EL HERRERO CUENTA UNA HISTORIA
—Pues verá —dijo Julián, tomando la palabra—. Ayer fuimos a caballo al Páramo Misterioso, y una de las cosas que deseamos saber es por qué se le llama así. ¿Ha habido en él algún misterio?
—¡Oh, allí ha habido muchos misterios! —repuso el viejo Ben—. Gente que se ha perdido y no ha regresado nunca…, ruidos inexplicables…
—¿Qué clase de ruidos? —preguntó Ana, curiosa.
—Cuando yo era un chiquillo pasé muchas noches en el páramo —dijo gravemente el viejo Ben— y oí los ruidos más extraños: gritos penetrantes, aullidos, quejas, rumores como de grandes alas…
—Bien, pero todos esos sonidos los pueden producir los mochuelos, las zorras y otros animales —dijo Dick—. Una vez, en un granero, una lechuza lanzó cerca de mi cabeza un grito que me puso los pelos de punta. Si no hubiera visto que era una lechuza, habría huido, presa de pánico.
Ben se echó a reír, y su rostro quedó convertido en un muestrario de pliegues y arrugas.
—Total, que no sabemos por qué se llama Páramo Misterioso —dijo Julián—. ¿Es muy antiguo ese nombre?
—Cuando mi abuelo era un muchacho, esa tierra árida se llamaba Páramo Brumoso —recordó el viejo herrero—. Fijaos bien: Brumoso, no Misterioso. El nombre se debía a la niebla que se formaba en el mar, subía por la costa y quedaba estacionada en el páramo. Tan densa era que no se veía a un palmo de distancia. Yo mismo me perdí una vez en una de estas nieblas. ¡Qué miedo pasé! Se arremolinaba a mi alrededor como si tuviera vida, se ceñía a mí y yo notaba en todo mi cuerpo el contacto de sus manos húmedas y frías.
—¡Qué horror! —exclamó Ana, estremeciéndose—. ¿Y qué hizo usted entonces?
—Lo primero, echar a correr —repuso Ben, sacando su pipa vacía y examinándola—. Corrí entre los brezos y las aulagas, me caí más de una docena de veces, y la niebla no cesaba de perseguirme ni de tocarme con sus dedos húmedos. Quería atraparme. Lo sé porque todos los viejos que conocen el páramo dicen que el mayor afán de aquella niebla era aprisionar a las personas.
—Pero, al fin y al cabo, no era más que niebla —dijo Jorge, juzgando que el herrero exageraba—. ¿Sigue habiendo niebla en el páramo?
—Sí —repuso Ben llenando lentamente su pipa—. En otoño es cuando más hay, pero también puede llegar de improviso en cualquier época del año. Yo la he visto aparecer en las últimas horas de un hermoso día de verano. Se arrastra como una serpiente, y si no la ves a tiempo, te atrapa.
—¿Te atrapa? ¿Qué quiere usted decir? —preguntó Jorge.
—La niebla puede durar muchos días —explicó Ben—. Y si hay en el páramo alguien que se ha desorientado, se pierde definitivamente y ya no vuelve jamás. No te rías, jovencito. Hablo por experiencia.
El herrero contempló su pipa y empezó a desenterrar viejos recuerdos.
—Ahora —dijo— me viene a la memoria la señora Banks, una vieja que se internó con su cesta en el páramo para coger arándanos. La sorprendió la niebla, y no volvió a saberse de ella. También recuerdo el caso de Víctor, un muchacho que un día, en vez de ir al colegio, se internó en el páramo, y la niebla lo asió con sus garras.
—Tendremos que estar muy alerta cuando viajemos a caballo por el páramo —dijo Dick—. Es la primera vez que oigo hablar de ese peligro.
—Sí. Id con los ojos muy abiertos —dijo Ben—. Mirad hacia el lado de la costa, pues es de allí de donde viene. Pero ahora, no sé por qué, no hay tanta. No ha aparecido ninguna masa de niebla verdaderamente temible desde hace lo menos tres años.
—Lo que nos gustaría saber —dijo Enriqueta— es por qué ha cambiado de nombre y ahora se llama Páramo Misterioso. Se comprende que se llamara Páramo Brumoso, pero ¿qué explicación tiene que ahora se le llame Páramo Misterioso?
—Pues veréis. El cambio ocurrió hace unos setenta años, cuando yo era un niño —dijo Ben, encendiendo su pipa y aspirando el humo con toda su fuerza.
Estaba rebosante de satisfacción. Pocas veces había tenido un auditorio que demostrara tanto interés como aquellos cinco muchachos. Incluso el perro permanecía inmóvil, escuchando.
