brezos son tan tupidos, que sus ramas han vuelto a unirse después de pasar los carromatos, y no ha quedado ningún rastro de la caravana —dijo Julián, bajando de su caballo y examinando atentamente los brezos que lo rodeaban, sin encontrar ninguna huella.

—Continuemos —dijo—. A lo mejor encontramos cerca de aquí alguna señal de que han acampado.

Pero, al recorrer un buen trecho sin encontrarla, se detuvieron desconcertados.

—Hemos perdido el rastro —dijo Dick—. Por lo visto, no tenemos nada de gitanos.

—Volvamos atrás, hasta aquellos dos árboles —propuso Jorge—. Desde aquí los vemos. Si allí es tan fácil perder el camino, debe de haber algún mensaje aunque no haya quedado ninguna huella de campamento. Bien mirado, el mensaje se deja precisamente para indicar el camino donde se sospecha que los que vienen detrás pueden seguir una dirección equivocada.

Hicieron dar media vuelta a los caballos y se dirigieron a los dos árboles, donde esperaban encontrar el mensaje del Husmeador. En efecto, allí estaba, cuidadosamente dispuesto entre los dos árboles, de modo que nada pudiera ocultarlo. Lo descubrió Enrique.

—Aquí están la cruz, los palitos y las hojas —dijo—. Pero mirad: el palo largo de la cruz apunta hacia el Este, y nosotros nos dirigíamos hacia el Norte. No es extraño que no encontráramos ningún rastro de la caravana.

Se encaminaron hacia el Este, a través de los frondosos brezos primaverales, y pronto hallaron huellas del paso de la caravana: ramitas desprendidas de los brezos y roderas en un espacio de tierra blanda.

—Esto va bien —dijo Julián, complacido—. Empezaba a creer que la cosa era demasiado fácil, pero veo que no es así.

Siguieron cabalgando durante dos horas. Entonces decidieron detenerse a merendar. Se sentaron en un claro del bosque, rodeado de fresnos silvestres y ante un exuberante grupo de primaveras.

Tim vacilaba: no sabía si dedicarse a cazar conejos o a esperar los bocados que le arrojaran los niños de su merienda.

Finalmente, optó por las dos cosas: correr detrás de un conejo imaginario y regresar para recibir los obsequios de los muchachos.

—Nos conviene mucho más que la señora Johnson nos prepare bocadillos de tomate, lechuga y cosas así —dijo Enrique—, pues son sólo para nosotros. Pero cuando nos los hace de sardinas o de huevo, Tim nos deja a media ración.

—Hablas por hablar, Enriqueta —dijo Jorge—. Nadie te obliga a darle nada a Tim.

—Ahora te llamará Jorgina —murmuró Dick al oído de Jorge.

—Lo cierto es, Jorgina —dijo Enrique haciendo una mueca—, que me es imposible negarme a dar a Tim un bocadillo o dos cuando se pone delante de mí y me mira con una expresión de súplica.

—¡Guau! —ladró Tim, sentándose frente a Enrique con la lengua fuera y los ojos fijos en ella.

—Me produce el efecto de que me hipnotiza —se quejó Enrique—. Llámalo, Jorge. Soy incapaz de comerme un solo bocadillo o un trozo de pastel. Por favor, Tim; deja ya de mirarme a mí y mira a otro.

Julián consultó su reloj.

—Mi opinión es que no nos entretengamos demasiado merendando —dijo—. Desde luego, tenemos una temperatura de verano y las tardes son hermosas, despejadas… Pero todavía no hemos llegado al campamento de los gitanos, y pensad que después tenemos que regresar. Reanudemos la marcha, ¿no os parece?

—Sí —dijeron todos, volviendo a montar en sus caballos y poniéndose en camino.

De pronto, cuando menos lo esperaban, vieron que les era sumamente fácil seguir a la caravana, pues pasaron a un suelo arenoso, donde había muchos trechos despejados, en los que se distinguían claramente las huellas de las ruedas.

—Si seguimos dirigiéndonos hacia el Este, pronto llegaremos a la costa —dijo Dick.

—No, el mar está todavía muy lejos —replicó Julián—. ¡Mirad! Allá lejos se ve un cerro o algo parecido. Es la primera vez que vemos en esta llanura algo que no es llano.

