Capítulo VIII

EL HUSMEADOR HACE UNA PROMESA

Al caer la tarde, Jorge empezó a sentirse sola. ¿Qué habrían hecho sus compañeros sin ella? ¿La habrían echado de menos? ¡Tal vez ni siquiera se habrían acordado de que existía!

—Por lo menos no te han tenido a ti, Tim —dijo la niña—. Tú no te irás nunca sin mí, ¿verdad?

Tim se apretó contra ella, satisfecha al ver que su amita parecía ya más feliz. Se preguntaba dónde estarían los demás y dónde habrían pasado el día.

De pronto, se oyó un repiqueteo de cascos en el patio y Jorge corrió hacia la puerta. ¡Sí, eran ellos! ¿Qué actitud debía adoptar? Se sentía estúpida y feliz, humilde y satisfecha, todo al mismo tiempo, y permaneció inmóvil sin saber si salir con el ceño fruncido o sonriendo.

Los recién llegados lo decidieron por ella.

—¡Hola, Jorge! —gritó Dick—. Te hemos echado mucho de menos.

—¿Cómo va ese dolor de cabeza? —le preguntó Ana—. ¡Ojalá se te haya pasado!

—¡Hola! —exclamó Enrique—. ¡Lástima que no hayas venido! ¡Ha sido un día cañón!

—Ven a ayudarnos —dijo Julián—. Y explícanos qué has hecho hoy.

Tim había corrido hacia ellos, ladrando alegremente, y Jorge, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, corrió también hacia el grupo con una sonrisa de bienvenida en los labios.

—¡Hola! —exclamó—. Voy a ayudaros. ¿De veras me habéis echado de menos? Yo también a vosotros.

Los chicos tuvieron una verdadera alegría al ver que Jorge volvía a ser la de siempre, y ya no volvieron a nombrarle el dolor de cabeza.

La niña los ayudó a desensillar los caballos y escuchó el relato de lo que habían hecho durante el día. Luego les habló del Husmeador y sus mensajes, y les explicó que le había regalado un pañuelo.

—Pero estoy segura de que lo conservará completamente limpio —dijo—. Mientras estuvo conmigo no lo usó ni una sola vez. Está sonando la campana de la cena. Habéis llegado a tiempo. ¿Tenéis apetito?

—Yo sí —respondió Dick—, a pesar de que los bocadillos de la señora Johnson me hicieron pensar que no cenaría. ¿Cómo está Clip?

—Dejemos ese asunto ahora. Ya os lo explicaré todo después de cenar. ¿Quieres que te ayude, Enrique?

Para Enriqueta fue una gran sorpresa que Jorge la llamara Enrique.

—No, gracias…, Jorge —repuso—. Puedo hacerlo sola.

La cena resultó muy agradable. Los pequeños ocupaban otra mesa, lo que permitió a los mayores charlar a gusto.

El capitán Johnson se mostró muy interesado cuando le contaron lo de los raíles.

—No sabía que hubiese vías férreas en el páramo —dijo—. Claro que sólo hace quince años que estamos aquí. De modo que no sabemos gran cosa de la historia local. ¿Por qué no vais a ver al viejo Ben, el herrero? Él os puede informar porque ha pasado aquí toda su vida, una larga vida, pues tiene más de ochenta años.

—Tengo una idea —dijo Enrique con vehemencia—. Podríamos llevar a herrar algún caballo mañana y aprovechar la visita para hacer preguntas al viejo herrero. A lo mejor, incluso participó en la colocación de las vías.

—Oye, Jorge; vimos a la caravana de los gitanos cuando nos habíamos internado bastante en el páramo —dijo Julián—. Sabe Dios adónde iban. Creo que se dirigían a la costa. ¿Cómo es la costa en que termina el páramo, capitán Johnson?

—Inaccesible —dijo el capitán—. Precipicios infranqueables, escollos, rocas bravías… Allí sólo habitan los pájaros. No hay barcas ni playas para bañarse.

—¿Qué atractivo tendrán para los gitanos esos parajes desiertos? —dijo Dick—. Es un misterio. Van cada tres meses, ¿verdad?