—Eso ocurrió cuando la familia Bartle construyó el pequeño ferrocarril… —empezó a decir. Pero hubo de detenerse ante las exclamaciones de sus cinco oyentes.
—¡Eso es lo que queríamos saber!
—¿Usted sabe lo del ferrocarril?
—¡Siga, siga!
En este momento el herrero debió de notar algo anormal en el funcionamiento de su pipa, pues se enfrascó en su reparación, y ocupado en ello estuvo un rato tan desesperantemente largo para su auditorio, que Jorge deseó ser caballo para poder desahogar su impaciencia pateando.
—La familia Bartle era numerosa —dijo al fin Ben—. Muchos chicos y una sola niña de constitución enfermiza. Los chicos eran muy fuertes. Lo recuerdo muy bien, porque daban unos puñetazos terribles. Uno de ellos, Dan, encontró un buen arenal en el páramo…
—¡Ah, sí! Ya supusimos que había allí algún arenal —dijo Ana.
Ben frunció las cejas ante la interrupción y continuó:
—Y como eran nueve o diez hermanos, y todos fuertes y valientes, decidieron explotar el arenal. Compraron vagones, y con ellos iban a buscar la arena, que luego vendían en todos los pueblos de la comarca. Era una arena fina, de excelente calidad.
—Ya lo observamos —dijo Enrique—. Pero aquellos rieles…
—¡No lo interrumpáis! —exclamó Dick, contrariado.
—Ganaron mucho dinero —siguió recordando Ben—. Tendieron vías que les permitían llevar los vagones hasta el mismo arenal, lo que facilitaba el acarreo. ¡Aquello era magnífico! Los niños seguíamos a la pequeña máquina que soplaba y jadeaba. Nos hubiera gustado conducirla, pero no pudimos hacerlo nunca. Los Bartle llevaban siempre largas varas con las que pegaban a los chiquillos que se acercaban demasiado. Eran rudos y agresivos.
—¿Por qué abandonaron las vías? —preguntó Julián—. Están cubiertas de arena y hierbas. Casi no se ven.
—Hemos llegado a ese misterio que tanto os interesa —dijo Ben, haciendo humear su pipa—. Los Bartle tuvieron una batalla con los gitanos.
—¿Ya había gitanos en el páramo? —exclamó Dick.
—Si la memoria no me engaña, siempre ha habido gitanos en el páramo —repuso el herrero—. Bueno, como os he dicho, los gitanos se lanzaron a la lucha contra los Bartle, lo que no sorprendió a nadie, pues estas refriegas eran cosa corriente entonces. Y los gitanos arrancaron rieles aquí y allá, y la pequeña locomotora descarriló, y volcó el convoy y su carga.
Los niños veían con la imaginación la pequeña locomotora resoplando, jadeando y descarrilando al llegar a los rieles arrancados. ¡Qué alboroto debió de producirse entonces en el páramo!
—Los Bartle no podían permanecer impasibles ante una cosa así —continuó Ben—. Se reunieron y se pusieron en marcha, decididos a arrojar a los gitanos del páramo. Juraron que, aunque hubiera un solo carromato, le prenderían fuego, llevarían a los gitanos hacia la costa y los arrojarían al mar.
—Debía de ser una familia muy salvaje —comentó Ana.
—Sí —dijo Ben—. Los nueve o diez hermanos eran hombres altos y fuertes; tenían unas cejas tan espesas y enmarañadas que casi les tapaban los ojos, y unos vozarrones que ensordecían. Nadie se atrevía a ponerse en contra de ellos; el que lo intentaba, pronto veía a toda la familia armada con palos en la puerta de su casa. Imponían aquí su voluntad, y todo el mundo los odiaba. Nosotros, los niños, echábamos a correr apenas veíamos aparecer a alguno de ellos por una esquina.
—¿Cómo terminó lo de los gitanos? ¿Pudieron arrojarlos del páramo los Bartle? —preguntó Jorge.
—Déjame ir a mi paso, muchacho —dijo Ben señalando a Jorge con su pipa—. Merecerías que un Bartle corriera detrás de ti.
Naturalmente, el herrero creía que Jorge era un chico. De nuevo los hizo esperar, hurgando en su pipa. Julián guiñó el ojo a sus compañeros. Aquel viejo que tan buena memoria tenía, le había caído en gracia.
—Pero los gitanos siempre acaban por ganar —dijo al fin el herrero—. Así se dice y es verdad. Un día desaparecieron todos los Bartle. Ni uno solo volvió a su casa. La única que quedó de la familia fue Inés, la hermana, que estaba cojita.