Las huellas de los carros se dirigían al cerro, que, cuando se acercaron, les pareció mucho más alto.

—Estoy segura de que los gitanos están allí —dijo Jorge—. Ese cerro les debe de proteger del viento del mar. Me parece que ya distingo algún carromato.

En efecto, allí estaban los carros. Los brillantes colores de sus toldos se veían claramente en la ladera de la colina.

—Han tendido su ropa lavada, como de costumbre —dijo Ana—. La veo flamear al impulso del viento.

—Podemos ir a preguntarle si Clip está completamente bien —propuso Julián—. Será una excelente excusa para acercarnos a ellos.

Avanzaron directamente hacia el grupo de carromatos. Apenas oyeron el golpeteo de los cascos de los caballos, aparecieron ante los chicos cuatro o cinco hombres. Su actitud no era nada acogedora. Los miraban en silencio. El Husmeador salió también y gritó:

—¡Clip está ya curado!

Su padre le dio un empujón, mientras murmuraba algo en son de amenaza, y el chiquillo desapareció debajo del carromato más próximo.

Julián se acercó al padre del Husmeador.

—Su hijo ha dicho que Clip está ya curado. ¿Dónde lo tienen?

—Allí —respondió el gitano, a la vez que señalaba el lugar con un movimiento de cabeza—. Pero no es necesario que lo veáis. Está completamente bien.

—Tranquilícese —dijo Julián—. Sólo queríamos saber cómo estaba.

Y añadió:

—Este lugar es muy pintoresco y está bien resguardado. ¿Piensan pasar mucho tiempo aquí?

—Eso no os importa —dijo un gitano viejo con acento hostil.

—Perdone —respondió Julián, sorprendido—. Era simplemente una pregunta de cortesía.

—¿Adónde van a buscar el agua? —preguntó Jorge—. ¿Hay alguna fuente cerca de aquí?

Nadie le contestó. Otros gitanos se unieron a los cuatro o cinco que estaban ya allí. También se acercaron tres perros sarnosos. Tim empezó a retroceder.

—Marchaos antes de que nuestros perros se arrojen sobre vosotros —dijo rudamente el padre del Husmeador.

—¿Dónde está Liz? —preguntó Jorge, acordándose de pronto de la perrita del niño gitano.

Pero antes de que le contestaran, los tres perros se lanzaron contra Tim. A éste no le fue fácil librarse de ellos, pues aunque eran mucho más pequeños que él, tenían un genio endiablado.

—¡Llame a esos perros! —gritó Julián, viendo que Jorge iba a apearse del caballo para correr en ayuda de Tim, y temiendo que la mordieran—. ¿Me oye? ¡Llame a esos perros!

El padre del Husmeador lanzó un silbido y los tres perros se apartaron de Tim de mala gana, con el rabo entre piernas. Jorge sujetó a Tim por el collar para impedirle que persiguiera a sus contrincantes.

—Monta a caballo, di a Tim que nos siga y vámonos —gritó Julián, temiendo algún ataque de los silenciosos y hostiles gitanos.

Jorge obedeció. Tim corrió tras ella y todos se alejaron de aquella desagradable gente.

Los gitanos los siguieron con la vista, en silencio.

—¿Qué les pasa? —preguntó Dick—. ¡Cualquiera diría que están urdiendo otro plan como el de su lucha con los Bartle!

—No te metas con ellos —dijo Ana—. Estoy segura de que algo planean. Por eso han venido a este lugar apartado y solitario. Nunca me volveré a acercar a ellos.

—Han creído que veníamos como espías, para averiguar algo —dijo Dick—. Ni más ni menos. ¡Pobre Husmeador. ¡Qué vida que lleva!

—Ni siquiera hemos podido decirle que hemos entendido perfectamente sus mensajes —dijo Jorge—. En fin, yo creo que aquí no ocurre nada interesante, que esto no llegará a ser nunca una aventura.

¿Tenía razón? ¿Se equivocaba? Julián miró a Dick, y Dick le devolvió la mirada, arqueando las cejas. Ignoraban si sería o no una aventura. ¡El tiempo lo diría!