—Poco más o menos —repuso el capitán Johnson—. Yo tampoco comprendo cómo puede gustarle a los gitanos vivir en esas tierras inhospitalarias. Es algo que siempre me ha llamado la atención. Habitualmente, no van a sitios en los que no hay alquerías o aldeas donde puedan vender lo que hacen.

—Me gustaría ir a ver dónde han acampado y lo que están haciendo —declaró Julián, mientras se comía su tercer huevo duro.

—Pues iremos —dijo Jorge.

—¿Cómo? ¿Acaso sabemos dónde están? —preguntó Enrique.

—El Husmeador irá a reunirse con ellos mañana, o tan pronto como Clip esté curado —dijo Jorge—. Se guiará por los mensajes que le hayan dejado en el camino. Según dice, busca en los sitios donde hay señales de haberse encendido fuego, y cerca encuentra los patrins que le indican la dirección que debe seguir.

—Pero, después de interpretarlos, los destruirá —dijo Dick—, y nosotros no tendremos ninguna guía.

—Le diremos que nos deje mensajes compuestos por él —dijo Jorge—. Estoy segura de que lo hará. Es un buen chico, no me cabe duda. Yo me encargo de convencerlo de que nos deje muchos mensajes. Así no nos será difícil seguir el buen camino.

—Buena idea. Para nosotros será una diversión tratar de seguir un camino guiándonos por patrins, como los gitanos —dijo Julián—. Podríamos hacer otra excursión a caballo de todo un día.

Enrique lanzó un ruidoso bostezo, que se contagió a Ana, aunque ésta bostezó más discretamente.

—¡Enrique! —la reprendió la señora de Johnson.

—Lo siento, señora Johnson —se disculpó la chica—. Me vino como un estornudo. No sé por qué, pero estoy medio dormida.

—Entonces vete a la cama —dijo la señora de Johnson—. Habéis tenido un día entero de sol y aire libre. Todos estáis muy morenos. El sol de abril ha sido hoy casi tan fuerte como el de julio.

Los cinco y Tim fueron a echar una última mirada a los caballos y a realizar algunas pequeñas tareas. Enrique bostezó de nuevo y esta vez el bostezo se contagió a todos, incluso a Jorge.

—¡Qué bien se duerme en la paja! —exclamó Julián alegremente—. ¡Este lecho caliente y cómodo es algo demasiado hermoso para describirlo con palabras! Las camas son para vosotras, para las chicas.

—Espero que el padre del Husmeador no volverá a venir esta noche —dijo Dick.

—Echaré el cerrojo —dijo Julián—. Pero antes vamos a dar las buenas noches a la señora de Johnson.

Poco después, las tres muchachas estaban en sus camas y los dos chicos tendidos en la paja del establo. Clip continuaba allí, pero ya no daba muestras de inquietud. Ni una sola vez movió la pata enferma. Estaba mucho mejor. Era casi seguro que al día siguiente estaría en condiciones de ponerse en camino.

Julián y Dick se durmieron en seguida. Aquella noche nadie penetró en el establo y nada les molestó. Pero a la mañana siguiente, un gallo se introdujo en la cuadra por una ventana, se instaló en una viga que estaba exactamente sobre ellos y lanzó un quiquiriquí tan estruendoso que los dos muchachos despertaron sobresaltados.

—¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha gritado en mis oídos? ¿Has sido tú, Julián?

El gallo volvió a cantar y los chicos se echaron a reír.

—¡Maldito gallo! —exclamó Julián, acurrucándose de nuevo sobre la paja—. De buena gana hubiera dormido un par de horas más.

Aquella mañana el Husmeador se acercó tímidamente a la puerta del picadero. Nunca entraba con resolución, sino que se deslizaba a través del seto, o trepaba por la reja, o aparecía por una esquina. Al ver a Jorge, se acercó a ella.

—Señorito Jorge —dijo, provocando la hilaridad de Julián—. ¿Está mejor Clip?

—Sí —le respondió Jorge—. Hoy te lo podrás llevar. Pero espera un poco, Husmeador. Quiero preguntarte una cosa antes de que te vayas.

El Husmeador se sentía feliz. Le gustaba aquella niña que le había regalado un pañuelo tan magnífico. Con el deseo de complacerla, lo sacó del bolsillo y exclamó:

—¡Mire qué limpio está! Lo cuido mucho.

Y al decir esto aspiró ruidosamente el aire por la nariz.