Todos lanzaron exclamaciones de sorpresa. El viejo Ben dirigió una mirada de satisfacción a su auditorio. Nadie sabía contar las cosas tan bien como él.
—Pero ¿qué sucedió? —preguntó Enrique.
—Eso no lo sabe nadie —respondió Ben—. La desaparición ocurrió una semana en que la niebla llegó al páramo arrastrándose como un reptil y lo cubrió todo. Nadie fue aquellos días al páramo; sólo los Bartle, para los que no existía ningún peligro, ya que podían volver siguiendo los raíles. Continuaron, pues, yendo al arenal todos los días, a pesar de la niebla, y trabajando como de costumbre. Nada podía impedir a los Bartle que trabajaran.
El viejo se detuvo y miró a sus oyentes. Luego, bajando la voz y estremeciendo a los cinco niños, continuó:
—Una noche, un vecino del pueblo vio pasar por las afueras, furtivamente, una caravana de gitanos formada por más de veinte carromatos. Se dirigían al páramo, a través de la densa niebla. Tal vez se guiaron por los raíles, pero esto nadie lo sabe a ciencia cierta. A la mañana siguiente, los Bartle fueron al arenal, como de costumbre. Y desaparecieron para siempre.
El viejo herrero hizo una nueva pausa.
—Sí, para siempre —repitió—. Ninguno de ellos volvió del páramo. Nunca se supo nada más de los hermanos Bartle.
—Pero ¿qué pasó? —insistió Jorge.
—Cuando se disipó la niebla salieron varios grupos a buscar a los desaparecidos —dijo Ben—. Pero no encontraron ni un solo Bartle, ni vivo ni muerto. Tampoco vieron ni rastro de los gitanos. Habían regresado aquella misma noche, procurando que no los viesen, atravesando el pueblo como sombras. Yo creo que los gitanos se lanzaron aquel día contra los Bartle, protegidos por la niebla, lucharon con ellos, los derrotaron y después se los llevaron a la costa y los tiraron al mar.
—¡Es horrible! —exclamó Ana, impresionada.
—No te preocupes, muchacha —dijo el herrero—. Lo que os he contado sucedió hace mucho tiempo. Además, nadie lloró a los Bartle. La única superviviente fue la hermanita enferma, Inés, que vivió hasta los noventa y seis años y murió hace muy pocos. En cambio, sus hercúleos e impetuosos hermanos desaparecieron todos a la vez, en un abrir y cerrar de ojos.
—Lo que nos ha contado es muy interesante, Ben —dijo Julián—. Supongo que fue entonces cuando el páramo empezó a llamarse Misterioso, ya que nadie supo lo que había sucedido. Además, el misterio no se ha aclarado todavía. Dígame: ¿nadie ha vuelto desde entonces a utilizar el ferrocarril ni ha ido a buscar arena?
—Nadie —repuso el viejo—. Todos estábamos asustados, como comprenderéis, e Inés dijo que no le importaba que se estropearan la locomotora y los vagones, que no quería saber nada de ellos. Desde entonces nunca me atreví a ir al páramo y durante mucho tiempo sólo los gitanos osaron pisar aquel desierto. Hoy se ha olvidado ya la historia de los Bartle, pero estoy seguro de que los gitanos la recuerdan todavía, pues tienen muy buena memoria.
—¿Sabe usted por qué van al Páramo Misterioso con tanta frecuencia? —preguntó Dick.
—No. Ya sabéis que siempre están yendo de un lado a otro. Ignoro lo que hacen en el páramo y no me interesa averiguarlo. No quiero que me ocurra lo que les ocurrió a los Bartle.
En este momento llegó a ellos la voz de Jim, el nieto del herrero, que herraba los caballos en el interior de la herrería.
—¡Abuelo! No hable más y deje que esos chicos vengan a charlar conmigo. Ya he herrado a casi todos los caballos.
Ben se echó a reír.
—Entrad —dijo a los niños—. Os gustará ver saltar las chispas y cómo se ponen las herraduras a los caballos. Perdonadme por haberos hecho perder el tiempo contándoos cosas ya pasadas. Entrad, entrad en la herrería.
—Lo hemos escuchado con gusto —dijo Julián, poniendo en la mano del herrero una moneda de dos chelines—. Tenga, para tabaco.
—Gracias; eres muy amable —dijo el viejo, sinceramente agradecido. Y añadió—: Recordad sobre todo dos cosas si vais al páramo: huid de la niebla y no os acerquéis a los gitanos.