—¡Eres un tonto de remate! —le dijo Jorge, indignada—. Te lo regalé para que lo uses, no para que lo lleves limpio en el bolsillo. Te lo quitaré si no lo usas.

El Husmeador alarmado, sacó con gran cuidado el pañuelo, lo desdobló y se lo pasó ligeramente por la nariz. Luego lo volvió a doblar, dejándolo exactamente como estaba, y se lo guardó de nuevo en el bolsillo

—¡Y ahora pobre de ti como vuelvas a hacer ruido con la nariz! —le dijo Jorge, haciendo esfuerzos para contener la risa, y añadió—: Oye, Husmeador, ¿te acuerdas de los patrins que me enseñaste ayer?

—Sí, señorito Jorge —respondió el Husmeador.

—Los gitanos que se han marchado ¿te han dejado mensajes para indicarte el camino?

El Husmeador asintió.

—Sí, pero no muchos. Ya he estado allí dos veces y sólo los pondrán en los sitios en que es fácil equivocarse.

—Es natural —dijo Jorge—. Escucha, Husmeador, queremos jugar a los mensajes, ver si sabemos seguirlos, y nos gustaría que nos dejaras patrins en el camino cuando te vayas para reunirte con tu familia. ¿Lo querrás hacer?

—¡Claro que sí! —repuso el Husmeador, satisfecho de que alguien le pidiera un favor—. Dejaré los que le enseñé: la cruz, los palitos, la hoja grande y la hoja pequeña.

—Bien. Eso querrá decir que tú has pasado en una dirección determinada, y que sois un chico y un perro, ¿verdad?

—Sí —asintió el Husmeador—. Ya veo que se acuerda.

—Así —dijo Jorge—, nosotros podremos imaginarnos que somos unos gitanos que seguimos un camino por el que han pasado otros.

—¡Pero que no los vean los gitanos cuando lleguen al campamento! —dijo el Husmeador, repentinamente alarmado—. Me reñirían por dejarles mensajes.

—Descuida. Evitaremos que nos vean —dijo Jorge—. Ahora vamos en busca de Clip.

El resignado caballito los siguió alegremente. Ya no cojeaba; el descanso le había probado. Se alejó a buen paso con el Husmeador, y lo último que oyó Jorge de ellos fue la característica aspiración nasal del gitanillo.

—¡Husmeador! —le gritó la niña en son de reproche.

El chiquillo se llevó la mano al bolsillo, sacó el pañuelo y lo agitó en el aire, con el rostro iluminado por la alegría.

Jorge volvió al lado de sus compañeros.

—El Husmeador se ha llevado a Clip —dijo—. Ahora podríamos llevar nosotros al herrero los caballos que se tengan que herrar. ¿No os parece?

—Sí —aprobó Julián—. Y le haremos preguntas sobre el Páramo Misterioso y esa extraña vía férrea. Vamos.

Eran seis los caballos que había que llevar a la herrería. Así que cada uno de los cinco montó en uno, y Julián condujo, además, otro de las riendas. Tim corría alegremente entre ellos. Le gustaban los caballos y éstos lo consideraban como un buen amigo. Cuando lo veían, bajaban hacia él sus hocicos para olfatearlo.

Descendieron lentamente por el largo camino que conducía a la herrería.

—¡Aquí es! —gritó Jorge—. Como veis, es una herrería antigua llena de carácter y con una magnífica fragua. Mirad, allí está el herrero.

Ben era un hombre de aspecto fuerte y robusto a pesar de sus ochenta años largos. Herraba pocos caballos y pasaba la mayor parte del día sentado al sol, vigilando a su empleado. Tenía una abundante cabellera blanca y sus ojos eran tan negros como el carbón que tantas veces había puesto al rojo.

—Buenos días, amiguita y amiguitos —dijo a los muchachos.

Julián hizo una mueca al oír esto, diciéndose que Jorge y Enrique estarían satisfechas.

—Queremos hacerle unas preguntas —dijo Jorge, bajando del caballo.

—Preguntad lo que queráis —respondió el anciano—. Si se trata de algo de este lugar, seguro que os podré responder, pues no hay nada que no sepa el viejo Ben. Llevad los caballos a Jim, y vengan vuestras preguntas.